Jaume Flaquer sj. Estamos ante un momento histórico. El Papa ha presentado la dimisión, algo que no sucedía desde finales de 1294 cuando el Papa Celestino V dimitía después de tan solo cinco meses de pontificado. Era un Papa con fama de santo, anciano y ermitaño. Consciente de la dificultad del cargo (¡pocos años después tendrá lugar el cisma de Aviñón!), de la necesidad de conocimiento de los aspectos mundanos de la política vaticana y Europea de su tiempo, y del contraste de tal cargo con la vida retirada y contemplativa de un monje, decidió refugiarse de nuevo en la soledad de su ermita. Este hecho le valió el homenaje que de él hizo el propio Ramon Llull en su obra Blanquerna.
Durante unos meses hubo dos Papas, pero el nuevo envió a la cárcel al antiguo, que substituía así su celda de ermitaño por su celda de prisión. Ahora, por suerte, estamos en otros tiempos y no se espera ningún problema de coexistencia de dos Papas. Si el Papa es obispo de Roma, la situación no es diferente a la coexistencia de varios obispos en una misma diócesis después de que un obispo de 75 años presente su dimisión.
Benedicto XVI se siente también anciano, quiere retirarse a orar y a escribir, y reconoce su incapacidad para ejercer bien su ministerio, tal como ha afirmado. En primer lugar, ha de causarnos gran admiración: es un gesto que muestra su amor por la Iglesia y su desapropiación del cargo. Y así debería ser siempre. Es un motivo de esperanza puesto que es un gesto que condicionará enormemente a su sucesor porque cuando también vaya perdiendo las fuerzas, se le pedirá que siga el ejemplo de Benedicto. La Iglesia, si no quiere seguir perdiendo su capacidad para entender y conectar con el mundo de hoy, debe dejar de ser una gerontocracia, un gobierno de ancianos.
La incertidumbre mayor en estos momentos no es solo quien será el próximo Papa sino si en la dimisión de Benedicto ha influido el episodio doloroso de la filtración de documentos por parte de su mayordomo personal. El caso que se ha denominado Vaticanleaks, que intentaba forzar al Vaticano a virar hacia el tradicionalismo frente a la actual política aperturista y dialogante del Cardenal Bertone, debe haber hecho que el Papa tomase conciencia de la necesidad de un relevo.
Benedicto XVI pasará a la historia como un Papa teólogo, despreocupado por la dimensión política del Vaticano, y centrado en los problemas de increencia y relativismo moral e intelectual en Europa. No en vano, proclamó el año en curso, “Año de la Fe”. Es un Papa, que además de las Encíclicas, la primera de las cuales fue sobre la Caridad (que reconciliaba Eros y Agape), ha escrito diversos libros sobre la vida de Jesús, no siempre fáciles de leer para los no teólogos. Su preocupación ha sido pues, sostener en la fe a los cristianos atenazados por la crisis de la Iglesia, y presentar ante el mundo Occidental laico la razonabilidad de la fe, es decir, que aún hoy es razonable (y quizás lo más razonable) seguir creyendo en Dios.
Benedicto también ha sido responsable del mayor proceso de purificación de la Iglesia frente a los casos de abusos de niños. Lo primero que hizo al llegar al pontificado fue ordenar una investigación sobre el fundador de los Legionarios de Cristo y sobre toda la congregación.
En cambio, su proyecto de avanzar en el diálogo ecuménico no ha dado todos los frutos que podía esperar aun habiendo pagado un alto precio. El precio de ese acercamiento hacia las Iglesias Orientales, que son aun más tradicionales que el catolicismo mismo, ha sido una vuelta a formas más tradicionales de la liturgia, y una excesiva vigilancia de los teólogos más progresistas. La mano tendida hacia la Iglesia Lefevrista opuesta al Concilio Vaticano II contrasta con el excesivo rigor hacia teólogos de izquierda.
En el diálogo interreligioso descarriló también en un primer momento en aquella famosa conferencia de Ratisbona. La polémica sorprendió al mismo Pontífice, puesto que aquél no era más que un acto académico. Pero probablemente le hizo tomar conciencia de que ya no era escuchado como teólogo sino como Papa. Sin embargo, supo rectificar… y desde entonces, diversos gestos hacia las comunidades judías y musulmanas, han hecho retomar la senda del diálogo.
Esperemos que el Espíritu Santo elija un nuevo Papa que sepa afrontar los enormes retos del cristianismo actual: descristianización de Occidente, falta de vocaciones, papel de la mujer en la Iglesia, celibato de los sacerdotes, nuevas formas de familia que se abren paso en Europa, y sobre todo, un retorno a una Iglesia más cercana, más comprensiva, más evangélica, austera y sencilla; una Iglesia que, a través de su palabra y su testimonio vuelva a ser esperanza para los más pobres.
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AMÉN.
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