El caso es que, considerar la política al margen de la ética o de la religión, ha sido un hecho grave, de incalculables secuencias negativas.
Las causas pueden ser múltiples: bien porque las religiones se olvidaron de su significado profético y universal primigenio, se unieron al poder político y, bendiciéndolo, lo hicieron suyo; bien porque se teologizó falsamente con que todo poder provenía de Dios; bien porque se ratificó como sagrada la ley del dejar hacer del neoliberalismo; bien porque se estableció una dicotomía inconciliable entre vida temporal y eterna, espiritual y terrena; bien porque las religiones invadieron indebidamente y sojuzgaron la autonomía justa de la vida política, etc.
El resultado es que, hoy, en el siglo XXI y después del Vaticano II, la gente, y no digamos el clero, sigue pensando que la política no tiene nada, o apenas, que ver con el Evangelio y la fe, y se la deja campar a sus anchas sin el menos discernimiento ético y evangélico. Y así, los problemas económicos y políticos, lugar donde se deciden los temas de mayor calado e importancia humana, no son objeto de análisis y de confrontación con los postulados de la racionalidad, de la ética, de la dignidad y derechos humanos y de la utopía evangélica.
Esta unilateral miopía alcanza principalmente a los dirigentes de la comunidad católica que todavía siguen pensando así, centrándose especialmente en problemas domésticos intraeclesiásticos, minusvalorando o menospreciando como irrelevantes para la santidad y salvación los problemas sociopolíticos. ¿Con qué principios y sensibilidad, en qué medida y con qué método se están abordando, a nivel jerárquico, los problemas de la crisis económica, del hambre, de la mortalidad infantil, de la especulación del suelo, del paro, de la inmigración, de la prostitución, de la invasión y explotación de unos pueblos por otros, de la guerra, etc.? ¿No merecen estos problemas un análisis riguroso, una denuncia profética y una movilización ciudadana solidaria?
Fe y política garantes del bien total del hombre
Los cristianos tenemos claro que la Utopía de Jesús (el Reino de Dios) es un proyecto de vida y convivencia que abarca la totalidad de la vida humana y es anunciado para realizarlo en este mundo.
Esta totalidad incluye todos los aspectos que atañen a la persona: individuales, históricos, culturales, socioeconómicos y políticos. La convivencia humana está configurada según esa red de dimensiones que brotan de la misma naturaleza humana. Ahora, esa red pertenece a todos y la convivencia trata de articularla de modo que sea y sirva para la promoción, desarrollo y bien de todos. En esa convivencia, nadie puede organizarse al margen o en contra del bien y derechos de los demás.
La ética humana es la que, como instancia y patrimonio de todos, señala los principios y valores que deben regir la convivencia. Si cada persona es y vale lo mismo, si todos tienen idéntica dignidad, derechos y obligaciones, está claro que a la hora de trazar el camino de la convivencia hay que tener como imperativo y estrella inspiradoras la afirmación de la dignidad de la persona humana y cuantos derechos y obligaciones dimanan de ella.
Asegurar esa Dignidad de todos = Bien Común es el cometido de la Política y de cuantos son elegidos y delegados para desempeñarla.
Presencia utópica de los cristianos en la política
La utopía de Jesús no es para implantarla en el otro mundo; debe hacerse historia viva en el orden individual y sociopolítico concreto de cada momento de la historia.
Por eso, es una utopía abierta.
Tal historificación presupone la confrontación con cada situación histórica concreta en la seguridad de que aparecerán limitaciones y males incompatibles con la utopía. En la confrontación siempre se apunta al futuro, que ayuda a superar los límites del presente. Si la confrontación no se hace proféticamente, la utopía acaba en evasión u opio. La confrontación profética siempre resulta animadora de la acción correcta. La acción transformadora –que busca llevar a cabo el proyecto de Dios y que es claramente transcendente- opera en la interpretación del Espíritu Santo en y por la historia, en los signos de los tiempos.
Esta confrontación se da en el momento histórico concreto de cada pueblo, según sean los grados de injusticia, opresión y miseria. La confrontación, desde la opción por los pobres y desde una teología comprometida, denuncia el desorden establecido, sus contradicciones y mentiras, y anuncia un nuevo orden. En este sentido, resulta ineludible preguntar: ¿cómo está configurada políticamente nuestra sociedad?
¿Qué dominio ejerce en ella la lógica del capitalismo? ¿Qué prioridades y opciones son predominantes en ella: las proféticas o antiproféticas?
Se quiera o no, estamos en el engranaje de una economía mundial globalizada. Dentro de la relacion Norte/Sur y Este / Oeste, que impone dependencias, complicidades, pérdida de identidad y nos hace responsables de la brecha creciente entre países ricos y pobres. En virtud de esa inserción, hacemos préstamos leoninos y reclamamos deudas externas privilegiando al capital. ¿Hasta qué punto son reales en nosotros las pautas interiorizadas del neoliberalismo y las mentiras ideológicas de una democracia aparente? ¿Rigen en nuestra democracia los intereses de la mayoría o la dictadura de intereses particulares?
En esa situación de democracia, ¿ nuestra Iglesia qué actitudes, denuncias y compromisos ha tomado frente a los males universales del capitalismo? ¿Ha sido tan presta para condenarlos como lo ha sido para condenar el marxismo?
Actuando desde el horizonte de la utopía cristiana, no podemos conformarnos con un orden que es favorable para unos pocos y desfavorable para las mayorías.
La universalización de los bienes, de los derechos y del progreso no deben hacerse desde los poderes fácticos de la economía, sino desde la opción preferencial por los pobres. A este respecto la Iglesia se ha configurado más desde la perspectiva de los ricos que de los pobres, aun siendo verdad que es en los pobres, como sujeto de la historia, donde se encuentra la mayor presencia real del Jesús histórico y la mayor capacidad para un cambio y liberación.
Buscar la vida para todos, con esperanza, lejos de un consumismo voraz, es una tarea llena de sentido. La totalidad del sistema económico que rige los destinos del mundo no es aceptable, porque no crea relaciones que proporcione vida para todos. El Espíritu es dador de vida y no está allí donde la vida es quitada, disminuida o degrada progresivamente.
La liberación es de todos y para todos y no es posible si no persigue a la par la justicia y la libertad. No puede darse justicia sin libertad, ni libertad sin justicia. “La liberación se entiende como liberación de toda forma de opresión, liberación para una libertad compartida que no permite formas de discriminación” (I. Ellacuría).
Si la realidad, tal como está organizada desde los sectores dominantes, crea hombres explotadores, represivos y violentos, no puede menos de provocar , cristianamente hablando, actitudes de indignación y transformación.
Frente al hombre viejo de la cultura noratlántica –insolidario, etnocentrista, nacionalista, explotador, inmaduro, agresivo, banal- se está creando la cultura del hombre nuevo desde muchos sectores comprometidos: -solidario con los oprimidos, rebelde ante las injusticias, compasivo y misericordioso, servicial, esperanzado y alegre con la construcción de un mundo nuevo, abierto y universal, respetuoso con la naturaleza, contemplativo y comprometido-.
La utopía trata de hacerse realidad mediante la creación de un Nuevo Orden, en el que se sustituya la civilización de la riqueza por la civilización de la pobreza, el pueblo sea cada vez más sujeto de su propio destino, donde tenga lugar el derecho de todos a la satisfacción de las necesidades básicas, donde los modelos políticos hagan posible “la libertad desde la justicia y la procura del bien común desde la opción preferencial por las mayorías pobres” (Ellacuría), donde Dios adquiera tal presencia en esta “nueva tierra” que sea en todos y en todo y donde la Iglesia se revitalice y se deje invadir por el Espíritu que renueva todas las cosas y se pueda convertir en el nuevo cielo que necesitan la tierra y el hombre nuevos.
Criterios para una actuación cristiana en la forma política de la democracia
Lo dicho hasta aquí, permite señalar algunos criterios para una actuación de los cristianos en la vida política:
Primero: en todo tipo de ordenación y gobierno de la convivencia humana, la Iglesia de Jesús aporta valores fundamentales que delatan su identidad y la hacen incompatible con aquellas formas de convivencia que no cultivan o se muestran ausentes con esos valores.
Segunda: Teniendo en cuenta los principales problemas que hoy agobian a nuestra democracia, sabiendo que ella ofrece propuestas para la solución de esos problemas, que no hay proceso económico-político disociado de un determinado tipo de cultura (filosófica, ética, religiosa), que la cultura de la democracia ha sido invadida y pervertida por la ideología especifica del neoliberalismo, que la democracia necesita para sobrevivir y regenerarse unos valores esenciales, los valores energías base, que la Iglesia, desde lo mejor de sí misma , puede aportar son los siguientes:
1. Primacía de los últimos. La Iglesia debiera proclamar y testimoniar que como criterio de organización sociopolítica y de educación debiera adoptarse el criterio de que todos los hombres son hermanos y, si hermanos, hay que luchar para que las relaciones sean de igualdad y desaparezcan los obstáculos que más lo imposibilitan: el dinero y el poder. Hay que establecer como prioridad el que esas mayorías, que se encuentran en la miseria y exclusión (los últimos) sean los primeros, de modo que sea desde las carencias de sus derechos y necesidades como comience a organizarse la sociedad. Si Jesús llama a los pobres bienaventurados es porque les asegura que su situación va a cambiar y para ello es preciso crear un movimiento que sea capaz de lograrlo, devolviéndoles la dignidad y la esperanza. Hay que dar la primacía a los últimos:
"El cristianismo originario se enfrenta al reinado del dinero y del poder como mecanismo de dominación e introduce una pasión en la historia: que los últimos dejen de serlo, que se adopten comportamientos y se organicen políticas y economías que les den la primacía para construir una sociedad sin últimos ni primeros o, al menos, con la menor desigualdad entre los seres humanos convocados a ser hermanos” (R. Díaz Salazar, La Izquierda y el cristianismo, Taurus, 1998, p354.
2. Detectar las causas de la desigualdad. De acuerdo con esta pasión por los últimos, tener sensibilidad y criterio para saber detectar dónde se encuentran en nuestro mundo las causas y mecanismos que producen los primeros y mayores problemas de desigualdad e injusticia.
3. Anteponer las necesidades de los últimos. Crear una voluntad colectiva que sea capaz de anteponer las necesidades de los últimos y que articule políticas y comportamientos sociales solidarios, con la consiguiente adopción de esfuerzos y renuncias comunes. Si la pasión por los últimos se convierte en idea y fuerza moral movilizadora, tendremos entonces la posibilidad de políticas internacionales de solidaridad, de democracia económica, de asunción de la pobreza evangélica, llegando a crear nuevos sujetos sociales, con una nueva escala de valores antropológicos y una nueva finalidad para la vida personal y colectiva.
4. Cultura del samaritano. Hacer propia la cultura del samaritano ante el prójimo necesitado: sentir como propio el dolor de los oprimidos, aproximarse a ellos y liberarlos. Sin este compromiso, toda la religiosidad es falsa:
"El cristianismo originario presenta unos valores de fondo que vistos en su conjunto configuran un determinado espíritu o fuerza socio-vital muy importante para la izquierda. La primacía de los últimos, la pasión por su liberación, la crítica de las riquezas, la cercanía a las víctimas de la explotación, el anhelo por construir la fraternidad desde la justicia y más allá de éste, la apuesta por un estilo de vida centrado en la desposesión y comunión de bienes, la unión entre el cambio de la interioridad del hombre y la transformación de la historia, etc. Son propuestas vitales muy valiosas para la cultura socialista.(R. Díaz Salazar, Idem, p. 399).
Jon Sobrino, por su parte, teniendo en cuenta la tradición bíblico cristiana y, a la vista de lo que está hoy sucediendo en nuestras democracias, expone las siguientes propuestas que pueden ayudar a humanizar la democracia:
. La compasión ante el pueblo crucificado
. La justicia
. La parcialidad ante el pobre
Partir de la cruz de los pueblos es partir de quienes no tiene poder y, como tales, sufren todas las penalidades. A ellos nuestras democracias -eurocéntricas- les arrebatan todo: vida, cultura, dignidad y libertad. Y ante esos pueblos crucificados no hay otra postura honesta que la de “bajarlos de la cruz” porque en ellos hay presencia de Dios.
La injusticia hace que muchos seres humanos mueran de hambre, sean asesinados. La bondad de Dios, que es bueno con todas sus criaturas, tiene que aparecer en la concreta transformación de un mundo injusto en otro justo. La justicia se opone al desprecio, la violencia, la mentira, la esclavitud, la muerte. En la medida en que eliminemos eso la vida será justa y será humana.
En la práctica una política democrática, de cuño cristiano, se decanta por los pobres. Seguir hablando en nuestras democracias de igualdad es una falacia real, porque no es así; hay que introducir el criterio de la parcialidad. El pobre sufriente es el que tiene que resultar primero. Se debe partir no de la igualdad sino de los pobres como centro de la política democrática.
Hay una advertencia de Jesús de Nazaret –y quiero que sea mi conclusión- con la que debieran confrontarse todos los poderes: civiles y religiosos, democráticos, monárquicos, socialistas, de cualquier signo: “Sabéis que los jefes de las naciones gobiernan como señores absolutos y los grandes oprimen con su poder. No sea así entre vosotros. Que el primero sea el último y el señor sea servidor” (Mc 10,41: Mt 20,25).
Benjamín Forcano
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