Carlos Olalla
En estos tiempos de visitas papales, de fastos religiosos, de lujo y oropeles, de hipocresía, de mentiras y de multitudinarias demostraciones de la llamada fe cristiana en un Estado que se define a sí mismo como aconfesional, son muchas las preguntas que uno puede hacerse sobre la Iglesia y sobre el papel que la Iglesia juega en nuestra sociedad. La primera, no lo puedo evitar, es ¿Cómo es posible gastar 50 millones de euros para una visita del Papa a Madrid de tres días cuando están muriendo miles de niños de hambre en Somalia, y tantas y tantas partes más?; ¿Es esta la caridad cristiana que predican desde las más altas instancias de la Iglesia?; Una Iglesia que prohíbe dogmáticamente el uso de preservativos aún a riesgo de contribuir a propagar el sida en África, que no castiga ni persigue a los curas pederastas y sí castiga y persigue a los curas que han tomado partido por los pobres y que viven y practican su fe de forma consecuente y sincera; Una Iglesia que oficialmente ha apoyado sistemáticamente todas las dictaduras fascistas del siglo XX y que siempre se ha alineado con los ricos y poderosos, en lugar de hacerlo con los pobres ¿puede considerarse realmente seguidora del mensaje de Jesús?; ¿Cómo reaccionaría hoy Jesús viendo que el sucesor de San Pedro vive como vive en el Vaticano; viendo que su Iglesia es ideología fundamentalista, poder económico y tiene hasta su propio Estado; viendo el daño y las barbaridades que la Iglesia oficial ha hecho en su nombre en los últimos dos mil años?
Hace ya muchos años que no creo en la Iglesia oficial, ella misma se encargó de dinamitar los últimos resquicios de fe que yo pudiera haber tenido. Me considero agnóstico y no soy creyente, sino firme y convencidamente “dudante”. Sin embargo hay unas palabras en el mensaje de Jesús en las que sí creo profundamente: las del Sermón de la Montaña y todas las que dijo para tomar siempre partido por los pobres y los marginados, por los más desfavorecidos, por los que más le necesitaban. En esas palabras sí creo y además me considero practicante. Cuando miro a la Iglesia oficial y veo lo que ha llegado a alejarse de esta Palabra, del eje mismo sobre el que Jesús construye su mensaje, cuando veo el daño que la Iglesia oficial está haciendo a la verdadera iglesia, siento asco, repugnancia y unas ganas irrefrenables de oponerme a ella con todas mis fuerzas. Pero sé que hay otra iglesia, una iglesia que sí sigue el mensaje de Jesús, una iglesia que ha tomado y toma cada día partido por los pobres y por los más desfavorecidos. Y en esa iglesia sí creo, porque la admiro y merece mi más profundo respeto. Es la iglesia de la Teología de la Liberación, de los Gustavo Gutiérrez, Camilo Torres, Monseñor Romero, Ignacio Ellacuría, Juan N. García-Nieto, Jon Sobrino, Leonardo Boff, Pere Casaldáliga, Enrique de Castro y tantos y tantos otros…
El origen de la llamada Teología de la Liberación puede encontrarse en el sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez que, viviendo junto a los más pobres, conoce la realidad de un continente en el cual más del 60% de la población vive en la pobreza y el 82% de esta se encuentra en pobreza extrema. Es a partir de esta realidad cuando Gutiérrez empieza a analizar a fondo la situación y elabora las bases de lo que luego se conocerá como Teología de la Liberación: La pobreza es para la Biblia un estado escandaloso que atenta a la dignidad humana y, por consiguiente, contrario a la voluntad de Dios. Para poder llegar a esta conclusión Gutiérrez realizó un exhaustivo trabajo de investigación de la condena de la pobreza en el antiguo y en el nuevo testamento.
Para Gutiérrez la pobreza no es una fatalidad, es una condición; no es un infortunio, es una injusticia. Es el resultado de estructuras sociales y de categorías mentales y culturales, está ligada al modo como se ha construido la sociedad. Esta es la clave de su pensamiento, considerar a la pobreza como lo que realmente es, una consecuencia de un orden mundial injusto y cruel, y no como una especie de plaga inevitable con la que hay que convivir y de la que nadie tiene la culpa. La culpa la tiene nuestro sistema económico, un sistema económico que se fundamenta en hacer a los ricos cada vez más ricos y a los pobres más pobres; que está regido por las leyes de la especulación más salvaje; que no considera que existan seres humanos sino recursos y consumidores; que antepone los derechos del consumidor a los derechos humanos; que criminaliza al pobre y al diferente; y que perpetúa este stau quo injusto y criminal mediante los políticos títeres, sus leyes, sus cuerpos represivos, su ejército, sus medios de comunicación encargados de mantenernos desinformados, aborregados y sumisos…
Hartos de tanta injusticia y tanta violencia, sacerdotes de todo el mundo tomaron partido por los pobres y se enfrentaron, cada uno a su manera, a la Iglesia oficial, que, invariablemente, les sancionó, ninguneó y marginó. Hubo quienes, como Camilo Torres, entendieron que la violencia solo podía pararse con violencia y se fueron a la guerrilla para combatir a un ejército torturador y asesino. Uno de los primeros mártires de la Teología de la Liberación fue Monseñor Romero. De carácter y formación más bien conservadora, Romero fue radicalizando su toma de posición a favor de los más desfavorecidos conforme iba viviendo la realidad de su pueblo, el pueblo salvadoreño. Llegó a convertirse en un referente, en un ídolo de masas, en un héroe del pueblo que se enfrentó al poder establecido. Y eso el poder establecido no lo podía permitir. El 24 de Marzo de 1980 un asesino a sueldo le asesinó de una balazo mientras decía misa. Los sicarios del poder acabaron con su vida. La Iglesia oficial nunca le canonizó. Da igual, para el pueblo salvadoreño, Monseñor Romero es el Santo de América.
Han sido muchos los sacerdotes que han dado su vida por defender a los marginados y a los más desfavorecidos. Los jesuitas de la Universidad Centroamericana que fueron asesinados en El Salvador en 1989, entre los que se encontraba Ignacio Ellacuría, son una muestra más. Ellacuría fue uno de los sacerdotes más comprometidos dentro de una Iglesia en la que, una y mil veces, fue represaliado por la curia romana. De una talla intelectual formidable, sus análisis sobre el papel de la iglesia y de la teología en la sociedad en la que vivía fueron siempre respetados y admirados en todo el mundo. Su influencia en el pensar de una parte importante de la iglesia no oficial es cada día mayor, y el ejemplo de su vida dedicada y entregada a defender siempre a los más débiles le han convertido en uno de los referentes más importantes del mundo actual. La Iglesia oficial tampoco le canonizó ni le santificó, sino que le ignoró y le ninguneó continuamente.
Jon Sobrino es otro de los más comprometidos y lúcidos teólogos de la liberación, posiblemente uno de los más conocidos defensores de la opción por los pobres, junto a Monseñor Romero y a Ignacio Ellacuría. Sobrino fue el único superviviente de los jesuitas de la Universidad Centroamericana asesinados por los militares en El Salvador. La casualidad, o la providencia, quisieron que aquel día él estuviese dando una conferencia en el extranjero.
Jon Sobrino es un hombre pequeño y sencillo, enjuto, que desde la humildad, la lucidez y la experiencia de su propia vida, hace un diagnóstico del mundo actual certero y necesario. Él habla de la necesidad de la utopía, entendida como vida, como negación de la muerte, muerte a la que cada año condenamos a 50 millones de seres humanos en el mundo, un mundo que cada día ahonda más la injusticia y el abismo que separa a ricos de pobres (según la ONU pasamos de un rico por cada 30 pobres en 1960 a uno cada 60 en 1990 y a uno por cada 74 en 1997. En 2010 2.600 millones de seres humanos vivían con menos de 2 dólares al día). Sobrino habla de los sin voz, de esa abrumadora mayoría de seres humanos a los que, por quitarles, les hemos quitado hasta la palabra. Siempre señala que libertad de expresión no es sinónimo de voluntad de verdad, porque la libertad de expresión cuesta dinero, compra de medios y espacios publicitarios. Nos dejan, a veces, gritar en las calles lo que sentimos, nuestra verdad, pero eso, sin el acceso a los medios de comunicación, no es libertad de expresión. Para él utopía también es tener palabra.
Y junto a los sin voz están los sin nombre, porque los pobres no tienen medios para mostrar su identidad, y en un mundo como el de hoy no tener nombre es no existir. Sobrino pone un ejemplo muy claro que explica perfectamente lo que significa esto: 11 de septiembre es una fecha que con solo nombrarla ya lo dice todo, como el 25 de diciembre, pero ¿y el 7 de octubre? El 7 de octubre no nos dice nada, a pesar de que ese fue el día en el que las bombas empezaron a caer en Afganistán en una criminal guerra que dura ya diez años. Para Sobrino, utopía también es tener nombre. Y ¿Qué podemos hacer frente a la injusticia y la violencia sobre la que se basa nuestro orden mundial? Para tratar de esto Sobrino analiza los errores que todos hemos cometido hasta ahora y que nos han llevado hasta aquí: la religión centrándose en el pecado y en la culpa, en lugar de hacerlo en el sufrimiento, lo que le ha llevado a perder la sensibilidad por los que sufren. Las democracias poniendo al ciudadano en el centro, y no al pobre, al excluido, han apartado el poder del pueblo y cada día se alejan más de los que quieren representar. Nunca en la historia de la humanidad se ha puesto al pobre, al débil, al marginado, en el centro, y si seguimos globalizando el mundo sin hacerlo, irremediablemente iremos a la globalización de los desposeídos.
El camino de la pobreza, del amor, de la solidaridad, del compartir, es la solución para Sobrino. Caridad no es suficiente, porque caridad es dar, y lo que el mundo necesita es solidaridad, dar y recibir: dar lo que tenemos (recursos, medios, tecnología, etc.) y recibir lo que nos falta (sensibilidad, amor, alegría…)
La civilización de la riqueza no es la solución a nuestros problemas, sino su causa, y no solo porque no hay riqueza para todos, sino, y lo que es más grave, porque ni siquiera es civilización, porque no podemos llamar civilización a un sistema que mata, que insulta, que quita la palabra y el nombre a la mayor parte de la humanidad. Sobrino apoya siempre una idea de Ignacio Ellacuría: “La solución a los problemas del planeta está en rechazar la civilización de la riqueza y propugnar la de la pobreza”. Los pobres son la reserva de utopía, y cada día nos invitan a participar de ella, a participar de la vida.
Jon Sobrino dice que todos tenemos una razón para levantarnos cada mañana, una razón para decir aquí estoy y sigo en pie, una razón para seguir adelante, una razón para tender nuestra mano a quien la pueda necesitar, una razón para el milagro, una razón para acabar con el silencio cómplice del eso no va conmigo o del yo lo haría pero no servirá de nada, una razón para salir a la calle, una razón para parar las guerras, una razón para la esperanza… una razón que se llama amor, porque la esperanza, cualquier esperanza, nace del amor. Para Sobrino, “amar es una actitud de salirnos de nosotros mismos, y para eso es igual que uno sea bautizado o musulmán o ateo o gringo o de Ahuachapán. Amar es no empezar el día diciendo: ‘Señor, te pido por mí y por mi bienestar y que yo lo pase bien’. El Cardenal Ratzinger, ahora Benedicto XVI, fue quien instruyó personalmente la causa contra Jon Sobrino que acabó con una Notificación en 2006. Era un claro toque de atención a Sobrino que, sin embargo, sigue viviendo y haciendo todo lo que ha hecho durante todoa su vida: estar con los pobres. “Jesús nunca dijo que estaría en bellas catedrales” suele decir Sobrino, “pero que allá donde haya hambre, sed, enfermedad y gente que se muere de sida, nos guste o no nos guste, allá estará Él.”
Curas que hayan tomado decididamente la opción por los pobres no solo los encontramos en Latinoamérica. En España han sido y son muchos quienes lo hacen a diario. Tuve la suerte de conocer de cerca de uno de ellos, Juan N. García-Nieto, jesuita catalán perteneciente a una adinerada familia de banqueros. Era el hijo varón mayor de tres hermanos, el “hereu” según la tradición catalana que debía heredar todo el patrimonio familiar. Sin embargo su fe religiosa le llevó a renunciar a todo aquel mundo de lujo y riqueza para ordenarse sacerdote y formarse en Irlanda. A su regreso a España, la España de Franco, viendo cómo sufrían los más pobres, sufriendo la injusticia y la falta de libertad, toma definitivamente partido por los pobres y se convierte en el cura obrero que desarrolló toda su acción y vivió en Cornellá y en el llamado cinturón rojo de Barcelona. Fue fundador de Cristianos por el socialismo. Compaginó su labor con los obreros y su acción sindical dando clases en una de las escuelas de negocios más prestigiosas de Barcelona, Esade. Siempre me he preguntado cómo podía compaginar esos mundos tan antagónicos, el de los obreros y el de los directivos, el de los pobres y el de los capitalistas. La respuesta me la dio un día, en una comida familiar en la que sus sobrinos, pujantes empresarios y ejecutivos agresivos, criticaban la baja cualificación y preparación de los obreros como origen de la falta de competitividad de la empresa española. Juan, el Nepo, como se le conocía, siempre con la sonrisa en la boca, les respondió “¿Por qué siempre que los empresarios hablan de la falta de competitividad de la empresa española la achacan a la mediocridad de sus trabajadores en lugar de preguntarse si los que realmente son mediocres son los empresarios? Ese era Juan N. García-Nieto, un hombre humilde, lúcido, valiente y consecuente, que dedicó su vida a defender todo aquello en lo que firmemente creía.
Son muchos los curas que han tomado la opción por los pobres en nuestro país: el padre Llanos, etc. En Madrid, en la parroquia de San Carlos Borromeo, en el barrio de Vallecas, tres curas: Enrique de Castro, Javier Baeza y Pepe Díaz, han dedicado su vida a estar con los más pobres, con quienes más les necesitan. Presos, drogadictos, inmigrantes y marginados son los feligreses predilectos de esa parroquia en la que se comulga con pan, los curas llevan tejanos en lugar de sotanas y, lo más importante, hablan como lo hizo Jesús: dando su vida por los demás. Carmen Díaz, de la asociación Madres contra la Droga, definía perfectamente la doctrina que se enseña en esta parroquia:“Aquí he aprendido que resucitar es caerte, levantarte y ayudar”. Por eso su parroquia está siempre llena, por eso esa casa de Dios tiene siempre sus puertas abiertas (incluso la llave de la iglesia la tienen los fieles), por eso a su iglesia acuden, respetuosos, musulmanes y hasta ateos. La ortodoxia de la liturgia vaticana, sin embargo, no puede permitir que tres simples curas acerquen la Palabra de Dios hablando la verdadera lengua de las gentes, esa lengua universal que habla de generosidad, de solidaridad y de amor, de verdadero amor al prójimo y, a través de Rouco Varela, ha hecho todo lo posible por cerrarla. Benedicto XVI anda empeñado en reinstaurar las misas en latín y en sancionar a sacerdotes como Jon Sobrino, por defender en sus libros que Jesús, además de Dios, también fue un hombre que se enfrentó al poder para defender a los más necesitados; la Conferencia Episcopal Española dio alas desde su cadena radiofónica, la COPE, a los Jiménez Losantos y Césares Vidales para insultar, conspirar, mentir y difamar a diario a todo el que no compartiera con ellos los intereses más retrógrados y conservadores de la España más rancia. La Iglesia oficial nunca vio con buenos ojos a todos esos sacerdotes, como Enrique de Castro, Javier Baeza, Pepe Díaz, o como Jon Sobrino, Pere Casaldáliga, Juan N. García-Nieto, o como Ignacio Ellacuría y los jesuitas asesinados en la UCA de El Salvador, como Monseñor Romero o como tantos otros sacerdotes que se acercaron al Evangelio siguiendo el mensaje de amor verdadero que hay en él y tomando la opción que Jesús tomó: la opción por los pobres. Hoy, cuando el Opus Dei o los Legionarios de Cristo ocupan los lugares más visibles de la Iglesia oficial y marcan su destino, cuando se cierran las iglesias de los que han tomado partido por los más necesitados, cuando se sanciona a los que toman la opción por los pobres, cuando se alienta el odio y el guerracivilismo desde la radio de la iglesia, cuando se ayuda a la propagación del SIDA prohibiendo el uso de los preservativos, hoy me siento cada vez más alejado de esa Iglesia oficial con la que ya nada comparto ni quiero compartir ¡Que se queden su latín, sus COPES y sus hostias! Yo no quiero tener nada que ver con ellos, no quiero ser cómplice de ese centro de poder en el que ellos han convertido a la Iglesia. Sí estoy, y más próximo que nunca, a los Sobrino, los Casaldáliga, los Castro, los Baeza y los Díaz de este mundo que, junto a los que más lo necesitan, no sólo gritan, sino que luchan porque otro mundo sea posible. Hoy, cuando veo al Papa me cuesta reconocer las palabras que Jesús le dijo a San Pedro: “¡Déjalo todo y sígueme!”. Hoy, cuando oigo las calumnias y las mentiras de la COPE, me pregunto qué queda de lo que dijo San Pablo: “La verdad os hará libres”. Hoy, cuando veo a Rouco Varela queriendo cerrar la iglesia de San Carlos Borromeo me pregunto ¿Qué haría Jesús si entrase en el Vaticano y viese en lo que han convertido su Iglesia?. Hoy no le digo adiós a esa iglesia, la de los pobres, porque siempre estaré con ella, sino que hoy digo, alto y claro, ¡adiós a la Iglesia!
No quiero acabar esta entrada sin las palabras, y los versos, de otro de estos curas formidables que han tomado partido por los pobres: Pere Casaldáliga, obispo de la prelatura de Sao Felix de Araguaia, en el Mato Grosso, que lo abandonó todo para irse a vivir a la selva amazónica con los más necesitados y que siempre dice que lo que más le gustaría, si su castigado cuerpo se lo hubiera podido permitir, habría sido irse ahora a compartir su vida con los más pobres de África.
miércoles, 28 de septiembre de 2011
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1 comentarios:
Muchísimas personas pensamos como usted, muchísimas. Quizás no lo sepamos expresar tan bien,pero el razonamiento, el sentimiento es básicamente el mismo.
No entiendo y nadie me explica por qué entonces todo sigue igual en la iglesia oficial y me temo que seguirá por los siglos de los siglos. No lo puedo entender.
Algo estamos haciendo mal, muy mal.
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