jueves, 15 de enero de 2009

¿POR QUÉ NOS BAUTIZAMOS?

 José Arregi

Hola, amigas, amigos:
El domingo pasado celebramos los cristianos el bautismo de Jesús, porque merece ser celebrado. Y fue una buena ocasión para preguntarnos: ¿por qué se bautizó Jesús y por qué nos seguimos bautizando? Te ofrezco las reflexiones que hice en la homilía.


Jesús se bautizó. Es un hecho históricamente seguro, y marcó en su vida un antes y un después. Tenía unos treinta años, y tomó una decisión determinante: dejó su aldea de Nazaret, dejó su trabajo, dejó su familia, lo dejó todo y se fue adonde Juan Bautista, a orillas del Jordán.

Acompañemos a Jesús camino del Jordán. Nos gustaría penetrar en su interior y conocer sus motivos, sus intenciones: ¿qué es lo que le empuja? ¿por qué se va? ¿qué piensa en su mente? ¿qué lleva en el corazón? De todo eso, el Evangelio no nos dice directamente nada, no colma nuestra curiosidad, pero sí que nos ofrece pistas, indicios que nos permiten asomarnos a su intimidad. Y la pista principal para conocer a Jesús en ese momento crucial es justamente Juan Bautista. Miremos, pues, a Juan.

Juan fue un gran profeta. Como todos los profetas, intuía las claves profundas de su tiempo y, en el corazón de su tiempo, percibía la presencia callada y la promesa de Dios. Como todos los profetas, tenía ojos penetrantes y palabra incisiva. Era una época dura, como la nuestra: la miseria de los campesinos y el yugo del imperio romano eran crueles. Pero Juan veía más allá: veía que no debían resignarse a llevar aquella carga como una fatalidad, que la liberación era posible, que el aliento vital de Dios era más fuerte que todas las fuerzas opresivas, que había que renovar el corazón y el mundo, que había que romper las cadenas y quemar en el fuego todas las injusticias como se quema la paja. E invitaba apremiantemente a bautizarse en el Jordán: a sumergirse en el agua y emerger del agua como signo del corazón y del mundo nuevo.

Eso era lo que proclamaba Juan, y eso fue lo que atrajo a Jesús. El mensaje de Juan le llegó al corazón, y de tal le llegó, que lo dejó todo y se fue adonde Juan, como tantos otros, pidiéndole ser bautizado. “Yo también le diría a Juan, yo también creo en el mundo nuevo de Dios, yo también llevo un fuego dentro de mí, yo también he percibido el espíritu bienhechor de Dios en el fondo de mi espíritu, yo también he sentido el amor compasivo y poderoso de Dios. Yo también llevo un sueño prendido en el corazón: llevo tiempo soñando que desaparecerán todas las injusticias y se aliviarán todos los sufrimientos, fundiendo nuestras pobres manos con la dulce mano de Dios. Yo también quiero ayudar al espíritu renovador de Dios a renovar el mundo. Estoy dispuesto. Maestro, bautízame”. Y Juan lo introdujo en las humildes y benditas aguas del Jordán. Y mientras se hundía y surgía en aquellas aguas, Jesús se sintió profundamente conmovido, suavemente ungido en su ser entero. Se le abrió el cielo en la tierra, vislumbró el Espíritu cerniéndose enérgico y amable sobre el universo, sintió su ser y a cada uno de los seres enteramente envueltos en el amor de Dios. Y salió del agua y respiró el aire de Dios a pleno pulmón. Estaba preparado para el mundo nuevo.

Eso fue lo esencial en el bautismo de Jesús. Luego se complicaron mucho las cosas, las complicamos mucho. Se relacionó el bautismo con el pecado y el pecado con la culpa y la culpa con el perdón. El mismo Juan Bautista bautizaba para el perdón de los pecados, razón por la cual a los primeros cristianos les costó tanto comprender y aceptar el bautismo de Jesús: si él no tenía culpa alguna, ¿cómo así recibió el bautismo de Juan que era para el perdón de los pecados? Creo que es una pregunta mal hecha, una pregunta formulada desde una estrecha perspectiva moralista del pecado, de la culpa y el perdón. A Jesús, en cambio, le traía sin cuidado si era pecador y culpable o no lo era, o si el bautismo era para el perdón o no lo era. A Jesús no le importaba el pecado, sino el sufrimiento del pueblo; no le importaba la culpa, sino el daño que nos hacemos unos a otros queriéndolo o sin querer; Jesús no veía que Dios tuviese nada que perdonar a nadie, como si fuera un juez arbitrario o un señor ofendido. Jesús veía más bien que Dios quería renovarlo y liberarlo todo, el corazón y el mundo, con su aliento amoroso. Y es lo que significan las aguas del bautismo.

Pero en el s. V, la autoridad de Agustín impuso el dogma del pecado original, y ligó el bautismo con dicho pecado original, y todo se enredó aun mucho más. San Agustín enseñó que todos nacemos culpables, enemigos de Dios, condenados al infierno, y que, gracias al bautismo, Dios nos perdona y nos hace hijas e hijos suyos. Jesús no creía tal cosa, ni hoy resulta en modo alguno creíble. No, no nacimos culpables, sino que nacimos en un mundo lleno de limitaciones y heridas, y aquí seguimos viviendo, incapaces de hacer el bien que quisiéramos y muy capaces de causarnos unos a otros heridas que no quisiéramos.

¡Y cuán terribles son las heridas del mundo! Miremos a la desdichada Gaza, miremos a los que mueren de hambre, miremos a los inmigrantes. ¿Por qué nos bautizamos, pues? No nos bautizamos porque seamos culpables desde el origen, sino porque somos amados desde el origen y porque creemos en la gracia original. No somos hijas e hijos de Dios porque nos bautizamos, sino que nos bautizamos porque somos hijas e hijos de Dios. Nos bautizamos porque creemos que el bien es más originario que el mal, y porque queremos renovar el mundo en la bondad originaria de Dios. Nos bautizamos porque creemos en la bondad del ser humano, y esperamos un mundo mejor. Nos bautizamos porque esta crisis económica que padecemos la queremos resolver no desde el interés de los más ricos sino desde el interés de los más pobres, y porque queremos dar una salida diferente al angustioso problema de los inmigrantes, porque queremos detener el exterminio y la destrucción de Gaza, porque no queremos que haya ningún imperio en el mundo. Nos bautizamos porque creemos que todos podemos ser hermanas y hermanos, y porque queremos que la Iglesia de Jesús sea hogar y signo de la fraternidad universal.

En esa fe y en esa esperanza se bautizó Jesús, y en la fe y la esperanza de Jesús estamos bautizados nosotros, en las aguas de la gracia original. Y prometimos y prometemos que queremos ser en el mundo sacramento de la gracia original, como Jesús.

José Arregi



2 comentarios:

mccarceles dijo...

Gracias.

Carmen.

Vindex dijo...

Muchas gracias por esta aclaración.

El único y verdadero Rey frente al cual me arrodillaré siempre, es el Señor, Cristo Jesús, que es Dios.

Amén!