lunes, 29 de marzo de 2010

LA IGLESIA DEBE REVISAR SUS PROPIAS ESTRUCTURAS

Movimiento Internacional Somos Iglesia

24 de marzo de 2010
Comunicado de prensa del Movimiento Internacional Somos Iglesia (IMWAC) sobre algunos aspectos de la carta pastoral del Papa Benedicto XVI a la Iglesia Católica de Irlanda

El contenido de la carta
“En lugar de buscar causas externas de los abusos de este problema tan grave, la Iglesia de hacer urgentemente una revisión profunda de sus propias estructuras, sin prejuicios o miedos. Su credibilidad está muy en cuestión en estos momentos” ha dicho Raquel Mallavibarrena, Coordinadora del Movimiento Internacional Somos Iglesia como una primera reacción a la carta del Papa a la Iglesia Católica de Irlanda, firemada por Benedicto XVI el 19 de marzo de 2010 y publicada el día 20.

Es lamentable que el Papa no quiera relacionar las estructuras eclesiásticas con el “inquietante asunto del abuso sexual de niños” , y en lugar de ello traslada la culpa a tendencias sociales tales como “ el cambio social tan rápido” y “ la manera de pensar y de enjuiciar de las realidades seculares”. Citar “una falsa lectura” del Concilio Vaticano II y su “programa de renovación” como una de las causas es indignante.

El Papa acusa a la sociedad de esperar demasiado de los miembros del clero en cuanto a la ética, sin embargo evoca “el misterio del sacerdocio” como una llamada superior, y así establece efectivamente que los sacerdotes deben ser considerados como una clase especial de seres humanos.

Este documento papal dirigido a los obispos irlandeses no satisfará a los fieles y a los muchos miles de víctimas que exigen dimisiones y reformas estructurales. No basta recomendar como “iniciativa concreta” los tradicionales ejercicios espirituales, pero no reformas estructurales.

Las duras palabras del Papa a los católicos de Irlanda no pueden esconder que el Vaticano es también responsable. La carta “De delictis gravioribus” firmada el 18 de mayo de 2001 por el Cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe (CDF), y por Tarsicio Bertone, secretario de dicha congregación, tiene especial importancia en este tema pues no invita a los obispos a informar de los delitos a las autoridades civiles. De hecho, impone un “secreto pontificio” (“secretum pontificium”) sobre estas cuestiones.

Por lo tanto obispos y nuncios estaban sólo siguiendo las instrucciones vaticanas, aunque esto no les excusa de no ejercer la atención pastoral debida a los fieles. El hecho de que tantos de ellos atendieron a las peticiones del Vaticano, sin embargo, hace al Vaticano cómplice y responsable de encubrimiento de los abusos sexuales. A la vista de esta situación el Papa debería pedir perdón desde la Iglesia y posibilitar un nuevo comienzo.

¿Cómo pedir perdón?

Dado que hay miles de casos, sobre todo en Irlanda y en Estados Unidos, hay que preguntarse si el número de 3.000 denuncias en 50 años, según ha hecho público un representante de la CDF el 13 de marzo de 2010, es plausible. La CDF da una impresión falsa cuando se refiere a “sólo” 300 casos de pedofilia “en un sentido esctricto “ (definida cuando la víctima no supera los 14 años). Los otros casos son denuncias por “atracción sexual hacia adolescentes del mismo sexo”. Esto debe ser condenado tan gravemente como la pedofilia esctricta.

La política se “tolerancia cero” pedida por el Papa que aparecía en escritos anteriores y aplicable a Estados Unidos no se menciona explícitamente en la carta. Los obispos de la Iglesia Católica Romana están obligados moralmente a seguirla.

El movimiento católico de reforma considera que es esencial una revisión de la enseñanza católica de la sexualidad. Ella debe incluir la cuestión de la obligatoriedad del celibato en la Iglesia Latina, lo cual ha sido ya sugerido incluso por obispos y cardenales. Aun cuando no hay relación directa causa efecto entre el celibato obligatorio y la violencia sexual, la ley que obliga al celibato es una expresión visible de la hostilidad de una iglesia masculina contra la sexualidad y las mujeres.

La carencia de estructuras colegiadas y democráticas como medio de que los laicos participen en la estructura eclesial es también un problema que debe considerarse. Sólo cuando los problemas estructurales se reconozcan y atiendan podrá la Iglesia ser creíble y conseguir perdón y reconciliación.

En esta Cuaresma, la Iglesia institución está llamada al arrepentimiento y a la reforma, de modo que el Reino de Dios anunciado por Jesús de Nazaret, pueda ser más visible en las estructuras de la Iglesia Católica Romana.



miércoles, 24 de marzo de 2010

LA 'ÚLTIMA CENA' DE MONS.ROMERO, UN MÁRTIR INCÓMODO

En el treinta aniversario de su martirio 

BRAULIO HERNÁNDEZ MARTÍNEZ, brauhm@gmail.com

“¡Y dígales a los padres de la UCA que lo que monseñor dijo ayer en la homilía es un delito!”, advirtió, amenazante, el oficial militar a la persona que había ido por la mañana a recoger el parte sobre los incidentes de la toma de la UCA por la policía nacional. Era lunes, 24 de marzo de 1980. Monseñor Romero amaneció con su sotana blanca. Cuando se vestía de blanco, las hermanas del hospitalito, donde vivía, sabían que él iba a salir hacia el mar. “A saber a dónde va…”, “A saber qué tiene por ahí…”, le decían las hermanas, tomándole el pelo. “Llévenos, monseñor…”, le suplicó otra, en son de broma. “A donde yo voy, ustedes no pueden ir…”, respondió, mientras tomaba un bocado.

Ese lunes, 24 de marzo, monseñor dijo su misa matutina. Después de desayunar se dio una vuelta por el arzobispado. Y, con un grupo de sacerdotes, partió hacia el mar. Llevaban, para reflexionar, un documento papal, sobre el sacerdocio. Comieron, haciéndose bromas, a la sombra de los cocoteros. Regresaron antes de las tres de la tarde. Monseñor tenía una misa en el hospitalito a las seis. Se duchó, atendió a una visita y después fue a visitar a su médico para que le mirara los oídos. A las cuatro y treinta, se dirigió a Santa Tecla, a la casa de los jesuitas, para ver a su confesor: “Vengo, padre, porque quiero estar limpio delante de Dios”. A las seis y veintiséis (“él cenaba habitualmente a las seis y media”), monseñor Romero caía, asesinado, en el altar, en el ofertorio de la misa. Como santo Thomas Beckett. “Monseñor Romero: un mártir del siglo XX. Asesinado por predicar el evangelio” recogía, en la portada, el ABC de Sevilla (27/03/1980).

Sin embargo, cuenta el periodista Juan Arias, en el primer viaje de Juan Pablo II a América latina, el Papa Wojtyla se irritó con él porque le mencionó el martirio de monseñor Romero. “Eso aún había que probarlo”, le cortó el pontífice. En el mundo Romano, monseñor Romero no tenía muchos forofos. Entre sus amigos, estaban el padre Arrupe, General de los jesuitas, y el cardenal argentino Eduardo Pironio (amigo, y confidente, del malogrado Juan Pablo I). Juan Pablo II condenó el asesinato de monseñor Óscar Arnulfo Romero como “un crimen execrable”. Pero se refirió al arzobispo salvadoreño como ‘celoso pastor’, nunca lo elogiaba como mártir, escribe el sacerdote Jesús López Sáez en “El día de la cuenta” (comayala.es).

Un mes antes de morir asesinado, monseñor Romero había denunciado, el 24 de febrero, una nueva amenaza de muerte. “Desde 1979, cuando se dirigía en su ‘jeep’ a los cantones, empezaron a cachear su automóvil -y también a él, con los brazos en alto, como si fuera un subversivo- por las fuerzas de seguridad”. Hasta que “acallaron su voz para no tener que oír la llamada a la conversión”, escribe el P. Jesús Delgado: “Óscar A. Romero. Biografía”, UCA Editores.

Treinta años después, “San Romero de América” no tiene sitio en el Santoral oficial. Pero su nombre figura inscrito en el Martirologio latinoamericano, el “rincón de la Memoria de los Mártires de América”, se lee en el “calendario litúrgico” de Koinonía. Son cientos, entre sacerdotes, religiosas, religiosos, diáconos, seminaristas, catequistas, campesinos,… víctimas de las dictaduras latinoamericanas (de derechas). Entre ellos Ignacio Ellacuría, asesinado en 1989 junto a cinco jesuitas (cuatro españoles) y dos mujeres. Pero “no son el modelo de santos que promueve el Vaticano”. Ellacuría y Jon Sobrino, jesuitas vascos, tuvieron mucho que ver en la conversión de Romero.

Óscar Romero, aunque “siempre samaritano”, era un sacerdote de perfil conservador, defensor de la pastoral sacramentalista, de la piedad personal, y de la pureza del magisterio. Su receta, más piedad y oración, y menos cantos de protesta social, chocaba con la praxis de los sacerdotes más jóvenes, especialmente los jesuitas de la Universidad Centroamericana (UCA). Ellos eran el blanco de los ataques de su pluma; primero en San Miguel. Y después, siendo obispo auxiliar, cuando el arzobispo (como mal menor) lo puso al frente de Orientación, semanario de información religiosa. Su falta de sintonía con la línea pastoral de la archidiócesis (especialmente con el otro obispo auxiliar, A. Rivera Damas, “cien por cien medellinista”), llevó a Romero a dejar de asistir a las reuniones del clero. El arzobispo, Chávez y González, sabedor de que Romero hacía piña con el nuncio, tuvo que consentir aquellas ausencias.

Cuando fue nombrado obispo titular de la diócesis de Santiago de María, monseñor Romero tuvo que hacer frente a un experimento piloto de pastoral popular, “Los Naranjos”, juzgado como peligroso por el Gobierno. Nacido del espíritu de Medellín, era “una experiencia de evangelización, adaptada al campesinado, donde se impartía la palabra de Dios en clave de concienciación política, para un pueblo oprimido, sin voz”. Monseñor Romero, lo canceló, temporalmente, comprometiéndose a estudiarlo. Tras corregir algún exceso en la interpretación del Documento de Medellín, propuso implantarlo en cada parroquia, bajo la supervisión de los párrocos y del obispo. Romero empezaba a abrirse al espíritu de Medellín (origen de la Teología de la Liberación). Años después, en una carta a Juan Pablo II, le escribirá: “Creo en conciencia que Dios pide una fuerza pastoral en contraste con las inclinaciones ‘conservadoras’ que me son tan propias, según mi temperamento”.

En junio de 1975, un mes muy sangriento, un grupo de campesinos que regresaban de una celebración litúrgica, fue ametrallado, premeditadamente, por la Guardia Nacional en el cantón Las tres Calles. El gobierno lo justificó, alegando que portaban armas subversivas. Sus únicas armas eran sus biblias. Monseñor Romero consoló a los familiares de las víctimas; pero no condenó públicamente la masacre, desoyendo el clamor popular. Se limitó a enviar una carta de queja al presidente Molina, su amigo. El funeral derivó en un acto de protesta.

Su tibia reacción en la condena, hizo creer al Gobierno (y a la oligarquía que lo sustentaba) que Romero era un obispo a su medida, que no interfería en sus cruzadas contra la subversiva pastoral medellinista (a la que acusaban de marxista). De forma unánime –cuando llegó la jubilación del arzobispo Chávez– el Gobierno, y las clases influyentes y adineradas, dieron su aprobación al nuncio cuando éste, que había apostado por Romero, les pidió su opinión para nombrarlo como arzobispo de la capital. Lo “natural” hubiera sido nombrar sucesor al otro auxiliar, A. Rivera Damas, con mucha más antigüedad, y que aseguraba la continuación de la línea pastoral de la archidiócesis. El problema del nuncio fue convencer al sector más influyente del clero para que arroparan al nuevo arzobispo (tan crítico con la pastoral archidiocesana cuando estuvo de auxiliar). Para el grueso del clero, la noticia del nombramiento de Romero, el 3 de febrero de 1977, fue una mala noticia.

Sólo 20 días después de tomar posesión, asesinaban, el 12 de marzo de 1977, al jesuita Rutilio Grande, y a dos campesinos colaboradores, que venían de celebrar un matrimonio. El asesinato de su amigo Rutilio (había sido el maestro de ceremonias en su consagración episcopal) provocó en el arzobispo Romero un milagro. Como el ciego de nacimiento, en la piscina de Siloé, monseñor Romero pudo confesar (para escándalo de algunos): “Rutilio me ha abierto los ojos”.

Para reprobar aquel vil asesinato, que afectaba a todos los católicos, los sacerdotes, religiosos y religiosas decidieron, en asamblea, no tomar parte en los actos públicos del Gobierno (hasta que éste no aclarase aquel asesinato) y convocar a una gran misa en la catedral, única para toda la archidiócesis: eximiendo de la misa dominical en las parroquias. “Dejaban, por supuesto, la decisión final en manos de su arzobispo”. Monseñor Romero decidió sumarse: era la oportunidad para sellar la unidad del clero. Pero tenía que informarle al nuncio. Y “recibió de éste una dura reprimenda”. Sus amigos católicos de la alta sociedad también intentaron disuadirlo. Ante su firme decisión, protestaron por verse privados del cumplimiento del precepto dominical. La eucaristía reunió a casi 100.000 salvadoreños, llegados de todos los rincones del país. El nuncio, para no verse comprometido, se ausentó a Guatemala. Monseñor Romero había optado, en conciencia, por estar al lado de sus curas, y del pueblo sin voz, antes que agradar al nuncio y a los poderosos.

Quienes le habían dado su apoyo, sin reservas, el 3 de febrero de 1977, ahora se sentían defraudados. “Nos hemos equivocado”, lamentaban. El 10 de mayo de 1977 -en la misa funeral por un ministro del gobierno asesinado-, en la misma catedral empezaron a escucharse “cuchicheos de muerte”, más sonoros entre las damas católicas: “Ay, que Dios me perdone, pero ¡yo deseo la muerte de ese obispo!”…

A Roma empezaron a llegar “informes”, de algunos obispos compañeros. Y Roma enviaba a Romero “visitadores apostólicos”. Monseñor Romero decidió viajar a Roma, para aclarar malentendidos y desmontar maquinaciones. “¡Ánimo!, no todos comprenden, pero no desfallezca”, “Usted es el que manda”, le consolaba Pablo VI. Un apoyo que, en la Prefectura para los Obispos, se diluía, transmutándose en duras reprimendas. Romero palpó la incompatibilidad de la diplomacia vaticana con la verdad evangélica. “Las curias no podían entenderte: ninguna sinagoga bien montada puede entender a Cristo”, escribe el obispo Pedro Casaldáliga en su poema “San Romero de América, Pastor y Mártir nuestro”.

Su primer encuentro con Juan Pablo II, en mayo de 1979, fue desolador. “Compañeros y gentes malintencionadas le habían entregado al Papa informes muy negativos” sobre Romero. Él le llevaba un dossier con las sistemáticas violaciones de derechos humanos en su país, algunos muy calientes, como la matanza del sacerdote Octavio Ortiz y de cuatro jóvenes menores de 15 años, en el recinto “Despertar”, en un cursillo de iniciación cristiana. Tras días de espera, Juan Pablo II le concedió una breve audiencia: “No me traiga muchas hojas, que no tengo tiempo de leerlas... Y además, procure ir de acuerdo con el gobierno”. Romero, se cuenta, salió llorando: “El papa no me ha entendido, no puede entender, porque El Salvador no es Polonia”.

El 1 de diciembre de 1979 (le quedaban menos de cuatro meses de vida), monseñor Romero fue homenajeado en su antigua diócesis, Santiago de María. En uno de los actos programados para ese día, sacerdotes y amigos suyos le tenían preparado una sorpresa. El acto consistió en una escenificación teatral: el martirio de santo Tomás Moro.

En enero de 1980, monseñor Romero tuvo su segundo encuentro con Juan Pablo II, mucho más cálido. El papa lo recibió enseguida y le felicitó por su defensa de la justicia social, pero advirtiéndole de los peligros de un marxismo incrustado en el pueblo cristiano. Romero, “con su habitual espíritu de obediencia, le respondió que el anticomunismo de las derechas no defendía a la religión, sino al capitalismo”. Ya lo había denunciado, el 15 de septiembre de 1978: “Hay un ‘ateísmo’ más cercano y más peligroso para nuestra Iglesia: el ateísmo de capitalismo cuando los bienes materiales se erigen en ídolos y sustituyen a Dios”. Las palabras que monseñor Romero pronunció el domingo 23 de marzo de 1980 en la catedral -“no matarás”, “¡les suplico, les ordeno en nombre de Dios, que cese la represión, que no obedezcan si les ordenan matar!”-, el gobierno las calificó de “subversivas”: una provocación. Ese día, durante la comida, monseñor “se quitó los anteojos, cosa que nunca hacía, y permaneció en silencio… Eugenia, mi mujer, que estaba a su lado en la mesa, se quedó sobresaltada por la mirada larga y profunda que le dirigió… Lágrimas brotaron de sus ojos. Lupita le reprendió: ‘qué eran esas cosas de estar llorando’. Fue un almuerzo triste, desconcertante. De repente, monseñor repasó, uno a uno, a todos sus buenos amigos, sacerdotes y laicos”. Doce años antes, apunta el P. Jesús Delgado, monseñor Romero, en unas meditaciones sobre la muerte, había escrito en un cuaderno estas palabras, proféticas, del Apocalipsis (3,20): “Y cenaré con él”.



EL APOSTOLADO SOCIAL, OCASIÓN DE UNA EXPERIENCIA ESPIRITUAL

Martin Pochon

Este fue el tema de los encuentros de los JEMP (Jesuitas en el Mundo Popular), en Sète los días 24 y 25 de enero de 2009 y en Mours el 31 de enero y el 1 de febrero. Me gustaría intentar hacer un compendio de esas jornadas que contenían testimonios,intervenciones bastante eclécticas (como las de Georges Cottin, Guilhem Causse o Martin Pochon), y como suele ser habitual, intercambios y reflexiones fraternales reunidos en pequeños grupos, o en asambleas. En Sète fuimos 36, entre los que había 10 religiosos y 3 JVE, y en Mours 29, 9 de ellos religiosos. 

Una vida espiritual que transforma nuestra vida cotidiana 

¿Por dónde empezar un tema tan amplio? Nos hemos arriesgado a presentarlo en relación a las opiniones generales que rigen nuestras sociedades liberales. La vida espiritual es aquello que nos permite salir de las contradicciones del materialismo o incluso de un cierto humanismo ateo que, para salvaguardar la libertad del hombre, niega la trascendencia divina a la que concibe como alienante. Lo cual conlleva contradicciones internas ya que, ¿cómo se puede hablar de libertad si todo sobreviene en un mundo material dirigido por el azar y la necesidad? El azar no puede confundirse con la libertad. La vida espiritual es por lo tanto un camino de libertad razonable que permite a cada hombre y a cada mujer ir tejiendo su vida en unión con Aquel que nos la ha dado. Lejos de alienarnos, la noción de alianza fundamenta nuestras libertades. ¡Acaso su articulación y su afirmación por medio de la palabra no es aquello que nos distingue de nuestros parientes lejanos los primates!

En segundo lugar, la vida espiritual no se encuentra más que en nuestra humanidad más cotidiana, aunque esta consista, entre otras cosas, en integrar nuestros “valores humanistas” en una perspectiva escatológica. El movimiento de esta transfiguración aparece sugerido en las bienaventuranzas de Mateo:

“Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, pues ellos serán saciados”, que se convierte en la visión de Dios: “Bienaventurados los perseguidos por la justicia, pues de ellos es el Reino de los Cielos”. La justicia que buscamos promover en nuestro apostolado se inscribe así en la perspectiva de la construcción del Reino de los Cielos, en la esperanza de una unión de los corazones. Se inscribe en una fe en el sentido de la existencia, en una fe que tiene su fin último en Dios. Por ejemplo, acompañamos a alguien en su formación profesional: su historia ya no será únicamente un recorrido humano con sus éxitos, sus fracasos, sus fuerzas y flaquezas psicológicas; puede convertirse en una historia santa, en una relectura; la persona puede darse cuenta cómo Dios le da la vida, una vida que se afianza y que perdura, que llama a otros tras de sí. Nada de lo que se da se pierde.

Discernimientos fundacionales

Abrirnos a esta trascendencia nos abre a lo inesperado de Dios, a la vida del Espíritu, y nuestra tradición ignaciana nos ofrece herramientas inestimables para reconocerla. Distintos discernimientos nos han conducido a vivir un apostolado social, a vivir en las fronteras y en las fracturas de nuestra sociedad  “con los pobres y en medio de los pobres”, tal como nos invita de forma renovada la CG35. (1,15).

Discernimientos espirituales activos, que muestren su efectividad con el paso del tiempo. Como puede ser el caso, por ejemplo, de uno de nosotros que todas las noches, al regresar a la ciudad en la que reside su comunidad, sienta en su interior una gran ligereza y una gran alegría, cuando lo que le rodea realmente no ayuda a ello. Alegría de corazón y de espíritu al reunirnos con aquellos a los que Cristo nos ha invitado a amar, como a todos los demás, pero de un modo prioritario.

Discernimientos fundacionales que dan sentido a nuestras acciones. Nos permiten seguir frente a las dificultades, frente a las situaciones de lucha. Uno de nosotros evocaba este fundamento de su fidelidad a propósito de su misión en un hospital del Chad.

Estar en las fronteras, sobre las fracturas, de ahí la importancia de convertirse en puentes, ser pasarelas, tejer lazos: entre el centro de las ciudades y los barrios periféricos, entre los franceses de origen galo y los de origen árabe, entre la cultura francesa y las culturas del mundo, entre la fe cristiana y las demás religiones… Ser testimonio, modestamente, de que establecer lazos es posible, que siempre es positivo salir de los estereotipos y descubrir a las personas, hacerles un sitio, enriquecerse mutuamente, convertirse en hermanos –reencontrarse con los hermanos es una profunda experiencia espiritual, pero descubrir nuevos hermanos lo es todavía más.

Vivir en los suburbios es por lo tanto una experiencia

1) De reconciliación: sin querer convertir los suburbios en una pequeña ciudad, sino planteándonos su incorporación y sus lazos con la gran ciudad. El suburbio es un problema que se le plantea a la ciudad y a través de ella a toda la sociedad. Es descubrir en los excluidos, hacia los que nos dirigimos, a unos hermanos: “Poco a poco se han convertido en hermanos, en realidad y en esperanza, y mi propia relación con Dios se ha intensificado. Dios se convertía aún más en Padre de todos y yo me volvía su hijo de forma más plena, incluyendo mis propias contradicciones internas, mis suburbios internos, las zonas excluidas, los recuerdos borrados, las partes mías que no quería ver a fin de parecer más presentable”.

El apostolado social nos lleva a afrontar la adversidad: coches quemados, apartamentos robados, frases provocadoras... Adversidad en la que en ocasiones aparecemos a priori como adversarios o como elementos contradictorios. ¿Cómo pasar de las contradicciones, de las posturas encontradas irreductibles, de las películas de buenos y malos, al reconocimiento de las diferencias, a la articulación de los contrarios?

Cambiando de eje relacional: pasar de árabes/franceses a vecinos de rellano/jóvenes parados, posicionándose juntos para intervenir desde la sociedad HLM3 de la que todos somos vecinos. Estableciendo puentes, ya que sabemos cómo hacerlo. Ya no estamos en la era de la lucha de clases, vivimos en una época de llamamiento al reconocimiento mutuo, con las exigencias que esto conlleva. Salir de posicionamientos contradictorios, es también una forma de experimentar el perdón concedido y recibido.

2) De tensión interior: establecer puentes entre diferencias y divisiones ya que “La frontera tiene un doble significado: puede ser simplemente el lugar de encuentro entre dos personas, dos culturas, donde cada uno recibe al otro dentro de su particularidad y ofrece al otro lo mejor de sí mismo, dando aquello que uno tiene y de lo que el otro carece. Pero la frontera tiene otro significado en contradicción con este: es el lugar de ruptura, que se traza como una herida para separar del cuerpo social a un grupo determinado de personas”. En esta perspectiva, los puentes técnicos y geográficos, las instituciones-puente como la AFEP4 el LP del Marais o la AJE son importantes puesto que se encuentran situadas entre el centro de la ciudad y los suburbios.

3) De engendramiento en su triple dimensión: social, intelectual y espiritual. “Lo que hace al hombre comienza en lo que hace a una sociedad humana, la calidad del vínculo entre las personas que la constituyen, y ese vínculo se funda en una doble experiencia, en dos diálogos, el diálogo de promesa y el diálogo de perdón, siendo la posibilidad del segundo la que fundamenta al primero”.

a) El apostolado social a menudo nos pone en contacto con personas heridas: reconocer en ellas el rostro de Cristo nos obliga a no quedarnos a nivel de las apariencias y de las capacidades humanas. Aún más que en otros medios, nos vemos conducidos hacia una verdad, no podemos escondernos tras los conocimientos, las buenas maneras o el juego de las apariencias y del poder, puesto que estas personas se han visto dañadas precisamente por aquellos que viven de las falsas apariencias. Identifican de forma instintiva nuestras actitudes más recónditas, nuestros miedos y nuestras dudas ante ellas. Nos ayudan a ser nosotros mismos.

b) Vivir la riqueza de un primer destino lleva a querer unirse a “los más pobres”, tal como nos cuenta Anne-Marie: ella trabajaba para la Misión Local y las exigencias de este organismo le llevaron a poner en primer lugar a los jóvenes que estaban más próximos a conseguir un empleo. Ella sin embargo decidió irse a vivir con los que tenían más dificultades a la hora de encontrar trabajo y buscar en ellos el rostro de Cristo. Son ellos los que la hicieron descubrir a Cristo y desde entonces no lee el Evangelio de la misma manera. El apostolado social nos enseña a reconocer en el otro el rostro de Dios o, más bien, son aquellos con quienes nos encontramos los que nos lo enseñan, los que nos enseñan a ser auténticos. Dios se muestra en su desnudez cuando la pobreza nos despoja de todos nuestros oropeles mundanos.

c) Vivir en estos lugares, tal y como muchos nos cuentan, es aprender a confiar en Dios para poder destacar su amor ante aquellos a quienes somos enviados, ya que trabajar con los pobres siempre conlleva atraer cierta cantidad de problemas y dificultades. Uno de nosotros evocaba sus dificultades a la hora de llevar a buen puerto una primera salida con los jóvenes del barrio, dificultades para encontrar un transporte adaptado hasta que, finalmente, la “Providencia” le permitió llegar hasta el final y concluir positivamente la experiencia. Aprender a confiar en Dios, aprender a confiar en los demás, puesto que la Providencia a menudo pasa a través de personas concretas cuyo Espíritu alegra al corazón… Aprender a vivir la unidad en la diferencia.

Sinergia entre el apostolado social y las instituciones escolares jesuitas

El apostolado social nos lleva a vivir la riqueza de las complementariedades asociativas o institucionales: casas de barrio, centros sociales, parroquias, instituciones clásicas, comunidades religiosas masculinas y femeninas. También nos lleva a trabajar con las instituciones escolares de la Compañía: la reciente reunión de Lourdes ha sido una buena ocasión de tomar conciencia de las sinergias existentes, de descubrírselas a aquellos que no las conocían, y de ampliarlas. Nos gustaría favorecer el desarrollo de esas sinergias en el transcurso de nuestras próximas reuniones del apostolado social.

Martin Pochon SJ - París, Francia

domingo, 21 de marzo de 2010

¿QUÉ HACE DIOS EN UNA CRUZ?


José Antonio Pagola

Según el relato evangélico, los que pasaban ante Jesús crucificado sobre la colina del Gólgota se burlaban de él y, riéndose de su impotencia, le decían: «Si eres Hijo de Dios, bájate de la cruz». Jesús no responde a la provocación. Su respuesta es un silencio cargado de misterio. Precisamente porque es Hijo de Dios permanecerá en la cruz hasta su muerte.

Las preguntas son inevitables:¿Cómo es posible creer en un Dios crucificado por los hombres? ¿Nos damos cuenta de lo que estamos diciendo? ¿Qué hace Dios en una cruz? ¿Cómo puede subsistir una religión fundada en una concepción tan absurda de Dios?

Un "Dios crucificado" constituye una revolución y un escándalo que nos obliga a cuestionar todas las ideas que los humanos nos hacemos de un Dios al que supuestamente conocemos. El Crucificado no tiene el rostro ni los rasgos que las religiones atribuyen al Ser Supremo.

El "Dios crucificado" no es un ser omnipotente y majestuoso, inmutable y feliz, ajeno al sufrimiento de los humanos, sino un Dios impotente y humillado que sufre con nosotros el dolor, la angustia y hasta la misma muerte. Con la Cruz, o termina nuestra fe en Dios, o nos abrimos a una comprensión nueva y sorprendente de un Dios que, encarnado en nuestro sufrimiento, nos ama de manera increíble.

Ante el Crucificado empezamos a intuir que Dios, en su último misterio, es alguien que sufre con nosotros. Nuestra miseria le afecta. Nuestro sufrimiento le salpica. No existe un Dios cuya vida transcurre, por decirlo así, al margen de nuestras penas, lágrimas y desgracias. Él está en todos los Calvarios de nuestro mundo.

Este "Dios crucificado" no permite una fe frívola y egoísta en un Dios omnipotente al servicio de nuestros caprichos y pretensiones. Este Dios nos pone mirando hacia el sufrimiento, el abandono y el desamparo de tantas víctimas de la injusticia y de las desgracias. Con este Dios nos encontramos cuando nos acercamos al sufrimiento de cualquier crucificado.

Los cristianos seguimos dando toda clase de rodeos para no toparnos con el "Dios crucificado". Hemos aprendido, incluso, a levantar nuestra mirada hacia la Cruz del Señor, desviándola de los crucificados que están ante nuestros ojos. Sin embargo, la manera más auténtica de celebrar la Pasión del Señor es reavivar nuestra compasión. Sin esto, se diluye nuestra fe en el "Dios crucificado" y se abre la puerta a toda clase de manipulaciones. Que nuestro beso al Crucificado nos ponga siempre mirando hacia quienes, cerca o lejos de nosotros, viven sufriendo.


sábado, 20 de marzo de 2010

INTRODUCCION A MARCEL LEGAUT (7)


Modernidad y vida espiritual
Iniciamos este curso reproduciendo un relato personal mío, publicado en 1994, con el título de Recuperar la espiritualidad. Realmente me siento responsable de haber promovido en este ATRIO de búsqueda libre y laica del sentido profundo de la realidad, este Curso de Introducción a Marcel Légaut. Era lo mínimo que podía hacer para dar testimonio de quien considero que me hizo un gran bien: preparar el terreno interior mío para que, al dejar la clerecía por un acto de coherencia y libertad que se retrasó hasta mis 59 años, no necesitara rebotarme de mi vida anterior sino más bienapropiarme de todo lo bueno vivido antes.
       Por eso pude continuar sin demasiado esfuerzo con tareas que había iniciado antes, como la de dirigir IGLESIA VIVA. No me he dedicado expresamente, como Domingo Melero, a traducir los escritos y cultivar el recuerdo documentado de Légaut, pero nunca ha estado ausente de mi vida. Y al ver cómo en este curso-taller a algunas personas les cuesta entender eso de que Légaut pueda ser un buen compañero de búsqueda, haciendo una pausa a lo que llevamos del curso, quiero volver sobre el otro escrito mío –dos en el total de veinte años no me convierten en “experto”– que creo puede ser útil para esta finalidad dedistendida sesión de repaso.
       Empecé a escribir el artículo en 1991, para un número que IGLESIA VIVA quería escribir para conmemorar el centenario de San Juan de la Cruz. Nos encargamos Fernando Urbina y yo de prepararlo. Fernando estaba ya entonces a punto de morir, herido por el abismo depresivo al que le había llevado la profunda involución de su Iglesia. Pero me dugirió el planteamiento general y me recomendó ponerme en contacto con la cúspide de la orden carmelitana, cuyo general era entonces Camilo Maccise, un mejicano magnífico que aceptó escribir sobre “El encuentro de la teología de la liberación con la mística”. El número salió en el verano de 1992, muerto ya Fernando, con este título: San Juan de la Cruz y el resurgir de la mística. Quien quiera puede ver el sumario, buscando el 161 en el Índice de números.
       Pues bien, ante este comité de expertos que programaron el número, tuve la osadía de proponer una relación entre Marcel Légaut y Juan de la Cruz. Y la aceptaron con gusto, Y tuve que escribir. Y hoy al releerlo veo que no está mal. A alguien podrá  resultar útil.  Quien quiera lo tiene aquí completo con su título: Marcel Légaut: modernidad y vida espiritual
       Aquí voy a extractar los párrafos principales del artículo, relacionándolos con los temas y dificultades surgidas hasta el momento y resaltando palabras y frases clave:
1. ¿A qué viene eso de empezar un camino de personalidad a partir del amor y la paternidad? Tras muchos años de espiritualidad sentimental y doctrinal que me recomendaba una ascética para reprimir los instintos y “agere contra”, me encontraba con un anclaje positivo a la realidad y lo expresaba así:
  Para Légaut la vida espiritual debe surgir de las experiencias fuertes que constituyen la persona humana como tal. Y tres son para él las experien cias básicas que forman al hombre como persona: el amor, la paternidad y la muerte. La experiencia del amor y de la paternidad o maternidad, que salvo excepcio nes se desarrollará en la densa aventura que es el amor conyugal y la fami lia, invitará a la persona a ascender con realismo y base firme hacia ese saber reci bir la presencia del otro como don, saber estar y ser plenamente para el otro con respeto de su ser, pues al otro no se le puede poseer. El amor y la paternidad o maternidad, que tienen una base instintiva, invitan constantemente a una obra espiritual por la que el hombre se acerca a Dios y se hace crea dor, aun aceptando su carencia de ser experimentada crudamen te en la evi dencia de los propios límites y en la anticipación lúcida de la propia muerte.
             Si realidades como el amor humano, los hijos y las creaciones inte lectuales o artísticas no sólo no son estorbo, sino camino necesario para la obra espiritual, para Légaut no se debe seguir una ascética de renuncia a ultran za a lo creado para ascender a lo increado. En una equivocada tenden cia a ir por principio contra las inclinaciones naturales del hombre, descubre Légaut la causa de tantos fracasos y desvaríos espirituales. Porque Légaut distingue entre bienes creados que atraen al hombre y que el hom bre puede poseer, cuya compulsiva apetencia normal mente distrae y frena el creci mien to espiritual, y bienes especí ficamente humanos que invitan al hombre a un crecimiento en la línea del ser, a tras cender se a sí mismo y caminar hacia Dios por unas bases realmen te sólidas. La profundidad de Légaut cuando analiza el elemento de misterio sa presen cia inasible que hay en toda expe riencia específicamente humana –un amor verdadero, un hijo en los brazos, una obra con cluida, una emo ción estética, una idea precisa–, donde lo más propio y cercano de uno se identifica con lo más trascendente a uno, me recuerda tanto el “Pasó por estos valles con presura” como la experiencia trascendental que para Rahner acompaña todo auténtico acto de inteligencia de lo creado. Pero, para Légaut, estas huellas y presencias de Dios están no sólo en contados momen tos de emoción poética o elevación intelectual, sino en los cotidianos paque tes de experiencia que son el amor, la paternidad y la muerte.
Una nota: En el último párrafo, antes de las cursivas, hago referencia a la “experiencia trascendental que para Rahner acompaña todo auténtico acto de inteligencia de lo creado”. Está ahí resumido el efecto que produjeron algunos capítulos del libro Curso Fundamental sobre la fe: introducción al concepto de cristianismo (Herder, Barcelona 1984). Creo que es la mejor obra del gran teólogo. La leí con detención el mismo año que se publicó. Y comprendí bien esa experiencia indirecta (o en oblicuo) de Alguien presente en un acto de entender un objeto o resolver un problema. El trascendente me ha hecho posible esa intelección o visión interior, pero si dirijo mi atención directamente a él, ni entiendo ni veo nada. Es la esencia de la mística, de la fe y del cristianismo. Lo que me dí cuenta es que Rahner no hacía un análisis semejante con el acto de amar y a la intelección interior del hombre Jesús de Nazaret, como hace Légaut. Y que hace demasiadas cabriolas para justificar el superconocimiento directo del objeto trascendente que supone todo el dogma católico.
2. La obediencia no sirve para promover un hombre espiritual. Sólo el ejercicio creador de su libertad. Lo cual implica aceptar el riesgo y la inseguridad. Acababa de tomar decisiones radicales en mi vida sin que nada ni nadie pudieran asegurarme que había hecho lo correcto,
             El humanismo de la espiritualidad de Légaut no es por tanto un dato a explicar, como en otros autores espirituales, donde está implícito porque la cultura de su tiempo no se lo permi tía explicitar. Como también es evi dente el lugar primordial que ocupa en él la libertad individual. En la medi da en que el hombre trabaja y profun diza en su humanidad, en el fondo de su concien cia, tiene que decidir y crear su propia vida, respondiendo lo más que pueda a las exigencias interiores que sólo él puede oír. Ahí se encuentra el hombre en la más absoluta soledad y nadie le puede ayudar desde fuera. Ahí, en la atenta escucha de lo más profundo de sí y en el creador ejercicio de su libertad, se encuentra con Dios, que sólo le acompaña, pero no le libra de esa irrenuncia ble tarea de optar. Las normas y reglamen tos han podido servir propedéuti camente en otras épocas. Ha podido en otra época conside rarse la obediencia a la ley como virtud. A medida que avanza la obra espi ritual –el camino interior dirían otros– la obediencia tiene que dejar paso a la fideli dad, lo mismo que en otro aspecto la doctrina tiene que procurar que surja la fe. Lo que va a conducir al hombre espiritual, maduro en ade lan te, va a ser la fe y la fidelidad. Fe en el miste rio insondable de sí mismo, del otro y de Dios, y fidelidad al sentido y misión de la propia vida, que se descu bre en los acon tecimientos, la memoria de lo vivido, las pre­sen cias interpelantes  –sobre todo la de Jesús–  y la escucha interior. Ya no son sufi cien tes la doc trina y la obe dien cia, sumisamente acep tadas, a riesgo de decaer del vigor espiritual en la rutina. Sólo por este camino la místi ca sigue el cami no de madurez humana seguido por Jesús, y sólo así es presentable al hom bre moderno occidental.
             ¿Quién dará seguridad al hombre espiritual, al místico dirían otros, de que esas opciones tomadas conducen su vida hacia su plenitud de ser y de verdad, hacia la misión única con la que Dios espera que el hombre colabore en la construcción del mundo y del Reino? Ninguna autoridad exterior puede tener la última palabra, ninguna evidencia interior puede destruir totalmente la duda de si se está acertando. El hombre debe ir apren diendo a convivir con esa incertidumbre que por otra parte le hace siempre buscar, revisar, escuchar más profundamente. Esto le evita caer en el fana tismo. El verdadero espiritual tiene un respeto infinito por la libertad y la misión del otro. Nunca intentará imponer o definir a los demás. Pero tampo co será una caña llevada por el viento. Poco a poco, a través de pequeños signos –claridades interiores que quedan como faros, paz y orden en la vida cotidiana– irá fortaleciéndose la conciencia de fidelidad a su propia misión, de la que irá dando testimonio humilde, sin pretender proponerla a nadie como norma.
3. La cuestión de las técnicas sólo ayudan pero no fundamentan el trabajo espiritual.
             Muchos han confundido espiritualidad con métodos para la medita ción. Y tal vez por eso dirigen con frecuencia su atención a la experiencia oriental de relaja ción, meditación y vacío. Siempre me impre sionó lo lejos que estaban los en cuentros con Légaut y sus libros de cual quier considera ción metodológica. Tal vez por eso es difícil asimilarlo, pues lo que con fre cuencia esperamos los huma nos, cuando nos acercamos a un libro o a un maestro, son fórmulas y recetas. Los métodos de oración importados de Oriente, que parecen renovar los antiguos ejercicios de oración, sencillamen te no le interesaban, aunque era vecino de uno de los mayores introductores [del yoga y la meditación trascendental] en Europa, Durkheim, a quien conocía. Para él todo eso eran técnicas [o itinerarios concretos], que cada uno puede utilizar con fruto siem pre que no distraigan del objeti vo de la obra espiri tual, dar sentido y plenitud a la propia vida real [seguir el propio itinerario, no imitar el de otro]. Tam bién él tenía sus técnicas, que seguía con puntualidad –”mis pequeños feti ches”, decía con ironía–, pero sabiendo su carácter contingente y relativo. Por ejemplo, media hora de música clásica al atardecer, seguida de silencio y una oración. O la misa dominical en la parroquia, aunque fuese tradi cio nal, como signo de comu nión y contraste de su espiritualidad con la realidad de su iglesia como es. Pero ni en la música, ni en la liturgia del tipo que sea, ni en el yoga o la medita ción trascendental encontrará el hombre la receta para su obra espiri tual, la de buscar el sentido de su propia vida y progresar en la fidelidad a su misión.
             En lo que sí estaba cerca de los místicos orientales y de cualquier tipo de mística era en la seguridad de laconfluencia profunda de todos los hombres que toman en serio el trabajo espiritual y buscan el sentido último de todo en el interior de sí mismos. En la medida que este trabajo va dando sus frutos, independientemente del método seguido y de la doctrina de ori gen, se puede ir alcanzando lo que es universal a todo hombre y a toda experien cia espiritual. Légaut distingue muy bien lo universal de lo general. Lo univer sal se descubre o se nos revela, surgiendo de lo profundo del hombre, en la medida que éste va llegando a su autenticidad de ser. Jesús es univer sal. General en cambio es una forma o doctrina que, tal vez por saberla surgida de un hecho universal, se intenta hacer válida para todos los hom bres y épocas. La pretensión de poseer una verdad o religión general es el origen del fundamentalismo. El verdadero ecumenismo, que une tanto la fidelidad a la propia tradición como el respeto y escucha del otro, sólo será posible en el cristiano que viva el valor universal de Cristo, aun sabiendo que las fórmulas e instituciones cristianas no son sencillamente generaliza bles. 
4. La laicidad de Légaut. Desde la perspectiva del número de Iglesia Viva yo insistía más en que Légaut no iba hacia la negación de Dios o el ateísmo. Hoy me preocuparía menos esta acusación pues hemos avanzado mucho en asunción de laicismo, de una espiritualidad laica pre o ultra cristiana.
             Es tanto el cuidado que tiene Légaut por depurar el lenguaje y no utilizar en vano el nombre de Dios, que en algunos escritos da la impresión, al lector apresurado, de que se trata de un intento de espiritualidad atea, o al menos no cristiana. Nada más lejos de lo vivido por Légaut. Su obra básica “El hombre en busca de su humanidad”, que podría confundirse a primera vista con una antropología o una psicología, está encabezada por este texto “Et Verbum caro factum est”, para indicar que su apasionada búsqueda hacia la plenitud de hombre iba encaminada a –y seguramente iniciada por– la inteligencia de la plenitud de Cristo Jesús. ¿Cómo entender a Jesús por dentro si uno no ha profundizado en serio en su propia humani dad? ¿Cómo entrar con Jesús en relación personal con el misterio de Dios, si uno no ha entrado con toda su persona en el misterio de sí mismo?
5. Y finalmente una cuestión que hoy todavía preocupa y ha salido en atrio es si este camino es para intelectuales maduros o viejos… Me parece que hoy repetiría esta formulación que entonces expresaba y mucho más. Seguramente Camilo Maccise hoy lo comparte: el entusiasmo por la teología y práctica de la liberación necesita que no sólo se pretenda liberar a los pueblos sino hacer personas con una base interior más profunda que la adhesión a una teología o ideología. Sólo una persona que enraíza el hacer en el ser auténtico permanecerá en pie tras los repetidos fracasos en las luchas de liberación.
Por otra parte también los jóvenes son capaces de ver al acompañante trascendental que llevan consigo algunas experiencias de su vida juvenil. Sobre ello escribió el dominico canadiense Louis Roy un interesante artículo en el nº 139 de IGLESIA VIVA, que dejo abierto al público en la página correspondiente, como complemento a todo esto.  
             Una espiritualidad así, que llama a lo profundo a partir de la memo ria de lo vivido, parece a algunos que es excesivamente elitista. Son raros los espíritus que pueden emprender este viaje de forma tan personal. El pueblo necesita propuestas espirituales más sencillas y tangibles. Y sobre todo parece que se excluyen del camino propuesto por Légaut los jóvenes que aún no tienen un bagaje suficiente de experiencia en su biografía. Mu cho podríamos decir sobre cómo Jesús y Pablo dosifican sus enseñanzas según la capacidad del que recibe. Para unos hay andaderas de normas y reglamentos, para otros el alimento maduro del espíritu. Pero no se puede tratar a todos como niños e infantilizar la Iglesia. Incluso las doc trinas y normas que haya todavía que proponer hoy, deben prever el desa rrollo posterior de las personas y no impedirlo. En varios libros Légaut hace el análisis de lo que distingue una estructura religiosa de autoridad de otra de llamada. El cristianismo surgió como religión de llamada, aunque, por la inmadurez de los tiempos tal vez, se fuese transformando en religión de autoridad. Sólo si vuelve a convertirse en lo que fue, podrá aportar algo al hombre del futuro.

viernes, 19 de marzo de 2010

REVOLUCION IGNORADA

José Antonio Pagola

Le presentan a Jesús a una mujer sorprendida en adulterio. Todos conocen su destino: será lapidada hasta la muerte según lo establecido por la ley. Nadie habla del adúltero. Como sucede siempre en una sociedad machista, se condena a la mujer y se disculpa al varón. El desafío a Jesús es frontal: «La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras. Tú ¿qué dices?».

Jesús no soporta aquella hipocresía social alimentada por la prepotencia de los varones. Aquella sentencia a muerte no viene de Dios. Con sencillez y audacia admirables, introduce al mismo tiempo verdad, justicia y compasión en el juicio a la adúltera: «el que esté sin pecado, que arroje la primera piedra».

Los acusadores se retiran avergonzados. Ellos saben que son los más responsables de los adulterios que se cometen en aquella sociedad. Entonces Jesús se dirige a la mujer que acaba de escapar de la ejecución y, con ternura y respeto grande, le dice: «Tampoco yo te condeno». Luego, la anima a que su perdón se convierta en punto de partida de una vida nueva: «Anda, y en adelante no peques más».

Así es Jesús. Por fin ha existido sobre la tierra alguien que no se ha dejado condicionar por ninguna ley ni poder opresivo. Alguien libre y magnánimo que nunca odió ni condenó, nunca devolvió mal por mal. En su defensa y su perdón a esta adúltera hay más verdad y justicia que en nuestras reivindicaciones y condenas resentidas.

Los cristianos no hemos sido capaces todavía de extraer todas las consecuencias que encierra la actuación liberadora de Jesús frente a la opresión de la mujer. Desde una Iglesia dirigida e inspirada mayoritariamente por varones, no acertamos a tomar conciencia de todas las injusticias que sigue padeciendo la mujer en todos los ámbitos de la vida. Algún teólogo hablaba hace unos años de "la revolución ignorada" por el cristianismo.

Lo cierto es que, veinte siglos después, en los países de raíces supuestamente cristianas, seguimos viviendo en una sociedad donde con frecuencia la mujer no puede moverse libremente sin temer al varón. La violación, el maltrato y la humillación no son algo imaginario. Al contrario, constituyen una de las violencias más arraigadas y que más sufrimiento genera.

¿No ha de tener el sufrimiento de la mujer un eco más vivo y concreto en nuestras celebraciones, y un lugar más importante en nuestra labor de concienciación social? Pero, sobre todo, ¿no hemos de estar más cerca de toda mujer oprimida para denunciar abusos, proporcionar defensa inteligente y protección eficaz?



miércoles, 17 de marzo de 2010

¿QUÉ ESTÁ PASANDO EN LA IGLESIA?

José Enrique Galarreta

Ahora lo de Pagola, un obispo desautorizado por sabe Dios quién de las alturas episcopales o paraepiscopales; un poco antes lo de Arregi; la semana pasada un párroco que estalla en plena misa negándose a consagrar y dar la comunión; hace un par de días una carta de más de doscientos sacerdotes pidiendo explicaciones…

Pero todo eso no pasa de ser más que un alboroto local, al que responderán los responsables como siempre: sin responder, esperando que pase de moda el tema y nos olvidemos. La carta terrible de Henri Boulad, que tampoco ha merecido respuesta, nos asoma un poco más a la dimensión mundial de la tensión, y si abrimos un poco más el plano surgen docenas de nombres reprimidos, censurados, silenciados…

Y la gente cristiana normal, perpleja y dividida. ¿Qué está pasando?

Porque todos esos fogonazos no pueden impedirnos ver otra clase de desastres que permanecen sin solución como telón de fondo: cada vez hay menos sacerdotes, los pueblos se quedan sin misa y sin catequesis porque no hay sacerdotes, las misas dominicales son en su mayoría una reunión de ancianos, las voces de la iglesia suenan casi siempre como trompetas de un pasado añorado pero en vías de extinción, las enseñanzas papales tienen escasa incidencia no sólo en el mundo sino entre los llamados “fieles”… ¿Qué está pasando?

No soy un teólogo, no soy un profeta, no pretendo poseer más verdad que otros, pero, como tantos cristianos, disfruto de la posibilidad de leer y de pensar y creo que debo poner al servicio de los demás lo que veo, lo que me parece bastante claro en esta situación de oscuridades.

Está pasando que un modelo de Iglesia, que se ha sentido fuerte y segura durante siglos, se ve cuestionado y amenazado de extinción. Este modelo se identificaba por varias características.

En primer lugar porque era la religión de todos o la inmensa mayoría de los ciudadanos, de manera que hasta los Estados como globalidad de los ciudadanos se declaraban confesionales. Esto se lograba bautizando a todos los niños, con lo que la inmensa mayoría de los ciudadanos eran bautizados, aunque no se pudiera decir que fueran creyentes.

Su catolicidad consistía sobre todo en la adhesión a fórmulas dogmáticas indiscutidas aunque incomprendidas, la asistencia a los actos obligatorios, tales como la Misa dominical, aunque sin participar apenas nada en ellas (recuérdense los mandamientos de la Iglesia que mandaban oír misa los domingos, pero sólo exigían comulgar una vez al año) y dar limosnas porcentuales que no tendían a remediar problemas estructurales de injusticia social sino a mantener vivos a los pobres y tranquilizar la conciencia de los ricos.

Éste es el panorama que recuerdo de mediados del siglo XX. A estas manifestaciones externas se unían, como sólido cimiento, una estructura jerárquica que se había autodeclarado infalible, las omnímodas atribuciones dictatoriales del papa pretendidamente de derecho divino, la desaparición de hecho del sistema conciliar, tan propio de las antiguas iglesias, una teología rancia y esclerótica que se fundaba mucho más en la elucubración racional platónico/aristotélica que en el mensaje de los evangelios y una celebración meramente cultual de “la Santa Misa” que tenía poco que ver con la Cena del Señor.

Podríamos señalar muchas otras características, como la marginación de la mujer, la total europeización de la fe y el derecho, la pérdida de importancia del séptimo mandamiento ante el sexto, los alardes de riqueza en construcciones y celebraciones, la connivencia de los poderes jerárquicos con los más rancios de los políticos, el efectivo desprecio de los derechos humanos, los enfrentamientos sistemáticos con la ciencia… pero sería cosa de nunca acabar.

Las raíces de todo esto son antiguas, muy antiguas, y tan sutiles como perversas. Son como caballos de Troya que se instalaron entre alabanzas y acciones de gracias en el corazón de la Ciudad de Dios.

El primer caballo de Troya fue el afán por el número, por el éxito numérico. Ya desde el siglo III la Iglesia se fue sintiendo fuerte por su número. Pasó de ser un puñado de reducidos grupos de creyentes dispuestos a compartir sus bienes y movidos por la conversión personal, a una multitud que se iba multiplicando por motivos de conveniencia social, por herencia automática de la condición “cristiana” de sus padres, o por simple imposición. Hasta el oficialísimo Eusebio de Cesarea lo hace constar así en su historia.

Y el número hizo disminuir el fervor, la conversión personal a Jesús, y así, la Iglesia dejó de ser un grupo de personas empeñadas en seguir a Jesús, en vivir según sus criterios y su estilo, para convertirse en religión oficial de un estado (y de muchos estados), religión obligatoria que poco tenía que ver con la conversión ni con el seguimiento de Jesús.

El segundo caballo de Troya vino en traílla con el primero: la iglesia numerosa, no formada ya principalmente por gente pobre sino también y cada vez más por ciudadanos poderosos, adquirió prestigio, dinero y poder. Y, como consecuencia de éstos y del número creciente, exigió una organización cada vez más estricta y absolutista.

En los Hechos de Apóstoles contemplamos con admiración y envidia cómo es la comunidad entera la que toma las decisiones importantes, orando primero sobre los problemas y decidiendo por consenso. Ni siquiera Pedro toma decisiones, salvo con ocasión del bautismo de Cesarea y teniendo luego que dar explicaciones a la comunidad.

Pero el número mató al protagonismo de la comunidad. Los que antes fueron servidores carismáticos se convirtieron en jefes por designación divina. Desaparecieron los diáconos y las diaconisas, en su sentido primero, desaparecieron los profetas y los apóstoles (enviados por las comunidades), desparecieron las mujeres (salvo para los oficios de barrer y semejantes), todo carisma y poder se acumuló en los jerarcas, y con el poder llegaron la riqueza, el prestigio, el status social, sustentados por las autodeclaraciones de recibir tal poder directamente de Dios.

El pueblo se fue convirtiendo en rebaño y los pastores no lo fueron sino que se parecieron mucho más a los príncipes, e incluso lo fueron de hecho, vistieron como tales, vivieron en palacios, como correspondía a quienes detentaban el poder de Dios.

Estos dos caballos de Troya introdujeron a un tercero, mucho más sutil. El número, la importancia de los jefes, el dinero, mataron a la Cena del Señor. La reunión por las casas, la palabra en boca de los profetas y profetisas, el remedio de las necesidades de la comunidad, la comunión en el pan y el vino… murieron cuando se edificaron templos suntuosos, en los que se dilapidaba el dinero destinado en principio a los pobres con el pretexto de la gloria de Dios, dispuestos de manera que el rebaño estuviese cada vez más lejos de la mesa (a la que llamaron “altar”), cada vez más anónimo y pasivo, mientras los selectos celebraban esplendorosamente ritos arcanos plagados de recuerdos de los sacrificios del Templo de Jerusalén. A finales del siglo IV la Cena del Señor ya había muerto.

Pero hubo un cuarto caballo, el más solemne de todos, el más paralizador: también los sabios y los filósofos se unieron al carro vencedor de la Iglesia avasalladoramente triunfante. Y les pareció que los humildes evangelios de Marcos, Mateo y Lucas no eran suficientemente sabios para competir con el brillante mundo de la Filosofía clásica. Y empezaron a elucubrar.

Desde Justino a los grandes escolásticos, desde Orígenes a los textos de teología que se usaban aún en los años 60 del siglo XX, todo fue especulación racional que no se fundaba en las palabras de Jesús sino que las utilizaba, descontextuadas y forzadas, para dar apoyo sagrado a teorías de origen puramente racional, especulativo, metafísico.

Se habló de naturalezas y personas, de substancias y transubstan-ciaciones, de sacrificios expiatorios vicarios, hasta se llegó a afirmar, en concilios y solemnes declaraciones papales, que fuera de la Iglesia Católica no hay salvación, que para salvarse había que estar en comunión con el Papa, el cual, por cierto, se declaró Rey, Sacerdote y Profeta, se inventó un sombrero adornado con tres coronas de oro para visualizarlo, y se atrevió a regalar América, sus riquezas y sus habitantes, con permiso de esclavización, a los reyes “cristianos” (bajo pretexto de evangelización) “por la autoridad de Dios Todopoderoso que represento en el mundo”.

Pero estos cuatro caballos, instalados a sus anchas en las cuadras de la Iglesia, no disonaban nada al parecer, fueron considerados como presencias de Dios: el poder acallaba (no pocas veces de modo cruento) a los disidentes, la obligación y el temor llenaba los templos, el apoyo de los poderosos garantizaba la sumisión, el control absoluto del pensamiento impedía todo cambio, la escasa fuerza de los pobres, atemorizados por las penas eternas, garantizaba la estabilidad del sistema… Todo iba bien, la Iglesia militante se sentía también triunfante.

Hasta que la gente empezó a leer, hasta que se pudo ser ciudadano y no ser católico, hasta que los poderes públicos renunciaron al origen divino de su autoridad, hasta que la ciencia pudo prescindir de la opinión y censura de la Iglesia, hasta que la filosofía dejó de ser griega.

Nació una sociedad nueva, la de la industria y el proletariado, pero la Iglesia no se interesó demasiado. Los patronos siguieron siendo fieles a la Iglesia, pero las masas obreras la abandonaron porque encontraron mejores defensores. Para cuando los Papas empezaron a hablar de justicia social, los pobres del mundo industrial ya estaban lejos.

Y se produjo la gran paradoja: lo de Jesús era Buena Noticia para los pobres y mala noticia para los ricos; pero en la Iglesia sucedía al revés. Los ricos seguían llenando los templos y hasta dando limosnas, pero los pobres ya se habían ido; incluso en no pocas ocasiones manifestaron violentamente odio a la iglesia. Se estaban derrumbando las cuadras de oro de los cuatro caballos.

Y entonces sucedió lo peor: los intelectuales cristianos, teólogos, pensadores, eruditos, volvieron a leer a Marcos, a Mateo, a Lucas y a los Hechos de Apóstoles, y descubrieron que los caballos eran de cartón, que tenían poco que ver con Jesús y mucho con los criterios del mundo, que en la batalla entre Jesús y el mundo (en el sentido joanneo de la palabra) el mundo había sido tan listo que se había disfrazado de Dios.

Aquí se empezó a librar una batalla interna, añadida a todas las demás: el miedo de la cúpula eclesiástica al acercamiento de los sabios cristianos a La Palabra, a la Palabra pura, leída, y bien leída, en su pleno sentido original.

Jesús de Nazaret tenía poco que ver con el Jesucristo Rey tan venerado como ignorado. Las comunidades cristianas de los orígenes tenían poco que ver con la Iglesia Una Santa Católica Apostólica y (sobre todo) Romana. Los enunciados de los dogmas debían mucho más a filosofías ya caducas que a la clara, luminosa y exigente simplicidad de las parábolas.

Por mucho que la Iglesia hiciera tremendos esfuerzos por armonizar sus enseñanzas con la Ciencia, fue incapaz, intransigentemente incapaz, de armonizarlas con la propia ciencia eclesiástica que, perseguida y anatematizada muchas veces, se fue imponiendo de forma irreversible.

Y hubo un hombre, enviado por Dos, cuyo nombre era Juan, más bien conservador y simple, suscitado por Dios para que la Iglesia se planteara al menos sus problemas. Tuvo el valor de convocar un concilio, que resultó ser el más ecuménico y libre de todos los concilios celebrados hasta entonces, porque congregó a la práctica totalidad de las iglesias del mundo y porque no estuvo presionado por ningún poder exterior a la misma Iglesia.

Milagrosamente, el Concilio tomó conciencia de los problemas de la Iglesia y respondió valientemente a ellos. Habló de la Iglesia ante todo como pueblo de Dios, recuperó la condición de los Obispos, herederos de los Apóstoles y no meros funcionarios del Papa, habló de Colegialidad, habló de diálogo con las religiones y con el mundo, impulsó la lectura objetiva y científica de las Escrituras, revisó a fondo la liturgia. Y todo el mundo cristiano reconoció en él el Viento del Espíritu, el Viento de Dios, y puso en él muchísimas esperanzas.

De esto hace ya más de cuarenta años, y las esperanzas siguen siendo solamente esperanzas. Porque hubo quienes vieron en el Concilio “el humo de Satanás en la casa del Señor”. Y se dedicaron con todas sus fuerzas a neutralizarlo, apoyándose en los presuntos abusos que la aplicación del Concilio había desatado.

Medellín fue acallada por Puebla, la Teología de la Liberación (única que se tomó en serio la “opción preferencial por los pobres”) fue acosada como herejía, se anatematizó y asedió a los más brillantes teólogos del Concilio, se robusteció con más ahínco la distancia entre la Jerarquía y el pueblo, se insistió cada vez más en el sentido sacrificial de la Eucaristía hasta intentar devolverla al latín y a la celebración de espaldas al pueblo… es decir, en una palabra, se intentó eliminar toda la obra del Concilio bajo pretexto de aplicarlo correctamente.

Los resultados son evidentes: la Iglesia cada vez más dividida, los pueblos privados de la Eucaristía, los teólogos amordazados, los movimientos eclesiales más retrógrados e incultos protegidos y mimados por una jerarquía designada a dedo desde Roma sin la menor intervención del pueblo, obispos contra obispos y, eso sí, multitudinarias manifestaciones de entusiasmo, espectaculares y carísimas que pretenden demostrar la pervivencia de modos y situaciones irremediablemente trasnochadas.

Se intenta resucitar una Iglesia falsamente triunfante, una teología marchita, un esplendor cultual fundado en el espectáculo, una sumisión cerril a la autoridad. Pero la verdad no se funda en la autoridad, sino al revés. Y la Iglesia triunfante y abusiva del pasado no va a resucitar.

Pero eso son sólo los síntomas. Si retomamos el título de este artículo, “¿qué está pasando?”, creo que podemos ir más allá de los síntomas.

Está pasando que Dios ha visitado a su pueblo, que la historia ha hablado a la Iglesia. Los signos de los tiempos le han hecho descubrir muchos de sus más lastimosos errores del pasado. Nuestra Iglesia, nosotros la iglesia, está invitada por el Espíritu a un proceso de conversión como nunca quizá antes lo había sido.

Los templos se van vaciando, y se vaciarán más aún, para que renunciemos a un culto que poco tiene que ver con la Cena del Señor. Hay pocos sacerdotes, y habrá cada vez menos, porque se invita al pueblo de Dios a re-asumir las funciones que tuvieron y deben tener. Cada vez se bautizan menos, se casan menos parejas por la Iglesia, y seguirán siendo cada vez menos, para que la Iglesia se reduzca a un grupo de comprometidos con Jesús.

El pueblo está dejando de confiar en la Jerarquía, Papa incluido, porque se nos está invitando a que sea como fue, pastoral, pobre, cercana, carismática, lejana a todo asomo de poder mundano.

Se pueden leer los sucesos como pecados de un mundo que se aleja de Dios, pero también como llamadas de Dios para que la Iglesia vuelva a su verdadera TRADICIÓN, a ser presencia de Jesús, con su mismo estilo, pobre, servicial, comprometida.

Y tenemos que responder a esta llamada.

La Iglesia, nosotros la iglesia, necesita revisar sus errores, sus falsas pretensiones y seguridades, releer honradamente su historia advirtiendo en ella las desviaciones a las que sus pecados la han conducido. Necesita revisar honestamente sus estructuras, su dogmática, sus celebraciones, sus pretensiones de éxito, a la luz, redescubierta, del Evangelio. La Iglesia, nosotros la Iglesia, necesita reconocer sus equivocaciones, con sinceridad, con la humildad con que el pecador reconoce sus errores y hace propósito de corregirse.

Todas estas necesidades alentaron el Espíritu del Concilio, pero hace falta más.

La Iglesia, nosotros la Iglesia, necesita renunciar de hecho, a tales errores, porque el reconocimiento es hipocresía cuando se sigue practicando el error. Es una labor titánica, porque será necesario cambiar todo un estilo de Iglesia, desenmascarar docenas y docenas de aspectos actuales de la Iglesia que no responden al estilo de Jesús.

En una palabra. la Iglesia, nosotros la Iglesia, necesitamos refundar. Y Re-Fundar significa volver a sus fundamentos, edificar sobre la Roca de Jesús, renunciando a otros fundamentos de arena que desde hace siglos la han puesto en el peligro de ser arrastrada por la riada implacable de los tiempos.

Necesitamos recuperar la Tradición. Pero no las tradiciones que se han ido apegando a lo largo de la historia, tomadas de la filosofía pagana, del derecho romano, del poder feudal, del culto del Antiguo Testamento, del esplendor de los príncipes… de tantas fuentes ajenas a Jesús, sino LA TRADICIÓN, la que se desprende del mismo Jesús, la que está empapada de sus criterios, de sus valores y de su estilo, la TRADICIÓN que mana de las parábolas, de los Hechos de Apóstoles, la que está limpia de las adherencias del mundo.

Creo que estos tiempos que vivimos son tiempos de gracia, porque en ellos se da una invitación a la conversión como nunca se había dado en la historia. Creo que los grandes fundadores, Benito, Bernardo, Francisco, Clara, Domingo, Teresa, Ignacio y otros muchos, pretendieron exactamente esto… y que fueron neutralizados poco a poco por los mismos caballos de Troya que hoy, por la fuerza del Viento de Dios, están ya desenmascarados (para quien quiera verlo, naturalmente).

José Enrique Galarreta

martes, 16 de marzo de 2010

¡ABOLID EL CELIBATO!

Hans Kung 

Abuso sexual masivo de niños y adolescentes por parte de clérigos católicos desde Estados Unidos hasta Alemania, pasando por Irlanda: se trata de una enorme pérdida de imagen por parte de la Iglesia católica, pero también es una revelación de la profunda crisis por la que atraviesa.

En la Conferencia Episcopal Alemana, su presidente, el arzobispo de Friburgo Robert Zollitsch, primero se pronunció públicamente. Que calificara los casos de abuso como "crímenes atroces" y, más tarde, la Conferencia Episcopal pidiera perdón a todas las víctimas en su declaración del 25 de febrero fueron primeros pasos para superar la crisis, pero tiene que haber más. La postura de Zollitsch demuestra, evidentemente, una serie de consideraciones erróneas que han de ser corregidas.

Primera afirmación: el abuso sexual por parte de clérigos no tiene nada que ver con el celibato. ¡Protesto! Es indiscutible, sin duda, que este tipo de abusos ocurre también en familias, colegios, asociaciones y también en iglesias en las que no rige la ley del celibato. ¿Pero por qué de manera masiva en la Iglesia católica, dirigida por célibes?

Evidentemente, el celibato no es la única razón que explica estos errores. Pero es la expresión estructural más importante de una postura tensa de la Iglesia católica respecto a la sexualidad, que se refleja también en el tema de los anticonceptivos.

Sin embargo un vistazo al Nuevo Testamento muestra que Jesús y san Pablo vivieron ejemplarmente sus respectivas solterías para volcarse en su servicio a la humanidad, pero dejando a cada cual plena libertad respecto a esta cuestión.

En lo que al Evangelio se refiere, la soltería sólo puede comprenderse como una vocación adoptada libremente (una cuestión de carisma) y no como una ley vinculante general. San Pablo se oponía rotundamente a los que, ya entonces, defendían la opinión de que "bueno es para el hombre no tocar mujer": "No obstante, por razón de las inmoralidades, que cada uno tenga su propia mujer, y cada una tenga su propio marido" (1 Corintios, 7, 1-14). Según el Nuevo Testamento en la primera carta a Timoteo "el obispo debe ser hombre de una (¡y no ninguna!) sola mujer" (3, 2).

San Pedro y el resto de los apóstoles estaban casados. Para obispos y presbíteros esto quedó, durante siglos, como algo que se daba por supuesto e incluso prevaleció hasta el día de hoy, al menos para los sacerdotes, tanto en oriente para las iglesias unidas a Roma, como en toda la ortodoxia. Sin embargo, la ley romana del celibato contradice el Evangelio y la antigua tradición católica. Merece ser abolida.

Segunda afirmación: es "totalmente erróneo" achacar los casos de abuso a fallos en el sistema de la Iglesia. ¡Protesto! La ley del celibato no existía aún en el primer milenio. En el siglo XI, en Occidente, esta ley se impuso por influencia de monjes (que viven en celibato por decisión propia) y, sobre todo, del papa Gregorio VII de Canosa, en contra de la clara oposición del clero italiano y más todavía del alemán, donde sólo tres obispos se atrevieron a promulgar el decreto. Miles de sacerdotes protestaron contra la nueva ley.

En un memorial, el clero alemán alegaba: "¿Acaso el Papa no conoce la palabra de Dios: 'El que pueda con esto, que lo haga' (Mateo 19, 12)?". En esta única declaración sobre la soltería, Jesús aboga por optar libremente por este modo de vida.

De esta manera, la ley del celibato -junto con el absolutismo papal y el clericalismo forzado- se convierte en uno de los pilares fundamentales del "sistema romano". Al contrario que en la Iglesia oriental, el celibato del clero occidental parece sobre todo distinguirse del pueblo cristiano por su soltería: un dominante estado social propio fundamentalmente superior al estado laico, pero totalmente subordinado al Papa de Roma.

El celibato obligatorio es el principal motivo de la catastrófica carencia de sacerdotes, de la trascendente negligencia de la celebración de la Eucaristía y, en muchos lugares, del colapso de la asistencia espiritual personal. Esto se disimula con la fusión de parroquias en "unidades de asistencia espiritual" con sacerdotes totalmente sobrecargados. ¿Pero cuál sería la mejor promoción de una nueva generación de sacerdotes? La abolición de la ley del celibato, raíz de todo mal, y la admisión de mujeres en la ordenación. Los obispos lo saben, pero no tienen valor para decirlo.

Tercera afirmación: los obispos han asumido suficiente responsabilidad. Que ahora se tomen serias medidas de ilustración y prevención es, evidentemente, bienvenido.

¿Pero no son acaso los propios obispos quienes tienen la responsabilidad de todas estas decenas de años de encubrimiento de abusos que, a menudo, sólo conllevaban el traslado de los delincuentes con la más absoluta discreción? ¿Son por lo tanto los mismos antiguos encubridores ahora fidedignos esclarecedores, o acaso no deberían incorporarse comisiones independientes?

Hasta ahora, ningún obispo ha confesado su complicidad. Sin embargo, podría aducir que se limitaba a cumplir las instrucciones de Roma.

Por motivos de secretismo absoluto, la discreta Congregación de la Fe del Vaticano se atribuyó en realidad todos los casos importantes de delitos sexuales por parte de clérigos, y fue así como esos casos de los años 1981 a 2005 llegaron a la mesa del prefecto cardenal Ratzinger. Éste envió, el mismo 18 de mayo de 2001, a todos los obispos del mundo, una ceremonial epístola sobre los graves delitos (Epistula de delictis gravioribus) en la que todos los casos quedaban clasificados como "secreto pontíficio" (secretum pontificium), cuya violación está penada con el castigo eclesiástico. Entonces, ¿no podría esperar la Iglesia, además, en un gesto de compañerismo para con los obispos, un mea culpa del Papa? Y este gesto debería ir unido a una reparación en virtud de la cual la ley del celibato, sobre la que estaba prohibido discutir en el Segundo Concilio Vaticano, pudiese ser examinada abierta y libremente en la Iglesia.

Con la misma franqueza con la que, por fin, se están superando los mismos casos de abuso, debería discutirse también uno de sus orígenes estructurales más profundos, la ley del celibato.

Los obispos deberían proponérselo al papa Benito XVI con insistencia, y sin ningún miedo.

lunes, 15 de marzo de 2010

EL PADRE DE LA PARÁBOLA USURPA EL ROL DE LA MADRE

Diríamos que no hay nada que comentar, que no hay más que leer, admirar, y dejarse penetrar de la Palabra. Y es lo que debemos hacer: releer una y otra vez y dejar que el Espíritu de Jesús nos vaya invadiendo. Sin embargo, es tanto el contenido y tan revolucionario, que necesariamente debemos explicarlo un poco.

Ante todo, Jesús es el mejor narrador de todos los tiempos. Es el Maestro de los maestros al inventar narraciones para hablar de Dios. Jesús es el que sabe hablar de Dios, porque le conoce. Jesús es el que sabe hablar del hombre, porque le conoce.

Lo primero que se nos ofrece es sin duda una preciosa definición del pecado y de la conversión.

¿Qué hay en la casa del padre? Trabajo, cariño, responsabilidad, sentirse bien, tener alimento, ser alguien, ser hijo.

¿Qué hay lejos de la casa del Padre? Engaño, apariencia de felicidad, todo insatisfactorio y perecedero.

El hijo pequeño ha cometido un grave error. Le ha parecido que hay cosas mejores que trabajar en la Casa del Padre. Es una definición del pecado: un grave error, sentirse atraído por algo que, a la larga, te va a decepcionar, te va a hacer desgraciado. Y sobre todo, no ser nadie, haber perdido la dignidad y la identidad.

¿Por qué quiere el hijo volver? Por hambre. Porque se acuerda de que en casa de su Padre se estaba mucho mejor. Ni siquiera por su Padre, ni por cariño. Porque se acuerda de lo bien que estaba en su casa.

Hasta aquí, Jesús nos ofrece todo un tratado de sicología del pecado y de la conversión. El pecado es error: pensamos que fuera de la Ley de Dios se está mejor. Buscamos la felicidad fuera de lo que Dios propone. Debilidad y error que conduce al ser humano a la indignidad y a la pérdida de identidad.

Pero el mensaje es mucho más amplio y profundo: el mensaje básico no es el hijo, sino el padre. El mayor de los errores del hijo es que no conoce a su padre. Piensa que tendrá que rogarle, que convencerle, que quizá consiga ser admitido como un criado... ¡Qué sorpresa, cuando empieza a recitar su cantinela "padre, he pecado contra el cielo y contra ti...." y se da cuenta de que su padre ni le escucha, sino que grita de alegría a todo el mundo, que traigan buena ropa, que maten el ternero, porque mi hijo ha vuelto!

Quizá hayamos olvidado que la parábola es paradójica. Tuvo que sonar muy mal ante aquel auditorio acostumbrado a que el "Paterfamilias" fuese ante todo "el amo", el que imparte justicia, el conservador de la hacienda. Para todos los oyentes, el que tiene razón es el hijo mayor, que es trabajador, fiel a su casa, justo. La misericordia esperable sería que el hijo que vuelve fuese admitido en casa como peón... por pura bondad. Entonces podríamos hablar de un padre justo y misericordioso. Pero el padre de la parábola es mucho más que eso.

Ese padre que destroza la herencia, perjudica los intereses del hermano justo y trata al hijo pequeño "como si no hubiese pasado nada" (y todavía mejor) no es un buen ejemplo para el orden ni para la educación de los hijos ni para el mantenimiento de la estabilidad de la hacienda familiar.

El padre de esta parábola usurpa el rol de la madre, que debería estar ahí para interceder por el hijo descarriado; pero no hace falta, porque el padre no es el paterfamilias justo sino la madre emocionada por el regreso del hijo.

Pero el hijo mayor no es como su padre; es un estricto cumplidor. Y tiene razón, sus frases son perfectas: “yo he cumplido siempre en todo, y ahora que viene ese hijo tuyo que ha tirado la herencia con prostitutas, lo vuelves a aceptar como hijo, sin más. Es injusto”. Y tiene razón, es injusto. Tiene razón, pero el padre tiene corazón: la última frase significa: “Tienes razón hijo, pero ¿de verdad no te alegras de haber recuperado a tu hermano?”

La parábola se inscribe pues junto a las otras en que el mensaje radica precisamente en "Dios no hace justicia", como los viñadores de la última hora o la invitación al banquete, y a los hechos de Jesús en que prefiere a los pecadores antes que a los justos. Los pecadores que se acercan a Jesús son acogidos inmediatamente, aunque no hagan nada por "merecer" el perdón, como la mujer adúltera.

Lo esencial en la parábola es sin duda que el hijo es restituido a su condición de hijo sin ningún mérito propio; solamente porque el Padre está deseando hacerlo así. En cuanto el hijo da pie para ello, recibe la plenitud del cariño del padre: no tiene más que acercarse, aunque sea sólo por hambre, y encontrará al Padre feliz de recuperarle como hijo.

Y éste es el secreto: no se trata de perdonar cosas pasadas y decir que no tienen importancia, sino de recuperarle como hijo. No estamos ante un tribunal "blando" que quita importancia a los errores o maldades anteriores. Esto deformaría esencialmente la imagen del padre. Se trata de que no estamos ante un tribunal, sino ante el estupendo milagro de que el cariño del Padre ha recuperado a un hijo. Ha recuperado a un solo hijo.

Al otro hijo no parece poder recuperarlo ni el cariño del padre: seguirá viviendo en el árido reino de la justicia. No olvidemos que estas parábolas las provocan los fariseos y escribas que murmuran porque Jesús acoge a los publicanos y pecadores que acuden en masa a Él.

Si alguien cree que esta manera de entender a Dios es permisiva, que ancha es Castilla, que no hay que preocuparse por los pecados... es que no se ha enterado de nada. Porque nada hay más exigente que el amor.

Porque todas las leyes y obligaciones del mundo se quedan pequeñas y ridículas ante la exigencia que supone el querer, porque la madre hace mil veces más que aquello a lo que está obligada, y lo hace disfrutando, y cuanto más tiene que esforzarse más disfruta, porque el amor sólo se satisface dando y esforzándose.

Y ésa es la vida y la religión a la que Jesús llama, infinitamente más exigente que todos los preceptos, infinitamente más satisfactoria que todos los premios, infinitamente más humana y más divina, porque Jesús conoce a Dios y al hombre, y ha establecido una relación entre ellos objetiva, no basada en lo que nosotros nos imaginamos de Dios y del hombre, sino en lo que Dios y el hombre son en realidad.

En resumen, un cristiano se define por haber aceptado la misión. No te conformes con menos: la vida es para trabajar en las cosas de tu padre, para anunciar a los hombres el Reino; cómo compensa dar la vida por las cosas del padre, entrar por la puerta estrecha, tomar la vida cuesta arriba, no dejarse aprisionar por el dinero, renunciar a la venganza y superar la justicia, disfrutar más en dar que en recibir, fiarse de Dios en medio del mal...

¿Quieres trabajar en las cosas de tu padre? Decir que sí es vivir como hijo, metiéndose en todos los líos de los demás hijos, porque eso, los hijos, son "las cosas de mi padre". Si alguien piensa que esto es permisivo, hablamos diferente idioma.

Así que hemos dado con una hermosa descripción de "El Reino". El Reino es "estar en las cosas de mi padre". Y de aquí surge una sana, sencilla y comprometedora teología de la ecología y de la solidaridad, tan lejana de esas teologías trinitarias y cristológicas tan presuntuosas como estériles.

LOS JESUITAS SON LOS "FREE LANCERS" DEL CATOLICISMO

Jesús Rodríguez
El País, 28 de octubre de 2007

Desde su despacho, mucho antes de que amanezca, el papa negro de los jesuitas divisa cada mañana los dominios del papa blanco en Roma. Las ventanas de ambos son las primeras en iluminarse en el Vaticano. Las separan unos centenares de metros. Luego ofician misa en soledad. Son los dos hombres más poderosos de la cristiandad. Unidos a través de la historia por un sólido vínculo de complicidad y también de sospecha. A lo largo de cinco siglos, sus relaciones han sido tormentosas. De amor y odio. Un papa disolvió la Compañía de Jesús en 1773, y otro, Juan Pablo II, la sometió con mano de hierro en 1981 y a punto estuvo de disolver su caballería ligera. Sus monjes soldados universales, inquietos y disciplinados. Universitarios y políglotas. Humildes y soberbios al tiempo. Entrenados física y mentalmente como marines por los Ejercicios Espirituales de San Ignacio. Siempre a disposición del pontífice en los cinco continentes; en vanguardia; en el filo de la navaja.

Se saben distintos. Definen su trabajo como “estar en la frontera”. Lo explica el padre Héctor de Vall, de 72 años, rector del Pontificio Instituto Oriental: “Nuestro voto de obediencia al Papa es para la misión; el Santo Padre te puede enviar a la frontera intelectual o geográfica que considere oportuna. En un principio, disponía de los jesuitas, un grupo de gente muy especializada, que sabía latín y tenía una carrera civil, para que fueran a los confines del planeta. Hace un siglo, la frontera suponía estar en el mundo de la ciencia, porque los científicos eran ateos. Y los jesuitas, como científicos, debíamos demostrar que la fe no era contraria a la razón; hoy, nuestra frontera es la lucha por la justicia, la paz, la ecología, los derechos humanos”.

Esa búsqueda febril que tantos problemas les ha dado en el Vaticano. Desde aquel 1974 en que la Congregación General de la Compañía decidiera que, para los jesuitas, el servicio a la fe debía ser inseparable de la promoción de la justicia en el mundo. Un terremoto. Su Mayo del 68. Los soldados papales, martillo de protestantes, confesores de papas, aliados de reyes, educadores de ricos, descubrían a los pobres. Y se ponían de su lado. Contra las dictaduras, denunciando el racismo en EEUU, con los más desfavorecidos en Nicaragua y El Salvador. En los barrios marginales. Entre los refugiados. Una refundación rápida y profunda.

Más allá del críptico lenguaje eclesiástico, ¿qué significa en la actualidad “la promoción de la justicia”? Contesta Jon Sobrino, de 68 años, forjador de la teología de la liberación en Centroamérica: “¿Qué es justicia para esas mayorías a las que se les niega una vida digna? ¿Qué es justicia para las mujeres maltratadas y oprimidas? ¿Qué es justicia donde hay apartheid? ¿Qué es justicia si EEUU consume el 28% del oxígeno de la Tierra? La promoción de la justicia no se puede definir. Es vida y dignidad para todos. Algo que clama al cielo. Nuestra misión”.

La Iglesia no estaba preparada para esa revolución. Para ese atracón de libertad. Pasar del traje talar al mono de obrero sin escalas. “Aquel espíritu sigue entre nosotros”, comenta Higinio Pi, de 41 años, que sigue los pasos de antecesores instalados en la chabola de El Pozo, un barrio marginal de Madrid. “En aquel momento (la España de Franco), los jesuitas querían saber qué pasaba en la calle, vivir como la gente normal, padecer lo mismo. Y salieron del centro de las ciudades y las parroquias. Hoy, las necesidades de la sociedad son distintas; trabajamos para ver cómo acoger a los inmigrantes que acaban de llegar. Estamos a pie de obra; investigamos de dónde vienen y la incidencia social que provocan. Nuestro fin no es enseñarles el catecismo; expresamos nuestra fe al luchar contra la injusticia. Nuestro trabajo con la inmigración no es asistencial; consiste en saber quién viene y por qué. Hay una parte muy interesante de los jesuitas como think tank para conocer mejor la inmigración. Y también en la cooperación al desarrollo y la cultura por la paz. Nuestro fin no es dirigir; no queremos figurar, sino iniciar proyectos, dejar paso a otros y seguir adelante”. “Es la manera de ser de la Compañía”, explica un veterano jesuita. “Analizamos la realidad del lugar donde estamos y respondemos en consecuencia. Vamos por libre. Somos los free-lancers de la Iglesia. Llegamos a un sitio y ponemos en práctica lo que nadie antes ha hecho”. (...)

Los jesuitas eran los primeros que se habían quitado la sotana y marchado a vivir en pisos. Leían a Marx (la biblioteca de la Gregoriana guarda 47.000 libros sobre el tema). Profundizaban en las religiones orientales. Se mezclaban con gentes de todas las razas y creencias. Vestían taparrabos en la selva de Brasil y túnicas en la India. Rezaban al estilo zen en Japón. Y avanzaban más rápido que ninguna otra orden en su visión de Dios. Sin embargo, fue su compromiso con la teología de la liberación en Centroamérica el detonante de su ruptura con el Papa.

Jon Sobrino sitúa el inicio la teología de la liberación entre los jesuitas en 1969: “Ese año, el padre Ignacio Ellacuría convocó unos ejercicios espirituales en El Salvador, donde se reunieron 200 jesuitas que hicieron una profunda autocrítica ante Dios. Arrodillados ante los pueblos crucificados del mundo, se preguntaron cuál era su parte de culpa para que estuvieran así y qué podían hacer para bajar de la cruz a los oprimidos de la Tierra. En la vida hay un camino que va a los honores y otro que va a la pobreza y los oprobios. Ellacuría escogió éste último. Y detrás, muchos jesuitas en América, y luego, en África y en EEUU. Esa aspiración se concretó en la Congregación General de la Compañía en 1974: allí cambió nuestra forma de ver a Dios, a los hombres y a nosotros mismos. El padre Arrupe, nuestro general, era muy reacio al experimento. Nos pedía prudencia. Decía que estábamos demasiado en el cambio social, en lo político, y nos olvidábamos de lo espiritual. En 1976 me llamó a Roma; hablamos durante una semana, nos conoció y cambió de idea. Nos animó a seguir. No era un camino de rosas. Muchos jesuitas dieron su vida, 16 en Centroamérica. El primero, Rutilio Grande, en 1977”.

A mediados de los 70, el sector más conservador de la Iglesia comenzaba a rebelarse contra los excesos de la Compañía. Se avecinaba la contraofensiva integrista en Argentina, Italia y, especialmente, la España del nacionalcatolicismo. La Conferencia Episcopal hizo llegar sus agravios a Pablo VI y más tarde a Juan Pablo II. La mayoría de los jesuitas que trabajaban en Centroamérica eran españoles. Muchos de ellos vascos. Los nuncios de todo el mundo enviaban a diario mensajes alarmantes al Vaticano sobre las actividades de los jesuitas. El dossier secreto de quejas (aún sigue sin conocerse) aumentaba en Roma... En 1981, los jesuitas caían en desgracia.

Un papa polaco que jamás pisó las selectas aulas de su Universidad Gregoriana en Roma: su particular fábrica de cardenales —“Juan Pablo II, de teología, cero”, dice un jesuita navarro— les iba a humillar a conciencia. Desconfiaba del liderazgo del papa negro, el español Pedro Arrupe, que, con sus portadas en Time o Stern y sus apariciones televisivas, eclipsaba su estrellato mediático. Wojtyla, un sacerdote producto de la guerra fría, nunca comprendió los devaneos de los jesuitas con los marxistas. La creciente democracia interna en el seno de la Compañía. Sus posiciones a favor de la contracepción. Su forma individualista de actuar. Esa “fidelidad creativa” de la que presumen. Les quería más monjes y menos hombres. “Más que desconfiar, Juan Pablo II nos desconocía; la imagen que tenía de la vida religiosa era muy distinta de la que llevamos los jesuitas”, afirma Ignacio Echarte, de 56 años, una de las figuras importantes en la dirección de la Compañía en Roma. “No somos de vida contemplativa, no cantamos en el coro, no estamos aislados del mundo. Estamos a la intemperie, donde hay barro y ahí te manchas”. “Pero es que si no fuéramos flexibles, no seríamos jesuitas”, añade el padre José María de Vera, también destinado en la curia de Roma. “Si no estuviéramos en el mundo ni cambiáramos según las circunstancias de tiempo y lugar, no seríamos jesuitas: seríamos monjes en un convento.

En 1981, el momento de debilidad de la Compañía fue aprovechado por el Opus Dei y otros movimientos neocons para arrebatarles los puestos clave en la curia vaticana. El poder. El favor del Papa. El Opus consiguió en tiempo récord la beatificación de su fundador. Y una posición de privilegio en el catolicismo. Mientras, la Compañía de Jesús dejaba de ser noticia. Muda y prudente durante más de dos décadas. Mirada larga y pies de plomo. Resistencia pasiva. Hacer lo de siempre, pero sin ser noticia... Aguantar. Pura astucia jesuítica.

Porque en el Vaticano, muchos jerarcas habían olvidado que la Compañía ha sobrevivido durante 467 años a decenas de pontífices. A guerras, disoluciones y expulsiones. Juan Pablo II falleció el 2005. Y hoy, el sector más avanzado del catolicismo anhela el regreso de los jesuitas al liderazgo de la Iglesia. Que den un paso al frente. Y marquen de nuevo el camino. Su relación con el nuevo papa, Benedicto XVI (éste, sí, un teólogo de prestigio), se ha suavizado. Incluso ha nombrado a un jesuita, Federico Lombardi, de 65 años, como su jefe de prensa, en lugar del opusdeísta Joaquín Navarro Valls. Y fulminado al líder del grupo neoconservador Legionarios de Cristo Rey, el sacerdote mexicano Marcial Maciel, por sospechas de pederastia. “Algo que Juan Pablo II nunca hubiera hecho. Tal como están las cosas en la Iglesia, el Papa no puede prescindir de nadie, y menos aún de la Compañía”, afirma un jesuita español, “y Ratzinger nos está dando coba. Bueno, en realidad, una de cal y otra de arena, porque también ha sancionado a Jon Sobrino por sus escritos y nos ha dolido mucho a todos. Cada jesuita es todos los jesuitas”.

El próximo mes de enero, 200 de ellos llegados de todo el mundo elegirán en Roma un nuevo general en su Congregación General número 35 que sustituirá a Peter-Hans Kolvenbach, papa negro desde 1983. Puede haber llegado el momento de los jesuitas, aunque nadie en la Compañía de Jesús más extendida y universal de todos los tiempos se aventure a pronosticar el resultado del cónclave negro.

domingo, 14 de marzo de 2010

GRESCA POR CRISTO

La jerarquía episcopal fuerza a retirar de la venta el libro de Pagola sobre Jesús, avalado por el obispo Uriarte después de algunas 'correcciones' y del que se han vendido ya 80.000 ejemplares 


Juan G. Bedoya
Se llamaba Yeshúa, y a él probablemente le agradaba. El nombre quiere decir Yahvé salva. Se lo había puesto su padre el día de la circuncisión. Era un nombre tan corriente en aquel tiempo que había que añadirle algo más para identificar bien a la persona. En su pueblo, la gente lo llamaba Yeshúa bar Yosef, Jesús, el hijo de José. En otras partes le decían Yeshúa ha-notsrí, Jesús el de Nazaret".

Si, como dijo el poeta, el primer verso te lo dan los dioses, este primer párrafo del capítulo uno del libro Jesús. Aproximación histórica subraya el estilo vibrante con que el teólogo Juan Antonio Pagola ha escrito 569 páginas sobre el fundador cristiano. Se han vendido 80.000 ejemplares en castellano, euskera y catalán, y ha sido traducido a otros idiomas. Es, como suele decirse, un best seller, un superventas. Pero no ha gustado a la jerarquía del catolicismo La editorial PPC, de la congregación marianista, ha ordenado a las librerías religiosas que retiren los ejemplares no vendidos. Los publicados en euskera por la editorial-librería diocesana Idatz y en catalán por Claret siguen en el mercado. En la trifulca están implicados cardenales y obispos, aquí y en Roma, a favor y en contra.



Los cronistas de la antigüedad escribieron que Jesús de Nazaret fue ejecutado como un malhechor porque estorbaba a los poderosos. Cuando se cumplió la sentencia, en las afueras de Jerusalén, junto a una vieja cantera, probablemente el 7 de abril del año 30, ya estaba claro que el sistema no soportaba el empeño del nazareno en anunciar un vuelco de la situación con su programa sobre el reino de Dios y de una nueva justicia.
Las disputas sobre el fundador cristiano vienen de lejos porque la jerarquía del cristianismo ha acuñado la imagen de un fundador celeste, y no quiere controversia ni contraopinantes. El último ejemplo es el Jesús de Nazaret del papa Benedicto XVI (de civil, teólogo Joseph Ratzinger), publicado el año pasado, también un superventas. Este próximo verano sale un segundo tomo y la jerarquía no quiere rivales o comparaciones, ni en ventas, ni doctrinalmente.


La disputa principal sobre Jesús se ha centrado en si el nazareno era hijo de Dios y no un nuevo mesías. Ha sido el elemento de exasperación para la jerarquía desde los tiempos en que Pablo de Tarso, auténtico secretario de organización de esa iglesia, puso firme al apóstol Pedro en el concilio de Jerusalén, celebrado en torno al año 46. De entonces para acá, y sobre todo desde el concilio de Nicea (año 325), donde el emperador Constantino impuso la paz teológica aplastando la cabeza de los seguidores de Arrio, son incontables los teólogos que penan por ir más allá de lo que el aparato les tenía permitido. Cuando la sabiduría popular acuñó la expresión "¡Y se armó la de Dios es cristo!", se refería a las consecuencias, a veces sangrientas, de esos enfrentamientos.


Pagola no discute el dogma de Nicea, pero sus detractores ven a su Jesús demasiado humano. Algunos se atreven incluso a acusarle de arriano. Gran parte de las correcciones introducidas en la novena edición del libro se dirigían a espantar esa maledicencia. En todo caso, el Jesús de Pagola no tiene esposa ni hijos, come y bebe con pecadores, trata con prostitutas y no vive preocupado por la impureza ritual. Tampoco tiene rechazo alguno a la mujer, sino todo lo contrario. Y su comportamiento en sociedad resultaba desconcertante. Nada que ver con el Jesús reinante entre la acomodada nomenclatura romana. Lo dejó escrito ya Dostoievski en el capítulo quinto de Los hermanos Karamazov, cuando se encuentran en un calabozo de Sevilla un prepotente Gran Inquisidor y el pobre nazareno crucificado.


Lo curioso en esta gresca episcopal contra el Jesús de Pagola -así se conoce ya a este libro-, es que la edición retirada de las librerías, la novena, había sido corregida por el autor para satisfacer a alguno de sus censores, y se publicó con el Nihil obstat et imprimatur del obispo de San Sebastián, Juan María Uriarte. Ocurrió a finales del año pasado, antes de que éste fuese relevado en el cargo por José Ignacio Munilla, de carácter más conservador. El Nihil obstat (No existe impedimento) supone una aprobación oficial, desde el punto de vista moral y doctrinal, de una obra que aspira a ser publicada con las bendiciones eclesiásticas.


Antes de avalar a Pagola, Uriarte se hizo asesorar por tres teólogos destacados -entre ellos, el arzobispo emérito de Pamplona, Fernando Sebastián-, y consultó a especialistas en cristología en el mismísimo Vaticano. Dos de los informes recabados fueron favorables al nihil obstat, y uno contrario. Ni por esas. Los críticos han seguido alzando su voz, hasta forzar a la editorial PPC a retirar el libro. También arrecian las críticas más severas a Uriarte por avalarlo.


No consta orden expresa de retirar el libro, ni una condena pública sobre esa novena edición. Ni hay, ni se espera. La razón es sencilla. Salvo que hable el Vaticano, -la conocida proclama: Roma locuta, causa finita: cuando Roma habla, se acabó la discusión-, en las trincheras de esta batalla teológica y de poder hay prelados de mucho peso en cada bando. A un lado, intransigentes con todo lo que suena a distinto o distante, se alzan el cardenal de Madrid, Antonio María Rouco, con el poder que le da la presidencia de la Conferencia Episcopal, y el secretario portavoz de ésta, el jesuita Juan Antonio Martínez Camino, también obispo auxiliar de Rouco en el arzobispado; enfrente, prelados que lo han sido todo en la organización episcopal, como el propio Uriarte, durante años miembro de su Comité Ejecutivo, e incluso el arzobispo Fernando Sebastián, el teólogo preferido de mítico cardenal Tarancón y ex vicepresidente de la conferencia de prelados muchos años.


En ambas trincheras se ha expresado también lo más granado de la atribulada teología española y han alzado la voz las iglesias de base y el activo Foro de Curas. "Queremos manifestar nuestro rechazo e indignación ante el hecho de que vuelve a ser proscrito el quehacer teológico de un compañero cura y teólogo, que a tantas personas sencillas y comunidades cristianas ha ayudado. Nos producen especial y desagradable sorpresa las desautorizaciones entre obispos al más alto nivel", ha dicho este foro en un manifiesto, la semana pasada.


Otro clamor en favor de teólogo guipuzcoano se ha alzado en su misma diócesis, a cargo de la mayoría de sus sacerdotes (252, sobre un censo de unos 300). En una carta pública han expresado su solidaridad con Pagola y denunciado que éste padece "persecución y maltrato". El ex vicario de esa diócesis, Félix Azurmendi, incluso ha publicado en El Diario Vasco, en San Sebastián, un artículo con el título Pedimos la verdad, acusando a los "sectores más conservadores de la Iglesia" de perseguir un libro que "ayuda a creer", y criticando "el modo oscurantista" utilizado. Azurmendi concluye con una exigencia de explicación pública porque, afirma, "la diócesis de San Sebastián se merece un respeto".
Pese a la actual virulencia de estas disputas, el conflicto viene del invierno de 2007, cuando la Congregación para la Doctrina de la Fe en España (el antiguo Santo Oficio de la Inquisición) anunció que estaba preparando una llamada Notificación de censura contra Pagola. Objetivo: desactivar los efectos del libro y frenar su vertiginosa difusión.


Como Pagola no es un eclesiástico cualquiera, aquel empeño hubo de superar no pocos obstáculos. José Antonio Pagola (Añorga. Guipúzcoa. 1937) estudió Teología y Ciencias Bíblicas en la Universidad Gregoriana de Roma, en el Instituto Bíblico Romano y en la École Biblique de Jerusalén, y desempeñó el cargo de vicario general de la diócesis de San Sebastián, con el obispo José María Setién. Sigue siendo director del Instituto de Pastoral guipuzcoano, con Munilla como nuevo pontífice diocesano. Es autor de otra veintena de libros -entre los últimos, Salmos para rezar desde la vida (2004) y Jesús ante la mujer (2006).


Fue el entonces obispo de Tarazona -ascendido más tarde a Córdoba-, Demetrio Fernández, quien primero alzó la voz contra Pagola. Licenciado en Teología Dogmática en la Pontificia Gregoriana de Roma y ex profesor de Cristología en el Instituto Teológico San Ildefonso de Toledo, este prelado es miembro de la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe, la encargada de velar por la recta doctrina en España. Pero su execración contra Pagola no fue un documento oficial. La diatriba se publicó sólo en el boletín diocesano de Tarazona, con el título El libro de Pagola hará daño. Sucedió en la Navidad de 2007. Decía: "Me produce profunda preocupación que este libro se difunda tanto. El Jesús de Pagola no es el Jesús de la fe de la Iglesia. Se lee con gusto por el buen estilo literario de su autor, pero sembrará confusión, también en mi diócesis, pequeña y humilde, que vive influenciada por los fenómenos de masas".


El obispo de la comisión doctrinal ya se temía entonces el éxito de ventas. "Me llegan noticias de que el libro de J. A. Pagola se está vendiendo como rosquillas. Incluso en una de mis visitas pastorales quisieron regalármelo como el mejor de los presentes". Concluía su alegato animando "a otros, pastores o teólogos", a que se ocupasen de un libro "que tanto daño puede hacer a nuestros fieles, sobre todo a los más sencillos".


La veda quedaba abierta. Arreciaron los escritos contra Pagola, algunos promovidos desde la Conferencia Episcopal, pero también los apoyos, en una ola creciente que el propio Pagola se vio obligado a contestar. "Son muchos los que me preguntan cómo estoy y qué está sucediendo (...) Estoy escuchando desde dentro las palabras de Jesús a sus seguidores: no juzguéis a nadie... No condenéis a nadie. Perdonad. Conozco bien los sentimientos de Jesús. Por eso rezo por los que me rechazan. Lo hago con nombres y apellidos. Pienso de verdad que, en el fondo, no saben lo que están haciendo".


Aquel Jesús. Aproximación histórica tenía 539 páginas; el corregido después para satisfacer a los censores, sin éxito, alcanza las 569 páginas. Las primeras ocho ediciones se vendieron pronto y sin el nihil obstat eclesiástico. Si la editorial PPC no retiró el libro entonces fue porque nadie se lo pidió. Tampoco ha recibido indicación alguna ahora, no de forma directa. Perteneciente al grupo SM, de la congregación marianista, PPC forma parte de un rentable conglomerado editorial con fuerte presencia en Hispanoamérica. Edita también libros de texto y la prestigiosa revista cristiana Vida Nueva, que lanzará esta primavera ediciones en varios países hispanoamericanos. Su director, el sacerdote Juan Rubio Fernández, acaba de publicar un libro a la manera del famoso Diario de un cura rural, de Georges Bernanos. Se titula En memoria mía. Fragmentos de la vida de un cura. El capítulo titulado "Más diálogo y comunión" lo empieza con la famosa consigna de san Agustín: "En las cosas necesarias, la unidad; en las dudosas, la libertad; y en todas, la caridad". El cura del libro de Juan Rubio, como Pagola en su carta de queja, también añora una iglesia "hogar de comunión y no un cuartel blindado".


Una condena expresa de la moderna inquisición española al Jesús de Pagola, con la complacencia de Roma, hubiera retirado el libro de las estanterías, como le ha ocurrido a la novena edición, pese a contar ésta con el nihil obstat del prelado de San Sebastián. ¿Por qué no se hizo? ¿Cuál ha sido el papel del nuevo obispo de San Sebastián, el correoso Munilla, en esta historia? No hay respuestas, de momento. Munilla calla. Es impensable que vaya a desautorizar a su predecesor, pero tampoco apoyará a Pagola. Pero sí se ha reunido con el teólogo censurado, sin trascendencia pública alguna, y de momento lo mantiene en el cargo de director del Instituto diocesano de Pastoral.


La cruda realidad para la jerarquía conservadora es que, como se temía el obispo Demetrio Fernández, las tribulaciones del libro incrementaron su difusión, ya extraordinaria entonces en un texto de teología. Ni siquiera ha podido neutralizarlo la Comisión para la Doctrina de la Fe de la Conferencia Episcopal cuando se decidió en junio de 2008 a hacer publica su "nota doctrinal" (eufemismo de censura) acusando a Pagola de "tergiversar" el sentido de la vida de Jesús. Presidida entonces por el cardenal de Valencia, Agustín García Gasco, ya jubilado, la comisión señalaba tres deficiencias "principales" de la obra: "la ruptura que, de hecho, se establece entre la fe y la historia"; "la desconfianza respecto a la historicidad de los evangelios", y "facilitar la lectura de la historia de Jesús desde unos presupuestos que acaban tergiversándola". También señalaba como deficiencias doctrinales "la presentación de Jesús como un mero profeta"; la negación de su conciencia filial divina, y la negación del sentido redentor dado por Jesús a su muerte, entre otras.


Frente a esas execraciones, abundan los obispos que ven muchos méritos y virtudes en el Jesús de Pagola. Pero nadie lo ha defendido tanto como su superior jerárquico, el ya emérito Uriarte. Lo ha hecho en escenarios diversos, por ejemplo en la Universidad de Deusto (ante todos los ámbitos de la sociedad vasca), y en una conferencia en la Tribuna Euskadi del Fórum Europa. Según Uriarte, el libro es un "intento serio de aproximación histórica, honesta, documentada y bien hecha". También ha dicho que su decisión de apoyar la publicación con el nihil obstat la tomó "con todo el corazón y el alma".