jueves, 26 de marzo de 2009

EL CONCILIO VATICANO TERCERO

Cincuenta años han pasado desde el primer anuncio del Vaticano II hecho por el papa Juan XXIII y en la Iglesia todavía se discute sobre el significado de este acontecimiento. Retengo que el problema hoy en realidad no es ya el Vaticano II sino más bien el Vaticano III.

Y para ilustrar mi tesis comienzo haciendo una referencia a la política italiana. En ella una serie de circunstancias han hecho que los que se definen progresistas se encuentra teniendo como principal bandera la defensa del pasado. En el este caso, la Constitución de 1947. Yo estoy firmemente convencido de la necesidad de ser fiel a los valores de la Constitución y me parecen sospechosas ciertas declaraciones en su contra (casi siempre retractadas posteriormente), pero no puedo menos de señalar que el conjunto del mensaje progresista que le llega al país mira más bien al pasado, mientras que el no progresista tiene paradójicamente más referencia al futuro, con deseo de innovar y de cambiar (que, visto el descontento actual con respecto al presente, es lo que todos desean).

Para evitar que la misma cosa suceda en la Iglesia, transformando a los progresistas en anticuados defensores de un tiempo que pasó y en críticos resentidos del presente (peligro muy real), es necesario a mi parecer comenzar a cultivar en la mente la idea de un Vaticano III, aplicando el espíritu del Vaticano II a lo que es más urgente en nuestro tiempo, es decir, a la comprensión de la naturaleza y de la vida humana en sí misma.

El giro positivo que el Vaticano II introdujo en la relación entre católicos e historia, debe extenderse a la relación con la naturaleza. Una vez que se haga esto se pondrá de manifiesto que, lo mismo que los católicos hoy están entre los que interpretan con más equilibrio los asuntos económicos y sociales, y entre los pocos que tienen una conciencia profética frente a la fuerza militar, el mismo equilibrio aparecerá en los asuntos de bioética. Se trata sólo de extender a la naturaleza el mismo principio de laicidad aplicado a la historia por el Vaticano II.

El criterio es el indicado por el Concilio en el punto 7 de la declaraciónDignitatis humanae: “En la sociedad hay que respetar la norma de la completa libertad, según la cual de debe reconocer al hombre la libertad lo más ampliamente posible y no debe restringirse sino cuando es necesario”. Si esta libertad, como afirma el Concilio, debe ser garantizada a los hombres en la relación con Dios (que es el bien más precioso que existe), es obvio que una sana teología no lo puede no extender también a la decisión de los hombres en la propia vida natural mediante el principio de la autodeterminación. Es este el paso que la doctrina de la Iglesia, en fidelidad a sí misma, está llamada a clarificar.

Entre los historiadores católicos (incluidos prelados eminentes) se discute acaloradamente sobre si el Vaticano II significó una vielta respecto al magisterio anterior o si fue una simple reformulación de lo mismo. ¿Hay más discontinuidad o continuidad entre el Vaticano II y los papas preconciliares? A mi parecer no hay duda de que el Vaticano II constituyó un cambio de sentido muy radical respecto a la enseñanza anterior. Señalo sólo dos episodios simbólicos. En 1832 Gregorio XVI excomulga Lamennais por haber apoyado la libertad de conciencia en materia religiosa, definida como “delirio” por el pontífice; en 1965 el Vaticano II aprueban ese delirio con la declaración Dignitatis humanae. En 1950 Pío XII Piadoso condena la nouvelle theologie separando de sus cátedras a los principales representantes, entre ellos al jesuita Henri De Lubac, quien, una vez elegido papa Juan, vuelve a la cátedra, participa en el Vaticano II, recibe cartas autógrafas de Pablo VI y en 1983 es nombrado cardenal por Juan Pablo II.

Si ya de los dos ejemplos anteriores es difícil negar con buena fe que algo ha cambiado radicalmente antes y después del Vaticano II, la discontinuidad aparece con toda su claridad cuando se consideran los siguientes contenidos:

    1) la lectura de la Biblia, antes de desalentada, es promovida a todos los niveles y desaparece toda desconfianza en la utilización del método crítico-histórico en los estudios bíblicos;

    2) en la liturgia se pasa del latín a las lenguas nacionales, se cambia el altar hacia la asamblea y es restaurado el año litúrgico;

    3) de una concepción clerical de la Iglesia se pasa a una valoración del sacerdocio universal de los fieles;

    4) los cristianos de las confesiones no católicas pasan de cismáticos y herejes a se considerados “hermanos separados”, mientras Pablo VI y el patriarca Atenágoras de Constantinopla se quitan las recíprocas excomuniones;

    5) se revisa la relación con los judíos, quitando lo de “pérfidos judíos” de las oraciones del viernes santo y dejando de considerarle un pueblo “deicida”;

    6) las otras religiones ya no son consideradas como idolatrías, sino como caminos de acercamiento al misterio y portadores de divina salvación;

    7) el mundo moderno ya no es condenado en el bloque para lo que produce, especialmente la libertad democrática, sino que se establece una actitud de diálogo y cordialidad.

Sobre este último punto es suficiente poner sólo dos líneas del famoso Sílabo de Pío IX en 1864 junto a otras dos del documento conclusivo del Vaticano II, la Gaudium et spes para darse cuenta hay una diferencia mucho mayor que los 101 años que separan ampos textos. Pío IX habla de “criminales complots de los impíos que, como olas de mar tempestuoso, lanzan su repugnante espuma” mientras que el Vaticano II invita a “escrutar los signos de los tiempos para conocer y comprender el mundo en que vivimos”. ¿A qué se debe esta notable diferencia? A la idea diferente de la relación entre cristianos y mundo. Con el Vaticano II el mundo, de adversario en un combate, entró a formar parte de la conciencia que el cristiano tiene de sí mismo y de la propia fe. Lo cual ha permitido que algunos conceptos, antes condenados, hayan llegado a ser enseñanza positiva de los Papas. Aparte de la libertad religiosa hay que recordar la libertad democrática, la salvación universal, la separación Iglesia-Estado, la libertad de prensa.

Con el Vaticano II se pone fin al período de la Contrarreforma, es decir, de la Iglesia que se pone contra: contra las otras iglesias cristianas, contra las otras religiones, contra el mundo civilizado. En este sentido yo estoy plenamente de acuerdo con los que consideran que la principal novedad del Vaticano II no ha consistido en tanto en sus textos doctrinales cuanto en la actitud espiritual y hablan del “espíritu del Vaticano II”. Tal espíritu consiste en una renovada relación de la Iglesia con el mundo, en el sentido de que al leer la historia del mundo se ha introducido la categoría de laicidad, llegando así a reconocer la autonomía de la historia, de la política, de la investigación científica, de la sociedad civil. Ya no se piensa en Dios actuando directamente en la historia, que tiene una su autonomía y debe ser dejada libre para autodeterminarse: de esta nueva teología ha surgido una conexión más serena y amistosa con el mundo.

Si a nuestros días la Iglesia parece que ha vuelto a la Contrarreforma (no en vano Marco Politi titula su nuevo libro La Iglesia del no), esto se debe en gran parte a que una teología anticuada de la naturaleza gobierna todavía la doctrina, incapaz de asumir el principio de laicidad inroducido por el Vaticano II a propósito de la historia. Como el Sílabo de Pío IX no asumió la necesidad de una nueva teología de la historia, así los documentos de la enseñanza actual no asumen la necesidad de una nueva teología de la naturaleza y, consecuentemente, de la vida y de la muerte de los hombres. Esta será la tarea del Vaticano III, que todo católico responsable debe comenzar a preparar dentro de sí mismo, en la oración y en el ejercicio lúcido se su inteligencia. El Espíritu está siempre al trabajo.



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