martes, 21 de abril de 2009

PARA CAMBIAR EL MUNDO, CAMBIAR DE DIOS

Pope Godoy

Somos Iglesia Andalucía

¡Ojalá que cuando se publique este número de Tiempo de Hablar haya terminado, por fin, “lo de Gaza”! (¿Invasión? ¿Autodefensa? ¿Represalia? ¿Antiterrorismo? ¿Prevención? ¿Terrorismo de Estado?…) Más allá de los variados calificativos que puedan emplearse desde las distintas posiciones políticas y humanitarias, la tragedia de Gaza deja muy a las claras la imperiosa necesidad de una organización mundial donde no puedan repetirse episodios como éste ni los complejos conflictos de África ni las infinitas guerras que siguen afectando a millones de personas.

Confieso que todo este tema me está afectando mucho y me tiene bloqueado. Pero intento enganchar con mi plan inicial. Las palabras no son asépticas. Ahora vemos más claro el fraude del “nuevo orden mundial” como si la situación actual fuera de “orden”, es decir, de justicia y de aceptable bienestar. Ante la actual crisis mundial, “ellos” reconocen que se han producido algunos desajustes y, naturalmente, habrá que corregirlos. Pero, claro, está, dentro de este “orden”. En cambio, si vemos nuestro mundo desde esa inmensa mayoría de personas que actualmente están excluidas de casi todos los bienes de la tierra, sólo se puede hablar de “caos” y de una gigantesca injusticia global en la que estamos inmersos y de la que somos cómplices en mayor o menor grado.

En mi plan inicial, me parecía interesante analizar la aportación que podrían hacer las religiones para superar el desorden estructural y sentar las bases para un orden que finalmente fuera “humano”, es decir, al servicio del ser humano y de todos los seres humanos. Pero ese análisis escapa por completo a mis posibilidades. Por eso, con más realismo, me limito a analizar la aportación que podemos hacer desde la perspectiva de la fe cristiana.

Puntos de partida Formulo de modo esquemático algunos presupuestos que nos sirven como telón de fondo y que pretenden despejar viejos y nuevos prejuicios.

1.- Una primera aportación ineludible debería ser la de superar definitivamente todas las formas de imperialismo tanto moral como religioso. Las experiencias religiosas pertenecen, por su misma naturaleza, al ámbito privado. Las creencias no son verdades universales porque no son demostrables ni verificables. Esta realidad objetiva nos obliga a ser muy modestos respecto a nuestra específica opción religiosa.

2.- Muy vinculada a la primera aportación, damos un segundo paso: las formulaciones dogmáticas son provisionales y siempre imperfectas. La aproximación al misterio de la trascendencia se realiza desde la perplejidad, el desconcierto, la fascinación y todo ese cúmulo de sentimientos y experiencias que pueden calificarse en el más estricto sentido como “ine-fables”. Es decir, imposibles de formular ni de explicar. Por no hablar de los condicionantes individuales, culturales y sociales que inevitablemente colorean nuestras experiencias.

3.- En este camino de aportación a un diálogo universal, tenemos muy presente que las religiones se degradan cuando se hacen dogmáticas. La historia de nuestra tradición cristiana es un estremecedor rosario de definiciones, de exclusiones y de condenas que empezaron allá en el primer concilio ecuménico (Nicea a. 325) hasta el Vaticano I, con la definición de la infalibilidad papal (a. 1870). Solo se ha salvado de la quema el esperanzador y más bien frustrado Vaticano II.

4.- Gandhi había dicho: «En el mundo no habrá paz, si no hay paz entre las religiones» Y Hans Küng da un paso más: «No habrá paz entre las religiones si no hay diálogo entre las religiones». Muchas personas comparten este doble punto de vista. Eso significa que la construcción de una sociedad alternativa necesita potenciar cada vez más un diálogo a tres bandas:  Diálogo intraeclesial, donde podamos exponer con toda libertad y respeto los divergentes y hasta encontrados puntos de vista sobre nuestra propia iglesia.  Diálogo interreligioso, donde podamos compartir y cotejar experiencias y tradiciones religiosas distintas, tanto entre confesiones cristianas como con otras religiones.  Diálogo con la sociedad. Multitud de personas y organizaciones llevan mucho tiempo trabajando por una sociedad alternativa. Esa instancia crítica para establecer objetivos finales y medios para conseguirlos, con toda la valoración de las actuaciones concretas, es el gran fermento que puede transformar la historia humana.

5.- Nos situamos, desde luego, en una sociedad que se va consolidando como laica. Es decir, que ejerce su autonomía personal y colectiva en todos los ámbitos de la organización social. En ese camino hacia la mayoría de edad, se ha ido liberando de las tutelas que la encauzaron y quizá la protegieron durante su infancia y adolescencia. Pero que ya no soporta en su adultez. Con alivio y con alegría valoramos muy positivamente la liberación de las tutelas religiosas. Pero, eso sí: atentos y críticos frente a nuevas formas de tutelaje como el consumismo insolidario, por ejemplo.

6.- En un contexto laico, consideramos muy positivo que el criterio de “eticidad” no esté marcado por una religión y, ni siquiera, por todas las religiones juntas. En este campo, se han invertido claramente las tornas. Por eso, ninguna religión puede invocar una pretendida revelación divina para justificar la omisión o el atropello de cualquier derecho humano.

Esta breve enumeración significa el caldo de cultivo en donde puede desarrollarse la aportación específica, aunque no exclusiva, del mensaje cristiano para una sociedad alternativa.

El Dios de Jesús Si alguien nos preguntara: -¿Cree Vd. en Dios?, pienso que la respuesta más correcta debería ser una contrapregunta: -¿De qué dios se trata? En efecto, la palabra, el concepto y la imagen de “Dios” es susceptible de las más variadas concepciones, interpretaciones y apropiaciones. Por ejemplo, el dios al que G. Bush apeló para justificar la invasión de Irak y toda la cadena de gigantescos sufrimientos que todavía está acarreando. El dios en quien cree un sector fundamentalista musulmán y a quien coloca como escudo y esperanza de sus ataques terroristas. El dios al que invocaban católicos y protestantes, cada cual a su modo, en el ya superado conflicto de Irlanda del Norte. O el dios al que puso como escudo el papa Urbano II, al grito de “¡Dios lo quiere!” (a. 1095) para santificar la primera cruzada y la conquista de tierra santa. Bueno, si me apuras, el dios de las solemnes celebraciones vaticanas… ¿De qué dios estamos hablando?

Se puede creer o no creer en Dios, pero podríamos establecer un punto de encuentro y un criterio de fiabilidad: que la experiencia religiosa favorezca el desarrollo y la adultez tanto individual como comunitaria. A partir de ahí se mejorarán las relaciones interpersonales y se fundamentarán las bases para construir una sociedad más humana. En esta dirección va la oferta que significa el Dios de Jesús.

Ya se entiende que cuando hablamos de “el Dios de Jesús” nos referimos al Dios que Jesús experimentó y cuya experiencia cambió su vida. Toda su actividad con la gente y todo el quehacer con su grupo tenía por objeto desmenuzar y hacer realidad la experiencia transformadora que Jesús había tenido en su bautismo: “Tú eres mi hijo, el amado, en ti he puesto mi favor” (Mc 1,11).

A partir de esa experiencia, que necesita “digerir” y profundizar alejándose al desierto, Jesús realiza repetidas veces una proclamación muy sencilla y hasta escueta: “Está cerca el reinado de Dios. Enmendaos y tened fe en esta buena noticia” (Mc 1,15). No me resisto a hacer una traducción laica, aunque muy fiel, de este texto: “Ya está en marcha la sociedad alternativa. ¡Enganchaos, que vale la pena!”

Pero lo que desconcertó en la vida de Jesús, lo que fascinó o irritó, según las personas y los ambientes, fue su modo de comportarse. En torno a Jesús se fue aglutinando un grupo de hombres y mujeres de clase media-baja en una comunidad itinerante por las aldeas de Galilea. Jesús se acercaba y acogía con toda naturalidad y convencimiento a los sectores menos valorados y más excluidos de la sociedad: publicanos, prostitutas, niños, mujeres… De modo especial se hizo muy cercano a los enfermos, esas personas doblemente castigadas por la exclusión social y por la creencia generalizada de que la enfermedad era un castigo divino.

Jesús no era filósofo ni teólogo. No utilizaba un lenguaje técnico ni empleaba definiciones claras y precisas. Como místico y como poeta, tenía una asombrosa capacidad para conectar con los sentimientos y aspiraciones más secretas y hasta inexpresadas del ser humano. Despertaba ilusión, creaba esperanza. Las personas que lo escuchaban podían entender que Dios era padre de cada una de ellas y de todos los seres humanos. Por muy asombrosa y casi blasfema que pudiera parecer esta afirmación, encontraba resonancia y respuesta en el corazón de mucha gente. Con palabras sencillas y comparaciones de la vida diaria, Jesús iba desgranando lo que era su radical convencimiento experiencial: “ser hijos de vuestro Padre del cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos” (Mt 5,45).

El reinado de Dios El comportamiento de Jesús contiene cambios muy radicales en el meollo de la experiencia religiosa. En los sinópticos, Jesús habla hasta 74 veces del reino-reinado de Dios. Sin embargo, no llama a Dios con el nombre de rey sino con el nombre de padre. Se trata, sin duda, de un cambio de valores. Aunque en la Biblia hebrea no aparezca nunca la expresión “reino de Dios”, allí se repite con mucha frecuencia que Dios es rey, que su poder es universal y que se extiende por toda la tierra. Frente al poder absoluto del rey sólo cabe el sometimiento absoluto… y el miedo. Con razón se ha afirmado desde la increencia que la fe en Dios significaba la anulación de la persona humana. Pues sí, la fe en “ese” dios bloquea muchas capacidades humanas y hace imposible la autonomía de la persona.

Al hablar de Dios como padre, Jesús rebasa la perspectiva tradicional de las religiones y desplaza el centro de gravedad desde Dios hacia el ser humano. Siguiendo con la metáfora de Dios-Padre, lo que le interesa a un padre más que todo es que sus hijos sean felices, que encuentren su propio camino de maduración personal y que alcancen el máximo desarrollo de sus potencialidades en armonía con las demás personas que también son hijas suyas. Por eso llama tanto la atención el carácter tan “laico” (si se me permite esta expresión) del Dios de Jesús. Dios no reina desde las alturas ni desde el templo, ni exige sacrificios. La oración del padrenuestro es, quizá, el símbolo más significativo de este cambio de perspectiva. No me puedo detener en más explicaciones y sólo hago una traducción de la primera parte, lamentando que la conferencia episcopal española no hubiera dejado a Alonso Shökel y Juan Mateos hacer una traducción oficial de esta oración.

Padre nuestro, el del cielo, ¡que se proclame ese nombre tuyo! [¡tu nombre de padre!] ¡que llegue tu reinado! ¡que también en la tierra se haga realidad tu proyecto del cielo!

González Faus hace una formulación que me parece genial y de una precisión teológica incuestionable: “Jesús dejó sentado que el camino hacia Dios no pasa por el Poder, ni por el Templo, ni por el Sacerdocio, ni por la Ley. Pasa por los excluidos de la historia.” (Memoria subversiva, memoria subyugante. Cnismo y Justicia, nº 104, marzo 2001.- Pág. 4)

Lo confieso. Cada día me siento más fascinado por este Dios de Jesús. En aquella sociedad patriarcal, Jesús expresa y vive la experiencia de Dios-Padre, pero con rasgos maternales. El verbo splajnídsomai (σπλαγχνίζομαι) significa “removerse las entrañas”, un rasgo femenino y maternal. Se suele traducir por “conmoverse”, que es la expresión más cercana en nuestra lengua. Las citas son muy significativas:  El padre del hijo pródigo “se conmovió” cuando vio volver a si hijo (Lc 15,20).  El samaritano “se conmovió” al ver al hombre malherido (Lc 10,33).  Jesús “se conmovió” al ver “las multitudes maltrechas y derrengadas como ovejas sin pastor” (Mt 9,36; 14,14; Mc 6,34) o cuando llevan tres días sin comer (Mt 15,32; Mc 8,2).  Ante una persona enferma, Jesús “se conmueve” y la cura (Mt 20,34; Mc 1,41; Lc 7,13).

Ni privilegios ni exclusiones Se me agolpan multitud de consecuencias que no soy capaz de formular. Pero la primera y la más llamativa es que no hay personas ni pueblos elegidos. No hay privilegios ni exclusiones. Me pregunto si el actual Israel, a pesar de su declaración de estado laico, no mantiene soterrado, inconfesable pero determinante, un sentimiento de superioridad como pueblo “elegido”. En ese caso, los muertos palestinos tendrían mucho menos valor que los muertos israelíes. Y me pregunto también si el llamado hasta hace poco “Occidente cristiano” no ha cultivado con mal disimulada complacencia un sentimiento de superioridad que le daba derecho a todos los atropellos, a todos los expolios y a todas las crueldades precisamente porque se sentía depositario de la única religión verdadera.

El sentimiento de pueblo elegido forma parte de un estadio infantil de la persona y de los colectivos humanos: sentirse único o, al menos, el preferido. Jorge Drexler lo canta admirablemente en su estremecedora Milonga del moro judío: “y no hay pueblo que no se haya / creído el pueblo elegido”. Más de uno recordará aquel himno al Sagrado Corazón que era uno de los símbolos del nacional-catolicismo: “Reinaré en España / más que en todo el resto del mundo”… ¡Pues no! Apostamos por caminar hacia la adultez que significa conseguir la convivencia en igualdad tanto en la familia como en la sociedad.

Otra consecuencia cae por su peso: hay que repartir el pan entre todos los miembros de la gran familia humana. Jesús no podía pensar en términos de derechos humanos, ni probablemente se le pasó por la cabeza el derecho al trabajo, a la educación o a la sanidad… El tema era mucho más perentorio: comer cada día. Por desgracia, la mayor parte de la humanidad sigue todavía en ese estadio de precariedad degradante e inhumana. Pero, claro, Jesús no era un economista. No tenía fórmulas mágicas para conseguir la adecuada distribución de los bienes. En una comunidad itinerante como la suya, era relativamente fácil compartir lo que se tenía. Comían hasta hartarse o se quedaban a medias según los casos. Por otra parte, la inminencia de la llegada del reinado de Dios en plena fuerza hacía innecesaria una planificación a medio y largo plazo…. El consejo que da Jesús al joven rico de vender todo lo que tiene para seguirlo (Mt 19,21) adquiere pleno sentido en ese contexto.

La experiencia de la primera comunidad en Jerusalén, en lo que tenga de histórica además de utopía evangélica, se enmarca en este mismo contexto: “Todos los que iban creyendo abrigaban el mismo propósito y lo tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y lo repartían entre todos según la necesidad de cada uno” (Hch 2,44-45). Esta fórmula tan generosa y tan entusiasta, no era una “sociedad alternativa” desde el punto de vista económico. Es posible que las penurias padecidas por la comunidad de Jerusalén y la colecta que Pablo llevó (Rom 15,25-27) tuviese relación con aquel comportamiento inicial tan desprendido y, al mismo tiempo, tan poco previsor.

A lo largo de la historia, muchas personas cristianas han derrochado generosidad, compasión (¡ese rasgo tan característico de Jesús!) y cariño hacia sus semejantes. Desde el Dios de Jesús, éste es, sin duda, el rasgo más positivo en toda la tradición cristiana. Ya se entiende que este comportamiento ni es único ni exclusivo de la tradición cristiana. Pero me estoy centrando en ella. Podemos decir que en cuestión de “asistencialismo” el comportamiento cristiano ha sido hasta sobresaliente.

¡A mí me lo hicisteis! Barrunto que en ese comportamiento solidario se contiene una de las intuiciones más radical y bellamente humanas. Y, al mismo tiempo, el meollo más sustantivo de la experiencia religiosa. Por una parte, cualquier madre o padre agradecen la ayuda que se haga a un hijo o hija más que si se la hicieran a ellos mismos. ¡Ése es el sentido primordial del “a mí me lo hicisteis”¡ (Mt 25,40). Pero hay más. Tradicionalmente, se nos explicaba la trascendencia divina en términos de grandeza y de lejanía. ¡El misterio de Dios! Para Jesús, el tema es más sencillo y más interpelante: la trascendencia divina se encuentra sorpresiva e inquietante en cada ser humano. Trascendencia e inmanencia se encuentran indisolublemente unidas en las profundidades de cada persona.

Volvemos a lo mismo. Jesús no tiene formulaciones teológicas especulativas. Pero en lenguaje sencillo descubre a la gente la maravilla de esa trascendencia divina hecha cercanía en cada vida y en cada tarea humana. Dios se ha desplazado de los lugares sagrados. Ahora se encuentra en plena vorágine de la vida, sobre todo en cercanía y hasta identificación con personas y colectivos marginados. El reinado de Dios se parece a las tareas que hace la gente en su vida diaria: el sembrador, el pastor, la pesca, la mujer que amasa la harina o que limpia su casa…

Esta fusión, aunque no confusión, entre trascendencia e inmanencia es el antídoto más eficaz para superar el supuesto e inexistente conflicto entre los “derechos” de Dios y los derechos humanos. Es también el criterio más determinante frente a todas las formas de terrorismo y la denuncia más implacable del capitalismo que pone la ganancia económica como el valor supremo al que se deben subordinar los demás valores.

Los retos del presente Tenemos que reconocer que la tradición cristiana, a lo largo de la historia, ni siquiera atisbó la posibilidad de un cambio en las estructuras económicas y sociales. Más aún, a la Iglesia oficial le faltó olfato evangélico para percibir los signos de los tiempos y para engancharse a la reivindicación creciente de justicia en términos de derechos humanos efectivos.

También tenemos que reconocer que las confesiones cristianas en su conjunto son más bien sociológicamente conservadoras. Sin duda que hay grupos muy comprometidos con el cambio social en profundidad, pero la tónica general no va por ahí. Y aquí radica el gran reto del cristianismo: recuperar el Dios de Jesús, volver al radicalismo utópico de una sociedad fraterna donde nadie pase hambre. Desde luego que, en esta tarea, tenemos un inmenso tajo de convergencia con millones de personas creyente o no creyentes que han dedicado y siguen entregando sus vidas a esta utopía siempre antigua y siempre nueva.

Por poner ejemplos universalmente consagrados, necesitamos muchas “Teresas de Calcuta” que alivien el sufrimiento inmediato y que ayuden a las personas a descubrir o recuperar su primordial dignidad humana. También necesitamos muchos “Vicentes Ferrer” que abran caminos a la esperanza y que hagan realidad las utopías más aparentemente disparatadas. Pero también necesitamos personas que le hinquen el diente al reto de la distribución de los bienes desde las instancias políticas. Es perentorio construir estructuras de solidaridad que hagan efectivo y legalmente exigible el reparto de los bienes en todos los ámbitos de la sociedad: político, económico, cultural, social…

Por supuesto, dejamos muy claro que el cristianismo, como tal, no tiene fórmulas específicas para conseguir ese reparto. En nuestra colaboración con millones de personas para cambiar el mundo, deberíamos subrayar la coherencia de nuestra propia vida y la importancia de valores irrenunciables muy por encima de unas leyes económicas pretendidamente universales e inmutables.

Y un último comentario. Esa campaña de “Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y goza de la vida”, tiene una doble lectura. Efectivamente si ese dios te provoca preocupación y angustia, sentimientos de culpabilidad y de tristeza, desde luego que ese dios tampoco existe para mí. Pero si esa “despreocupación” significa desentenderte de los problemas de las personas que te rodean y vivir a tu aire sin sentirte solidario con los demás, en ese caso yo prefiero seguir creyendo en el Dios de Jesús. Ese Dios que me interpela, que sacude mi conformismo, que agudiza mi sensibilidad hacia las personas y… que me obliga a preocuparme. Porque justamente en esa preocupación por los demás es donde Jesús y tantas otras personas han descubierto una fuente de alegría. ¡La alegría de las bienaventuranzas!




1 comentarios:

mccarceles dijo...

He leído este artículo con dos años de retaso, pero el problema sigue siendo el que usted plantea.Pienso algo muy parecido a lo que dice;mi pregnta es ¿qué piensan hacer? Estoy cansada de escribir a personas a las que, como usted,no conozco y decirles que si ustedes tomaran la iniciativa habría un montonazo de nosotros, los laicos,que estaríamos encantados de escucharles, de replantearnos ideas que ya nos oprimen y les seguiríamos, si lo que escuchamos es coherente. Un montonazo. Pero por lo visto nadie lo cree.
Sabe, esto de ser laico tiene sus ventajas y desventajas.La desventaja mayor es que si no perteneces a un grupo de esos que escriben en redes cristianas y foros o blogs afines, no nos hacen caso. Como siempre. Como siempre se equivocarán si no cuentan con todos y cada uno de nosotros,seamos de comunidades cristianas de baseo no.
No entiendo por qué no confían en nosotros,cuando saben que es la solución ¿a qué tienen miedo? no lo entiendo.
Será que gracias a Dios no me siento identificada en absoluto con la Iglesia oficial y no me asusta. Pero muchos de ustedes tampoco ¿entonces? Pierdan el miedo en las parroquias,en las cosas tan raras que se dicen en T. V., no sé.pierdan el miedo a transmitir el mensaje de Jesús que libera el alma y el cuerpo.
Hagan algo que salga fuera de su círculo de radio algo mayor ,pero igualmente cerrado, de personas que se autodefinen cristias. Probablemente esté equivocada,pero no veo otra solución para salir de la crisis en la que estamos todos metidos hasta el cuello.
No soy teóloga ¿se nota?,pero si conozco el mensaje de Jesús y es indignante lo que hacemos en su nombre.
Un saludo.