miércoles, 30 de septiembre de 2009
LA POBREZA, EL PODER Y LA CONCIENCIA
Nicaragüa
La pobreza se nos mete en las venas… nos enferma y nos denigra. Nos oprime desde dentro y nos oprime desde fuera. Aunque, cuando nos oprime desde fuera, es más llevadera.
Cuando la pobreza se nos mete en la cabeza, en los pies, en las manos, en la mirada y en el corazón, nos nubla la conciencia. Nos hace sentir menos y nos pone al frente del más dañino de todos los espejos: los demás en comparación con nosotros, los pobres…
Entonces viene el poder a terminar de arruinarlo todo…
Y los pobres nos acercamos al que puede más porque esperamos que nos dé algo de lo mucho que tiene: su dinero, su influencia, su prestigio, su inteligencia, su belleza, o, simplemente, su cariño y preferencia. Y los pobres nos alzamos así al poder sobre nuestros semejantes, los otros pobres con los cuales, sin querer, también competimos. Los que se quedan abajo, se quedan tristes… deseando estar en el lugar que ocupamos los de arriba, los preferidos del jefe…
Y si la pobreza se nos mete en la cabeza, no valen los títulos universitarios que saquemos para “mejorar en la vida”, o los bienes personales ni las riquezas que después logremos (si las llegamos a tener). Porque siempre nos vamos a estar pensando como pobres… siempre nos vamos a creer menos que los demás… siempre vamos a estar compitiendo con aquellos que están cerca del poder. Siempre estaremos pensando en función de lo que no tenemos y quisiéramos tener… o, si llegamos al poder o al “éxito”, nos vamos a olvidar de lo que una vez no tuvimos… de lo que fuimos: pobres. Porque sentiremos vergüenza del recuerdo…
Si se nos mete en los pies, la pobreza nos hace haraganas… y miedosas… Y aprendemos a caminar detrás de los pasos de aquellos a quienes consideramos mejores… y nos detenemos con cada nuevo obstáculo. Y damos pasos de hormiga en aquellos lugares anchos, donde podríamos correr y hasta volar, porque no nos terminamos de creer que estamos ahí precisamente para correr o para volar. Y si no nos mete miedo la pobreza en los pies, nos hace mañosos… porque entonces buscamos siempre cómo aventajar al que viene detrás de nosotras, correr despacio, en zig-zag, nunca de frente, buscando cómo ponernos en lugares donde saquemos ventaja, donde nos arrimemos al poder y al bienestar, aunque eso signifique hacerle trampa a los otros. Pero… “tenemos que sobrevivir”, y aquí se trata de la ley del más fuerte…
Cuando la pobreza se nos mete en las manos, nos ata… Nos amarra y nos desfigura las manos. Nos inutiliza. Porque pensamos que es poco o nada lo que somos capaces de hacer. O nos hace sirvientas de las personas que ostentan poder, dinero o influencias. Nos volvemos serviles e intentamos contentar todo el tiempo a quien está en un “rango” superior al nuestro. Porque tenemos miedo que nos quiten el trabajo… ese trabajo que nos da de comer todos los días (si es que lo tenemos). Así, sin querer y sin que nos demos cuenta, la pobreza nos hace mendigas… y nuestras manos atadas se liberan sólo para ser extendidas para pedir… dinero, favores, privilegios, cariño, aprobación y compasión.
Si se nos mete en los ojos, la pobreza nos hace ciegas. No sabemos vernos por dentro, ni descubrir nuestras capacidades, oportunidades y espíritu de lucha. Sólo vemos lo que NO tenemos… y lo comparamos con lo mucho que otros tienen. Nos entra la tristeza… y la rabia. Y tampoco miramos a nuestro alrededor. No nos damos cuenta de que hay otras personas que están en peores condiciones y que, tal vez, podrían necesitar de nuestra solidaridad. Miramos con desconfianza, con la mirada turbia porque pensamos mal de los demás… porque en el fondo también pensamos mal de nosotros mismos.
Pero cuando nos conquista el corazón, estamos liquidadas… porque la pobreza conquista nuestras ganas. Y lo peor de todo, nos hace amarla, desearla y buscarla. Es una contradicción tremenda: por un lado, no queremos la pobreza porque nos hace sufrir. Por otro, amamos sentirnos víctimas… pobres, limitadas, excluidas. Y le echamos la culpa a los ricos del mundo, a los que tienen poder, a los que son “mejores” que nosotros, los pobres Pobres…
Y si la pobreza nos llega al corazón, nos nubla la conciencia. Ya ni siquiera somos capaces de decir quién somos… ni de dónde venimos, ni sabemos hacia dónde vamos. La sociedad no nos importa, porque ella misma tiene la culpa de que seamos pobres. Y los ricos nos pisotean sin que nosotros nos demos cuenta, o si nos damos cuenta, no protestamos, pues no hay nada qué hacer… Y los otros pobres son nuestros iguales hasta que nos hacen competencia y se quieren meter en nuestro camino y quitarnos las migajas a las cuales, por ser más pobres, tenemos derecho. Y si el sistema nos oprime no opinamos, y si opinamos y luchamos es porque los líderes nos lo dicen. Y así se nos pasa la vida diciéndonos que somos pobres, y que no es justo, y que pobrecitos nosotros que somos pobres, y que quiero quedar bien con el patrón, la jefa y los dueños. Pero también pisoteo a los otros pobres que están debajo de mí… Cuando la pobreza se nos mete en la conciencia, ni siquiera nos damos cuenta de que fuimos nosotras mismas quienes entregamos nuestra propia dignidad, a cambio de un “bienestar”, y nos volvimos objeto de uso y de consumo de quienes ostentan un poder opresor.
Y todo esto, sin darnos cuenta… porque no fuimos capaces de despertarnos la conciencia.
Al final, pienso que el problema no es pasar hambre o angustia por las deudas… El problema es quedarse siempre en el hambre y en la angustia, y aprender a estirar la mano para pedir clemencia a los que tienen o pueden más… o no creer que pueda caminar con la misma dignidad que mi jefa, aunque no ande una ropa tan buena o mi porte no sea “distinguido”… El problema es creer que su dignidad depende de su cargo, de su dinero, de su preparación profesional, de su apellido o de su distinción… y no de su ser PERSONA… tan digna y tan semejante a mí… y a todos los seres humanos de este mundo.
El problema es el miedo que nos oprime… porque con ese mismo miedo nos volvemos opresoras y reproductoras de pobreza…
El problema es que ni siquiera tenemos conciencia de que la humanidad no podemos dividirla más por los “estratos sociales”… porque esa división no fue pensada por el Creador. Y porque este es un pensamiento absurdo… ilógico. Basta vernos unos frente a otros, y darnos cuenta de que somos hechos con la misma materia…
El problema no es ser pobre… sino que la pobreza se nos meta en las venas y nos envenene la sangre, y nos haga seres inferiores (porque nos vivimos comparando con los demás).
La pobreza no está sólo en la casa… en la cartera vacía ni en el fogón apagado porque no hay nada para cocinar. La pobreza está en el alma humana… en la mendicidad de nuestras relaciones y en la mezquindad de nuestros deseos.
Los pobres no sólo somos los que no tenemos dinero…
Los pobres somos los que no nos creemos gente.
Hasta que dejemos de pensar como pobres… entonces seremos, por fin, seres libres. Y ningún sistema nos podrá aplastar, porque la liberación la llevaremos por dentro, y se nos saldrá por los poros en cada uno de nuestros actos. En ese momento ya no nos pensaremos como ricos o pobres, sino simplemente, como seres humanos… Sólo entonces tendremos las agallas para ponernos de pie y enfrentar a este sistema opresor… y decir un “basta” a la injusticia. Sólo entonces tomaremos conciencia de nuestra igualdad, y nos uniremos entre todos los seres humanos, pobres y ricos, que queramos luchar por un mundo justo. Un mundo donde no haya espacio para las diferencias, porque son ilógicas… inhumanas e incivilizadas.
Cuando seamos libres desde dentro, nos liberaremos también desde afuera.
Y la pobreza habrá salido ya de nuestras cabezas, pies, manos, miradas, corazón y conciencia… y todas las personas tendremos el mismo poder creador…
Ese poder libertador que nos fue entregado desde el inicio de la historia de la humanidad. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).
martes, 29 de septiembre de 2009
LIBERTAD Y JUSTICIA SOCIAL
De lo que observé concluí que ni el socialismo ni el capitalismo lograron superar la dicotomía entre justicia y libertad. Sin embargo, al socializar el acceso a los bienes materiales básicos y a los derechos elementales (alimentación, salud, educación, trabajo, vivienda y descanso), el socialismo implantó un sistema más justo para la mayoría de la población que el capitalismo.
domingo, 27 de septiembre de 2009
EL NEOLIBERALISMO-CRISTIANO DE EE.UU.
P. Luís Barrios (EE.UU)
Hebreos 11:1
Introducción:
Aquí en Estados Unidos se sigue demostrando diariamente el fracaso de la economía neoliberal porque la misma carece de política social, o sea, el acrecentar la gestión gubernamental de ampliar el bienestar de la población, no de las corporaciones o unos grupos de poder.
miércoles, 23 de septiembre de 2009
CHARLAS EN LAMIARRITA (V) Rafa Yuste
5. Hablar de Dios y de Jesús como evangelización
“Dispuestos siempre a dar razón de nuestra esperanza a todo aquel que os pida una explicación, pero con buenos modos y respeto y teniendo la conciencia limpia” (1 Pe, 3,15)
Nuestra fe en Dios y en Jesús de Nazaret ha llegado a nosotros a través de numerosas mediaciones. Parece natural que si nosotros llegamos a vivir la fe en Dios y nuestro seguimiento de Jesús de una manera liberadora y sintiéndonos por ello en plenitud, es decir, si la vivimos como buena noticia, por sí mismo, ese estilo de vida, pueda ser atractivo y contagioso y sintamos el deseo y hasta la urgencia de comunicar y expandir ese camino. Por otra parte, está el dato, creo yo que incontestable, de que Jesús llamó a sus discípulos, se dedicó a su formación en los valores del Reino y los envió a ser pescadores de hombres. Aunque, la creencia en la inminencia de la llegada del Reino de Dios imprime a esas circunstancias un cierto milenarismo y Jesús previno a sus discípulos sobre un estilo de proselitismo, el de los fariseos y letrados, que suponía un esfuerzo enorme, para poner sobre las espaldas de los neófitos pesadas cargas que ni ello si sus padres habían podido soportar, como también los previene sobre que, más importante que el carácter religioso de la acción, es la compasión y la ayuda al necesitado. Ello se resume en el dicho de que “el sábado está hecho para el hombre y no el hombre para el sábado”.
Con frecuencia, por nuestra histórica vocación y la pertenencia a instituciones apostólicas dentro de la Iglesia, nuestra vivencia de la fe está indisolublemente ligada a la propagación de la misma. Los jesuitas definimos nuestra misión como servicio de la fe y de la justicia. La virtualidad de esa definición está en haber ligado la fe indisolublemente a la promoción de la justicia. Pero, con frecuencia, lo que ella resalta es que la promoción de la justicia, en nosotros, está orientada a la promoción de la fe. La propagación de la fe (como misión evangelizadora) está tan ligada en nosotros a la fe, que, con frecuencia, las llamadas a profundizar nuestra fe, a vivirla de manera auténtica, a alimentarla y cultivarla en la oración, pero también en el compromiso, parecieran sobre todo dirigidas, más que a la propia vivencia gozosa y plenificante de nuestra condición creyente y cristiana, a hacerla atractiva, a dotarla de credibilidad, en último término a una concepción de la fe apostólica, apologética y proselitista.
Es evidente que si creemos y valoramos nuestra fe, si vivimos de la fe, ella es, como el bien, difusiva. Y si la vivimos, como siempre se dice, como lo más valioso que hay en nosotros, como un don que hemos llegado a reconocer y acoger, en ocasiones con esfuerzo y dificultad y con la ayuda de los demás, es también natural que estemos siempre dispuestos a dar razón de nuestra esperanza, a quienes nos pregunten, como recomienda la carta atribuida a Pedro.
Sin embargo, hoy día, en nuestro medio, la evangelización está más preocupada por la disminución permanente del número de creyentes y, más todavía, de miembros de la Iglesia y de vocaciones sacerdotales, que por la comunicación espontánea de una vida llena de sentido, que hace de la manera evangélica de vivir una fuente de paz y alegría y de compromiso sencillo en el servicio desinteresado de los demás.
Por otra parte, hoy nos acucian preguntas y problemas que en otras épocas no hemos tenido. El pluralismo de las religiones, la proliferación de personas con fe, pero desinstitucionalizada, y el adiós a la religión sin traumas, sino, en muchas ocasiones, como un alivio, de numerosas personas, son algunos de esos fenómenos que nos plantean preguntas. Preguntas como éstas: ¿es necesario que todas las personas crean y debemos tener como meta que sean socialmente miembros de la Iglesia? ¿Hemos de mantener nuestras formas tradicionales de transmisión de la fe, que quizá tuvieron sentido en una cristiandad, pero que despiertan hoy numerosas dudas, como es el caso del bautismo de los niños? ¿Hemos de continuar con la conciencia latente de que quienes no tienen fe son malas personas, aunque reconozcamos la fe como don y como oferta o propuesta que ha de ser aceptada libremente y de manera responsable y veamos numerosos ejemplos de personas íntegras y carentes de fe? Más preocupante que el que haya personas no creyentes debería ser el que los bautizados no fueran creyentes, sino meros números en las estadísticas eclesiásticas.
En nuestra tradición de Misión Obrera constatamos ya que no siempre hablar de Dios es una buena noticia y que hay situaciones en las que hablar de Dios de manera explícita se convierte en un permanente malentendido o equívoco (creo que esto no es exclusivo de aquella situación del mundo obrero a la llegamos en los años sesenta). La inserción en silencio, el compartir la forma de vida, la cercanía, la sintonía, y la solidaridad eran el único lenguaje, a nuestro entender posible para evangelizar. Ese silencio es hoy interpretado por muchos como cobardía o como renuncia a evangelizar. Hoy se espolea a los creyentes, y sobre todo a los futuros presbíteros, a dar testimonio hablando de Dios oportuna e importunamente, y sin complejos, se dice. El problema es que nuestro lenguaje sobre Dios y el lugar desde el que hablamos, no siempre evangelizan (no siempre son una buena noticia).
Por otra parte, creo percibir que Jesús dio fundamentalmente con su vida la buena noticia. “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para que dé la buena noticia a los pobres. Me ha enviado para anunciar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracia del Señor” (Lc 18-19). Y sabemos que llama benditos del Padre a quienes tienen buenas obras, aunque carezcan de la referencia explícita a Dios (Mt. 25).
No digo esto con ninguna pretensión de que por ahí pase el único o el mejor camino. Sólo digo que, en determinadas ocasiones, generalmente de fronteras, es el único posible. Y que no sólo es legítimo, sino que parece estar avalado por el mismo Evangelio. Siempre será deseable que ambas cosas (hablar con la vida y con la palabra sobre Dios), vayan acompañadas. Pero parece que la palabra sin la vida no está avalada, mientras que la vida sin la palabra sí. Por supuesto, no deja de ser una pretensión. Ya que nadie puede estar seguro de hablar de Dios con su vida.
En otros casos, por el contrario, entre personas religiosas generalmente sencillas, en medio de la lucha diaria por sobrevivir, el diálogo con la muerte temprana e injusta y la falta de expectativas, el lenguaje sobre Dios se hace presente de una manera casi connatural y la religión constituye para muchas personas la principal fuente de energía y alegría, de resistencia, de esperanza y de consuelo. Se trata casi siempre de una religiosidad popular, pero como algo que trasciende la vida toda, que invade la vida cotidiana en una mezcla porosa de actitudes de fe profunda, de supersticiones, de miedos ancestrales y de falta de capacidad para situarse ante lo natural y lo profano. Dios está permanentemente presente y se habla de él como de quien sostiene la vida, consuela, acompaña y hace más soportable el modo de vivir sobreviviendo.
En estos casos sentimos la necesidad de reevangelizar esa religiosidad, pero con mucho respeto y delicadeza, con mucha prevención frente al escándalo. Veo positivas algunas de las cosas que Victor Codina enumera al hablar de la cristiandad. La religiosidad popular habla de Dios, como de quien protege la fe de los débiles, quien acompaña al pueblo a lo largo de su vida, da a la vida una dimensión religiosa y espiritual, que no queda reducida a la intimidad individual sino que se abre al horizonte público de la bondad particular de un individuo hacia otro, hacia la comunidad, una bondad sin testigos, pequeña, sin ideología. Podríamos denominarla bondad casi sin sentido, casi ciega y muda, pero compasiva, que se extiende a todo lo vivo. Esa bondad es lo más humano que hay en el hombre, lo que le define, el logro más alto que puede alcanzar su alma. Veo positiva la convicción de que hemos sido hechos para Dios y que nuestro corazón no descansa hasta llegar a él, la conciencia de la debilidad y del pecado humano, la necesidad del pueblo de hallar un horizonte trascendente que dé esperanza a su vida y a su muerte, etc.
Sin embargo, la religiosidad popular se sostiene sobre una teología de cristiandad, es un hablar sobre Dios que alberga muchos mitos y mucha ignorancia. No es una fe adulta, sino infantil, débil y vulnerable. Dos síntomas de ello: uno, el trasiego permanente de esas pobres gentes hacia religiones evangélicas, hacia curanderos de toda índole; otro, el desconcierto de los inmigrantes latinos cuando en Europa cae sobre ellos la modernidad como un tsunami.
Una tarea “misionera” es recoger esta herencia de valores positivos, sin contaminarlos con los contravalores, sino estructurándolos en un hablar de Dios de modo diferente, no mítico, no supersticioso, desde una persona adulta, capaz de situarse ante lo natural y lo profano. Sólo se puede mantener, a la larga, esa tradición si se transforma creativamente. Hay que conservar las ascuas, no las cenizas. La religiosidad popular, concretamente, sólo se conservará si es objeto de una nueva evangelización. De lo contrario se producirá un desnivel tan profundo entre la cultura secular y la religiosa que fácilmente aquella desalojará críticamente la cultura religiosa de la vida de la gente. O la dejará desconectada de la fe. Es lo que me parece ver muchas veces en nuestra religiosidad popular. Resulta un atavismo, la mayoría de las veces folclórico y sin conexión, o con una conexión muy débil, con la fe en Jesucristo. Esa debilidad es conocida y admitida, pero frecuentemente, el lenguaje sobre Dios no cambia. Hay una tensión permanente entre el respeto a la religiosidad por no escandalizar a la gente y la denuncia de la misma religiosidad por estar unida a creencias, devociones, promesas, oraciones, etc. de carácter mítico, mágico o supersticioso, muy alejado de la fe. Confieso que para mí, en América Latina y aquí en la mayoría de nuestras parroquias, ha sido eso fuente de un cierto sufrimiento permanente. El mismo misal, los ritos sacramentales y las oraciones y devocionarios se expresan con frecuencia en un lenguaje insufrible.
La Compañía de Jesús hizo una traducción temprana del modo de hablar de Dios y la evangelización al concebir nuestra misión bajo la expresión de promoción de la fe y lucha por la justicia. Cito ahora unas palabras de Patxi Álvarez: “nuestra misión por la fe y la justicia ha sido lo más inspirador, sustantivo y apasionante, de la identidad de la Compañía en el Siglo XX. Es, sin duda, una formulación atrevida y brillante, llena de promesas y a la que aún no hemos respondido con todas las posibilidades con que cuenta nuestro cuerpo apostólico…. En cómo sostenemos con valentía la inseparabilidad de la fe y la justicia, tal como la han entendido las sucesivas congregaciones desde la 32 a la 35, recae lo fundamental de nuestra fertilidad apostólica. Todavía quedan muchas consecuencias que extraer para todos los campos en los que trabajamos. Nos cuesta mucho hacerlo porque es una misión muy exigente y comprometida. Para realizarla se necesita mucha oración, mucho desprendimiento, mucha creatividad, sabiduría, pasión, cercanía a los pobres. Se necesita mucha conversión, necesitamos todavía confesar y pedir perdón por nuestras alianzas efectivas con quienes se oponen a la fe y se oponen a la justicia. La necesidad de este cambio la percibió con una claridad nítida el P. Arrupe, pero nosotros como cuerpo apostólico continuamos lejos de alcanzarla”. Afirmamos que “Nuestra vida e historia nos han convencido de que vivir esta unión íntima e indisoluble entre nuestro servicio a la fe y nuestra lucha por la justicia, en diálogo con las culturas y las otras tradiciones religiosas, está en el corazón de nuestra misión y es nuestro servicio concreto a la Iglesia”.
Creo que este modo de entender el hablar de Dios y la evangelización nos permite situarnos ante el fenómeno actual de las personas no creyentes, pero que tienen una vida llena de sentido y profundidad. Una profundidad, sin embargo, inmanente, en la que este mundo carece de correlato. Este fenómeno es ambiguo y puede desconcertarnos. Pero tampoco podemos ignorar que las religiones no tienen el monopolio del sentido de la vida humana y tampoco que Dios es más grande que las religiones y que Jesús, para explicar cuándo los hombres se han encontrado con él efectivamente, no remite ni a la oración, ni al culto, ni a otras mediaciones religiosas.
Este hecho, puede plantear de manera distinta la relación entre religión y cultura. Ello no supone la disolución de la propia identidad, ni tampoco supone renunciar a evangelizar. Pero sí supone sacar del diálogo de la fe con la cultura la primacía proselitista y apologética. Lo que está en juego es el porvenir del hombre, que el hombre se desarrolle y humanice en todas sus dimensiones.
Son muchos teólogos los que reclaman hoy pasar de una Iglesia tradicional y masiva a una Iglesia de cristianos libres y convencidos; de una Iglesia de masas a una Iglesia comunidad de creyentes, aunque sea más pequeña y en diáspora.
Lo que hoy se produce respecto a la fe ha sido descrito por varios autores como “agonía de la cristiandad”. Por no citar sino a autores españoles, baste mentar a José M. Mardones, Juan de Dios Martín Velasco, Juan A. Estrada, Víctor Codina, José Ignacio González Faus, Julio Lois, Andrés Torres Queiruga, Ildefonso Camacho, entre otros. Aunque no ha entrado en mis planes dar bibliografía, quiero referirme a dos lecturas recientes que recomiendo:
Leaners, J., Otro cristianismo es posible (se encuentra en Internet, yo concretamente lo he leido en el blog de Lamiarrita, que también recomiendo).
Manuel Guerra Campo, La confesión de un creyente no crédulo, editado en Verbo Divino (Prólogo de Andrés Torres Queiruga).
Mi texto debe, sobre todo, a las lecturas de Martín Velasco, Víctor Codina e Ildefonso Camacho, aparte de los dos libros citados. Aunque no cite, no es este un texto pensado para publicarlo, algunos párrafos son literales de dichos autores.
Coinciden todos en que agonía de la Cristiandad no significa necesariamente la agonía del cristianismo, aunque a veces ambas cuestiones estén relacionadas y puedan coincidir. Agonía de la Cristiandad significa propiamente que una configuración de la teología y de la Iglesia que ha estado vigente durante muchos siglos, ha entrado hoy en una crisis irreversible.
Aunque voy a referirme a la teología como nuestro lenguaje sobre Dios, quiero primero hacer una referencia a la distinción entre teología y teologal. Para el creyente, lo importante no es hablar sobre Dios, sino creer en Dios. Ese creer expresa lo esencial de nuestra postura existencial de fe. La fe no se refiere a la representación de Dios, ni al nombre, ni a los títulos con que queramos definir su esencia, sino a que le rezamos. Y la forma primitiva de la oración es esencialmente la adoración. Adoración que no es solamente una veneración admiradora, sino sobre todo entrega. Esa es la descripción que hace la fenomenología de la religión de la fe religiosa: una actitud fundamental de agradecimiento, admiración y temor reverencial y una búsqueda de salvación. Y es también la actitud que significa la palabra árabe islam.
En nuestra tradición cristiana, creer es creer en Dios como Padre. Lo importante del creer es sentirse amado y amar. Llamar a Dios Padre es, sin duda, una audacia. Pero el cristiano está en condiciones de justificarse al dar el nombre de Padre a Dios, pues al hacerlo, está refiriéndose a la experiencia profunda que tuvo Jesús de Nazaret de él. Entonces si queremos saber lo que este título debe evocarnos, debemos dejarnos aconsejar por este Jesús y su tradición. El resultado será que él no sólo nos da la certeza de ser amados gratuitamente, sino que nos señala la exigencia de obedecer los impulsos de este Padre, el principal de los cuales será el amor a los demás, y de aceptar lo que pueda sobrevenirnos sin que nosotros podamos cambiarlo, “hágase tu voluntad”.
El lenguaje tradicional.
“Hasta el siglo XVI, en todas las culturas del pasado incluyendo el occidente cristiano y aún hoy en la gran mayoría de los cristianos, se tiene la idea de que este mundo nuestro depende absolutamente de otro mundo, al que se lo piensa y representa de acuerdo al modelo nuestro. En la visión cristiana, esto significa que estaría gobernado por un Señor divino, lleno de poder (en el politeísmo esto sería una sociedad de señores), como era usual en la sociedad de antaño, con una corte de cortesanos y servidores, lo que en el modo cristiano se traduce por santos y ángeles. Este Señor Todopoderoso dicta leyes y prescripciones, vela por que éstas se cumplan con exactitud, amenaza, castiga y ocasionalmente perdona. Espontáneamente se piensa que ese mundo está colocado «sobre» el nuestro, por eso se lo llama sobrenatural y también cielo, aunque en un sentido distinto al del firmamento. En ese mundo de arriba se sabe y conoce todo, hasta lo más recóndito. Cualquier conocimiento humano es inferior en comparación con aquél. Felizmente, de vez en cuando ese mundo nos comunica lo que él considera que es indispensable saber, y no podríamos descubrirlo por nosotros mismos. La buena voluntad, al menos latente, de aquel mundo de arriba fundamenta, a la vez, la esperanza de que -mediante plegarias humildes y dones- lograremos conseguir una parte de las innumerables cosas que necesitamos y no podemos alcanzar con nuestras propias fuerzas. De ahí las súplicas y el cumplimiento de promesas, sacrificios y dones, como también otros intentos por captar el favor de los gobernantes, especialmente cuando se tiene temor de haber provocado su ira. Este miedo es uno de los múltiples signos que revelan la representación que nos hacemos de Dios, como un poderoso, fácilmente irritable y siempre temible, de acuerdo con el modelo humano. Por otro lado, ese otro mundo promete felicidad eterna en los patios celestiales, a quien haya hecho méritos mediante sus buenas obras –así es como lo imaginan cristianos y musulmanes-.
A diferencia del Judaísmo y el Islam, religiones que se remontan hasta Abraham, el Cristianismo enseña que hace unos 2000 años, Jesús de Nazaret, revestido con poder y sabiduría divinos, Dios en forma humana, bajó de aquel otro mundo hasta nuestro planeta para volver al cielo después de su muerte y resurrección. Antes de su Ascensión a los cielos, instaló un vicario al que hizo partícipe de su poder total. Este poder se ha ido traspasando de vicario en vicario. Cada uno de estos sucesores inviste a los diversos miembros de la jerarquía eclesiástica en sus grados descendentes, con lo cual estos jefes subordinados quedan habilitados en derecho para dar órdenes. Gracias a su vinculación con el Dios Hombre, cada uno de los vicarios de Jesucristo se mantiene en estrecho contacto con ese mundo de Dios que todo lo sabe. Esa es la garantía con que cuenta la jerarquía de la iglesia para conocer, mejor que el pueblo fiel, lo que es verdadero, lo que es falso y lo que exige ese mundo de arriba. Esto significa, que la jerarquía eclesiástica cuenta con una autoridad divina y, por tanto, infalible, de magisterio” (Leaners)
(Este es un resumen muy simplificado, y por ello ligeramente deformado, de las representaciones cristianas tradicionales, anota el mismo autor).
Quien como cristiano prefiere seguir en esta visión tradicional se halla bien acompañado: todo el Antiguo y Nuevo Testamento, toda la herencia de los Padres de la iglesia, toda la escolástica, los concilios, incluyendo al Vaticano II, toda la liturgia, los dogmas y su elaboración teológica parten de esa visión. Jesús mismo y los «apóstoles y profetas» sobre los que se funda el credo cristiano han pensando en esa forma heterónoma.
Independientemente de sus efectos culturales, unos positivos y otros negativos, resulta innegable que esa forma de pensamiento tradicional nos ha transmitido una larga experiencia de fe, de la que somos herederos, y que a través de ella nos ha llegado la buena noticia.
Yo confieso que muchos creyentes que he conocido, y no sólo populares sino también con una amplia cultura, han compaginado pacíficamente su profunda fe con esa representación tradicional en que les ha llegado.
Por eso, además de que resulte un tanto petulante y hasta ridículo llamarse “creyente moderno”, quiero poner una sordina de relatividad a lo que viene a continuación.
El lenguaje moderno
En el siglo XVI se comienza a percibir una fina grieta en la unanimidad con que se aceptaba la visión religiosa y cristiana tradicional del mundo. El desarrollo de las ciencias exactas iniciado en Europa en ese siglo, lleva a la convicción de que la naturaleza sigue sus propias leyes, que la regularidad de las mismas puede calcularse, que se pueden prever sus consecuencias y también tomar precauciones en previsión de ellas. El descubrimiento de las regularidades y leyes internas del cosmos excluía de hecho las intervenciones desde un mundo sobrenatural. En el pensamiento científico no quedó ningún espacio libre donde cupieran. La batuta que dirige la danza cósmica no es ultraterrena: el cosmos obedece a su propia melodía, sus propias leyes, es autónomo. Esa visión desplazaba poco a poco la visión tradicional de un mundo gobernado “desde arriba”.
El ser humano pertenece también al mundo. Incluso se lo puede llamar (provisionalmente) el más alto grado del desarrollo cósmico. Debe ser, pues, igualmente autónomo, y debe poder encontrar en sí mismo su propia norma. El humanismo del siglo XV, al expresar la grandeza y dignidad humana, allanó el camino para esta segunda conclusión. Se desvanecía así la persuasión, hasta entonces no puesta en duda, de que otro mundo sobrenatural podía intervenir e intervenía de hecho, en la vida del cosmos y de los seres humanos. Se llamó modernidad al resultado de este gran oleaje echado a andar en la cultura occidental bajo el impulso del humanismo y de las ciencias. A él pertenece también la autocrítica de la modernidad llamada posmodernidad. Todos nosotros somos más que contemporáneos y espectadores de esta modernidad (y posmodernidad): somos sus hijos, portadores y personificaciones. La evidencia de que el ser humano y el cosmos son autónomos ya está impregnada en nuestro mundo. El ser humano de la modernidad, para quien no hay otro mundo ni de arriba ni de afuera, considera impensable que un poder exterior al mundo intervenga en los procesos cósmicos y humanos. La inmanencia es una categoría sin correlato. El conocimiento de la realidad y las transformaciones de la realidad son inmanentes y autónomos.
El catolicismo tradicional es consciente de esta realidad cultural. Solo que la mira como causa de la pérdida de la fe. La secularización y el humanismo, condensados en esa visión de la autonomía del mundo y de la vida humana, es interpretada como una cultura que estaría buscando su salvación solamente en la tierra y como una soberbia del ser humano que habría suplantado a Dios. Y prefiere seguir representándose al Dios, al mundo, al ser humano y a las relaciones de Dios con el mundo y el ser humano a la manera tradicional.
El creyente moderno tiene la sensación de que no puede, sin profundas contradicciones internas, dudas y desasosiegos, vincular su condición de creyente en una visión del mundo que corresponde a una época anterior a la ciencia, la crítica racional y los derechos humanos. Las formulaciones tradicionales de algunos contenidos de la fe, le parecen ligadas a una cultura que ha quedado obsoleta. No rechaza esas formulaciones como erróneas. Articulan la misma experiencia de fe y de encuentro con Dios que las que él podría culturalmente aceptar. Sabe que en esas la representaciones, aunque considera que son una forma de hablar que corresponde al pasado y que hoy habría que superar y abandonar, se esconde una buena nueva y una experiencia de fe que sigue manteniendo su valor. Por eso quisiera participar en ella y formularla de una manera que le aproveche hoy a otros.
Está convencido de poder seguir creyendo en Dios, en Jesucristo y en la Iglesia con un esquema mental que afirma que sólo existe un mundo y con una cultura que tiene como evidente la autonomía del cosmos y del ser humano. Y de que es posible traducir las experiencias creyentes de la Sagrada Escritura y de la tradición al lenguaje de la de la autonomía, sin traicionar lo esencial de las formulaciones escritas en las categorías heterónomas de pensamiento. Siente que no tiene más remedio porque no puede seguir pensando como persona moderna en el marco de un sistema heterónomo, sin caer en una penosa contradicción consigo mismo. Sin dramatizar por ello, pues sabe que Dios es inexpresable y siempre más que todo lo que podamos decir. Pero esa contradicción es a veces como un ácido quemante que corroe, lentamente pero de manera implacable, la afirmación del mensaje formulado en forma tradicional. Y siente vértigo cuando intenta formular su fe desde esa convicción. Se enfrenta a una enorme frontera. Este es, creo, uno de los desafío de frontera de la teología hoy.
Pero, insisto, para la teología, lo más esencial es buscar la experiencia de fe, guiar al a la persona hacia el encuentro con Dios. Todo lo que formulamos sobre «Dios» puede evolucionar. Cualquier expresión puede ser revisada y mejorada a lo largo del tiempo. Lo «correcto» es relativo. Las expresiones de la fe, incluidas las dogmáticas pueden muy bien ser revisadas en su corrección, que no es lo mismo que en su verdad. La verdad tiene que ver con autenticidad, valor existencial, profundidad, enriquecimiento de vida. Corrección sólo se refiere a un asunto de formulación. Precisamente por pertenecer a la modernidad, ha aprendido que la misma verdad puede tener muchos rostros según el punto de partida que la determine, desde el punto de vista cultural. La formulación que para el creyente tradicional es firme como una roca, para el creyente que piensa desde la modernidad es sólo un ensayo por comprender lo incomprensible; un ensayo determinado por la cultura desde donde se parte, valioso, eventualmente genial, pero históricamente superado. Es un ensayo que dice mucho a quienes piensan en imágenes heterónomas, como las del pasado, pero no al creyente moderno que, al apropiarse de los valores de la Ilustración y despedirse de la ingenuidad, toma ahora como punto de partida el axioma opuesto, el de la autonomía.
Muchos cristianos convencidos y comprometidos lo que se cuestionan no es la fe cristiana como tal, sino la configuración religiosa y eclesial en la cual la fe cristiana se ha plasmado durante los últimos 17 siglos y que hoy resulta claramente arcaica. Valoran la fe, pero consideran que se les transmite en un lenguaje que no tiene energía vital ni existencial, por haberse quedado rezagado en la «ingenuidad primera». Esa es tal vez la razón, creo yo, por la que las encuestas revelan una y otra vez lo que antes era impensable, a saber, que el creyente medio sostiene ideas muy apartadas de las formulaciones de la verdad católica de la fe tal como las mantiene la Iglesia y como se encuentran en el Catecismo de la Iglesia Católica. Esta postura, bastante común hoy día, no proviene necesariamente de mala voluntad o de falta de fe. A menudo es consecuencia de la imposibilidad de asumir formulaciones de la fe que entran en contradicción con temas que han llegado a ser evidentes. El Catecismo de la Iglesia Católica y el Credo que recitamos en las misas, representan a los ojos del creyente moderno una síntesis brillante de las ideas tradicionales de la Iglesia, pero siente que ya no le sirven para expresar su búsqueda actual del Dios.
Pongamos, como ejemplo, el origen y el destino de la vida humana. Hoy día, la mayoría de los cristianos acepta sin reparos la evolución, al menos en Europa. Pero en el Catecismo, editado en 1994, no se pueda encontrar la palabra evolución, ni siquiera al hablar de la creación. Lo que sí se encuentra allí es el concepto de pecado original. Este pecado «ha tenido lugar al comienzo de la historia humana» y es el que «cometieron los primeros padres libremente» (no 390). Se sigue diciendo de estos primeros padres que, aunque «fueron creados en un estado de santidad » (no 398), perdieron esta armonía e incorrupción debido a que se negaron a obedecer un mandamiento divino expreso. Ésa debió haber sido la causa por la que el alma perdió su dominio sobre el cuerpo y por la que la armonía entre hombre y mujer fue reemplazada por relaciones de concupiscencia y de dominación... Y por ello, «entró la muerte en la historia humana» (no 400).
¿Cómo pueden conjugarse tales formulaciones de la fe con el conocimiento de la teoría de la evolución? Según ésta, no hay ninguna pareja original sino poligenismo. Es inimaginable una primera pareja humana dotada de perfección e inmortalidad. Tampoco hay lugar a que aquella supuesta pareja, que apenas empezaba a salir de la zona sombría de la conciencia animal, tuviera un conocimiento tan detallado de los mandamientos divinos, como para poder negarse a ellos con una decisión libre. Y menos todavía a que en aquella decisión inicial pueda fundarse la tragedia entera de la muerte del hombre y toda la desgracia que ha golpeado al mundo. Tampoco puede explicarse que el pecado de Adán sea un pecado hereditario.
La aceptación de la teoría de la evolución pone al creyente moderno en conflicto con esas formulaciones doctrinales de la Iglesia. Sin embargo, sobre ese pecado original hereditario pivota la enseñanza de que el bautismo lava este pecado, aunque no podamos imaginar lo que significa que a un niño se le borra el pecado original hereditario mediante el bautismo, y el dogma de la Concepción Inmaculada de María, y el dogma de su Asunción corporal a los cielos, para la cual se invoca precisamente dicha concepción sin pecado original. Lo mismo pasa con la interpretación de la muerte de Jesús en la cruz como sacrificio expiatorio, explicando que esta muerte ha redimido al mundo, ha vencido la muerte y el pecado, ha rescatado la deuda de Adán y ha abierto nuevamente las puertas del cielo. Y las pesadas consecuencias que esa concepción ha tenido para la eucaristía.
Otros ejemplos: Al creyente moderno se le hace imposible seguir hablando honestamente de «descendió de los cielos» y «subió a los cielos» o de «sentado a la diestra del Padre», o «desde allí (desde la diestra del Padre) ha de venir a juzgar». Lo mismo cabe decir, sobre cosas que le parecen impensables como una concepción de Jesús sin padre humano. y por lo tanto quedan en desuso expresiones y artículos de la fe sagrados como «concebido por obra del Espíritu Santo, nacido de la Virgen María». Pero también «al tercer día resucitó de entre los muertos».
Quien toma en serio las adquisiciones del pensamiento moderno, debe deslizarse continuamente por un camino que lo aleja de un mensaje que le es presentado con vestiduras medievales buscando un lenguaje que diga más a la experiencia humana, que la capte como aumento de valor de su existencia, de profundización, de liberación o de renovación.
En relación con lo que vendrá después de la muerte, el creyente moderno piensa que queda fuera de su alcance imaginar lo que reemplazará las certezas del pasado. Pues en la perspectiva anterior, al morir se accedía a otro mundo donde uno se enfrentaba a un juicio que le designaba fácilmente un lugar en el cielo, en el infierno o en el purgatorio. Pero si no hay más que este mundo, por muy transido de Dios que pueda estar, ¿qué le espera al ser humano? Todas las representaciones tradicionales se derrumban, porque se las tenía por acontecimientos reales, siendo que eran sólo antiguos mitos cristianos.
La mayoría de las verdades de fe de la Iglesia están expresadas en antiguos mitos cristianos: los recién nombrados como el pecado original en el jardín del Edén, el nacimiento virginal de Jesús y su Ascensión a los cielos y también aquellos que sirven de columnas de nuestra fe, como la Encarnación y la Resurrección. Los mitos son relatos llenos del sentido profundo de un pueblo o de una cultura sobre los poderes que dominan la vida humana y sobre las relaciones que establecen tales poderes con nosotros. Cada cultura guarda esos relatos como algo absolutamente fidedigno.
Hay un peligro, inherente a tal lenguaje, de identificar los mitos con la información o comunicación. Pero los mitos no son informaciones, sino representaciones figuradas de una realidad más profunda que se experimenta vagamente. Eso significa que no hay que tomar los mitos al pie de la letra, sino a lo más como el revestimiento de un logos, de una idea o verdad. Mientras a estos relatos se les atribuía una total credibilidad, nadie se preguntaba qué logos estaba encerrado en el mito. En la antigüedad fueron muy escasos quienes esas preguntas, pero ahora las hace cualquiera que está formado en el pensamiento de la Ilustración. El creyente moderno, también lo sigue haciendo respecto a los relatos que atañen a la mitología cristiana. Porque no puede tenerlos por verdaderos y creíbles tal como están.
La Ilustración nos abrió los ojos frente al hecho de que tales narraciones no son informaciones. El mundo en el que se desarrollan es completamente distinto al que nosotros conocemos. No hay para él lugar a un Dios que venga a intervenir desde su otro mundo en el nuestro, bajar a la tierra en forma humana, vivir en el mundo de los humanos, suspender sus leyes... Para él todo esto es pensamiento mítico superado, antigua mitología cristiana, a menudo poética y enternecedora, otras veces irritante, y a veces muy extraña. No está superado por ser pensamiento mítico, sino porque el lenguaje de los antiguos mitos cristianos choca demasiado duramente con la experiencia actual de la realidad. El creyente moderno quiere encontrar la riqueza que yace enterrada en ese lenguaje mítico, para hacerlo accesible al siglo XXI. Su lenguaje también va a ser mítico. Como se ha dicho, no se puede hablar sensatamente de Dios sino en figuras y por tanto sólo en mitos. Esto debe darse hoy en las figuras y mitos del XXI, para abrir la mirada de la gente de este siglo.
El creyente, siente la exigencia de emprender un penoso éxodo de sus antiguas certidumbres e ideas. Hablar de un éxodo es recordar la salida de Abraham de Ur, cuando dejó atrás a su parentela y a su cultura babilónica, para buscarse un país desconocido. O también el acontecimiento por el cual Israel llegó a ser el pueblo propio de Dios, según sus relatos míticos.
lunes, 21 de septiembre de 2009
LOS CRISTIANOS ANTE LA CRISIS ECONÓMICA
Pedro José Gómez Serrano
Lectura introductoria. Lucas 16 / 1-9
Queridos amigos: pareciera que la crisis en la que nos encontramos fuera el resultado de que numerosos economistas y contables se hubieran tomado demasiado en serio la lectura que acabamos de escuchar, popularmente conocida como “la parábola del administrador injusto”. Su significado es controvertido para los exegetas y debió generar tal malestar en el redactor final del evangelio de Lucas, que se vio obligado a añadir un par de versículos que, aunque a primera vista intentan aclarar el sentido de la parábola, en realidad nada tienen que ver con su contenido o, en todo caso, van en contra. Con todo, no creo que los mayores responsables de la crisis hayan pecado de excesivo celo religioso, como no sea al conocido dios Mammon.
La exposición que voy a desarrollar presupone el trabajo que habéis realizado en una sesión anterior. Es decir, no voy a explicar la crisis económica en sus causas, desencadenamiento y consecuencias –algo que ya habéis analizado-, sino que voy a intentar compartir con vosotros algunas intuiciones respecto a cómo los cristianos debemos situarnos ante esta nueva y dolorosa situación. En todo momento tendré en cuenta vuestra responsabilidad como curas y, por lo tanto, las funciones que realizáis: predicar en la homilía, dirigir retiros, animar la formación de los cristianos, atender a las personas con necesidad en los despachos de Cáritas, etc.
Como es obvio todo lo que voy a proponer en esta charla no tiene más valor que el de la sugerencia personal y, probablemente, pueda haber muchas formas diferentes de responder cristianamente a una situación como la actual. Sí que querría aclarar, de todos modos, que a mi me preocupa especialmente que nuestra manera de actuar como cristianos contribuya a tres finalidades: que sirva de ayuda efectiva –aunque modesta- a quienes son víctimas de la crisis; que se sitúe en el terreno del realismo –tanto por lo que se refiere a nuestros recursos, como por lo que se refiere al lugar en el que se generan los problemas y en el que tienen que partir las principales soluciones- y que, por el modo y contenido de nuestra acción permita contribuir a encontrar una presencia positiva y significativa de la Iglesia en nuestra sociedad democrática y plural, aportando, en todo caso denuncia, consuelo y esperanza. Nuestra aportación habrá de juntarse a la de tantos hombres y mujeres de buena voluntad como viven entre nosotros.
1.- TENTACIONES DE LOS CRISTIANOS ANTE LA ECONOMÍA
Como persona que tiene cierta formación económica percibo frecuentemente entre los cristianos unas aproximaciones al mundo económico no demasiado acertadas. Por eso, me parece oportuno comenzar por identificar alguna de ellas, para que tratemos de evitarlas en la práctica pastoral. Posiblemente los aquí presentes podríais descubrir muchas otras.
-Moralizar y personalizar en exceso el análisis:
Se nos ocurre buscar enseguida quién es e1 culpable. Sin embargo, casi siempre en economía hay causas sistémicas, estructurales, objetivas que tienen una importancia mayor. Hay unos mecanismos propios del funcionamiento económico que no dependen de las voluntades individuales y que necesitamos saber analizar para situarnos en la realidad del mundo económico que tiene su lógica propia.
- Dar prioridad a lo “micro” y los efectos frente a lo “macro” y las causas:
Es bueno y necesario tener sensibilidad para las situaciones cercanas, concretas, para las consecuencias que los grandes problemas originan en la vida de las personas, pero, al mismo tiempo, hay que saber interpretar estas situaciones en el contexto global y reconociendo las causas que las originan . Actuamos a menudo como “bomberos” apagafuegos sin analizar los porqués que los producen.
- Sentirnos "responsables'' o "salvadores" en estas situaciones:
Nos colocamos, frecuentemente, con un exceso de responsabilidad personal que nace muchas veces de la mejor intención pero que no resulta positivo ni realista. Como si todo dependiera de nuestro compromiso individual, actuamos únicamente como “benefactores” o “ayudadores” que quieren solucionar los problemas de la humanidad. Ello nos hace pasar de la euforia –si resolvemos los problemas de los demás- a la depresión –si no podemos hacer casi nada-.
- Criticar-desconfiar-responsabilizar a los políticos y al "sucio dinero":
Desconfianza por principio ante los empresarios, los políticos ... como si por el mero hecho de serlo ya fueran corruptos. Nosotros, en cambio, nos situamos como los “puros”, que no se manchan con el “vil dinero”o el poder. Olvidamos que muchas veces las situaciones son complejas y sus protagonistas han de elegir, no entre lo malo y lo bueno, sino entre lo malo y lo peor, o tomar decisiones sin saber si son correctas o no.
-Pecar de ingenuos, voluntaristas o utópicos ante estos desafíos:
Creer que la realidad se puede mover según nuestros deseos. La realidad tarda mucho en ser modificada y, a veces, lo hace por mecanismos que no controlamos. Esto, que ocurre en todo el ámbito social (cultura, política, tecnología, etc) vale especialmente para el mundo económico, donde las instituciones y los intereses en juego son muy difíciles de transformar.
- Legitimar acríticamente el orden vigente:
Se trata, en primer lugar de una constatación sociológica: existe una clara correlación en nuestro país entre las personas que se definen como más religiosas y las que se autoposicionan políticamente en la órbita conservadora o liberal. Creer que el único horizonte teórico y políticamente posible es el orden económico realmente existente. Sacralizarlo como si fuera algo legitimado por la ciencia económica y calificar cualquier otra alternativa como pura fantasía sin base científica. No deja de resultar sorprendente este dato, cuando somos discípulos de Jesús de Nazaret, una persona extraordinariamente libre, critica, utópica y solidaria.
Como actitud más adecuada ante las situaciones complejas como la actual puede valer el consejo filosófico de Spinoza: “Ni reir, ni llorar, ni detestar, simplemente comprender”.
2. UN ACERCAMIENTO SIMBÓLICO: LA ANALOGÍA DE LA CIRCULACIÓN
Hagamos, pues, un esfuerzo de comprensión. El funcionamiento del tráfico puede ayudarnos a entender un poco los mecanismos de la economía :
De entrada, la existencia de vehículos habría de considerarse positiva: se trata de un avance técnico que facilita las comunicaciones. Lo mismo sucede con los mecanismos creados para el funcionamiento de la economía: la Bolsa, los contratos, los mercados, etc. Los Mercados de futuros, por ejemplo, se crearon a finales del siglo XIX para dar seguridad a los agricultores: así podían saber los recursos que obtendrían -al tener un precio fijado- antes de poder disponer de su cosecha; luego han derivado en ocasión para especular. Hoy sólo uno de cada cien contratos sirve al objetivo inicial.
Los daños inevitables causados por la circulación (fallos mecánicos, despistes inevitables, mala suerte, etc) no deberían llevarnos a eliminar los coches para garantizar que no hubiera accidentes. Habrá que encontrar otras medidas que nos permitan seguir disfrutando de las ventajas del automóvil, minimizando sus peligros. Del mismo modo hay que reconocer que las crisis económicas son inevitables en el capitalismo (y en los demás sistemas económicos conocidos), más allá del acierto o desacierto de los agentes económicos. Por ello deberemos estar preparados para afrontarlas
Pero, en los accidentes, intervienen también otros factores como la señalización, las normas de circulación, el estado de las carreteras, la errónea aplicación de las normas de tráfico, los comportamientos irresponsables o temerarios de los conductores ... Lo mismo ocurre en la buena o mala “circulación de la economía”. Intervienen, por ejemplo, las instituciones reguladoras, la vigilancia e inspecciones de las autoridades, los comportamientos irresponsables e ineptos, etc. etc. Para las autoridades públicas, es importante no desentenderse de la marcha de la economía y, al mismo tiempo, no encorsetar demasiado su funcionamiento, de manera que se bloqueen los mecanismos y estímulos para impulsar la actividad productiva. Aunque, en la medida en que el comportamiento de los actores económicos (directivos, contables, reguladores, inversores, etc) también pueden desencadenar desastres económicos cuyos efectos golpean con frecuencia a los más débiles que no tienen responsabilidad alguna en el origen del problema, resulta preciso analizar también si las reglas son acertadas y si se aplican correctamente, algo que compete a las administraciones públicas.
3.- EL CAPITALISMO ACTUAL: ENTORNO ECONÓMICO Y ACTORES SOCIALES
Las crisis son normales en el desarrollo de la economía, igual que lo son las enfermedades en el cuerpo humano. Cuando hay, por ejemplo, un exceso de demanda porque la gente tiene más recursos para mejorar su nivel de vida, automáticamente suben los precios y se presentan otro tipo de complicaciones: endeudamiento, empobrecimiento subsiguiente , etc. etc. ... Contando con esta realidad, lo que hay que hacer es saber afrontar los problemas que se van presentando. Para hacer un juicio ético sobre el modo en el que se resuelven las turbulencias económicas conviene diferenciar el comportamiento de los distintos agentes económicos cuyas responsabilidades son muy diversas distintas y que se encuentran sometidos a restricciones, intereses y posibilidades de actuación muy diferentes.
En este sentido, los gobiernos pueden manejar mejor o peor las crisis, pero a menudo no pueden controlarlas; no son sus causantes, ni disponen de una “poción mágica” para resolverlas. Su resolución, además, como la curación de las enfermedades, suele llevar su tiempo, lo que complica la vida a los políticos ya que ellos necesitan presentar resultados a corto plazo por razones electorales.
Los empresarios , por su parte, funcionan con la lógica del beneficio privado. Cuando las circunstancias se ponen difíciles, también se ponen difíciles para ellos, para mantener un margen suficiente de beneficio sin el que la empresa no puede competir y sobrevivir. Aunque también es verdad que a veces toman medidas que no se justifican por sus resultados contables, aprovechando el contexto de crisis general.
En cuanto a los trabajadores y su lógica sindical también cabe hacer algunas consideraciones. En los momentos de crisis los sindicatos suelen ver mermadas sus fuerzas. Ya que defienden prioritariamente a los que trabajan y en estas situaciones, su número desciende. Por otra parte, ante situaciones laborales tan diversas, no resulta fácil con frecuencia encontrar plataformas reivindicativas comunes.
Los ciudadanos , en general podemos situarnos ante la crisis como trabajadores, como consumidores, como ahorradores, como votantes ... Según que personalmente prioricemos uno u otro papel, podemos actuar de manera diferente, defendiendo unos u otros intereses. Cabe gestionar los mismos problemas objetivos teniendo en cuenta la situación global y buscando una respuesta colectiva y solidaria o reaccionando con un “sálvese quien pueda” de corte individualista.
4. ¿ QUÉ DEBEMOS HACER, HERMANOS ?
Teniendo en cuenta todos estas orientaciones, ¿qué podemos, qué debemos hacer como ciudadanos cristianos?
a.- Asumir una actitud profética.
Nosotros, como cristianos no tenemos una competencia política-partidista específica, ni la responsabilidad de gobernar. Los políticos y nosotros, (como políticos, si lo somos, o como ciudadanos participantes de la vida política ), tienen-tenemos una función específica elaborando un discurso que asuma ciertos valores y proponiendo unas determinadas medidas de política económica. Tampoco, por ser cristianos, tenemos mayor competencia económica en el terreno científico. Nuestra palabra cristiana primera no es, por tanto ni técnica (en lo económico) ni partidista (en lo político); no se puede ni se debe avalar o impugnar religiosamente el conjunto de medidas anticrisis que son discutibles en sus términos más concretos para la ciencia política o la económica. Pero sí se pueden discernir, a la luz del Evangelio y de su finalidad humanizadora, las alternativas que políticos y expertos nos ofrezcan.
La actitud profética que nace de nuestra fe nos ha de mantener lúcidos, realistas, conociendo la situación, vigilantes, con espíritu crítico para saber discernir si las perspectivas de análisis, las orientaciones y las medidas que se adoptan en la práctica están o no al servicio de la persona, de todas las personas y grupos humanos, principalmente de los más empobrecidos. Porque, si bien es cierto que en economía no se puede hacer sin más lo que uno desea de un modo voluntarista, también es cierto que ante los problemas económicos caben siempre distintas terapias y que éstas distribuyen de diversa forma entre unos grupos humanos y otros, los costes de los ajustes.
La actitud profética también nos impulsa a mantener la esperanza de que Dios no abandona nunca a su pueblo e interviene en su historia. Nos mantiene atentos a las situaciones personales, concretas, que vive la gente y cómo influyen en ellos, para detectar lo pequeño, lo que no es noticia, los gérmenes de vida y de futuro, como Jesús capta el gesto de la viuda del templo, (Luc. 21 / 1-4) en medio de la gran disputa con los letrados sobre el futuro del templo.
Ver cada árbol, además de tener una visión global del bosque. Descubrir y comunicar los motivos de esperanza que el Espíritu suscita permanentemente en las personas y los grupos humanos, ante la sensación de impotencia que a menudo experimentamos cuando nos limitamos a asumir únicamente la perspectiva global. Tan realista, al menos, es una perspectiva como la otra. Es verdad: “Sólo soy una hormiga ... pero una hormiga puede cargar con un peso equivalente a cincuenta veces el suyo”.
La actitud profética nos impulsa, además, a dar prioridad al bien común, sobre todo de los que más lo necesitan, por encima de los intereses particulares y corporativos. Es la respuesta de una mujer saharahui cuando le preguntaron a qué hijo quería más y contestó: “al pequeño hasta que crezca, al enfermo hasta que sane, al viajero hasta que vuelva ...”. Mientras que la lógica política se dirige al ciudadano promedio, por razones de mayoría electoral, la lógica profética pone en el primer plano esta otra perspectiva. La de los últimos, los preferidos de Dios.
b. - Plano de la comunidad cristiana (Hech. 3 / 1-10):
La comunidad cristiana ha de realizar gestos simbólico-proféticos. El gesto simbólico-profético “da en la clave del meollo de la vida”, “es algo que conmueve”, “toca el corazón” , “denuncia y sugiere, provoca y mentaliza” “apunta en la línea de las soluciones”. Cura la parálisis de la gente y les anima a que se pongan en pie y echen a andar, al hacer manifiesta la presencia y poder del Dios de la vida. Como Pedro y Juan habremos de escuchar, “mirar a cada uno a la cara”, acompañarles y transmitirles el evangelio como una fuerza para vivir y esperar, para que analicen la realidad, la comprendan y no se culpabilicen sino que se pongan en pie y caminen, ejerzan sus derechos, se asocien, colaboren colectivamente en la búsqueda de soluciones.
Habrá que atender necesidades concretas. Pero no podemos solucionarlo todo y aunque pudiéramos, nuestro papel no es ése, sino más bien realizar gestos proféticos, cargados de significado. Jesús no curó a todos los enfermos de su tierra, pero su manera de situarse y relacionarse con algunos de ellos manifestaba la vida, la esperanza, la posibilidad de cambio que era fundamental para que todos pudieran recuperar la vitalidad y la esperanza. Sus acciones liberadoras terminaron configurando el estilo de vida de sus discípulos y el contenido de su misión evangelizadora.
c.- Plano personal:
No hemos de culpabilizarnos de manera enfermiza, ni reducir todo el análisis a actitudes moralistas e individuales, como se ha explicado más arriba. Pero, al mismo tiempo, hemos de saber reconocer las responsabilidades personales y el papel que juegan en la generación de situaciones sociales injustas para enfrentar a cada uno con su propia conciencia y educar en la conversión personal. En este sentido, la crisis está poniendo de relieve una serie de actitudes básicas ante la vida (“pecados capitales-capitalistas”) de los que todos participamos, que respiramos como nuestro aire , nuestra “matriz cultural”, aunque es claro que se personifican de manera más alarmante y con consecuencias más graves en algunos responsables económicos o políticos.
La crisis revela la extensión de los clásicos “pecados capitales” que aprendíamos en el catecismo y, en esa medida, denuncia profundas patologías de nuestra sociedad que alimenta comportamientos asentados en contravalores muy perjudiciales para el bien común y de los propios individuos. Estos pecados capital...istas podrían ser : - la obsesión-lujuria de la especulación, pues la actividad que proporciona dinero fácil y abundante crea un efecto de dependencia; - la pereza de los que tenían que haber vigilado a los agentes financieros y no se han preocupado por hacer cumplir las normas; - la envidia que alienta a compararnos e imitar al vecino, o a los que obtienen un éxito y enriquecimiento rápido y fácil; - la codicia de los que no se cansan de acumular, de los que nunca se conforman con los ingresos derivados de una actividad basad en el trabajo y el esfuerzo; - la gula de los inversores que nunca se satisfacen con beneficios ordinarios (que se sitúan entre el 5 y el 10% en cualquier actividad ordinaria) y cada vez aspiran a tenerlos más abultados; - la ira de la gente que no ha entrado en el juego y ahora va a tener que enfrentarse a los problemas (los políticos) o los va a padecer directamente sin haber tenido nada que ver con este “casino” (los ciudadanos más humildes); - lasoberbia del mercado, que se ha presentado como la realidad a la que todas las demás habían de someterse, capaz de autorregularse y orientar la economía hacia el mayor bienestar colectivo. El “dios-mercado”, que ha difundido en las últimas décadas su única ley : el egoísmo individual como base de la sociedad.
d.- Orientaciones de la Doctrina Social de la Iglesia:
Aunque, como se ha dicho más arriba, no tenemos ninguna competencia política-partidista particular como cristianos, sin embargo podemos decir una palabra propia en el debate social y político. ¿Por qué, aunque la Iglesia no tenga que intervenir con propuestas de política partidista, puede decir una palabra critica, sugerente e iluminadora? Las realidades económicas y sociales no funcionan, como la física, por leyes inmutables y únicas. Aunque tienen su lógica propia y sus exigencias científicas, están también sometidas a condicionamientos humanos y sociales, a intereses personales y de grupo, cuyas perspectivas determinan también los análisis de la realidad y las medidas que hay que tomar. Los dilemas económicos admiten distintas interpretaciones y distintas tomas de postura según la perspectiva desde donde se sitúe el analista o según las prioridades del que ha de tomar las decisiones.
El escenario de teorías y prácticas, además, a pesar de los avances de estas ciencias, no es frecuentemente un escenario cerrado. A menudo, desde el punto de vista teórico y sobre todo práctico, existen distintas soluciones alternativas posibles. Se pueden adoptar una u otra según la tabla de prioridades que se adopte. Suele haber caminos distintos para conseguir un mismo objetivo; adoptar uno u otro comporta unas ventajas e inconvenientes, sus propios costes y beneficios. En economía no hay muchos dogmas; es difícil decir “la solución es ésta y sólo ésta”. Quien afirma esto posiblemente esté defendiendo algún interés particular.
En este contexto, la fe cristiana y la visión del mundo y de la sociedad que comporta, proporciona un horizonte de valores y prácticas que nos pueden orientar, junto con el conocimiento de las doctrinas y datos socio-económicos, a la hora de situarnos ante estas realidades y que nos capacitan para entrar en el debate público aportando una palabra propia. Aportar esta palabra como una fuerza social entre otras, sin pretender tener la exclusiva ni la única razón, sometiéndonos al contraste con otras opiniones distintas..
Algunas de estas orientaciones –recogidas en la Doctrina Social de la Iglesia- son conocidas para vosotros, pero resultaría bueno recordarlas, darlas a conocer en el seno de nuestras comunidades cristianas y, sobre todo, aplicarlas a nuestros discursos y propuestas:
- Prioridad del trabajo sobre el capital , del factor humano, subjetivo de la economía sobre los factores de crecimiento cuantitativo, acumulativo, técnico. Sabiendo que estos factores objetivos tienen también su incidencia en la vida humana, lo primero será ver cómo unas determinadas teorías y medidas socio-económicas influyen en la vida de las personas, de todas las personas e intentar salvar los empleos.
- Buscar el bienestar universal frente a las soluciones nacionalistas, corporativas, al encerrarse cada uno en sus propios intereses de país, de grupo. La lógica cristiana, desde sus comienzos, al menos teóricamente, siempre ha subrayado la perspectiva de “ciudadano del mundo” frente a particularismos y discriminaciones. Si a alguien hay que discriminar positivamente es a aquellos que más lo necesitan. Criterio importante en los momentos que probablemente se avecinan, en los que, ante las dificultades objetivas, habrá la tentación de encerrarse cada uno en sus intereses, de mantener nuestro nivel de vida a costa de lo que sea y de los que sean, personas, grupos, o países.
- Principio de subsidiariedad : Asumir las propias responsabilidades. No trasladar a otros lo que nosotros podamos realizar. No buscar que otros sustituyan nuestro propio protagonismo. Cada uno tiene su papel que desempeñar en los sectores y niveles donde se mueve. Será necesario volver a insistir en la participación ciudadana en las plataformas que cada uno considere accesibles. Difícilmente los responsables políticos actuarán persiguiendo el bien común si no existe un tejido social responsable y consciente que se lo exija.
- Situar el problema y su resolución donde corresponde, es decir, en los planos económico y político nacional e internacional : En este sentido la Santa Sede ha publicado recientemente (www.zenit.org 24-11-2008) una “Nota sobre finanzas y desarrollo” elaborada por el Consejo Pontificio “Justicia y Paz” y aprobada por la Secretaría de Estado que contiene orientaciones y propuestas interesantes.
CONCLUSIÓN :
Siguiendo la reflexión de un amigo marianista muy lúcido en el terreno de las actitudes cristianas ante la realidad económica –José Eizaguirre- creo que el texto de la carta a Tito que leeremos esta próxima Nochebuena constituye un magnífico programa en positivo para situarnos como cristianos ante la crisis: “Ha aparecido la salvación de Dios enseñándonos a llevar una vida sobria , honrada y religiosa ” (Tito, 2 / 11-12). Son tres buenas actitudes, contrapuestas a los pecados “capital...istas” que hemos descrito antes, para vivir en cristiano estos momentos:
- Una “vida sobria”, o como dice el libro de Los Proverbios : “ Dos cosas te he pedido, no me las niegues antes de mi muerte: aleja de mi la falsedad y la mentira; no me des pobreza ni riqueza, asígname mi ración de pan; pues, si estoy saciado, podría renegar de ti y decir, “¿Quién es Yahvé?”, y si estoy necesitado, podría robar y ofender el nombre de mi Dios” (Pr 30, 7-9)”, contentándonos con utilizar los recursos suficientes para vivir con dignidad.
- Una “vida honrada” en el ámbito de lo económico, no con trampas, con atajos, con especulación, sin querer ser los más “listillos”, fomentando el trabajo bien hecho, la solidaridad en el mundo laboral, el cumplimiento de los deberes tributarios, etc.
- Una “vida religiosa”. Esto es, adoptar una orientación global de la existencia que, frente al bienestar como único horizonte que hoy predomina en nuestra sociedad, coloque el fundamento radical de la vida en Dios – su origen y meta- y centre nuestras ilusiones y energías en buscar el Reino de Dios y su justicia.
Esta serenidad de buscar una vida sobria, honrada y religiosa nos puede ayudar, incluso psicológicamente, a caminar con dignidad por esta situación de crisis. Los mismos economistas piensan que, si bien ésta es real y seria, se está creando una ambiente de depresión, (correspondiente, por otra parte, a la sensación de euforia anterior), que está por encima de lo que los mismos datos económicos objetivos detectan, y que puede dificultar la misma salida económica de la crisis, por la desconfianza y retracción que puede originar a la hora de invertir o crear nuevas iniciativas.
Con todo querría terminar esta exposición con un par de frases. La primera, muy conocida, es de Ghandi; la segunda, de un tío mío –Jesús Serrano- al que aprecio mucho. Ambas apuntan a un “pecado original” que daña una y otra vez el dinamismo habitual de la economía y del que los seres humanos somos casi incapaces de convertirnos:
“El mundo tiene recursos para satisfacer las necesidades de todos los hombres, pero no su codicia”
“El problema no son los ricos, sino la cantidad de candidatos”