José María Castillo
I.
El problema
Tal como se han puesto las cosas con
motivo de la crisis económica, que se agrava casi cada día y cuyo final no se
ve cercano, son muchas las personas de buena conciencia que se preguntan si no
ha llegado el momento de afrontar en serio el problema de la desobediencia
civil, en una situación de legalidad democrática, que, admitiendo la mayoría
absoluta del partido que nos gobierna, da pie para que se adopten decisiones políticas
que, dentro de esa legalidad, pueden tomar decisiones “por decreto ley”,
prescindiendo así del control parlamentario. Así las cosas, me he preguntado
qué puede decir un teólogo sobre este asunto tan grave. Lo que está en juego
son los derechos más fundamentales de los ciudadanos. Estoy hablando de
situaciones de hambre. Y el hambre no espera. El hambre mata. Y mata pronto.
¿Podemos seguir esperando? ¿Que puede decir la teología en una situación como
ésta?
El tema de la desobediencia civil,
si se afronta desde la religión (o la teología), se puede analizar a partir de
dos puntos de vista: desde la
subjetividad de la propia conciencia; o desde la objetividad de lo que sucede en la sociedad, en la historia, en
el momento concreto en que vivimos. Por supuesto, lo subjetivo y lo objetivo,
en este caso, están necesariamente inter-conectados. Es más, toda decisión
moral se toma y se asume desde la conciencia. En este sentido, toda decisión
moral se toma y se asume desde la
subjetividad. Pero no es éste el punto de vista que aquí nos interesa. Lo
que importa, al tratar el asunto que estamos analizando, es fijar cuál es el factor determinante cuando
se toma una decisión que lleva a la desobediencia civil. Una
decisión así, es (en principio) incorrecta; y puede resultar peligrosa para el
que la toma. Por eso hay que insistir en la pregunta sobre el factor
determinante de la desobediencia a lo que se nos obliga desde el poder
constituido. Resistir al “imperativo de la ley” es siempre un riesgo. Pues
bien, el motivo que nos lleva a asumir ese posible riesgo ¿es lo meramente
subjetivo (la conciencia del sujeto)? ¿o es lo objetivo (lo que sucede fuera de
nosotros, lo que les pasa a otros, etc)? Ésta es la cuestión.
Como es bien sabido, en la enseñanza
tradicional de las religiones, concretamente
en el cristianismo, se ha construido su teología del acto moral a partir de la conciencia, es decir, a partir de la subjetividad del
individuo. El concilio Vaticano II lo dijo con toda claridad: “el hombre tiene una ley escrita por Dios en
su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será
juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del
hombre”. Y esto es aplicable incluso
cuando se trata de una “conciencia errónea
invencible” (GS 16).
Ahora bien, si el comportamiento
cristiano correcto es el que viene dictado por la propia conciencia o sea por
la propia subjetividad, por más que dicha conciencia deba estar orientada por “la verdad y el bien” (GS 16), es obvio
pensar que semejante planteamiento de la conducta tiene su razón de ser y se formula desde lo meramente subjetivo de cada
individuo. Así lo vieron los creadores de la doctrina moral clásica, cosa que
quedó patente en la conocida controversia entre san Bernardo de Claraval y
Abelardo, en el s. XII, que resolvió Tomás de Aquino, en el s. XIII. Y que es,
en definitiva, la misma doctrina que recoge y repite el papa Juan Pablo II, en
la encíclica Veritatis Splendor. Es
decir, se trata de una enseñanza que, con ligeras variantes, básicamente se ha
mantenido invariable, en su formulación desde la subjetividad, hasta nuestros
días.
Ahora bien, al plantear el criterio de la
buena conducta desde la subjetividad de
la propia conciencia, sin darnos cuenta incurrimos en un peligro de
consecuencias imprevisibles. Baste pensar en la frecuencia con que ocurre el
hecho de personas que abandonan un cargo público, después de un escándalo, un
delito, un crimen quizá, y afirman tranquilamente que se van “con la conciencia tranquila”. De hecho, sabemos que es
interminable la lista de inquisidores, dictadores, torturadores, verdugos y
genocidas, que, después de ser los causantes de incontables víctimas, aseguran
que cometieron todas sus atrocidades con “buena conciencia”. Es el enorme peligro de la “ética de la
subjetividad”. Una ética que nos ha llevado a donde estamos: en la más
vergonzosa descomposición moral, en la corrupción como norma de conducta y de
gobierno, en la desintegración de valores y en la desvergüenza que caracteriza
la cultura de la crisis que estamos soportando.
II.
Jesús y Pablo
Así las cosas, la pregunta obligada
es: ¿desde dónde y cómo se fundamenta, en la teología cristiana, una ética basa
en el dictamen de la propia conciencia? Es significativo que la palabra
“conciencia” (syneídesis) no se
encuentra en los evangelios. Solamente en Jn 8, 9 (el relato de la adúltera)
hay una variante apócrifa, aplicada a los acusadores de la mujer. Este dato
estadístico quiere decir obviamente que el llamado “dictamen de la conciencia”,
la “buena o mala conciencia”, no tuvo papel alguno ni en la conducta ni en las
enseñanzas de Jesús. De ello no se hace la más mínima mención en los relatos de
la vida y la doctrina del Jesús histórico. Por tanto, quien pretenda justificar
su conducta, amparándose en la “buena conciencia”, debe saber que no tiene
argumentos para recurrir ni al ejemplo ni a las enseñanzas del Evangelio.
En
contraste con los evangelios, en los escritos del Corpus Paulino, se encuentra
el término syneídesis (conciencia) 14
veces (Rom 2, 15; 9, 1; 13, 5; 1 Cor 4, 4; 8, 7. 10. 12; 10, 25. 27. 28. 29; 2
Cor 1, 12; 4, 2; 6, 11). De un total de 31 casos, en todo el NT. Por tanto,
casi la mitad de los textos que recurren a la “conciencia”, para explicar la
conducta humana o su cualificación moral, se encuentran en las cartas
auténticas de Pablo. Aquí es importante saber que la syneídesis no tiene correspondencia alguna en todo el AT. Y en la
versión de los LXX aparece sólo en casos muy aislados (Ecl 10, 20; Sab 17, 11;
Eclo 42, 18). Y es que la syneídesis,
como “conciencia moral”, es un término que tiene su origen en la filosofía
popular griega (Plutarco), de donde pasó a los autores judíos más cercanos al
helenismo (Filón, Josefo), y se encuentra también en escritores latinos
destacados en el pensamiento estoico (Cicerón) (cf. G. Lüdemann).
Todo
esto supuesto, se entiende fácilmente el abismo de distancia que separa a Jesús
de Pablo, en un asunto tan capital como es el factor determinante en la toma de nuestras decisiones morales.
Está claro que, en el caso de Pablo, ese factor determinante es la propia
conciencia, cuya expresión más fuerte es el mandato que el mismo Pablo impuso a
la comunidad cristiana de Roma de someterse a la autoridad constituida, que en
aquel momento era precisamente Nerón, advirtiendo que esto se tenía que hacer “no sólo por miedo a la reprobación, sino
también por motivo de conciencia” (Rom 13, 5). Se ha dicho, con razón, que
éste es “uno de los pasajes más imprudentes de todas las cartas de Pablo” (M.
J. Borg, J. D. Crossan).
En
todo caso, y por más matizaciones que se le hagan a este texto, es
incuestionable que, motivando a la gente “por motivos de conciencia”, se puede
(y se suele) justificar “la mentalidad
sumisa”, desde la que se han cometido las mayores atrocidades que en la
historia se han producido a lo largo de los siglos. Es un hecho que “sólo los
esclavos son aptos para la represión. Como se sabe, los atenienses sólo
empleaban a esclavos en la policía. Quien practica la represión como oficio
tiene que ser él mismo un represor ejemplar. Esta es la causa profunda de que
la obediencia ciega a los ejercicios absurdos de instrucción desempeñen un
papel tan importante en el ejército y en la policía”. Como se sabe igualmente
que “entre los vigilantes más fieles y seguros de los campos de concentración
nazis estaban los propios prisioneros” (Vicente Romano).
No
hay que ser un sabio para caer en la cuenta de que la conducta moral y, más en
concreto, el tema de la conciencia sumisa se plantea de una manera
completamente distinta en los evangelios. Es evidente que Jesús no fue un
modelo ejemplar de obediencia a la autoridad establecida. Todo lo contrario.
Sus actos, reiterados e insistentes, de desobediencia a las leyes (la Torá, Ley escrita, y la Halaká, leyes e interpretaciones orales
que dictaban los rabinos) fue la causa que motivó el enfrentamiento de Jesús
con el Sanedrín o Gran Consejo. Un enfrentamiento que se agravó con el paso del
tiempo. Y que terminó con el juicio, la condena y la ejecución de Jesús en
forma de muerte más cruel y vergonzosa que se practicaba en aquel tiempo, la
muerte en cruz.
Este
asunto ha sido motivo de estudio por parte de los estudiosos más competentes en
la exégesis de los evangelios y, más en concreto, en el espinoso tema de las
relaciones entre Jesús y el judaísmo (E. P. Sanders, R. Banks...). Pues bien,
si nos atenemos al punto más fuerte y más delicado de esta cuestión, la
desobediencia de Jesús a la Ley Divina escrita, la Torá, la ley dada por Dios a Moisés (según las creencias que
transmite la Biblia), se podrá (y se deberá) discutir, matizar y precisar el
significado exacto de tal o cual texto de los evangelios. Pero hoy, si este
asunto de analiza con objetividad y sin apasionamiento, la conclusión es que
los responsables de la muerte de Jesús fueron los Sumos Sacerdotes (X Alegre)
y, con ellos, el Gran Consejo. Desde este punto de vista, al ser los supremos
dirigentes de la religión los que condenaron a muerte a Jesús, se puede (y se
debe) afirmar con toda seguridad que fue
la autoridad oficial constituida la que sentenció a muerte a Jesús.
III. Lucha contra el sufrimiento y desobediencia
Dicho
esto, el tema capital, que aquí nos interesa dejar claro, es precisar por qué
se llegó a este juicio y a esta condena. Pues bien, planteada la cuestión en
estos términos, la lectura de los evangelios no ofrece lugar a dudas. Jesús fue un hombre que no soportó el
sufrimiento de los seres humanos más desgraciados de este mundo. Y fue sin
duda eso lo que le motivó a desobedecer al poder constituido. Jesús
desalojó violentamente el Templo porque vio que aquello ya no era un lugar de
encuentro con Dios, sino que la habían convertido en “una cueva de bandidos”
(Mt 21, 13; Mc 11, 17). Jesús se opuso públicamente a la ley del repudio, “por
cualquier causa”, que establecía la desigualdad de derechos entre hombres y
mujeres (Mt 19, 1-12; Mc 10, 1-12). Jesús exigió la transgresión de la Ley
divina al decirle a uno de sus discípulos que el seguimiento del mismo Jesús se
anteponía incluso al entierro del propio padre (Mt 8, 21-22). Lo que, en
aquella sociedad, entrañaba una importancia única. Está demostrado que “por
influjo de los Jasidim y de los Fariseos, el último servicio a los muertos
había sido enaltecido a la cima de todas las buenas obras” (M. Hengel). Por
otra parte, no olvidemos que, en la sociedad del tiempo de Jesús, “lo
religioso” y “lo civil” estaban fundidos de tal manera que, en la práctica,
eran realidades inseparables (cf. E. Schürer). El “pecado” era vivido y
considerado como “delito”. De la misma manera que el “delito” era vivido y
considerado como “pecado”. De ahí que la desobediencia
religiosa era, al mismo tiempo e igualmente, desobediencia civil.
Ahora
bien, habida cuenta de cómo se vivía “lo religioso” y “lo civil” en la sociedad
judía del tiempo de Jesús, se comprende que el
principio determinante de la conducta de Jesús fue, ante todo, la lucha contra
el sufrimiento de los seres humanos. Es lo que se repite en los sumarios de
los sinópticos (Mt 4, 23-24; Lc 6, 17-19; Mt 9, 35-36; Mc 6, 34; 3, 13-19; Lc
10, 2; Mt 11, 4-6; Lc 7, 22-23). Y lo que resume el apóstol Pedro cuando afirma
que “Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, pasó
haciendo el bien y curando a todos los sojuzgados por el diablo, porque Dios
estaba con él” (Hech 10, 38). Pero no se piense que la actividad de Jesús se
limitó a curar enfermos. A eso hay que añadir, sobre todo, su cercanía a los
pobres, su acogida y su amistad con los pecadores, los publicanos, los
leprosos, los excluidos, los samaritanos, los extranjeros y, de manera
especial, la relación de cercanía preferencial que siempre tuvo con las mujeres
(Lc 8, 1-3; Mc 15, 40-41; Jn 4, 4-38), incluso cuando se trataba de mujeres
reconocidamente despreciables (Lc 7, 36-50; Jn 8, 1-11; Mc 5, 21-43 par).
Pero
con decir esto, no se toca el asunto más decisivo. Lo más importante, cuando
hablamos (en religión o en teología) de la desobediencia civil, es que Jesús defendió y liberó a los que
sufren desobedeciendo a las leyes
establecidas en la sociedad de su tiempo. Lo cual quiere decir que el principio determinante de la conducta de
Jesús no fue el sometimiento al “imperio de la ley”, sino el enfrentamiento al
dolor, a la opresión, a la injusticia, a la desigualdad de derechos, a la dura
condición de los excluidos y marginados y, en general, a cuanto era motivo de
sufrimiento para los más desprotegidos y desamparados con quienes
convivimos.
IV. Proteger a los desprotegidos
desobedeciendo
Es
decisivo destacar que no se trata de desobedecer a la ley para buscar el propio
provecho o el propio interés. Se desobedece porque no queda otro camino para
remediar el daño que están sufriendo otras personas. Pero siempre teniendo muy
presente que el Evangelio es lo que es, y tiene la fuerza que tiene, no
simplemente porque nos dice que remediar
el sufrimiento y proporcionar felicidad a los demás es el factor determinante y
el criterio rector de la vida humana, sino además porque eso
se logra y se hace desobedeciendo a un sistema legal y a un ordenamiento
jurídico que está pensado para favorecer y proteger a los mejor situados en la
sociedad a costa del sufrimiento y el desamparo de los que se ven obligados a
vivir en los estratos más bajos de esa misma sociedad. No digo que este
criterio sea racionalmente demostrable. Lo que digo es que este criterio
constituye la convicción básica en la que
se sustenta la fe cristiana.
Por
supuesto, la Constitución vigente establece la igualdad en dignidad y derechos
para todos los ciudadanos (Art. 10 y 14). Pero sabemos de sobra que la vida de
los individuos, de las familias, de los ciudadanos, no se rige ni se organiza
solamente a partir de lo que se dice en el texto constitucional. Más
importantes que los artículos de la Constitución son las leyes y decretos que
dictan los gobernantes de turno. Y bien sabemos que los gobernantes son seres
humanos, no ángeles. Como sabemos que nadie hace una ley en contra de sí mismo.
Ningún tonto tira piedras a su propio tejado. Por esto, ni más ni menos, es
inevitable, es (a veces) necesaria la desobediencia civil.
¿Qué
hacer en concreto? No se trata en modo alguno, como ya se ha dicho, de
organizar la vida con criterios de mero libertinaje en busca del propio interés
y del propio provecho. Lo que se pretende es asumir como convicción
determinante la intolerancia ante la injusticia, la desigualdad y el
sufrimiento que padecen los más desprotegidos de la sociedad. Pues bien, ¿qué
hacer para que esta convicción sea verdaderamente tal?
Lo primero es superar el pesimismo. Esto
tiene solución. Lo más seguro es que esa solución no nos la van a dar los
gobernantes, que ya nos han demostrado sobradamente que, unos por “ineptos” y
otros por “corruptos”, no son capaces de sacarnos de este caos. Lo primero,
pues, como viene pregonando por todo el mundo el Nobel de economía Paul
Krugman, “disponemos tanto del saber como
de los instrumentos precisos para poner fin a este sufrimiento”.
Lo segundo es luchar por la libertad que
acaba con la pasividad. Aquí recuerdo lo que decía Bertol Brecht en su “Loa
de la dialéctica”: “¿De quién depende que
siga la opresión? De nosotros. ¿De quién depende que se acabe? De nosotros
también”. Los que abusan de los pobres, dejarían de hacerlo si los demás no
nos quedásemos con la boca cerrada y los brazos
cruzados ante semejante abuso. Tenía toda la razón del mundo Martin
Luther King cuando dijo la famosa frase que tantas veces se ha repetido: “Lo que más me preocupa no es ni el grito de
los violentos, de los corruptos, de los deshonestos, de los sin carácter, de
los sin ética. Lo que más me preocupa es el silencio de los buenos”.
Lo
tercero es la necesidad urgente de agruparse. Porque el “desobediente
solitario” termina pronto en el calabozo de la policía, en el tribunal de la
justicia y probablemente en la cárcel a donde van a parar los “peligrosos”. Si
nos unimos, si nos agrupamos, si protestamos en masa, no hay gobernante que
pueda hacer frente a la masa de ciudadanos que se rebelan contra la injusticia,
la mentira, el atropello. A eso no hay gobierno que resista. Los gobernantes se
mantienen sobre la sumisión de los ciudadanos que callan y aguantan. ¡Eso,
jamás!
1 comentarios:
Pues sí. Lo realmente preocupante es el silencio de los buenos, porque entonces los malos siempre ganan. Pero no porque sea inevitable que ganen , sino porque les dejamos ganar.
Pero creo que se está empezando a perder el miedo a hablar, a expresarnos, a entender que si una ley no es justa, tenemos el derecho a pedir que la cambien.Y no parar hasta conseguirlo. Y si no se cambia pues... ahí está su artículo.
Me gusta lo que escribe, me hace sentir bien cuando lo leo.
Creo que es usted un hombre valiente.
Envidio su fuerza interior.
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