lunes, 26 de abril de 2010

EL INDEFENSO

Hay voces que se escandalizan ante lo que creen un ataque concertado contra la Iglesia católica, pero es el hecho religioso en sí y el fundamento del cristianismo lo que está en juicio 

Joseba Arregi, en 'El Diario Vasco'

Coincidiendo la celebración de la última Semana Santa y sus procesiones tan retransmitidas, las noticias sobre los casos de pederastia por parte de clérigos católicos, las noticias sobre la prometida ley de libertad religiosa y el resurgir del tradicional anticlericalismo español, hemos visto páginas enteras dedicadas a la crítica de toda religión, especialmente del cristianismo, sin renunciar a la retransmisión de las procesiones en medios del mismo grupo. Ha habido incluso columnista que se ha mostrado escandalizado por el número de horas dedicadas por TVE a dichas retransmisiones. Una perfecta contradicción.

Hay voces que reaccionan escandalizadas ante lo que creen que es un ataque concertado contra la Iglesia católica. Pero independientemente de que la Iglesia sí ha cometido el pecado del ocultamiento de algo que debiera haber perseguido inmediatamente, y de que con dicho ocultamiento ha podido propiciar la continuación de dichas actuaciones intolerables, y de que le ha costado demasiado pedir perdón explícita y públicamente, es el mismo hecho religioso en sí el que está en juicio, y en concreto la realidad del cristianismo y su fundamento.
Estas líneas no pretenden seguir la estela de F. Schleiermacher, quien a comienzos del XVIII escribió los famosos 'Discursos sobre la religión' dirigidos a los cultos entre quienes la desprecian. Noticias sobre las reacciones electroquímicas del cerebro que explican científicamente la existencia de la religión van haciendo la ronda como grandes descubrimientos, sin saber que la sociología hace mucho tiempo que describió la función de la religión como reducción de complejidad.
Pero todo ello no entra en el fondo de la cuestión. Pues los modernos profetas de la crítica de la religión desconocen, al parecer, lo que el teólogo Karl Barth diagnosticó a comienzos del siglo XX, que la religión es fruto de la concupiscencia humana: el intento permanente del hombre por autojustificarse, por encontrar una seguridad que pueda manejar él mismo, y que sea capaz de eliminar el horizonte de dudas que le asalta desde la experiencia de la contingencia, de la problematicidad de la existencia humana.
Karl Barth llega a ese diagnóstico a partir de su comprensión de la figura de Jesús y de lo que aconteció en su muerte en la cruz, especialmente desde la comprensión de san Pablo de ese acontecimiento fundacional de la fe cristiana -dicho sea de paso: llama la atención que pensadores radicalmente de izquierdas como Giorgio Agamben o Alain Badiou recurran a san Pablo para defender la universalidad de los principios éticos, mientras autodenominados progresistas sólo ven en él el fundador de la Iglesia-.
Para Barth la fe cristiana se opone a la religión: el acontecimiento de la muerte de Dios en la cruz de Jesús, sin la cual el Cristo resucitado es impensable y sin significado alguno, no puede responder a la necesidad de seguridad, a la búsqueda de autoaseguramiento, de autojustificación del hombre, porque en la indefensión radical de Jesús en la cruz -¡Padre, por qué me has abandonado!, la muerte de su identidad de mesías como el verdadero significado de su muerte física en la cruz- se pone de manifiesto la indefensión radical de los hombres, la imposibilidad radical de que éstos puedan encontrar en sí mismos y en sus medios, aunque sea la ciencia elevada a la categoría religiosa de último refugio de las verdades definitivas que otorgan al hombre la tan ansiada seguridad, la superación definitiva de la contingencia, de la problematicidad de toda realidad.
El teólogo Eberhard Jüngel escribe en una de sus obras que Dios no es necesario. Se puede añadir, en referencia a lo que ha querido ser propaganda contra Dios, que ni siquiera es probable. Si Dios fuera necesario o probable estaría a merced de nuestra capacidad de raciocinio. Sería, en el mejor de los casos, un ídolo a nuestro servicio, dispuesto a dejarse manipular por sus creadores, los hombres. Pero que la verdadera manifestación de Dios se encuentre en la cruz de Jesús, en el momento en que éste grita su abandono por quien se suponía que le debía rescatar, significa, y fue san Pablo quien lo vio con toda claridad, un escándalo para los griegos, es decir, para la racionalidad ilustrada.
Si algo caracteriza a la fe cristiana es precisamente que se acepta el reto que supone ese escándalo, que no cree en un Dios necesario, ni en un Dios probable, porque nada hay más improbable para la razón humana que un Dios que se manifiesta en su propia muerte. Mucho se habla hoy en día de la necesidad de aceptar la humanidad de Jesús, de acercarse a la historia real del hombre Jesús. Pero para una fe que se expone al escándalo de la muerte de Dios en la cruz de Jesús nada de lo que se pueda decir acerca de su humanidad puede ser ni nuevo, ni una sorpresa, porque es en la muerte sufrida en la que se manifiesta el ser humano en toda su desnudez.
El núcleo central de la fe cristiana es el indefenso radical. Indefenso hasta el punto de que no busca ninguna defensa, ninguna apología, ninguna demostración, pues cualquiera de ellas negaría su muerte, el escándalo que supone como reto para los hombres, y que es el punto de partida de la fe. Y ese escándalo coloca a los hombres que lo aceptan como reto ante la obligación de aprender a superar todas las defensas que se va construyendo para dotarse de seguridad: todo tipo de creencias religiosas, aunque no parezcan tales, todos los aseguramientos de identidad, toda búsqueda de materialización de sus intereses como medio de sentirse seguro, todo endiosamiento de sí mismo, de su grupo, de su cultura, de sus intereses, de la nación, de la lengua, de la clase, de la ideología, sea cual sea, de la ciencia. Aceptar el escándalo de la cruz de Jesús, la fe como el reto de creer en un Dios que ha muerto en una cruz, es abrirse a la visión de la desnudez humana de forma radical, es aceptar el reto de ir desvistiéndose una y otra vez de las vestimentas con las que tratamos de cubrir esa nuestra desnudez siguiendo la concupiscencia humana que desemboca en la religión.
"Ecce signum crucis, de quo pependit salus nostra" canta la Iglesia en la liturgia del Viernes Santo. Es lo que tiene que hacer transparente en su predicación, para lo que se tiene que desvestir de tanto ropaje que no hace más que oscurecer esa proclama.

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