jueves, 27 de octubre de 2011

MUCHO DIOS, POCA HUMANIDAD

Roberto Blancarte

No hay humanidad, o hay muy poca. La estamos perdiendo a pasos agigantados. La gente habla de Dios banalmente, como si fuera una posesión personal o institucional, pero en realidad detrás de esto en muchos casos se oculta la búsqueda por el poder desde el cristal de la intolerancia. Hablar de Dios sirve para justificar cualquier cosa, incluso los crímenes más abyectos. Lo vemos a diario y hasta en la televisión. El dictador Gadafi muere salvajemente asesinado y a la mayoría de los comentaristas sólo se les ocurre decir algo así como: “el que a hierro mata a hierro muere”. Ni una pizca de compasión, ya no digamos de justicia. Entiendo bien que quienes soportaron una larga dictadura estén hartos y desesperados; incluso que estén deseosos de venganza. ¿Pero matar a alguien como si fuera un perro y tomarse una foto junto al cadáver con su celular para asombrar a sus amigos en Facebook? ¿Decir que ese es el destino de los dictadores, cuando todos sabemos que muchos más han sido y siguen siendo tolerados porque así les conviene a sus intereses? ¿Dónde están las iglesias, las religiones, los dirigentes religiosos, para condenar esta barbarie? Se sabía que el gobierno de los Estados Unidos de América era capaz de mandar matar a sus enemigos, pero ¿vanagloriarse de ello en los medios de comunicación? ¿Y ese es el presidente que alimentaba las esperanzas de un gran cambio? ¿El que ya no se toma la molestia de atrapar a los criminales para llevarlos a juicio, sino que los ejecuta donde puede? ¿Y ya nadie se escandaliza en nuestros medios? ¿Estamos tan enfermos que hemos perdido nuestra humanidad? Gadafi, que tenía a Dios en todos sus discursos, murió a manos de otros que se llenaban la boca con alabanzas al creador, tanto al cristiano como al islámico: “Alá oh akbar” (Dios es el más grande), se oía en el fondo, cuando arrastraban su cadáver.

Ningún líder religioso importante, que yo sepa, lamentó la muerte del dictador libio. Pocos se atrevieron a cuestionar la intervención de la OTAN, la cual justificó el ataque que en última instancia acabó con su vida, bajo el argumento de que el convoy ponía a civiles en peligro. Y el Vaticano, como reacción a la infame muerte de Gadafi, lo único que hizo fue reconocer al nuevo consejo gobernante. ¿Dónde quedó la piedad y la compasión, es decir la humanidad?

El problema es que muchos hablan de Dios e incluso pretenden hablar a nombre de él para justificar cualquier cosa, desde la obediencia a las autoridades hasta la rebelión contra las mismas. Norberto Rivera, por ejemplo señaló hace algunos días que se debe “poner la obediencia a Dios por encima del respeto al César”, lo que quiere decir en otras palabras que la gente debe obedecerle a él como arzobispo, antes que a cualquier gobernante civil. Y dejó claro, siguiendo el argumento tomista del derecho a la rebelión, que “cuando la autoridad se sale del marco legal desde donde puede y debe gobernar, no hay obligación de tributarle obediencia y si se opone abiertamente a los derechos fundamentales, entonces hay que negarle la obediencia”. Todo está muy bien y cualquiera, bajo ciertas condiciones, podría estar de acuerdo con dichos argumentos. El problema es otro: ¿quién va a decidir cuándo la autoridad se está saliendo del marco legal y quién va a decidir que la autoridad se está oponiendo a los derechos fundamentales? ¿Quién tiene derecho a fijar y establecer los derechos divinos? ¿El arzobispo primado Norberto Rivera? ¿El cardenal Juan Sandoval Íñiguez? ¿Cualquier sacerdote o laico iluminado? ¿Decir que se debe obedecer primero a Dios que al César no es incluso desvirtuar lo que dijo Jesús de Nazaret? ¿Qué no dijo “dadle a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”? Pero además, ¿a cuál Dios hay que obedecer? ¿Al de los cristianos? ¿Al de los musulmanes? ¿Al de los hindús? ¿Al de los judíos? ¿Y quiénes son sus representantes certificados en la Tierra? ¿Son acaso estos líderes acusados de permitir la pederastia y tolerar los abusos de todo tipo a los niños, amparados en la defensa de la institución? ¿O los que predican el perdón, pero abogan por que metan a la cárcel durante 25 años a las mujeres que se atreven a abortar?

Dice el cardenal Rivera que “la autoridad civil sólo tiene poder para legislar a favor de los derechos humanos, sin oponerse a los divinos”. ¿Pero quién o quiénes nos van a decir cuáles son esos derechos divinos? ¿Los líderes religiosos? ¿Y por qué algunos dirigentes religiosos, por lo que nadie ha votado, que nadie ha elegido, que nadie salvo una persona en Roma puede quitar, tendrán el derecho a dictar a todos los ciudadanos las leyes divinas que están por encima de las que ellos han elaborado? El discurso es medieval. Pero lo asombroso no es que lo expresen; lo llamativo y lo inquietante es que lo digan frente a un sindicato que ahora se dice guadalupano y que los líderes de ese sindicato sigan el juego del poder que el cardenal está jugando. Lo preocupante es que los dirigentes religiosos, a nombre de Dios, amenacen el orden constitucional; que hablen de desobediencia cuando acostumbran reprimir a los que piensan distinto, que se refieran a los derechos fundamentales como si los respetaran en su propia Iglesia y que hablen tanto de Dios, pero ignoren todo de la humanidad.

roberto.blancarte@milenio.com 




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