miércoles, 30 de diciembre de 2009

LA AUSTERIDAD




En nuestra sociedad hay situaciones muy frecuentes de despilfarro, de grandes banquetes y fiestas, de derroche, de lujo y no sólo entre los más ricos, sino que también se dan en la vida de cada uno de nosotros.

  • Así nos creamos la necesidad de cambiar de móvil, de ordenador, de coche, de lavadora, de TV…
  • La moda también cambia rápidamente y nos induce a renovar el armado cada temporada aunque esté lleno.
  • Estamos en crisis pero caemos en el bombardeo de descuentos para viajes de placer y vacaciones.
  • Cada vez se abren más tiendas de objetos de lujo, cuadros, joyas, grandes firmas, …
  • Tiramos la casa por la ventana en bodas, bautizos, comuniones y fiestas civiles.
En nuestra vida cotidiana pasamos de lo necesario a lo superfluo y queremos aparentar más que los demás con gastos ostentosos. En definitiva un estilo de vida que es el consumo, a veces compulsivo, al que la sociedad llama “nivel de vida” y la posibilidades conseguirlo “bienestar”. Vivimos con todo lujo y deseamos más y los que no lo tienen quieren ser como nosotros.
La sociedad y nosotros también despilfarramos lo que es de todos.
  • Se despilfarra agua, luz, los ayuntamientos se exceden en iluminación en fiestas, se hace propaganda excesiva en los medios de comunicación, en vallas,.. los partidos políticos derrochan en propaganda, en gastos de representación, sueldos desorbitados.. .
  • Hay un consumo excesivo de energías, recursos naturales no renovables, materias primas, alimentos…
  • Causamos deforestación y desertización, con los desechos ensuciamos la Naturaleza y contaminamos el aire, los ríos y mares.
  • En la sociedad del despilfarro se da escasa duración a los productos para generar más y a su vez consumir más, dando lugar a gran cantidad de basuras que a su vez suponen un auténtico despilfarro de valiosos recursos y daños medioambientales, daños a la salud y pobreza.
También hay personas que viven de otro modo, e incluso como los Traperos de Emaús, que reciclan lo que otros tiran y viven de ello.
En este contexto en el que se mueve nuestra sociedad y, en definitiva cada uno de nosotros, debe caber un valor tan conocido y tan poco practicado, como es la austeridad.
La austeridad no tiene nada que ver con la tacañería y sí mucho con la responsabilidad, la justicia, la solidaridad, la generosidad y el desprendimiento. Es lo contrario de la gula, el desenfreno, la inmoderación, el despilfarro, los antojos, los caprichos, la vanidad, la codicia, la ostentación,…
¿POR QUE NO SOMOS AUSTEROS?
No somos austeros porque:
1. Hemos confundido felicidad con consumo. Pensamos que a mayor consumo mayor felicidad. La felicidad no depende de las cosas que se tienen y que se consumen, como muchas veces se proclama en los medios de comunicación y entre nosotros.
2. Estamos acosados por una publicidad poderosa y engañosa que nos empuja a consumir constantemente. La publicidad crea deseos de comprar ese producto, porque al disponer de él, también compramos salud, belleza, descanso, familia humana. Caer en el engaño es fácil; muchos caen él.
3. Es una cadena del engranaje social. Damos por supuesto que es necesario el trabajo para producir los bienes que la humanidad necesita para vivir dignamente. Supuesto esto, decimos que el consumo es parte de una cadena que tiene estos eslabones. Con el trabajo se produce más de lo necesario; el siguiente eslabón es que se hace necesario consumir todo lo que se produce y, una vez consumido, se precisa volver a producir, con lo cual la cadena queda así: Trabajo, producción, consumo desaforado y vuelta a empezar. Este engranaje -dicen- lleva a que todos podamos sobrevivir: productores, intermediarios, supermercados, grandes y pequeños comercios. Esta manera de pensar fomenta una mayor oferta de productos, cuanto más sofisticados mejor, a la especulación, a las grandes ganancias de algunos, y conduce al consumo exagerado y al despilfarro.
4. Hay ausencia de justicia social y la pérdida del sentido de solidaridad con otros países. El 20% de la población mundial consume el 80% de los bienes y el otro 80% de las personas tienen que malvivir en condiciones inhumanas con el 20% restante. Y nos quedamos tan tranquilos.
5. Falta conciencia ecológica. Este modelo de consumismo es depredador e insostenible para todos. Las fuentes de energía de la naturaleza son limitadas y no hay suficientes recursos naturales para satisfacer el lujo y el despilfarro de todos, ni siquiera del 20% de la población.
CONSECUENCIAS

Esta manera de vivir y consumir tiene unas graves consecuencias para las personas y para la naturaleza:
.- es dañino para la salud, generando obesidad, bulimias, colesterol problemas cardiovasculares, estrés…
.- produce insatisfacción en las personas, pues este ritmo de consumo exige una esfuerzo físico sobrehumano, impide otras actividades más humanizadoras y placenteras, obstaculiza las relaciones personales y familiares, ya que somete a la persona a una esclavitud laboral.
.- crea pobreza, pues somete a los países no desarrollados a producir aquellos bienes que les reclaman los países ricos, impidiendo disponer de la soberanía alimentarla para satisfacer sus necesidades más elementales.
.- degrada el medio ambiente, disminuye la capa de ozono, desertiza la tierra, favorece las inundaciones, aumentan las sequías, disminuye el casquete polar, provoca el calentamiento de la tierra, contamina el aire, las aguas, los ríos y el mar.

La forma de consumo exacerbado es irracional e insostenible y además es injusto
EL VALOR DE LA AUSTERIDAD
La austeridad como valor ético o norma de conducta personal y comunitaria es un camino de liberación de la persona y de la sociedad. No es fácil definir cual puede ser el límite de consumo y de gasto. El modo de determinarlo requiere un cambio de mentalidad y de un conjunto de valores sin los cuales la austeridad no es posible.

a.- Cambio de mentalidad. Existen algunas ideas sobre la vida, el dinero, la felicidad que si no se cambian, la austeridad resulta imposible:






lunes, 28 de diciembre de 2009

LA FAMILIA TRADICIONAL. un invento de nuestros días


Cuando se habla de la familia tradicional parece que se sobreentiende un modelo de familia de la generación de nuestros padres: una sociedad basada en un chico y una chica de la misma edad que se casan de jóvenes por amor, o al menos de mutuo acuerdo, viven juntos 40 años en monogamia teniendo varios hijos con los que convivien, trabajando él y ella cuidando del hogar.
Lo que mucha gente no entiende es que esta descripción es una completa anomalía en la historia de la humanidad, que ni siquiera en su época existió realmente sino que se basaba en una gran presión social sobre la mujer para aceptar su realidad. Esas familias son resultado de un modelo específico de los países desarrollados a medidados del siglo XX en el que coinciden un enorme incremento de la riqueza, el alargamiento de la esperanza de vida y la demografía de la postguerra, con unas costumbres sociales aún no adaptadas a esa nueva realidad social.
Mucha gente no es consciente, por ejemplo, que proporcionalmente muchísimas más parejas celebran hoy sus bodas de plata que en el s.XIX. La duración media de un matrimonio en el XIX era de menos de 10 años porque las mujeres morían al dar a luz en uno de sus múltiples partos. La promesa de "amarse toda la vida" de las bodas del XIX tenían un significado muy distinto porque la vida era más corta. En Europa la esperanza de vida era de unos 35 a 40 años. Con el alargamiento de la esperanza de vida esa promesa "para toda la vida" se vuelve más difícil de cumplir.
Las familias solían consistir en sucesivos matrimonios arreglados por los padres o una casamentera. Bajo el techo del hogar convivían hermanos de distintas madres. La diferencia de edad entre los cónyuges era algo habitual. El número de partos solía ser abundante porque la mortalidad infantil era elevada. Para aquellos que se apartaban de las costumbres religiosas les esperaba el ostracismo social. Un embarazo en la juventud condenaba a una chica a la prostitución. Como consecuencia un enorme número de niños, sin comparación con nuestros días, eran abandonados en orfanatos. Las tremendas historias de Dickens, David Copperfield y Oliver Twist, son resultado de esas "familias tradicionales".
Ya entrado el siglo XX, las familias seguían teniendo muchos hijos para que unos pocos llegasen a adolescentes, pero al sobrevivir en mayor medida las madres y los niños, las familias aumentaron su tamaño de manera espectacular, sin precendentes en la historia de la humanidad. Sólo al avanzar el siglo las familias volvieron a su tamaño habitual gracias a los métodos anticonceptivos.

Cualquiera que se tome la molestia de leer un libro sobre la evolución de la mujer en la historia de las sociedades o sobre la evolución de los modelos familiares descubre enseguida que la supuesta "familia tradicional" es una invención totalmente moderna. Una re-interpretación idealizada del pasado basada en nuestros propios deseos y frustraciones. Las familias del pasado eran mucho menos idílicas de lo que algunos nos quieren hacer creer. Estaban basadas en patriarcados de explotación donde los padres explotaban a los hijos para que trabajasen, los hombres explotaban a las mujeres y los ricos explotaban a los pobres para que cultivasen la tierra. En las familias de siglos pasados había muchos más huérfanos, alcohólicos, maltratos, violaciones, abusos e injusticias de los que nos podemos imaginar. Sólo desde una interpretación absolutamente parcial de la realidad histórica puede presentarse las familias del pasado como algo aceptable, ni siquiera deseable.
Los problemas actuales de las familias no son el aborto, el divorcio, las familias monoparentales ni los matrimonios homosexuales. Eso son soluciones a problemas concretos: los embarazos no deseados, la incompatiblidad de caracteres, el cuidado de hijos cuando una pareja se rompe, la legislación necesaria para las parejas homosexuales que existen de facto, etc. Luchar contra los problemas rechazando las soluciones nunca ha sido una buena idea.
Para encontrar soluciones reales y efectivas a los problemas de las familias de hoy es necesario comprender su verdadera realidad, su increíble diversidad y riqueza. Es imprescindible rechazar intentos atávicos poco informados de re-instaurar una "familia tradicional" que nunca existió o que existió en un contexto histórico bien distinto.

EL DÍA DE LA INFAMIA

Andrés Sánchez

“Ayer, 7 de diciembre de 1941 -una fecha que vivirá en la infamia- los Estados Unidos de América fueron repentina y deliberadamente atacados”. Así comenzó el entonces presidente de los EEUU, Franklin D. Roosevelt, su discurso al Congreso para declarar la guerra a Japón. Ayer, 18 de diciembre de 2009, todos vivimos en Copenhague otro día infame.

No es sólo que los líderes políticos no hayan estado a la altura. Es que repentina y deliberadamente han atacado nuestro presente y nuestro futuro. Han echado por tierra el dictamen de los científicos, presentado por el Panel Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático (IPCC) en 2007. Panel en el que participan 3.000 científicos de todos los países del mundo, que se basan en artículos e investigaciones elaboradas y revisadas por decenas de miles, y que dejó las cosas muy claras. Primero, que estamos viviendo un cambio climático acelerado; que no está en las simulaciones de los ordenadores, sino en las mediciones de los termómetros y satélites. Segundo, que su causa es la actividad humana. Tercero, que no hacer nada tendrá consecuencias letales para millones de personas y para muchos ecosistemas y especies. Cuarto, que actuar para prevenir es más económico (y justo) que actuar para reparar, entre otras cosas porque hay y habrá daños irreparables, como las vidas humanas o la supervivencia de una especie.

El Cuarto Informe del IPCC tuvo su consecuencia política en el Plan de Acción de Bali: la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático (UNFCCC). Básicamente, establecía una hoja de ruta que terminaba ayer en Copenhague, donde la comunidad internacional se marcaba cuatro objetivos e instrumentos para cumplirlos. Primero, reducir el problema del cambio climático, reduciendo las emisiones de gases de efecto invernadero (entre un 25% y un 40% en 2020 los países avanzados, y con objetivos también para los países emergentes); es la llamada “mitigación”. Segundo, definir políticas de adaptación, para reducir los riesgos asociados al cambio climático ya en marcha. Tercero, favorecer la transferencia tecnológica. Y por último, establecer mecanismos de financiación para los países pobres. Esto fue aprobado por los 192 miembros de la Convención; en su momento; se destacó que incluso los EEUU de la administración Bush, acorralada por el fiasco iraquí y empantanada en Afganistán, votó favorablemente a este Plan de Acción.

Ayer no tuvimos un parón, sino un retroceso. Porque lo que se ha aprobado es nada, es sustituir un protocolo vinculante por una mera declaración de que los países harán lo que quieran para reducir sus emisiones. O no. Porque nadie vigila al vigilante.

Nos han hecho retroceder respecto al Plan de Acción de Bali de 2007, respecto al Protocolo de Kioto de 1997, respecto a la Cumbre de Río de 1992 que fue el origen de la Convención, respecto a lo que dice la ciencia, respecto a nuestra responsabilidad histórica. Los líderes mundiales han traicionado la palabra dada hace dos años, nos han puesto en el borde del abismo. ¿De verdad alguien se cree que en 2010, o más allá, van a dar la vuelta a la situación? Sin que haya costes para los responsables de esta infamia, no tenemos ninguna garantía. Hay tres grandes responsables del desastre, a los que hay que hacerles pagar.

Primero, EEUU. Obama en apenas un mes se ha mostrado como el gran bluff, la última “burbuja” especulativa. En lugar de agradecer y hacer honor al Nobel que temerariamente se le concedió, lo ha utilizado para hacer una apología de la guerra. No sólo no ha salvado el protocolo de Kioto, sino que lo ha hundido. Gracias, Barack. ¿Qué podemos hacer? Pues se puede empezar por oponerse a enviar 515 soldados españoles más a la guerra de Afganistán. Y por replantearnos que hacen los mil y pico que ya están allí. Y todos los europeos. Porque ahora mismo lo único que está en juego en Afganistán es el prestigio norteamericano, el no quedarse solos y salir humillados. Afganistán tiene tanta relación con el 11S como Hamburgo y Orlando.

Segundo, China. Sería el momento de vincular palos y zanahorias. Es decir: si importamos sus productos, ¿por qué no esperar que cumplan los derechos humanos? ¿O que controles sus emisiones de gases de efecto invernadero? ¿Por qué no vincular los acuerdos de la Organización Mundial del Comercio y los de la Convención Marco sobre Cambio Climático, a las que pertenece China, EEUU o la UE?

Tercero, la Unión Europea. Ninguneada en la cumbre. Cada día más irrelevante. Necesitamos más, no menos Europa. Que cierre alianzas con otros países y bloques regionales, en especial Latinoamérica, y más especialmente aún Brasil. Que ponga en valor su contribución en fuerzas de paz, en cooperación internacional para contribuir a la justicia global.

Los ciudadanos podemos y debemos actuar. No nos han dejado otra salida. Oponiéndonos a que EEUU salve la cara a costa de bombardear bodas en Afganistán; exigiendo que los acuerdos internacionales no sean un buffet libre; construyendo más Europa, y más redes de ciudadanía global, de democracia cooperativa y transversal, Norte/Sur, Este y Oeste.

Los ecologistas también tenemos mucho que hacer. La infamia de Copenhague tiene que marcar un antes y un después. Tomo prestado de Ulrich Beck la fórmula: el ecologismo necesita un Maquiavelo. Dicho de otro modo: que las políticas ecológicas se emancipen de la moral ecologista. Para poder ser efectivas, para poder cambiar el mundo. No nos podemos permitir otra derrota global como la que hemos sufrido en Copenhague. No nos podemos permitir otro día de la infamia.

Fuente: Andrés Sánchez. Sociólogo e Investigador de la Universidad de Almería

sábado, 26 de diciembre de 2009

EL DIOS PRESENTE


 por José Antonio González Casanova

Desde una perspectiva cristiana, el capitalismo es un sistema inhumano que clama al cielo, un pecado colectivo 

En estos días asistimos a la escenificación del principal misterio de la existencia humana. Lo de menos es que sea una escena vinculada a una religión concreta. A cualquier persona que tenga todavía un mínimo de sensibilidad (a pesar del ambiente anestesiante que provoca la minoría que monopoliza el poder económico) le inquieta no saber por qué y para qué está en el mundo. La Navidad cristiana pretende responder a estos interrogantes con un mensaje que muy pocos se toman en serio. Se trataría de una encantadora leyenda popular: Dios (con todo lo que significa en nuestra cultura) ha tomado la condición humana en el niño Jesús, que en su madurez morirá crucificado, pero así redime nuestros pecados. Si creemos que es Dios, nos concederá, tras la muerte, la eterna beatitud de estar con él. Así explicadas las cosas, no convencen a un adulto del siglo XXI con cierta cultura. La Iglesia católica presume de monopolizar las respuestas correctas, pero estas aún convencen menos. Y es que no se trata de creer o no creer, de tener fe o no tenerla. Es cuestión (fundamental) de lenguaje. Lo primero que hay que aclarar es la divinidad de Jesús de Nazaret, explicada por la moderna cristología en términos más razonables y comprensibles.

Siempre se habló sobre la divinidad de Jesús. Ahora se destaca la divinidad en Jesús. No se le endiosa, se le entusiasma. El teólogo Karl Rahner sostiene que Jesús no es un dios que se reviste de humanidad como si fuera un traje. ¿Qué valor ejemplar tendrían sus buenas obras si las hacía un dios omnipotente? Tener dos naturalezas (la divina más la humana) no aclara nada y lo complica todo. ¿Cuándo es humano Jesús y cuándo no? La realidad es que era un hombre normal, cada vez más consciente de su vocación o llamada divina: la que brota de la entraña de todo ser humano; lo que de Dios tenemos todos por el simple hecho de estar vivos. La encarnación de Dios en Jesús no es una irrupción celestial, sino algo radical de la singular materia humana, que lleva la huella de la mano que la moldeó. El obispo claretiano catalán Pere Casaldàliga lo llama «el ADN divino». Esa conciencia radical es una llamada a la responsabilidad social y política. El Dios del profeta galileo es un dios revolucionario que no soporta la injusticia y la opresión. Todo ser humano es sagrado. Luchar contra todo mal que se le haga es un deber religioso que puede conllevar vivir crucificado. Todos, creyentes o no, coinciden, por humanidad, en que la vida debe regirse por el amor y no por el odio egoísta. En ese sentido, el cristianismo es la religión más humana, pues todo lo cifra en el amor universal sin discriminación y en su correlato, el combate no violento por la justicia, la sociedad sin clases y la liberación de los pueblos explotados. Desde una perspectiva cristiana, el capitalismo es un sistema inhumano que clama al cielo; un pecado colectivo, una sustitución sacrílega del Templo por el Mercado.

Siempre se ha hablado mucho del silencio, la ausencia y la muerte de Dios. Se le ha negado poder y bondad, pues permite el mal cuando no lo provoca a través de religiones fanáticas, violentas, intolerantes, de moralismo rígido e inhumano. Todo ello es un reconocimiento implícito y espontáneo de que ese Dios no puede ser verdad. La gente intuye que, si existe un Dios, no debe ser así. Porque la naturaleza humana sabe ya, tras unos cuantos siglos, lo que es humano y lo que no lo es. La Iglesia vaticana y jerárquica ha dado a menudo pruebas de inhumanidad. En cambio, muchos increyentes han tenido más fe en lo humano. Su increencia lo era respecto a la versión oficial de Cristo, pues su fe era la misma, en la práctica, que la de Jesús de Nazaret. El teólogo jesuitaGonzález Faus ha dicho: «A muchas autoridades eclesiásticas inquisidoras les molesta tanto la palabra Jesús que han dado orden de que en catecismos y libros de texto no se diga Jesús, sino Cristo. Quizá por eso asistimos hoy a persecuciones crueles, que se excusan con que algunos (…) niegan la divinidad deJesús. No es que la nieguen. Es que, a través de Jesús, se le da a Dios un rostro que no es el que quisieran los inquisidores. Porque los pone en evidencia».

La entrañable leyenda de nuestra infancia es que un niño pobre (que es Dios) nace en un establo porque nadie acoge a su madre embarazada una fría noche de invierno. Parece ser que las cosas ocurrieron de otro modo, pero la leyenda responde a un sabio instinto popular, el verdadero: Dios es un dios humano, desvalido y pobre, al que nadie acoge. El Dios que se hace presente en el mundo (en el doble sentido de presencia y regalo) se identifica con todos nosotros para que nos identifiquemos con él y, como Jesús, le imitemos en su amor por todos y en el combate por la paz en la justicia. Más allá del cava, el belén y los regalos, conmemoramos (hacemos memoria juntos) el principal misterio de la existencia humana: estamos hechos a imagen y semejanza de Dios. Seamos, pues, un Dios humano, desvalido y pobre, para que nos acojan como algo suyo los humillados y ofendidos de la Tierra.

José Antonio González Casanova es Catedrático de Derecho Constitucional.

LAICIDAD DEL ESTADO Y SIGNOS RELIGIOSOS

La mejor sociedad no es la que se ajusta a un credo determinado, sino aquella en la que pueden convivir personas que pertenecen a diversas religiones y otras que no son creyentes. La secularización de la sociedad y la laicidad lleva a la separación del ámbito político y religioso, a la no confesionalidad del Estado y al rechazo de privilegios para una iglesia. Esta perspectiva legitima la ausencia de signos religiosos en las instituciones públicas, sobre todo estatales. Responde a las demandas laicistas, que impugnan la dimensión pública de la religión, y se satisfacen las demandas de las religiones minoritarias contra la hegemonía del catolicismo en España. Estas y otras razones avalan la legitimidad de una ley gubernamental que ponga fin a formas tradicionales del cristianismo sociológico. Si la sociedad y el Estado no son cristianos, hay que acabar con tradiciones religiosas centenarias, hoy rechazadas.

El problema, sin embargo, no se reduce a esto. Abordarlo desde la mera legitimidad e ignorar otras dimensiones implica menospreciar a la opinión pública. No todo lo  legal es moral, ni lo técnicamente factible, aconsejable. La política es el arte de lo posible y de lo prudente, sin voluntarismos simplificadores. Hay que partir de que somos ciudadanos y no súbditos. No es la sociedad la que debe someterse al Estado sino a la inversa. Si los dirigentes son los representantes del pueblo, hay que consultarlo y no prescindir de él. “Todo por el pueblo pero sin el pueblo” es la tentación de gobernantes paternalistas, que apelan a la voluntad popular en las elecciones, para luego olvidarse de ella. Ellos saben lo que conviene hacer, en lugar de dejar a la sociedad que resuelva libremente los asuntos.

El problema es si la sociedad española demanda una ley general de exclusión de los signos religiosos o si obedece a una iniciativa, con motivaciones políticas. Vivimos una sociedad fracturada, con graves problemas como el desempleo, la corrupción en los partidos y cargos políticos, el desencanto ante un poder judicial politizado, la crisis del modelo educativo y la alarma social ante la violencia de menores de edad. En este contexto, ¿tienen sentido nuevas leyes que polarizan y crispan a la sociedad? ¿Es el momento adecuado para legislaciones que aceleran un proceso que puede desarrollarse de forma espontánea y progresiva? ¿No hay que dar la primacía a la paz social en un momento social delicado? ¿No hay urgencia política por marcar signos de izquierda en la cultura, ya que ha fracasado la política económica? ¿Se puede ignorar la sensibilidad y emociones de generaciones y personas tradicionales, todavía marcadas por los ataques a la religión del pasado?

A esto se añaden otras cuestiones. El núcleo de los problemas son los acuerdos Iglesia-Estado de 1979.  ¿Tiene sentido promulgar leyes nuevas sin modificar el acuerdo marco que las limita? Si se quitan signos religiosos del ámbito público habría que eliminar los políticos en el religioso. ¿Se está seguro  de que la mayoría quiere que policía, ejercito y autoridades dejen de participar en manifestaciones religiosas y ciudadanas, como procesiones, romerías, fiestas patronales, etc? ¿Qué hacemos con celebraciones religiosas que son también tradiciones de nuestra identidad cultural, histórica y folklore? Además, ¿Qué signos se quitan y cuáles quedan ?¿Quién determina lo que es artístico, además de religioso? ¿Dejamos que decidan los políticos y que, según quién gobierne, cambie de una legislatura a otra? El catolicismo ha marcado nuestra historia, tradiciones y formas de convivencia. ¿Lo tratamos por igual que otras religiones sin arraigo en España? ¿Asumimos la demanda de laicistas que no buscan la neutralidad del Estado, sino excluir la religión del ámbito público? ¿No caemos así en una confesionalidad de signo inverso, en este caso antirreligioso? ¿Hay que escuchar a grupos religiosos que rechazan la presencia pública de la religión mayoritaria de los españoles y que en sus países no toleran nada que se aparte de su religión oficial? ¿Es aconsejable, además, regular el velo islámico por ley y entrar en una espiral de conflictos, que hasta ahora, sabiamente, se han obviado?

Son preguntas que exigen un debate social sereno, complejo, plural y abierto. La preferencia personal que tengamos no debe confundirse con lo que siente y piensa la mayoría. El proceso de secularización es gradual y responde a una transformación de la sociedad. No es el Estado ni el gobierno, el que debe tener  la iniciativa, sino la sociedad. Hay que legislar lo mínimo posible, sólo lo necesario, huir del intervencionismo en la vida ciudadana, y aplicar el principio de subsidiariedad. Hay que distinguir entre  esfera estatal y el ámbito público en que  cada institución resuelve los conflictos según tiempos, lugares, personas y circunstancias. Ante demandas concretas sobre signos religiosos, que cada caso se resuelva atendiendo a las opiniones de los implicados. Es una imprudencia política tensionar más a la sociedad con leyes posiblemente legítimas, pero que no urgen. Habría que aprender de otros países con larga tradición laica y democrática que, sin embargo, mantienen signos religiosos, aunque para muchos ciudadanos sean más parte de la tradición y de la cultura que signos de fe. ¿No hay nada que tengamos que aprender de ellos?

Juan A. Estrada
Catedrático de Filosofía. Universidad de Granada


domingo, 20 de diciembre de 2009

CONFRONTACIONES EN COPENHAGUE

Leonardo Boff
En Copenhague, en las discusiones sobre las tasas de reducción de los gases productores del cambio climático, se enfrentan dos visiones de mundo: la de la mayoría de los que están fuera de la Asamblea, venidos de todas partes del mundo, y la de los pocos que están dentro representando a los 192 estados. Estas visiones diferentes están cargadas de consecuencias, significando, en el límite, la garantía o la destrucción de un futuro común.

Los que están dentro, fundamentalmente reafirman el sistema actual de producción y de consumo, incluso sabiendo que implica sacrificio de la naturaleza y creación de desigualdades sociales. Creen que con algunas regulaciones y controles la máquina puede seguir produciendo crecimiento material y ganancias como ocurría antes de la crisis.

Pero hay que denunciar que justamente este sistema es el principal causante del calentamiento global al emitir anualmente 40 mil millones de toneladas de gases contaminantes. Tanto el calentamiento global como las perturbaciones de la naturaleza y la injusticia mundial son tenidas como externalidades, es decir, como realidades no intencionadas y que por eso no entran en la contabilidad general de los estados y de las empresas. Lo que cuenta finalmente es el lucro y tener un PIB positivo.
Pero ocurre que estas externalidades se han vuelto tan amenazantes que están desestabilizando el sistema-Tierra, mostrando el fracaso del modelo económico neoliberal y poniendo en grave peligro el futuro de la especie humana.
No pasa por la cabeza de los representantes de los pueblos que la alternativa sea cambiar a un modo de producción que implique una relación de sinergia con la naturaleza. La sola reducción de las emisiones de carbono manteniendo el mismo pillaje de los recursos es como si pusiéramos un pie en el cuello de alguien y le dijéramos: quiero que seas libre, pero con la condición de que sigas teniendo mi pie en tu cuello.
Precisamos impugnar la filosofía subyacente a esta cosmovisión. Ella desconoce los límites de la Tierra, afirma que el ser humano es esencialmente egoísta y que por eso no puede cambiar, que puede disponer de la naturaleza como quiera, que la competición es natural, que por la selección natural los débiles son engullidos por los más fuertes, y que el mercado es el regulador de toda la vida económica y social.
En contraposición reafirmamos que el ser humano es esencialmente cooperativo porque es un ser social, pero se vuelve egoísta cuando rompe con su propia esencia. Dando centralidad al egoísmo, como hace el sistema del capital, hace imposible una sociedad de rostro humano. Un hecho reciente lo demuestra: en cincuenta años los pobres recibieron 2 billones de dólares de ayuda mientras que los bancos recibieron 18 billones de dólares en un año. No es la competición lo que constituye la dinámica central del universo y de la vida sino la cooperación de todos con todos. Desde que se descubrieron los genes, las bacterias y los virus como principales factores de la evolución, no se puede sustentar la selección natural como se hacía antes. Ésta sirvió de base para el darwinismo social. El mercado entregado a su lógica interna enfrenta a todos contra todos y así desgarra el tejido social. Postulamos una sociedad con mercado, pero no de mercado.
La otra visión, la de los representantes de la sociedad civil mundial, sostiene: la situación de la Tierra y de la humanidad es tan grave que solamente el principio de cooperación y una nueva relación de sinergia y de respeto hacia la naturaleza podrán salvarnos. Sin eso vamos hacia el abismo que hemos cavado nosotros mismos.
Esa cooperación no es una virtud cualquiera. Es aquella que en otro tiempo nos permitió dejar atrás el mundo animal e inaugurar el mundo humano. Somos esencialmente seres cooperativos y solidarios sin lo cual nos devoramos unos a otros. Por eso la economía debe dar lugar a la ecología. O hacemos este viraje o Gaia podrá continuar sin nosotros.
La forma más inmediata de salvarnos es volver a la ética del cuidado, buscando el trabajo sin explotación, la producción sin contaminación, la competencia sin arrogancia y la solidaridad a partir de los más débiles. Este es el gran salto que se impone en este momento. A partir de él la Tierra y la humanidad pueden llegar a un acuerdo que salvará a ambos.


A MONSEÑOR MUNILLA




Estimado José Ignacio Munilla, estimado Monseñor:

            No sé si hago bien llamándole así, "Monseñor", pues Jesús nos prohibió de manera expresa y tajante llamar a nadie "señor" en esta tierra, o "padre, o "maestro". Si me permite, preferiría llamarle simplemente "hermano", pues así nos enseñó el mismo Jesús: "Todos vosotros sois hermanas, sois hermanos, y nadie debe estar por encima de nadie". Son palabras de Jesús. En nombre de Jesús, permítame dirigirme a Ud. como hermano, con respeto evangélico, con libertad evangélica, con responsabilidad evangélica.
Su nombramiento como obispo -otra palabra que no es de Jesús- de esta mi diócesis de San Sebastián ha sido percibida por muchos como un abuso y una provocación. Yo también lo veo así, y quiero explicarle por qué. No pienso que sea ante todo por razones de índole personal. No, no es eso. Ud. es con toda honra hijo de su padre y de su madre, Ud. es con todo derecho hijo de la patria que le enseñaron a amar, y tiene con todo derecho las ideas teológicas que le enseñaron o que quiso aprender. Yo no le reprocho nada de ello: ¿cómo podría yo reprocharle, hermano Munilla, tener sus raíces y ser quien es? Reconozco, además, que posee una mente poderosa, y estoy seguro de que, a pesar de su rostro severo, está lleno de ternura.
Sin embargo, permítame que le diga con la misma sinceridad: su nombramiento me parece un abuso hiriente y una burda provocación. Todo nos hace pensar que su designación responde a una oscura estrategia largamente diseñada y fríamente aplicada. Todo hace pensar que de Roma vino lo que a Roma fue -sucede siempre, y esta vez quizá más-, que su nombramiento se sitúa dentro de la política vaticana de restauración de la Iglesia preconciliar, que su destino en San Sebastián ya estaba previsto cuando le nombraron obispo de Palencia hace tres años, que su candidatura ha sido impuesta sobre otras por las poderosas influencias de Mons. Rouco Varela en los dicasterios curiales y en los palacios del Vaticano, que su nombramiento es la culminación del expreso (y viejo) propósito de someter a las diócesis vascas al proyecto teológico, eclesial y político dominante del episcopado español. Sí, también " político": no es casualidad que todos los nombramientos episcopales de los últimos años en el Estado español se alineen con la derecha más agresiva, y no es casualidad que Ud. sea tan ferviente nacionalista español y tan visceral antinacionalista vasco. Su nombramiento me parece un abuso y una provocación.
Ud. ha sido impuesto como obispo contra el sentir ampliamente mayoritario de los cristianos de esta diócesis. La dignidad humana y eclesial ha sido doblemente lesionada. Nunca en estas diócesis, desde el Concilio Vaticano II (1962-1965), los cauces de consulta diocesana han sido tan ofensivamente excluidos y contradichos. Y todo ello con nocturnidad y alevosía, con secretismo y ocultación. ¿Dónde está aquella Iglesia de Jesús que debiera ser modelo de transparencia? "Que vuestro lenguaje sea cuando es y no cuando es no", nos dijo también Jesús, pero vemos con dolor que la institución católica es en muchos aspectos modelo de clandestinidad y ocultismo.
Yo sé bien que Ud. no es responsable, y no es a Ud. a quien denuncio. Yo denuncio el perverso sistema eclesial que hace casi inevitable que lleguemos, una vez más, a esta situación escandalosa. Una de las raíces fundamentales del mal es el sistema vigente de elección de los obispos. Ud. sabe bien que Jesús no designó obispo alguno, que no eligió a los "12 apóstoles" para ser dirigentes de las comunidades y que de hecho no lo fueron, que la teoría según la cual los obispos son "sucesores de los apóstoles" no es de Jesús, ni de Pedro, ni de Pablo, sino de Ireneo de Lyón a finales del siglo II, y que cuando él habla de sucesión apostólica no habla solamente del obispo de Roma y que para él todos los obispos tienen la misma autoridad. Y Ud. sabe bien que los dirigentes de las comunidades eran elegidos por las propias comunidades. Ud. conoce el escueto principio formulado por San Cipriano a mediados del s. III: "ningún obispo ha de ser impuesto". Ud. sabe que Roma no se arrogó el derecho de nombrar obispos hasta el s. XIV, y que lo hizo justamente para atajar la injerencia creciente de las nacientes monarquías europeas. Hoy carece de todo sentido. La institución eclesiástica católica es hoy la única monarquía absoluta de Europa. ¿Cómo será así hogar de humanidad, profecía de liberación, sacramento de Jesús? ¿Qué sentido tiene que el obispo de Roma tenga el poder de nombrar a los más de 5.000 obispos de los cinco continentes y que de esta manera maneje a toda la Iglesia de acuerdo a su teología particular, con su numerosa corte de nuncios y de presidentes politizados de Conferencias episcopales, en medio de intrigas curiales? ¿Llamamos a eso Iglesia de Jesús, animada por el Espíritu de Dios que libera y consuela?
Sí, ésa es mi Iglesia, pero mi Iglesia es mucho más que esa estructura que no sólo no libera, sino que oprime. Mi Iglesia es una gran comunidad de comunidades diferentes entre sí, diferentes también dentro de sí. Mi Iglesia es una multitud de hombres y mujeres de carne y hueso, hermanas y hermanos de todos los hombres y mujeres con su debilidad y su bondad. Mi Iglesia está llena de evangelio en medio de todas sus contradicciones. En esta Iglesia quiero yo ser yo también hermano, y quiero reconocer mis contradicciones y quiero dejarme conducir por el evangelio hacia el evangelio. Mi Iglesia no se considera la única Iglesia verdadera. Mi Iglesia no separa creyentes y no creyentes. Mi Iglesia no excomulga. En esta Iglesia quiero ser amigo de Jesús y de todos los que sufren y buscan. En esta Iglesia quiero ser hermano, quiero ser libre.
Hermano Munilla, permítanos ser libres en esta Iglesia, tan libres como lo fue, por ejemplo, Pablo con Pedro, o Juan con Pedro y Pablo, o Cipriano de Cartago con el obispo de Roma Esteban; tan libres como, por ejemplo, fray Antonio de Padua cuando predicaba con la bendición de San Francisco (¿ha leído Ud. sus sermones? Todas mis críticas a los obispos, en comparación con las suyas, son de merengue). Permítanos ser tan libres al menos como lo fue Ud. mismo en sus años de presbítero de esta diócesis, y nadie le excomulgó. No llegue a esta diócesis, su diócesis, con esas palabras de excomunión que le hemos oído hace bien poco. No llegue con argumentos de autoridad. Venga con el argumento de la razón, la palabra y el diálogo, pues no hay otro lugar para la verdad. Venga como hermano, y sea bienvenido. ¡Paz y bien!

José Arregi


Para orar. QUIENQUIERA QUE SEAS

Quienquiera que seas,
has entrado en esta casa donde habita el Dios que lo habita todo.
Quienquiera que seas, Él te acoge,
con tus alegrías y tus penas,
tus éxitos y tus fracasos,
tus esperanzas y tus decepciones.
¡Sé bienvenido!
Otras generaciones antes que tú han amado este lugar,
han contribuido a construirlo, a embellecerlo;
han orado en él.
Respétalo. Haz silencio.
Si eres creyente, ora.
Si buscas, reflexiona.
Si dudas, pide luz.
Si sufres, pide fuerza.
Si estás alegre, da gracias,
y ¡ojalá puedas seguir estando alegre!
En esta casa, también podrás encontrar hermanas y hermanos,
y elevar a Dios tu plegaria juntamente con ellos.
¡Que el paso por este lugar caliente tu corazón y alegre tus ojos!
Quienquiera que seas, Dios te acoge.
Acógele también tú.
            (Texto escrito en la puerta de la Iglesia Sainte Catherine, Bruselas)


sábado, 19 de diciembre de 2009

EL 'TEMPLO SAHOLIN' SALDRÁ A BOLSA



 El Templo Saholin, con una antigüedad de más de 1.500 años y cuna del kung fu, prepara su salida a Bolsa mediante una Oferta Pública de Venta de acciones (OPV) por importe de 1.000 millones de yuanes (unos 100 millones de euros) a través de una 'joint venture' entre las autoridades de Dengfeng, la ciudad donde se encuentra el templo budista, y la compañía pública China Travel Service (CTS), que podría cotizar en los parqués de Hong Kong o Shanghai en 2011, según informa el diario 'Daily Telegraph', que cita fuentes gubernamentales chinas.
   En concreto, la entidad se haría cargo de los ingresos derivados por la venta de entradas al templo, que ascienden a unos 150 millones de yuanes al año (15 millones de euros), así como de la gestión de otros activos bajo la marca,  aunque las fuentes consultadas precisaron que el edificio del templo no será incluido entre los activos de la nueva compañía.
   El año pasado, más de 1,6 millones de turistas viajaron a la provincia china de Henan para visitar el Templo Saholin y asistir a las exhibiciones de artes marciales de los monjes, quienes también celebran giras por todo el mundo.
   "La 'joint venture' contribuirá a promocionar el turismo en la región", señalaron las fuestes gubernamentales, que precisaron que "el propio templo y su herencia cultural no formarán parte de la sociedad".
   Se prevé que CTS asuma una participación del 51% en la sociedad conjunta mediante una aportación de capital de unos 100 millones de yuanes (algo más de 10 millones de euros), aunque un portavoz de la empresa pública declinó comentar la operación. Sin embargo, el diario chino 'Oriental Morning Post' informa de que ambas partes suscribieron un principio de acuerdo el pasado 21 de octubre por el que la ciudad de Dengfeng inyectará seis millones de yuanes (612.000 euros) en la sociedad.
   Esta operación supone un paso más en la estrategia del abad del Templo, Shi Yongxin, en la conversión del Templo Saholin en una marca de alcance global, para lo que emprendió una agresiva campaña para proteger la utilización de la imagen de la institución y sus monjes, mientras que ha colaborado en la producción de diversas películas sobre artes marciales, una postura que los críticos de su gestión consideran que ha supuesto una excesiva comercialización del Templo Shaolin, mientras que sus defensores recuerdan que antes de su llegada al cargo, hace más de una década, el centro religioso se encontraba abandonado y prácticamente en ruinas.



EL LADO OSCURO DEL TEMPLO SHAOLIN

Mientras subía por la montaña Songshan, la lluvia paró y el sol apareció entre las nubes. Lo tomé como un buen presagio de mi visita a “la Tierra Pura del Budismo” – el famoso Templo Budista Shaolin, en la ciudad de Dengfeng, China.
Pero después de cuatro horas en el templo, me di cuenta de que el título de “Budista” se ha convertido en una fachada.

Templo Shaolin: negocios como de costumbre


Como budista que soy, ha sido siempre una costumbre para mí quemar un incienso al entrar en un templo. Quemar incienso requiere un sentido del protocolo y reverencia. Se prefiere incienso de buena calidad, pero uno no debe irse a los extremos.
Me impresionó mucho ver el estado decadente de la quema de incienso en la sala principal del Templo Shaolin. El palito más fino era más grueso que un brazo; el palito más grueso era más ancho que un tazón. Cada uno medía casi 120 cm. de largo.
En el pasado, ¿quién podía permitirse quemar inciensos tan lujosos con tanta indiferencia? No era difícil decir que el incienso era preferiblemente para hacer dinero y no para mostrar reverencia a Buda. Sin embargo, siendo budista, todavía creía que podría ver más allá de esto y quemar un incienso con un corazón puro.
Mientras formaba fila para comprar incienso, observé cómo los monjes Shaolin atraían a los turistas hacia la sala principal para conseguir su dinero. Tres monjes se sentaron al frente de la sala pidiendo a cada visitante que firmara con su nombre en un libro de “oraciones”.
Los monjes entonces les decían que el Abad Shi Yongxin recitaría escrituras para ellos para eliminar la desgracia, y que ellos tal vez querrían quemar un incienso a cambio para mostrar su reverencia.
Si no fuera por la persona a la que estaban timando delante de mí, también me habrían timado a mí. Cuando un monje le dijo que el precio de la vara de incienso que había seleccionado era de 6.000 yuanes (aproximadamente 770 US$), éste palideció. Imaginen, ¡6.000 yuanes por una vara de incienso!
Su esposa parecía que iba a desmayarse, mientras tiraba de su manga para marcharse. Pero el monje que estaba junto a ellos le dijo, “Pero señor, usted ya ha firmado con su nombre.” Y entonces, con la estatua de Buda ante él y otras personas mirando, el hombre pagó de mala gana.
Después de presenciar esto, estaba desanimado y me marché. Incluso si pudiera permitirme el incienso, no pagaría ese precio. ¡Aprovecharse así de la gente en frente de Buda es vergonzoso!
Mientras salía del templo, vi que la puerta de la última sala estaba abierta y la gente estaba arrodillándose y quemando incienso allí. Pensé que tal vez no sería tan caro allí y que podría echar dinero en la caja de donaciones según mi criterio. Pero estaba equivocado
Quemé una vara de incienso y me arrodillé tres veces. Todavía no me había levantado cuando un monje ya estaba a mi lado. El me dijo que esta sala era para que los visitantes pidieran deseos, y que debía tomar una bolsa de inciensos para deseos. Cada bolsa tenía seis líneas de poesía dentro, empezando cada línea por un número. El me pidió que eligiera un número de la bolsa que había seleccionado.
Elegí el número más pequeño, el seis. El monje me dijo que cada número representaba 100 días, y así los monjes recitarían escrituras para mí durante 600 días para que mis deseos se hicieran realidad. El dijo que cada día costaría un yuan, así que tenía que pagar 600 yuanes (aproximadamente 78 US$). Estaba impresionado y avergonzado. Puse el dinero en la caja y me marché rápidamente.
Antes de abandonar el templo, escuché de pasada a un guía turístico que dirigía a un grupo de turistas. Esta dijo, “El Abad Shi Yongxin tiene buenas habilidades para los negocios. Si no se hubiera metido en religión, se habría convertido en empresario, o tal vez en un líder de alto rango del Partido Comunista…”
Me quedé anonadado. ¿Cómo podía ser el abad de un templo budista tan astuto respecto al dinero y al poder político?
Esta experiencia me ha llevado a creer que el que fuera una vez el sagrado Templo Shaolin, se ha convertido en un lugar desleal de adoración al dinero. ¿Dónde se encuentra hoy en día “la Tierra Pura del Budismo”?

jueves, 17 de diciembre de 2009

CONTRA EL CHOQUE DE MENTALIDADES: LAICIDAD



Intervención de Imanol Zubero con motivo de la presentación del libro de José Ignacio González Faus y Javier Vitoria, Presencia pública de la Iglesia: ¿Fraternidad o camisa de fuerza?, el 23 de noviembre, en Bilbao.



[1] José Ignacio y Javier nos invitan a embarcarnos en un viaje en avión. Escriben en el prólogo: “Primero conviene asegurarse (abrocharse los cinturones) para volar con un mínimo de garantías. Después conviene conocer el territorio que sobrevolamos: el de la fe cristiana, la sociedad hispana y la Iglesia española. Así nos preparamos para, desde el cielo de la utopía de Jesús, tomar tierra n el terreno al que queríamos dirigirnos: la actual sociedad española y las mil cuestiones controvertidas en torno al tema del libro” (p. 9).
Al leerlo he recordado un chiste de Gila. Un pasajero de un avión comenta: “No sé por qué tenemos que abrocharnos el cinturón; si el avión se cae no nos va a servir de nada”. A lo que otro pasajero le replica: “No, si es para que no se desparramen los cadáveres y facilitar el trabajo a los equipos de socorro”.
Porque aquí la cuestión no es volar con garantías. Aquí la cuestión es en que avión volamos y quién lo está pilotando. Y no me refiero sólo a la aeronave eclesial; también a la aeronave social.

[2] Porque ese es el problema. Es un problema institucional. Es la Iglesia la que tiene un problema con el mundo, la que debe elegir entre ser fermento de fraternidad o camisa de fuerza. Resto o residuo, tal como se planteaba en la Carta pastoral de los Obispos de Pamplona y Tudela, Bilbao, San Sebastián y Vitoria, Renovar nuestras comunidades cristianas (Cuaresma-Pascua, 2005).
Personalmente yo no tengo grandes problemas a la hora de asumir el particular estatuto del cristiano: “estar en el mundo sin ser del mundo”. No tengo grandes problemas aunque los tenga: me explico. Tengo problemas de coherencia, claro que sí, muchísimos; y tengo problemas muchas veces a la hora de armonizar el paso de mi pata católica y de mi pata sociocultural, a un ritmo laico. Pero no tengo ningún problema por tener ese problema. Lo asumo como algo natural. No pretendo resolverlo mediante la amputación de ninguna de mis dos patas, ni cambiando el ritmo laico de mi marcha por un ritmo legionario, ni de Cristo ni del Tercio de Extranjeros.
Leyendo el último libro del filósofo Gianni Vattimo me he identificado mucho con la manera en se califica a sí mismo de “catocomunista”, constante a la que según él ha sido fiel a lo largo de toda su vida. Y escribe:
Confieso que hoy tiendo a sustituir, cada vez más, el “cato”, el componente católico, por un “cristiano” más general. Ante lo que la Iglesia católica se ha ido convirtiendo tras los últimos pontificados, el calificativo en el que siento tener que reconocerme es el más genérico, y amplio, de cristiano. Si no me decido a definirme como luterano, es sólo porque sigo intentando pensar que, en realidad, las dos fuentes de la revelación son la Biblia y la Tradición y, por tanto, no “sólo la Escritura” de Lutero. La Biblia me ha sido transmitida por la Iglesia, de lo contrario nunca la habría conocido. Pero la Iglesia que me transmite la Biblia ya no es tanto la de la jerarquía católica; sino más bien la comunidad de los cristianos que, como ponen de manifiesto tantos indicios, diverge cada vez más, en la manera misma de vivir y concebir la práctica cristiana, de los palacios vaticanos.
Vattimo no tiene los problemas que se plantean en el libro de Javier y José Ignacio sencillamente porque no se ha subido al mismo avión, no se ha abrochado el cinturón; y si alguna vez lo hizo, se lo ha desabrochado y se ha tirado en paracaídas. Así cualquiera.

[3] Porque, ¿cuál es el problema que plantea este libro? Es la presencia de la Iglesia en una sociedad radicalmente plural –no tengo tan claro que sea, como se señala en varios momentos en el libro, realmente “pluralista”-, secular, laica. Javier Vitoria lo formula así:
La Iglesia necesita considerarse a sí misma como “sociedad civil”, como parte de un todo plural al que debe aportar lo mejor de sí misma, desde una actitud de diálogo que lo haga razonable (p. 87).
Pero este es, como decía antes, un problema en primerísimo lugar de la propia Iglesia. Por decirlo de una manera un tanto brutal: la sociedad española puede convivir sin mayores problemas con una Iglesia que, por no ser capaz de considerarse a sí misma como “sociedad civil” –como una oferta cosmovisional entre otras muchas-, acabe volviéndose irrelevante. Una Iglesia civilmente inadaptada, una Iglesia que, en la encrucijada histórica a la que hoy se enfrenta irremediablemente –en palabras de Vattimo, cargar con el destino de una modernidad en crisis con todas sus consecuencias o, por el contrario, reivindicar su carácter ajeno a la misma-, se decante por la extemporaneidad, por la extrañeza radical, “renunciaría a ser un mundo y una civilización, para volver a convertirse en lo que quizás era originariamente, una secta entre otras sectas y un objetivo factor de disgregación social entre otros”.
Y, por lo que parece, incluso los propios católicos están empezando a vivir sin demasiados problemas incluso en el seno de una Iglesia in-civilizada. Es el cisma soterrado sobre el que ha reflexionado con tanta profundidad como acierto el filósofo católico Pietro Prini.

[4] Pensemos, si no, en qué situación nos encontramos. Reflexionamos sobre la presencia pública de la Iglesia en un momento en que el portavoz de la Conferencia Episcopal ha dejado fuera de la comunión, aunque no excomulgados(¿?), a los diputados y senadores que en las próximas semanas voten a favor de la nueva ley de interrupción voluntaria del embarazo.
Pues bien, un diario titulaba así la noticia sobre las reacciones suscitadas por esas duras declaraciones: “Los diputados católicos no temen la excomunión”. Y continuaba: “Si trataron de remover conciencias, las amenazas han resultado ser contraproducentes. La promesa de excomunión dictada por el obispo Juan Antonio Martínez Camino contra los diputados que voten a favor de la nueva ley del aborto ha caído, peor que en saco roto, en la papelera del Congreso. Salvo excepciones de quienes unen dedicación pública y devoción privada en la bancada del PP, ni siquiera los conservadores han aplaudido las advertencias del portavoz de los obispos. Incluso dos formaciones con larga tradición cristiana, CiU y PNV, criticaron sus palabras” (Público, 22-11-09).
A tenor de lo dicho parecería que la presencia pública de la Iglesia no es ni fermento de fraternidad ni camisa de fuerza, sino un simple ruido de fondo, sólo molesto cuando eleva su volumen en la calle.
Por cierto: esa disonancia entre los responsables de la Iglesia y los ciudadanos, incluso aquellos que se consideran católico, no se produce sólo en el ámbito de la sexualidad. Suele ser esta una idea a la que se agarran desesperadamente determinados diagnósticos autojustificadores para cargar contra una sociedad “blanda y hedonista”, evitando así analizar la propia responsabilidad. Ocurre lo mismo, incluso más, en el ámbito de la política: si el 64% de los españoles señala que la religiosidad tiene muy poca o ninguna influencia en su vivencia de la sexualidad, el 67% dice lo mismo respecto de sus opiniones políticas.

[5] Es muy cierto lo que escribe González Faus en su primer texto: la cuestión de la laicidad no es exclusiva de la Iglesia, sino que se trata de un reto que brota de la pluralidad de nuestro mundo (p. 13). A esto se refiere el filósofo norteamericano Richard Bernstein cuado sostiene que el mayor problema al que se enfrenta el mundo no es el de un choque de civilizaciones, sino el de un choque de mentalidades:
La batalla que se libra actualmente no es entre creyentes religiosos con firmes compromisos morales y relativistas seculares que carecen de convicciones. Es una batalla que atraviesa la así llamada división entre lo religioso y lo secular. Es una lucha entre los que se sienten atraídos por los absolutos morales rígidos; los que creen que la sutileza y los matices encubren la falta de decisión; los que adornan sus prejuicios ideológicos con el lenguaje de la piedad religiosa; y los que enfocan la vida con una mentalidad más abierta, que se abstienen de buscar la certeza absoluta. Esta mentalidad no sólo es compatible con una orientación religiosa: es esencial para mantener viva la tradición religiosa y relevante para nuevas situaciones y contingencias.
No podemos caer en la tentación del fundamentalismo, del cierre sobre uno mismo. El mundo no es nuestro enemigo, sino el lugar privilegiado para la encarnación de Dios. El mundo está ahí para ser salvado, pero no para ser salvado de sí mismo ni contra sí mismo, sino en sí mismo, en toda su complejidad. El largo diálogo de Dios con el mundo debe continuar. Pero para que haya diálogo debe haber espacio para el diálogo. Y no hay espacio para el diálogo si no hay espacio libre, espacio no ocupado, hacia el que avanzar y por el que transitar. Y lo hay. Lo hay a condición de que la Iglesia aprenda a vivir en la tensión de la modernidad y sea capaz de asumir la propuesta que al respecto hacía Karl Rahner:
La Iglesia debe dejar de dar esas recetas baratas de pequeños clérigos que viven al margen de la auténtica vida de la sociedad y la cultura moderna, y remitir esas decisiones a la conciencia individual. No significa la retirada del cristianismo y de la Iglesia del terreno de la moral, sino un cambio de finalidad muy importante en la predicación cristiana; su deber es formar la conciencia y no primariamente con un adoctrinamiento casuístico, sino suscitando la conciencia y educándola para una decisión autónoma y responsable en las situaciones concretas, complejas y no racionalizables por completo, de la vida humana.
Porque lo cierto es que si, en el ecosistema cultural de esta concreta modernidad (bautizada como posmodernidad, modernidad reflexiva, segunda modernidad o modernidad líquida) no hay portador privilegiado por definición y a priori, las ideas, los valores y los proyectos que pueden humanizarnos y/o hasta salvarnos deberán construirse desde la deliberación. Y por tanto, desde la invitación permanente a todos, especialmente a los más distantes, a sentarse a la mesa.
“La Iglesia nunca conseguirá aceptar la laicidad si no deja de concebirse como una sociedad perfecta para pasar a ser una iglesia comunión”, advierte José Ignacio. Por su parte, Javier señala que “al día de hoy el encuentro de la Iglesia con la sociedad está repleto de rutas que no se navegaron, de oportunidades que no se aprovecharon, de caminos que no se recorrieron y de sendas olvidadas” (pp. 91-92).
A este viaje si me apunto. Ya me abrocho el cinturón...


domingo, 13 de diciembre de 2009

APRENDER A SER LAICOS



Rafael Díaz-Salazar, en El País
España necesita una cultura de la laicidad para mejorar la convivencia nacional. Nuestra división ideológica, cultural y moral constituye un reto para aprender a resolver ciertos problemas de forma civilizada. Los antagonismos existentes pueden afrontarse de dos maneras: mediante el enfrentamiento cultural con implicaciones políticas que refuerza el cainismo de las dos Españas o a través de la deliberación ética y el diálogo razonable que hagan posible establecer la amistad cívica entre ciudadanos con identidades diversas.

Hoy conviene retomar el discurso de Azaña en el Ayuntamiento de Barcelona en julio de 1938. En él recomendaba para el futuro paz, piedad y perdón por "si alguna vez sienten los españoles que les hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción". Nuestro país necesita darle cuerpo a una cultura de la paz, la piedad y el perdón para cerrar de una vez por todas la crispación como medio de afrontar nuestras discrepancias.

La cultura de la laicidad crea las virtudes de tolerancia activa, libertad de conciencia y diálogo intercultural e interreligioso, y, por eso, debe extenderse con mayor fuerza entre nosotros. Pero el aprendizaje de la laicidad no es fácil en un país que lleva siglos enfeudado en dogmatismos e intolerancias de diverso signo. Tenemos que aprender a ser laicos, lo cual requiere la predisposición previa a ponerse en el lugar del otro. En este sentido, Habermas ha afirmado que "el reconocimiento recíproco significa que los ciudadanos religiosos y laicos están dispuestos a escucharse mutuamente y a aprender unos de otros en debates públicos". En esta misma línea, Norberto Bobbio nos ha dado un gran testimonio de civismo: "He aprendido a respetar las ideas ajenas, a detenerme ante el secreto de cualquier conciencia, a intentar comprender antes de discutir, a discutir antes de condenar".

Los antagonismos culturales e ideológicos tienen entre nosotros varios orígenes, pero quienes más han activado en los últimos años el enfrentamiento cultural y ético con claras repercusiones políticas han sido la Conferencia Episcopal y el sector católico que sigue sus recomendaciones. Sin embargo, no ha logrado impedir que millones de católicos sepan distinguir entre el seguimiento de Jesús de Nazaret y la obediencia a los obispos en cuestiones discutidas que no pertenecen al núcleo de la fe cristiana.

Para intentar superar el enfrentamiento existente me parece que es útil seguir las recomendaciones de Habermas para ver qué aprendizaje podemos realizar para articular una cultura nacional de la laicidad. La tolerancia activa es la piedra angular, pues se basa en el reconocimiento del límite de cada identidad y en la apertura a los valores positivos de otras identidades.

Los ciudadanos religiosos deben respetar la autonomía del Parlamento y desechar cualquier intento de eclesiastizar la política y el ordenamiento jurídico. Tienen que aprender a distinguir entre ley y moral, pues las leyes tienen una finalidad específica que las diferencia de los imperativos éticos. Sería conveniente que reconocieran el valor de la moral autónoma. La libertad religiosa no puede impedir el desarrollo de la libertad de conciencia de quienes no son religiosos.

En una sociedad que busca espiritualidad y se plantea temas de fondo sobre la vida y la muerte, resulta paradójico contemplar cierta incapacidad eclesial para desempeñar roles espirituales y responder a preguntas metafísicas, mientras algunos obispos se convierten en guardianes de la recta política, la correcta legislación y la verdadera moral.

Los ciudadanos no religiosos también tienen que aprender a ser laicos. La proclamación de la identidad laica no vacuna contra la intolerancia. El fundamentalismo laicista es tan rechazable como el integrismo religioso. Por esto, Regis Debray afirma que hemos de pasar de una laicidad de ignorancia o desprecio del hecho religioso a una laicidad de comprensión y reconocimiento de las aportaciones de las religiones a las culturas. Desde esta posición, se entiende su defensa de una enseñanza laica de la religión en las escuelas públicas y su afirmación de que la libertad religiosa es más que libertad de cultos.

Hay que superar la concepción de la religión como un asunto privado que no ha de tener ningún papel en los debates sociopolíticos y culturales en las democracias. La religión es una cuestión pública y las confesiones religiosas tienen todo el derecho a participar en estos debates. No debe despreciarse la demanda de sectores cristianos de incrementar la precaución moral a la hora de legislar sobre algunos problemas sociales. Ese mundo es plural y es de justicia reconocer el rol positivo de bastantes comunidades cristianas. Desde la lógica de la laicidad, cabe apelar a una apertura a aportaciones éticas de las religiones, como hizo Aranguren, y una mayor atención a la racionalidad de las convicciones religiosas, como hace Habermas.

El diálogo entre las diversas culturas cívicas es escaso y este hecho tiene un reflejo en el clima incivil en el que se desarrollan las relaciones políticas. Para revertir esta situación necesitamos aprender la gramática de la laicidad.

Rafael Díaz-Salazar es profesor de Sociología en la Universidad Complutense y autor de España laica.

sábado, 12 de diciembre de 2009

RAZONES DE BUENA FE


A propósito de la modificación de la regulación jurídica del aborto

Pablo Simón Lorda. Médico de familia. Magister de Bioética. Director del Área de “Ciudadanía y Ética” en la Escuela Andaluza de Salud Pública. Miembro del Comité de Bioética de España
Introducción
Trataré de ser claro y directo. Como dice el Comité de Bioética de España en su Documento de opinión sobre el proyecto de ley orgánica de reforma del aborto, tener que abordar este tema “nunca es una buena noticia”, más bien el aborto “es una realidad lamentable que debería tenerse en cuenta y modificarse en lo posible” [1]. Por tanto siempre constituye un reto moral ante el que no resulta nada sencillo posicionarse de forma prudente. Sí es más fácil hacerlo si uno eleva a la categoría de valor moral absoluto alguno de los valores en juego, bien sea el del valor de la vida del embrión o feto o el de la libertad de la gestante. Ambas posiciones reduccionistas, que buscan falsas seguridades en un tuciorismo moral simplificado son, en mi opinión, signo de incapacidad de argumentación y de imprudencia moral, algo en lo que un católico de buena fe no debería incurrir.
Empezaré diciendo que el aborto no es, en mi opinión, ni un bien ni un derecho. Es, más bien, un mal que estamos obligados a tratar de superar por todos los medios posibles, como ciudadanos responsables y como católicos comprometidos. El horizonte del Reino no es otro más que el de un mundo donde esta realidad no sea ni necesaria ni posible.
Pero lo cierto es que mientras no alumbramos ese mundo nuevo, la realidad del aborto sigue aquí, entre nosotros. No podemos cerrar los ojos a ella. El problema es, por tanto, saber cuáles son los medios más adecuados para tratar de limitarla en lo posible. Desde luego, la mera condena moral y la represión jurídica no parecen soluciones adecuadas.
Ya conocemos los efectos devastadores de esa actitud: aumento de la sensación de culpa y del sufrimiento, discriminación, explotación y muerte de las mujeres por su práctica clandestina, especialmente de las más pobres, sin capacidad, al mismo tiempo, de eliminar su práctica. Por tanto parece necesario regularla. A mi modo de ver, negarse a aceptar esto es un acto de irresponsabilidad moral y de impiedad.
Es cierto que la doctrina de la Iglesia católica ha sido contraria al aborto desde los mismos comienzos del cristianismo. Esto es un punto a su favor: el compromiso histórico con la defensa general de la vida de los seres humanos. Pero al mismo tiempo hay que decir que la vida humana no es nunca, tampoco para la Teología moral católica, un valor absoluto, un valor que debamos priorizar siempre sin excepciones. No lo es ni respecto a la propia vida ni respecto a la vida de los otros. En el caso de uno mismo desde siempre se ha aceptado que, en determinadas situaciones, podamos priorizar otros valores por encima del de la vida.
Por ejemplo el valor de la fe, de la creencia religiosa. Los mártires que celebra la Iglesia Católica son personas que, confrontados a la difícil decisión de escoger entre su vida o su fe, escogieron esta última. Si el valor de la vida humana fuera un absoluto, su conducta debería ser tachada de inmoral y pecaminosa, no de ejemplar. Lo mismo sucede en el caso de la vida de los otros. Todas las doctrinas morales, también la católica, reconocen que puede haber situaciones excepcionales en que aceptemos, como mal menor inevitable, la muerte de otras personas para evitar males mayores, sean presuntos “culpables” (legítima defensa, tiranicidio) o incluso “inocentes” (elección de las víctimas de una catástrofe que será salvadas cuando no se puede salvar a todas). No veo por tanto el motivo por el que el aborto no pueda ser considerado hoy en día de la misma forma: una tragedia moral que debe ser afrontada, como excepción, desde la compasión y la misericordia, no desde la condena, la culpabilización y el rechazo. Por tanto, cambiar el criterio que se ha defendido durante siglos cuando no da respuestas adecuadas a la realidad actual no es un signo de debilidad, sino de sabiduría, de prudencia y humanidad.
Es más, creo que la discusión actual ya no puede ser “aborto sí / aborto no”. Este es un planteamiento superado. La sociedad española ya pasó esta página en 1985 de una forma clara: ninguno de los gobiernos nacidos de la voluntad ciudadana después de esa fecha planteó lo contrario, incluyendo por supuesto los gobiernos conservadores del Partido Popular (PP). Por eso cabe concluir que se trata de algo incorporado ya al acervo de una ética civil de mínimos de la sociedad española. Este es un horizonte que los católicos deben respetar, aunque puedan y deban tratar de hacerlo avanzar críticamente hacia los máximos a los que aspira la dinámica del Reino. Pero siempre desde una actitud de tolerancia y respeto hacia los demás que no comparten esos ideales, que son muchas personas, como corresponde al hecho incontestable del pluralismo creciente que caracteriza nuestra sociedad.
Parecía que la Jerarquía eclesiástica española había aceptado finalmente esta realidad, dado que en ningún momento reclamó públicamente al Gobierno del PP la derogación de la regulación del aborto durante los 8 años en que tuvo el poder. No vimos ninguna campaña del lince ni ninguna manifestación multitudinaria en esos años; tampoco las vimos, por cierto, en contra de la guerra de Irak o de la precariedad laboral.
Por eso, uno no deja de tener la sensación de que la agresiva campaña actual de la Jerarquía en contra de la reforma legislativa tiene más motivaciones políticas que morales. Esto, desde luego, en mi opinión, genera una pérdida total de credibilidad en nuestros obispos, de su autoridad moral y resulta algo escandaloso para cualquier católico de buena fe. La insistencia en la “excomunión” del que apoye o participe en este proceso legislativo es algo extemporáneo y un claro intento de extorsión de la recta conciencia del católico. Demuestra una debilidad argumentativa llamativa: cuando no se puede convencer, sencillamente se sacan del baúl de los recuerdos unas amenazas que ya creíamos superadas [2].
La discusión actual debe ser, por tanto, si la reforma legislativa mejora la protección de los valores en juego en el problema del aborto respecto a la legislación que tenemos ahora. Mi respuesta es que, aun cuando el Proyecto final debería incluir algunas mejoras, sí lo hace. Por eso creo que un católico puede apoyarlo. Veamos cuáles son algunos de los argumentos que avalan esta posición.
  • 1. La combinación de un sistema de plazo y uno de indicaciones

  • En mi opinión el sistema de plazo que acepta que la mujer pondere y decida de manera informada y libre si desea o no continuar su embarazo en las primeras 14 semanas de edad gestacional [3], combinado con el mantenimiento de un sistema de indicaciones a partir de esa fecha, constituye un avance por dos motivos.
    1.1. La legislación vigente considera que el embrión y feto no son “personas”, sujetos con derechos, sino “bienes jurídicos a proteger”. Así lo aclara la famosa Sentencia del Tribunal Constitucional STC 53/1985. Además, la legislación no establece ningún tipo de diferencia entre los diferentes momentos o fases del desarrollo embrionario y fetal, considera que hay progresión, pero continua, sin fases explícitamente diferenciadas. Es, por tanto, la ponderación de los bienes y valores en juego la que determina lo que puede hacerse o no en cada caso y en cada momento, con las limitaciones temporales que impone la ley.
    El efecto práctico de este planteamiento ha sido que, con mucha frecuencia en estos años, en el proceso de ponderación, el valor de la libertad de la mujer y, sobre todo, el de su salud psíquica, ha adquirido casi siempre preeminencia sobre el bien jurídico del embrión y feto, casi en cualquier momento del desarrollo de la vida en gestación. La consecuencia de esto es bien conocida: la conversión del teórico sistema de indicaciones en una práctica real de aborto libre casi sin limitaciones, con la consiguiente sensación de que el embrión y el feto tienen una desprotección notable.
    La reforma actual supone un cambio radical de esta perspectiva. El proyecto de Ley introduce dos momentos temporales en la vida fetal como hitos que marcan saltos cualitativos respecto a las intervenciones que pueden o no hacerse durante la gestación [4]. Estos son la semana 14 de edad gestacional (12 semanas de desarrollo embrionario), y la semana 22 de edad gestacional (20 semana de desarrollo fetal).
    Ambas fechas ya aparecían en la legislación anterior, pero no con la trascendencia que adquieren ahora. Ahora lo que producen es que la consideración del valor de la vida embrionaria y fetal adquiera importancia progresiva clara en tres etapas, de menor a mayor. En la primera etapa, que va desde el momento de la fecundación hasta la semana 12 de vida embrionaria (14 de edad gestacional), se acepta que el valor de la vida del embrión y feto puede ceder ante el valor de la libertad de la mujer (Art. 14 del Proyecto de Ley). En la segunda etapa, entre la semana 12 y la 20 de vida fetal, el valor reconocido al feto experimenta un gran salto cualitativo que lo coloca en un nivel muy superior al de la etapa anterior. Por eso sólo se acepta inclinar la balanza hacia los valores de la gestante en detrimento de los del feto en situaciones excepcionales, las indicaciones médicas (Arts 15.a y 15.b). En la tercera etapa, desde la semana 20 de desarrollo fetal hasta el parto la interrupción de la vida fetal sólo podría realizarse en situaciones todavía más extremas y estrictamente justificadas y vigiladas (Art.15.c). En resumen, este proyecto supone, sobre el papel, una clara mejora respecto a la legislación actualmente vigente en relación con la protección de la vida del feto y eso, un católico de buena fe no puede sino celebrarlo. Lo que sí tiente que hacer todo católico de buena fe son dos cosas. Una, exigir que, tanto en el texto de la Ley como en la práctica, se utilice siempre la “edad gestacional” como medida.
    Otra, reivindicar que los sistemas de control y las indicaciones se apliquen de forma estricta y rigurosa.
    1.2. En la legislación vigente las decisiones de la mujer siempre están condicionadas por la valoración que otras personas -médicos, psiquiatras, trabajadores sociales, etcétera- hagan de su situación y de su voluntad. Esto significa que el ejercicio de su libertad personal siempre está limitado.
    Ello se debe, como en el punto anterior, a que la legislación no considera que en el bien jurídico del embrión y feto pueda establecerse etapas claras en el proceso de desarrollo que permitan establecer explícitamente saltos en el valor de ese bien. Esto hace que en el proceso de ponderación de los valores en juego siempre se considere necesario que existan árbitros, intermediarios entre la mujer gestante y el producto de su gestación.
    El proyecto de Ley en debate salva esta situación al aceptar que en las primeras 14 semanas de edad gestacional la priorización de los valores en conflicto, el del bien jurídico del embrión y feto y el de la libertad de decisión informada de la mujer, se resuelve dando preeminencia a este último sin necesidad de vigilancia o control por parte de otras personas. De esa manera un valor constitucional tan importante como la libertad personal encuentra un acomodo más ponderado y permite avanzar hacia una sociedad más libre y justa, algo que un católico de buena fe no puede sino apoyar. Y al mismo tiempo, el sistema de indicaciones a partir de la semana 14 de gestación adquiere un perfil más exigente que en la legislación actualmente vigente, puesto que se considera que la ponderación de valores a partir de ese momento ya no se decanta claramente y sin matices a favor de la libertad de la mujer, sino que sólo lo hace en los supuestos explicitados en el Proyecto de Ley.
    Por último cabe señalar como valor añadido el detallado desarrollo de la información que se debe proporcionar a la mujer que se plantee someterse a una interrupción voluntaria del embarazo, que se expone en el artículo 17 del Proyecto. La preocupación porque la decisión de la mujer sea plenamente informada y libre es manifiesta, algo que no puede sino valorarse como positivamente.
  • 2. La atenuación de la culpabilidad de la mujer que aborta.

  • Un segundo elemento acertado del Proyecto de ley es que reduce la carga penal de las mujeres que aborten sin ajustarse a los requisitos de legalidad que establece el propio Proyecto. En concreto, el Proyecto implica una reforma del artículo 145 del Código Penal vigente. Según esta reforma, para aquellas mujeres que aborten fuera de los supuestos contemplados en la ley se elimina la pena de prisión y se mantiene sólo la de multa. Se sigue, por tanto, contemplando como un delito tipificado penalmente, aunque con una sanción menor. Para aquellos casos en que se produzca el aborto en los supuestos contemplados en la ley, pero cometiendo irregularidades en su aplicación, se crea el artículo 145bis. En estos casos la mujer que aborte no será penada.
    La inmensa mayoría de las mujeres que abortan no lo hacen por capricho, divertimento o irresponsabilidad. Habrá algunos casos en que así sea, pero desde luego no en la mayoría. Lo hacen más bien movidas por una situación personal compleja derivada de elementos emocionales, sociales, culturales o económicos, que les genera sentimientos de culpa y gran sufrimiento. La “sobreculpabilización” criminal de la mujer cuando, por los motivos que sea, ha accedido a realizar un aborto al margen de las condiciones que marca la ley, no hace sino aumentar ese caudal de sufrimiento. Una óptica compasiva, bien conocida por los católicos de buena fe, no puede sino estar de acuerdo con dicho planteamiento atenuador.
    La pregunta que deberíamos hacernos es qué puede llevar a una mujer embarazada a tener tal tipo de comportamientos y cómo evitarlos.
  • 3. La normalizaciónde la autonomía de la gestante menor de edad para decidir

  • Sobre este punto se han escrito ríos de tinta y se han escuchado declaraciones asombrosas que muestran un enorme desconocimiento de lo que hace el Proyecto de ley respecto a esta cuestión. El Proyecto de Ley se limita a modificar el apartado 4 del artículo 9 de la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica. Este apartado tiene actualmente la siguiente redacción:
      «4. La interrupción voluntaria del embarazo, la práctica de ensayos clínicos y de técnicas de reproducción humana asistida se rigen por lo establecido con carácter general sobre la mayoría de edad y por las disposiciones especiales de aplicación».
    La modificación propuesta consiste simplemente en eliminar la referencia a “la interrupción voluntaria del embarazo”. Ya en su día la inclusión de esta referencia fue muy criticada porque introducía una cortapisa en el acceso a la interrupción voluntaria del embarazo que ni el mismísimo Código penal contemplaba. Se trata por tanto de revertir esa situación.
    Toda la polémica que se abre a continuación acerca de si es aceptable o no que las menores mayores de 16 años puedan abortar sin conocimiento o permiso de sus padres revela, en mi modesta opinión, un desconocimiento importante de lo que dice nuestro Ordenamiento. Veámoslo brevemente.
    En el momento en que entre en vigor este Proyecto de ley lo que sucederá es que tendremos que aplicar a las decisiones de las menores lo que dice el artículo 9, apartado 3, letra c de la Ley 41/2002. Este apartado establece que:
      “[Se otorgará el consentimiento por representación] cuando el paciente menor de edad no sea capaz intelectual ni emocionalmente de comprender el alcance de la intervención. En este caso, el consentimiento lo dará el representante legal del menor después de haber escuchado su opinión si tiene doce años cumplidos. Cuando se trate de menores no incapaces ni incapacitados, pero emancipados o con dieciséis años cumplidos, no cabe prestar el consentimiento por representación. Sin embargo, en caso de actuación de grave riesgo, según el criterio del facultativo, los padres serán informados y su opinión será tenida en cuenta para la toma de la decisión correspondiente”.
    Lo más importante es la última frase. Lo difícil es ponderar cuándo estamos ante una situación “de grave riesgo”. ¿Todas los abortos lo son?, ¿sólo los complicados?, etc. Pero en cualquier caso esa idea que ha circulado de que “El gobierno pretende autorizar a las mayores de 16 años a abortar sin que lo conozcan los padres” es una falsificación monumental. El problema estriba, a mi modo de ver, en que muchas personas relevantes y, desde luego, muchos ciudadanos, no se habían enterado hasta hoy de que los menores de más de 16 años de este país pueden tomar por sí mismos la mayor parte de las decisiones sobre su salud, sin que los profesionales estemos obligados ni a informar a sus padres ni a recabar su consentimiento, salvo, claro está, que etiquemos la actuación como de “grave riesgo” [5]. Por tanto, el debate que tendríamos que hacer no es sólo el del aborto, sino el de hasta qué punto vamos a aceptar que los y las mayores de 16 años tomen sus propias decisiones sanitarias de forma autónoma, sea la de un aborto, la de tomar anticonceptivos o la de rechazar un tratamiento vital. Y por supuesto, aclarar el papel de los padres, sus derechos y obligaciones, en este proceso. Pero centrar la polémica en torno al aborto es errar el tiro, crear ruido y, en el fondo, manipular a la opinión pública.
  • 4. Las garantías de la prestación sanitaria de aborto

  • Otro elemento muy notable que introduce este Proyecto de Ley son las garantías respecto a la prestación del aborto. “Garantías” quiere decir compromisos firmes que adquiere la Administración pública, el Estado, para proteger los derechos regulados. En este caso las Garantías se despliegan en torno a dos temas fundamentales: la accesibilidad a la prestación sanitaria en condiciones de equidad y la protección de la intimidad de la mujer y de la confidencialidad de sus datos. Ambos temas son cruciales para un Estado de Derecho. Desde una óptica específicamente cristiana es muy significativo el primer tema. Es bien conocido que la práctica generalizada de la objeción de conciencia o, mejor dicho, en muchos casos, de la pseudo objeción de conciencia, por parte de muchos profesionales o servicios de obstetricia del sistema sanitario público de este país, ha producido la necesidad de derivar la realización de esta prestación a clínicas privadas. Un efecto inmediato es la dificultad real de acceso que puede producirse para las gestantes por motivos geográficos, culturales o incluso económicos. Y eso genera inequidad en el acceso, una forma de injusticia contra la que un católico de buena fe debería luchar. El hecho de que el Estado asuma explícitamente compromisos para luchar contra esta situación no puede ser sino bienvenido.
  • 5. El otro aspecto del Proyecto de Ley: la salud sexual y reproductiva

  • El Proyecto de Ley no regula solo la interrupción voluntaria del embarazo. Incluye un Título completo dedicado a regular la salud sexual y reproductiva de las mujeres y a establecer objetivos de las políticas públicas en estas materias, medidas en el ámbito sanitario y medidas en el ámbito educativo. Es un recurso argumentativo reiterado decir que la principal medida para evitar el embarazo no deseado, especialmente entre adolescentes, es fomentar la educación sexual en los colegios. Bueno, pues este Proyecto de Ley fomenta esto claramente, algo que sin duda algunos sectores católicos y de la jerarquía no verán con buenos ojos. Sobre todo porque el Proyecto establece los contenidos básicos que debe tener dicha formación, que pretende adoptar “un enfoque integral que contribuya a: a) La promoción de la igualdad entre hombres y mujeres con especial atención a la prevención de la violencia de género, agresiones y abusos sexuales; b) El reconocimiento y aceptación de la diversidad sexual; c) El desarrollo armónico de la sexualidad acorde con la personalidad de los jóvenes; d) La prevención de enfermedades e infecciones de transmisión sexual y especialmente la prevención del VIH; e) La prevención de embarazos no planificados”.
    Un católico de buena fe, desde una ética civil de la responsabilidad, no puede sino sentirse identificado, a mi modo de ver, con este planteamiento.
  • 6. La no regulación de la objeción de conciencia

  • A diferencia de lo que otras personas opinan considero que la regulación de la objeción de conciencia es un tema tan importante que merece una regulación expresa y detallada. Además la objeción de conciencia en el mundo sanitario abarca más problemas éticos que el de la interrupción voluntaria del embarazo. Por eso parece razonable que su regulación se realice en una ley aparte, específica y de carácter estatal. El que este Proyecto de ley no la regule no significa obviamente que la prohíba, significa simplemente que no se pronuncia sobre ella, por lo que su ejercicio se mantiene en el mismo estado de indefinición jurídica que hasta ahora. Lo que sí cabe exigir al Gobierno es que la regule cuanto antes. Esto es, en mi opinión, lo que debe exigir todo católico de buena fe, todo buen ciudadano.
  • Conclusión

  • Tal y como comentaba al inicio de este texto, el aborto constituye un problema moral ante el que es difícil plantear actitudes prudentes que eviten el emotivismo irracional. Tanto las actitudes de condena como la banalización son inaceptables, irresponsables y demagógicas. En mi opinión, el Proyecto de Ley contiene elementos suficientes como para entenderlo como una mejora con respecto a la legislación actual. Mejora la protección del feto, la libertad de la mujer, la equidad, el trato compasivo y la educación en la libertad, el respeto y la responsabilidad. Todos ellos son valores que un católico de buena fe no puede sino suscribir.
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      NOTAS
    [1] Comité de Bioética de España. Opinión del Comité de Bioética de España a propósito del Proyecto de Ley orgánica de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo. 7 de octubre de 2009. Disponible en www.comitedebioetica.es. Visitada el 19 de noviembre de 2009.
    [2] Si algún otro obispo piensa también, como yo, en lo inadecuado de estas amenazas, debería decirlo públicamente y no sólo lamentarse en privado, porque de lo contrario será acreedor de la tibieza de los de Laodicea (Ap 3, 14-16)
    [3] La “edad gestacional” constituye una forma estandarizada de medir la progresión del embarazo internacionalmente aceptada por los obstetras. Cuenta la duración del embarazo desde el día de la última menstruación. Dado que la ovulación, único momento a partir del cual puede producirse un embarazo, se produce en mitad de un ciclo, esto es, unas dos semanas después de la última menstruación, la edad gestacional siempre añade 14 días a la edad embrionaria. Es decir, en el día 0 de edad embrionaria, en el día de la fecundación, el embrión ya tiene 2 semanas de edad gestacional.
    [4] Obviaré aquí toda la discusión en torno al estatuto biológico, antropológico y ético del embrión y, en concreto respecto a si puede atribuirse o no al embrión el estatuto de persona desde el mismo momento de la fecundación. Considero este último argumento superado en el plano científico, antropológico, ético y jurídico. Además no es un dogma de fe perteneciente a la esencia de la Verdad revelada. Por eso un católico puede discutirlo y discrepar de él a la luz de su conciencia. Es más, la propia Teología ha ido cambiando sus argumentos al respecto a lo largo de la historia y es posible y deseable que lo haga en un futuro cercano. Considero que sólo el feto de más de 12 semanas de vida tiene las condiciones biológicas suficientes para poder ser etiquetado como persona. Esto no quiere decir que el embrión de menos de esa edad carezca de valor, o sea un “objeto” o una mera “cosa” que no merece protección alguna. Afirmaciones como éstas, un ejemplo de las cuales fueron las declaraciones de la Ministra Bibiana Aído, revelan una ignorancia y una frivolidad que, en el caso de la Ministra, son impropias de un cargo público. Pero sí acepto que su valor es de rango inferior al atribuible a una persona. En cualquier caso, para conocer mi propia posición sobre esta materia recomiendo la lectura del reciente documento del Instituto Borja de Bioética, titulado “Consideraciones sobre el embrión humano”, que suscribo íntegramente. (Bioética & Debat 2009; 15(57):1-12. Disponible en:http://campus.ibbioetica.org/mod/resource/view.php?id=9737)
    [5] Por cierto, la Ley 41/2002 está vigente en España desde el año 2003, cuando gobernaba el Partido Popular, y fue votada a favor por todos los grupos parlamentarios salvo por el de Convergencia i Unió, que entendía que invadía competencias autonómicas.
    IGLESIA VIVA. Nº 240, octub.-dicie. 2009, pp. 119-126
    © Asociación Iglesia Viva. ISSN. 0210-1114