J. I. González Faus. La Vanguardia.
Hace unos meses fueron noticia varios casos de operaciones de esas eufemísticamente llamadas de “cirugía estética”. Tan embellecedora que alguna de ellas convirtió en cadáver a la pobre protagonista… Para que nadie se alarme ayudará saber que, hace ya 400 años, el poeta Argensola, natural de Barbastro y cronista de Aragón, escribió este delicioso soneto A una dama que se afeitaba y estaba hermosa:
“Yo os quiero confesar, don Juan, primero / que aquel blanco color de doña Elvira / no tiene de ella más, si bien se mira / que el haberle costado su dinero. Pero tras eso confesaros quiero / que es tanta la beldad de su mentira / que en vano a competir con ella aspira / belleza igual de rostro verdadero. Mas ¿qué mucho que yo perdido ande / por un engaño tal, pues que sabemos / que nos engaña así Naturaleza? / Porque ese cielo azul que todos vemos / ni es cielo ni es azul. ¡Lástima grande / que no sea verdad tanta belleza!“.
Pues sí: entre la beldad de la mentira y lo insoportable de la verdad, discurre todo el espacio de nuestra esclavitud humana: y no sólo en lo corporal, sino mucho más en lo espiritual. También ahí los humanos tratamos de ponernos diversas “prótesis” y de succionar nuestra grasa espiritual para quedar… ¿más bellos? No: simplemente más aceptables. Porque la necesidad de reconocimiento es el gran drama de nuestra vida. Hasta la autora de ese pornoescándalo titulado Diario de una ninfómana comienza así: “Pretendí utilizar el sexo como medio para encontrar lo que todo el mundo busca: reconocimiento”. De tamaña verdad intentaré mostrar algún ejemplo.
1. Hay gente que vive en un mundo y una historia artificiales: en una mentira que se han montado ellos combinando datos de su vida. Y en ese engaño se mueven con mucha más seguridad que en el mundo real. No habrá manera de convencerlos de su error, porque se desintegrarían como si les hubiera ocurrido una fisión nuclear. Se parecen a aquellos personajes de Woody Allen que tienen psiquiatra no para que los cure sino para que los justifique (”ya me ha dicho mi psiquiatra que soy así porque mis padres”… no me dieron bien de mamar o cualquier otra sandez).
2. El uso de los más grandes valores como plataforma de autoencumbramiento lo presenciamos cada día en personajes públicos (políticos, gentes de los medios y otros famosos), que ya deberían estar contentos con lo que tienen. Pero como “todos queremos más” y algunos de ellos tienen un ego que se lo pisan, pues se valen de la patria, la libertad y otras grandes palabras, no para servir a esas causas, sino para embellecerse con ellas, o conquistar más reconocimiento vistiéndose de ellas. Jesucristo fue muy duro con esos fariseos que guardan toda la moral para poder “mirarse al espejo”, y relamerse viendo lo guapos que son.
3. Hay también gentes que viven lamentándose de todo, despotricando y cargándoselo todo airadamente; pero que no pronuncian esas críticas buscando una movilización para cambiar las cosas, sino que concluyen que, como todo está tan requetemal, no hay nada que hacer. Y sus diatribas no son más que una forma sutil de hacernos caer en la cuenta de que ellos son mucho mejores que toda la realidad exterior a ellos.
4. En plan más sencillo y más inocente, había que ver la alegría de la madre de aquel niño que cantó el gordo de Navidad. Daban ganas de decirle: “Pero, señora, ¿qué más da que lo cante su niño o cualquier otro? ¡Aquí de lo que se trata es de a quién ha tocado!”. Pero no había manera. A ella lo que le interesaba era llamar la atención del personal, por lo menos durante un momento.
5. Ya lo dijo muy bien Hegel: la necesidad de reconocimiento es la que nos va moviendo arriba y abajo. En este contexto, quisiera despedirme hoy con una alusión al reformador Martín Lutero. Pocas personas en toda la historia humana habrán tenido una percepción tan aguda y tan fina de la propia basura.
Con el agravante de que él no sentía eso sólo ante su propio juicio, sino ante el juicio de Aquel que es la justicia y la santidad infinitas. El pobre Lutero se desangraba preguntando: ¿dónde encontrar, no un yo benévolo, pues eso siempre será una mentira, sino “un dios benévolo”? Y como algunos ya sabrán (y lo reflejaba bastante bien la película dedicada al reformador), Lutero lo encontró. Ello cambió su vida: lo liberó de sí mismo, de su propia miseria y de la insaciable necesidad humana de reconocimiento.
Leyendo la Carta a los Romanos de Pablo, comprendió que Dios nos ama tal como somos, que no es juez sino salvador, que no se acerca a nosotros para condenarnos sino para acogernos y que, cuando pide nuestro cambio, no es para satisfacer su vanidad divina, sino por el bien nuestro. Eso cambió su vida. Y se cumplieron para él aquellas palabras de Jesús: “La verdad os hará libres”.
Esa sí que fue una buena cirugía estética. Y gratuita.
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