Benjamín Forcano
No hay que haber vivido mucho para entender que este tema ha sido tabú en la conciencia cristiana, en el sentido de que a casi nadie se le ocurría relacionar la Democracia con la Iglesia. La Iglesia no es evidentemente una democracia y, sobre todo, no tiene hacia dentro, en su estructura y funcionamiento, experiencia de funcionar como una democracia.
Sin embargo, nadie dudaría en afirmar que, si atendemos a la enseñanza y vida de Jesús, él convoca a sus seguidores a un radical espíritu democrático y a una práctica de los valores democráticos. Entonces, ¿qué ha sucedido, se pregunta Andrés T. Queiruga, para que se pueda seguir afirmando por muchos -por demasiados- que la Iglesia no es ni puede ser democrática? (Latinoamericana 2007, La democracia en la Iglesia, pg. 46).
En un hermoso artículo de J. Sobrino, (Concilium, Crítica a las democracias actuales y caminos de humanización, Septiembre 2007, pp. 83-97), describe las ideas e ideales que la tradición bíblico-jesuánica aporta para humanizar la democracia. Según él, el Vaticano II, fiel a tradiciones de la primera Iglesia e inspirada por los mejores valores de la democracia, marcó una nueva dirección, al entenderse como “Pueblo de Dios” y, posteriormente en Medellín, como “Iglesia de los pobres”.
La marca de “pueblo de Dios” fue calificada por el propio cardenal Ratzinger como peligrosa por llevar a comprender la Iglesia sociológicamente y la de “Iglesia de los pobres” no tuvo viento a favor de parte de la Institución. Superando deficiencias seculares, “Se trataba de superar la desigualdad, el autoritarismo de los señores de este mundo, la concentración del poder en pocas manos, la marginación de los laicos, sobre todo de la mujer, la imposibilidad de apelación, que la autoridad no tenga que rendir cuentas...Era y es innegable el deseo de una Iglesia más humana, más consecuente con lo que desencadenó Jesús y más parecida a Jesús. Eso es lo que estaba en juego en una Iglesia “pueblo de Dios”, con sus analogías en lo mejor de la democracia” (Idem, p. 94).
Es bueno, por tanto, dejar bien claro que la Iglesia no sólo es y puede ser una democracia, sino mucho más que una democracia: “Si alguien sigue pensando que usar la palabra “democracia” respecto de la Iglesia, puede amenazar u oscurecer la confesión de su misterio, que no lo haga nunca rebajando la llamada de Jesús hacia los valores de humildad y servicio... El cambio solo puede ser apostando a la alta: si no “democracia”, entonces mucho más que democracia” (Idem, pg. 47).
No sería justo, en este sentido, que la Iglesia se erigiera en guardiana de la democracia, señalando las deficiencias, contradicciones y abusos que le acompañan, sin vivir “en casa” las mejores tradiciones que ella predica a los de fuera. “Si, como afirma Casaldáliga, la democracia que conocemos es una democracia que empalaga e indigna” (Latinoamericana 2007, Exigimos y hacemos otra democracia, pg.10), ¿Qué no habrá de hacer la Iglesia para que no aparezca más como enemigo de la democracia y deje de perder credibilidad? Responde Casaldáliga: “hasta Dios debe ser democratizado de otro modo y la respectiva vivencia religiosa de la fe se debe abrir al diálogo en el pluralismo y debe compartir en la acción volcada hacia las grandes causas comunes de la vida y de todo el ser del universo” (Idem, pg. 11).
La cuestión, para no recaer en confusión ni contradicciones, requiere un tratamiento claro: ¿De qué hablamos cuando decimos democracia e Iglesia?
Nuestro modelo de democracia
Seguramente, en nuestro mundo occidental, son mayoría los que presumen de la forma de vida democrática. No sólo presumen, están orgullosos de ella y, en todo caso, la consideran como la forma menos mala.
Afortunadamente, comienzan a sonar -y fuerte- las voces de quienes cuestionan nuestra forma de democracia. No se trata de negar los logros y avances propios de nuestra democracia occidental.
Con base en la democracia griega, se comenzó a ordenar la convivencia de manera que las decisiones fueran tomadas por todos y no por uno sólo (rey) o por una minoría (aristocracia). Fue un avance, pero en el avance de esas primeras decisiones no tomaban parte los esclavos, los extranjeros y las mujeres; una gran parte que quedaba fuera del poder.
En las democracias modernas hubo un intento progresivo de que el poder fuera participado por todos, única manera de acabar con la exclusión, el privilegio y el dominio de unos sobre otros. Para ello, bastaría con establecer unas Constituciones, unos Tribunales, unos Representantes elegidos y unas Leyes que asegurasen la igualdad de todos, mediante una justicia rigurosamente aplicada. Desaparecida la Monarquía y las clases privilegiadas, todos serían iguales y libres.
Hubo progreso y conquistas muy positivas en las clases trabajadoras. Pero, los antiguos actores del poder –clero y nobleza- fueron reemplazados por otros: los señores de la industria, del comercio y, mas cerca de nosotros, las multinacionales: “La modernidad había imaginado el Estado como fuerza independiente, autónoma, encargada de crear la justicia y la prosperidad mediante la colaboración de todos los ciudadanos, considerados iguales gracias al imperio de la ley, aplicadas a todos por igual, y que defendían los derechos todos. Ya no habría víctimas de la dominación, porque todos podrían contar con el amparo de la ley aplicada por un sistema judicial imparcial” ( J. Comblin, Crisis de la democracia, Latinoamericana 2007, p. 323).
La dictadura económica dentro de la democracia
Desde nuestro nivel de vida confortable seguimos manteniendo el mito de que la democracia es el mejor sistema de vida para la convivencia. Lo es, ciertamente, mejor que la tiranía. Pero sería iluso desconocer el poder inimaginable que las nuevas fuerzas económicas han adquirido y la forma en que lo ejercen e imponen en nuestras democracias.
Entre los miles y miles de sociedades privadas inventariadas, las 200 más poderosas controlan en 2002 más del 23 % del producto mundial bruto (más de toda la riqueza producida en el planeta a lo largo de un año). Es importante subrayar las características de estas nuevas fuerzas económicas:
- Están en manos de unos grupos mundiales.
- Su riqueza ha ido creciendo y concentrándose.
- Los Estados han ido perdiendo la posibilidad de controlarlas.
Cada vez más, les imponen su voluntad.
- Las multinacionales mueven y controlan el comercio, las más fuertes conquistan a las más débiles, cuentan con la exención de impuestos y otras ventajas y acaban constituyéndose en monopolios.
- Su mayor éxito ha sido hacer creer a la conciencia pública que el Estado no puede tomar iniciativas económicas y debe entregarlas a empresas privadas. De esta manera, los partidos políticos se convierten en divulgadores de la ideología neoliberal y en funcionarios de las multinacionales.
Desde lo dicho, está claro que la democracia pierde su contenido desde el momento en que los Estados conceden autonomía a las multinacionales. Estas mueven sus capitales por el mundo entero. Los ciudadanos y la clase obrera apenas pueden actuar eficazmente contra ellas: “La globalización de los intercambios de servicios, de capitales, de patentes ha llevado durante los diez últimos años al establecimiento de una dictadura mundial del capital financiero. Las reducidas oligarquías transcontinentales, que detentan el capital financiero, dominan el planeta... Sobre miles de millones de seres humanos, los señores del capital financiero mundializado ejercen un derecho de vida y muerte. Mediante su estrategia de inversión, sus especulaciones bursátiles, las alianzas que organizan , deciden día a día quién tiene derecho a vivir en este planeta y quién está condenado a morir” (J. Ziegler, Derechos Humanos y democracia mundial, Latinoamérica 2007, p. 26).
“Los pueblos no eligieron sus gobiernos para que los “llevasen” al Mercado, sino que es el Mercado el que por todos los modos posibles condiciona a los gobiernos para que les “lleven” los pueblos. El Mercado es hoy más que nunca, el instrumento por excelencia de auténtico, único e incontrovertible poder, el poder económico y financiero multinacional, ése que no es democrático porque no fue elegido ni es regido por el pueblo ni apunta a su felicidad” (J. Saramago, Sobre la democracia, en Latinoamérica 2007, pg. 35).
Las consecuencias son las que todos vemos y sufrimos: la dictadura neoliberal nos invade con la industria de la diversión, hace que nos olvidemos de los derechos humanos, nos llega a convencer de que no hay nada que se pueda hacer, no hay alternativa posible. ¿Cómo podemos entender el hecho de que, desde el comienzo de la guerra de Irak, una potencia que se proclama y se la reconoce como la primera y más importante del mundo, pueda justificar y mantener, ante la complicidad de otras demo- cracias, como normal e inevitable, la prolongación de una invasión que provoca más de cien asesinados y muertos diarios?
¿En qué quedan, pues, las Constituciones? ¿Para qué sirven las elecciones? ¿Cuántos creen aún en ellas? ¿No es normal que crezca la conciencia de que el sistema democrático actual no funciona?
Pero, para cambiar el sistema, habrá que destruir el poder de los nuevos señores feudales. ¿Quimera o utopía?
Democracia y derechos humanos
No creo equivocarme al afirmar que una democracia política es bien poca cosa si no es, al mismo tiempo, una democracia económica y cultural. Identificar la democracia con la mera forma política es dejarla sin contenido. Los elegidos por el pueblo están en los partidos, en el parlamento y en el gobierno para algo más. Partidos y otras instituciones son necesarios, pero con la conciencia de que el poder que les ha sido otorgado proviene del pueblo y debe ser utilizado para los fines y derechos del pueblo. El poder, si proviene del pueblo y debe ser ejercido para el bien del pueblo, debe ser administrado en beneficio suyo. No lo es así, seguramente porque los gobernados no lo hacen por sí mismos ni para sí. Cambios políticos de partido y de gobierno que no vayan acompañados de cambios económicos y culturales no responden mucho a lo que el pueblo desea cuando vota.
Si, como ha dicho Boutros Boutros- Ghali “los Derechos Humanos son, por definición, la norma última de toda la política, son absolutos y localizados y por lo mismo constituyen una irreductibilidad humana, la quintaesencia de los valores que nos permiten afirmar que somos una sola comunidad humana” (J. Ziegler, idem, pg. 27).
¿La democracia sirve para asegurar la igualdad y la fraternidad o para encubrir la imposición capitalista, con su modelo de una sociedad egoísta y sin ideales?
Pese a todas las deficiencias e insuficiencias deberemos insistir en que se hagan realidad los derechos humanos, conscientes de que, también dentro de la democracia, son utilizados ideologizadamente para los intereses de unos u otros grupos y no del bien y de los derechos de los ciudadanos. Resulta inicuo que los derechos humanos puedan convertirse en privilegios de minorías y poderosos y puedan ser usados incluso en contra de los derechos de las mayorías. Esto es lo que hay que desenmascarar. Cuando una minoría tiene el poder de imponer las condiciones comerciales en el mercado, tiene el poder de dominar la vida: impiden las condiciones reales para que se pueda vivir biológicamente.
Para lograr que todos los ciudadanos gocen de los derechos humanos, no basta con la afirmación abstracta de que eso es un derecho de todo ser humano; eso es ya un derecho en muchos países democráticos, pero no lo es en otros, también formalmente democráticos. Puedo y debo tender utópicamente a la consecución del ideal (es un derecho de todo ser humano), pero debo incidir en la verificación y lucha concreta de si ese derecho se da en la realidad cotidiana de otros países. Entonces, la lucha y tarea decisiva se concretan en ponerse no del lado de quienes disfrutan esos derechos sino de quienes carecen de ellos, de quienes son débiles u oprimidos y no de quienes son fuertes u opresores.
La Iglesia y sus modelos diferentes
Lo mismo que hemos dicho de la democracia, cabe decir de la Iglesia: no se la puede mitificar reduciéndola a un solo modelo. La Iglesia tiene su proceso histórico - magnífico y terrible, dialécticamente esclarecedor- dentro del cual se ha dado fidelidad al origen y alejamiento de él.
.Modelo tridentino
Sin extenderme ahora más de la cuenta, quiero recalcar la tendencia y modelo de Iglesia que en siglos anteriores prevaleció y fue dominante hasta vísperas del Vaticano II. Me refiero al momento de la Iglesia reformada de Gregorio VII y postridentina. Sus rasgos fundamentales serían:
1. La Iglesia es como un Estado, en cuya cumbre está el Papa, asistido por las congregaciones romanas y que justifica su hegemonía sobre los demás Estados.
2. El estatuto constituyente de la Iglesia se caracteriza por la desigualdad, a base de dos géneros de cristianos: los clérigos y los laicos.
3. En ella, lo básico es la jerarquía clerical con sus diversos rangos. La desigualdad se despliega de arriba abajo, en una visión piramidal y estamental: la pirámide tiene un vértice, el papa: de él deriva el poder de los obispos, la nobleza eclesiástica; y, más abajo, está el bajo clero, los llamados propiamente “sacerdotes”. Estos grados agotan el derecho y la autoridad. Finalmente, está el estamento laical, base inmensa de la pirámide: vasallos, siervos de la gleba, gente menuda.
4. Esta estructura eclesiástica sería de derecho divino y, por lo tanto, inmutable. Como también el poder que ella tiene y de ella deriva.
5. Esta Iglesia realiza el Reino de Dios desde el “poder eclesiástico”, que desciende piramidalmente hasta los mismos fieles. El pueblo no tiene más que recibir y poner en práctica lo que reside en las altas esferas.
6. Para esta Iglesia el reino de Dios es cosa del “más allá”, “asunto de la otra vida”, no un proyecto histórico con exigencias de transformación para la sociedad presente, sino un símbolo de resignación histórica y de evasión de la historia.
7. Esta Iglesia olvida las característica fundamental del Reino de Dios que anuncia Jesús: un Reino de los pobres y para su liberación. Es decir, mientras en las altas esferas se libran batallas por la dominación del mundo, la inmensa base eclesial no tiene más condición, y ésta querida por Dios, que someterse y no contar para nada.
. Modelo del Vaticano II
Comparar simplemente la eclesiología tridentina con la del Vaticano II da una clave para entender los conflictos intraeclesiásticos actuales y todas las actuaciones que se están dando en contra de quienes se empeñan en exigir el camino trazado por el Vaticano II y que tiene su punto vivo en la democratización de la Iglesia. El cambio operado aparece sobre todo en la “Lumen Gentium” y la “Gaudium et Spes”. Podemos concretarlo en los siguientes puntos:
1. El punto de gravitación en la Iglesia es la comunidad (pueblo de Dios) y no la jerarquía. “Pueblo de Dios” es para el concilio esa realidad englobante de la Iglesia, que remite a lo básico y común de nuestra condición eclesial, es decir, nuestra condición de creyentes. Y, en esa condición, estamos todos, sin excepción. La división de clérigos/ laicos queda superada con un planteamiento nuevo: lo sustantivo en la Iglesia es la comunidad, la jerarquía lo relativo, que no tiene razón de ser en sí y para sí, sino en referencia y subordinación a la comunidad.
2. La función de la jerarquía es redefinida con relación a Jesús, siervo sufriente y no pantocrátor (señor de este mundo); solo desde un crucificado por los poderes de este mundo se puede fundar y justificar la autoridad de la Iglesia. La jerarquía es un ministerio (diakonia=servicio) que exige reducirse a la condición de siervo. Ocupar ese lugar (el de la debilidad e impotencia) es lo suyo, lo verdaderamente propio.
3. Desaparece la Iglesia como “sociedad de desiguales”: “No hay por consiguiente en Cristo y la Iglesia ninguna desigualdad” (LG, 12).
Ningún ministerio puede ser colocado por encima de esta dignidad común. La mayor dignidad está en la igualdad común. Los clérigos no son los “hombres de Dios” y los laicos “los hombres del mundo”. Esa dicotomía es falsa. Hablamos correctamente si, en lugar de clérigos y laicos, hablamos de comunidad y ministerios.
4. Todos los bautizados son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo (LG, 10). No sólo, por tanto, los curas son “sacerdotes” sino que, junto al ministerio de ellos, el sacerdocio es común. Este cambio en el concepto de sacerdocio es fundamental: “En Cristo se ha producido un cambio de sacerdocio” (Hb 7,12). En efecto, el primer rasgo del sacerdocio de Jesús es que “se hace en todo semejante a sus hermanos”: es compasivo, prueba el sufrimiento, ofrece en su vida mortal oraciones a gritos y lágrimas, es decir, se identifica con su pueblo, sin avergonzarse de llamarlos hermanos.
Jesús, pues, para ser sacerdote no se retira al ámbito de lo sagrado, de los ritos, sino que sigue siendo laico aun constituido como sacerdote. El sacerdocio original de Jesús es el que hay que proseguir en la historia Y es la base para entender todo otro sacerdocio dentro de la Iglesia y, por supuesto, el sacerdocio común.
Según esto, la Iglesia entera, pueblo de Dios, prosigue el sacerdocio de Jesús, sin perder la laicidad, en el ámbito de lo profano y de lo inmundo, de los “echados fuera”; sacerdocio no centrado en el culto sino en el mundo real. Este sacerdocio pertenece al plano sustantivo, el otro -el prebisteral- es un ministerio y no puede entenderse desentendiéndose del común. Y el sacerdocio común es superior y el presbiteral, como ordenado al común, es inferior.
En el primer milenio, el ministerio presbiteral es entendido con referencia a la comunidad, y el pueblo expresaba su participación con la mano alzada. Prescindir de la participación del pueblo, hacía nulas e inválidas las ordenaciones. En el segundo milenio, el ministerio se entiende por referencia a Cristo que actúa en la Iglesia a través del sacramento. El gesto es de imponer las manos, que es posterior y es expresión del sacramento del Orden.
El poder sacerdotal tuvo una evolución -expresada en los gestos- hasta llegar a configurarse como un poder aislado de la comunidad, sustantivizado en sí, en pura verticalidad.
Papel de la Iglesia en la democracia desde la tradición original,
recuperada en el Vaticano II
Lo dicho sobre la evolución de la democracia y sobre los dos modelos de Iglesia, nos permiten sacar algunas consecuencias:
Primera: en todo tipo de ordenación y gobierno de la convivencia humana, la Iglesia de Jesús aporta valores fundamentales que delatan su identidad y la hacen incompatible con aquellas formas de convivencia que no cultivan o se muestran ausentes con esos valores.
Segunda: Teniendo en cuenta los principales problemas que hoy agobian a nuestra democracia, sabiendo que ella ofrece propuestas para la solución de esos problemas, que no hay proceso económico-político disociado de un determinado tipo de cultura (filosófica, ética, religiosa), que la cultura de la democracia ha sido invadida y pervertida por la ideología especifica del neoliberalismo, que la democracia necesita para sobrevivir y regenerarse unos valores esenciales, ¿Cuáles serían esos valores energías base, que la Iglesia, desde lo mejor de sí misma , podría aportar?
Quiero señalar cuatro:
1. Primacía de los últimos. La Iglesia debiera proclamar y testimoniar que como criterio de organización sociopolítica y de educación debiera adoptarse el criterio de que todos los hombres son hermanos y, si hermanos, hay que luchar para que las relaciones sean de igualdad y desaparezcan los obstáculos que más lo imposibilitan: el dinero y el poder. Hay que establecer como prioridad el que esas mayorías, que se encuentran en la miseria y exclusión (los últimos) sean los primeros, de modo que sea desde las carencias de sus derechos y necesidades como comience a organizarse la sociedad. Si Jesús llama a los pobres bienaventurados es porque les asegura que su situación va a cambiar y para ello es preciso crear un movimiento que sea capaz de lograrlo, devolviéndoles la dignidad y la esperanza. Hay que dar la primacía a los últimos:
"El cristianismo originario se enfrenta al reinado del dinero y del poder como mecanismo de dominación e introduce una pasión en la historia: que los últimos dejen de serlo, que se adopten comportamientos y se organicen políticas y economías que les den la primacía para construir una sociedad sin últimos ni primeros o, al menos, con la menor desigualdad entre los seres humanos convocados a ser hermanos” (R. Díaz Salazar, La Izquierda y el cristianismo, Taurus, 1998, p354.
2. Detectar las causas de la desigualdad. De acuerdo con esta pasión por los últimos, tener sensibilidad y criterio para saber detectar dónde se encuentran en nuestro mundo las causas y mecanismos que producen los primeros y mayores problemas de desigualdad e injusticia.
3. Anteponer las necesidades de los últimos. Crear una voluntad colectiva que sea capaz de anteponer las necesidades de los últimos y que articule políticas y comportamientos sociales solidarios, con la consiguiente adopción de esfuerzos y renuncias comunes. Si la pasión por los últimos se convierte en idea y fuerza moral movilizadora, tendremos entonces la posibilidad de políticas internacionales de solidaridad, de democracia económica, de asunción de la pobreza evangélica, llegando a crear nuevos sujetos sociales, con una nueva escala de valores antropológicos y una nueva finalidad para la vida personal y colectiva.
4. Cultura del samaritano. Hacer propia la cultura del samaritano ante el prójimo necesitado: sentir como propio el dolor de los oprimidos, aproximarse a ellos y liberarlos. Sin este compromiso, toda la religiosidad es falsa:
"El cristianismo originario presenta unos valores de fondo que vistos en su conjunto configuran un determinado espíritu o fuerza socio-vital muy importante para la izquierda. La primacía de los últimos, la pasión por su liberación, la crítica de las riquezas, la cercanía a las víctimas de la explotación, el anhelo por construir la fraternidad desde la justicia y más allá de éste, la apuesta por un estilo de vida centrado en la desposesión y comunión de bienes, la unión entre el cambio de la interioridad del hombre y la transformación de la historia, etc. son propuestas vitales muy valiosas para la cultura socialista.(R. Díaz Salazar, Idem, p. 399).
Jon Sobrino, por su parte, en el artículo citado, teniendo en cuenta la tradición bíblica cristiana y, a la vista de lo que está hoy sucediendo en nuestras democracias, expone las siguientes propuestas que pueden ayudar a humanizar la democracia:
. La compasión ante el pueblo crucificado
. La justicia
. La parcialidad ante el pobre
Partir de la cruz de los pueblos es partir de quienes no tiene poder y, como tales, sufren todas las penalidades. A ellos nuestras democracias -eurocéntricas- les arrebatan todo: vida, cultura, dignidad y libertad. Y ante esos pueblos crucificados no hay otra postura honesta que la de “bajarlos de la cruz” porque en ellos hay presencia de Dios.
La injusticia hace que muchos seres humanos mueran de hambre, sean asesinados. La bondad de Dios, que es bueno con todas sus criaturas, tiene que aparecer en la concreta transformación de un mundo injusto en otro justo. La justicia se opone al desprecio, la violencia, la mentira, la esclavitud, la muerte. En la medida en que eliminemos eso la vida será justa y será humana.
En la práctica una política democrática, de cuño cristiano, se decanta por los pobres. Seguir hablando en nuestras democracias de igualdad es una falacia real, porque no es así; hay que introducir el criterio de la parcialidad. El pobre sufriente es el que tiene que resultar primero. Se debe partir no de la igualdad sino de los pobres como centro de la política democrática.
Hay una advertencia de Jesús de Nazaret –y quiero que sea mi conclusión- con la que debieran confrontarse todos los poderes: civiles y religiosos, democráticos, monárquicos, socialistas, de cualquier signo: “Sabéis que los jefes de las naciones gobiernan como señores absolutos y los grandes oprimen con su poder. No sea así entre vosotros. Que el primero sea el último y el señor sea servidor” (Mc 10,41: Mt 20,25).
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