El movimiento de los Indignados no es ajeno al cristianismo, sino que se encuentra en su misma entraña y constituye uno de los rasgos más importantes de la figura de su fundador, Jesús de Nazaret. En el artículo anterior hablé de la indignación de Jesús con el poder político.
Hoy me centraré en el poder económico, ya que es en ese terreno en el que el conflicto del Nazareno se torna más radical y sin concesiones, al considerar que la riqueza genera la pobreza, que es el verdadero rival de Dios, y que los ricos, con su estilo de vida arrogante, demuestran una gran insensibilidad hacia los pobres. Por eso Jesús establece la total incompatibilidad entre Dios y la acumulación de bienes. Veamos cómo manifiesta su resistencia e indignación a los poderes económicos.
Jesús vive un estilo de vida pobre, desprendida, itinerante, no atada a las riquezas. Las tradiciones evangélicas lo presentan como una persona desinstalada:
a) No tiene residencia fija, carece de hogar estable y a sus más cercanos seguidores les pide abandonen casas y haciendas para seguirle y compartir su estilo de vida.
b) No está apegado a la familia. Lleva a cabo un cambio en la concepción del parentesco: este no se basa en los lazos de la sangre, sino en la escucha y la práctica de la palabra de Dios y en la opción por los excluidos.
c) Vive sin posesiones; no lleva dinero en el bolsillo; por eso puede desafiar al poder económico y echarle en cara su proceder injusto.
d) Renuncia a la seguridad personal. Vive sin protección y se siente indefenso ante las permanentes agresiones de que es objeto. La falta de protección desemboca en detención, condena y ejecución.
En dos de sus estudios más rigurosos y originales: Jesús. Vida de un campesino judío (Crítica, Barcelona, 1994) y Jesús: biografía revolucionaria (Grijalbo Mondadori, Barcelona, 1996), el investigador norteamericano John Dominic Crossan presenta a Jesús como un campesino judío, que vive al estilo de los filósofos cínicos griegos y que anuncia un programa económicamente revolucionario fundado en tres principios: el igualitarismo religioso y económico antijerárquico, la comensalía como banquete de los pobres y la sanación gratuita. John P. Meier, otro de los más prestigiosos especialistas en el Jesús histórico, lo define, creo que certeramente, como “un judío marginal”, aludiendo a su ubicación en los márgenes de la sociedad, lo que implica un desafío permanente al modelo económico dominante (Un judío marginal, 5 volúmenes, EVD, Estella, 1998 ss.)
Jesús muestra su resistencia al poder económico denunciando la riqueza. Ésta dificulta de forma extrema a los ricos la entrada en el reino de los cielos, es decir, la salvación: “Os aseguro que con dificultad entrará un rico en el reino de Dios. Lo repito: más fácil es que entre un camello por el ojo de una aguja que no entre un rico en el reino de Dios ” (Mt 19, 23; Mc 10, 23; Lc 18, 24). Las personas “ricas”, recuerdan los exegetas neotestamentarios Malina y Rohrbaugh comentando este texto, eran consideradas ladrones o herederos de ladrones.
¿Por la indignación de Jesús ante el poder económico?
En primer lugar, porque los ricos sustituyen a Dios por la acumulación de bienes. Y donde hay apego a la riqueza y confianza en los bienes materiales, no cabe la afirmación de Dios, ni la confianza en él. El dinero es incompatible con el espíritu evangélico de pobreza. La codicia es incompatible con Dios: “Nadie puede servir a dos señores; porque odiará a uno y querrá al otro, o será fiel a uno y al otro no le hará caso. No podéis servir a Dios y al dinero” (Lc 16, 13; Mt 6, 24). Dios personifica los valores del reino: paz, vida, alegría, servicio, etc. El Dinero personifica los contravalores del reino: egoísmo, muerte, insolidaridad, etc. La codicia, que lleva a acumular riquezas, no garantiza la vida. La idolatría en el judaísmo consistía en adorar al becerro de oro; en el cristianismo, en adorar el oro del becerro.
En segundo lugar, porque la riqueza, toda riqueza, es injusta (Lucas habla de “dinero injusto”, 16,9.11), es un medio de dominación y opresión que genera pobreza. El apego a la riqueza es tan fuerte, engancha tanto, que los ricos no atienden a razones ni divinas ni humanas, como pone de manifiesto la parábola del pobre Lázaro y el rico epulón (Lc 16, 19-31).
Jesús asume el empobrecimiento no por ascesis, ni por espíritu de sacrificio, ni porque sienta desprecio hacia los bienes materiales, sino en solidaridad con los pobres y como condición necesaria para su defensa eficaz. Y lo asume consciente, libre y activamente. Jesús no es un puritano que adopte la pobreza por sí misma y la canonice como si se tratara de una virtud a practicar. Tampoco es un romántico que ame la pobreza y el desprendimiento. No adopta una actitud conformista ante la existencia de la pobreza y de los pobres, cual si se tratara de un fenómeno natura, de un hecho fatal o de algo querido por Dios, sino que protesta contra ella y la denuncia por ser injusta.
La opción por los pobres no es un simple entretenimiento o una corazonada de Jesús, sino su práctica fundamental. Él se encuentra siempre cerca de las personas y de los grupos maginados social y religiosamente, y se pone de su lado: publicanos, pecadores, prostitutas, pobres, enfermos, posesos, paganos, samaritanos, mendigos, etc. Pues bien, al ponerse de su lado no se limita a declararlos hijos de Dios, sino que está cuestionando de raíz las causas materiales y religiosas que daban lugar a la marginación y lucha por su erradicación.
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