Que la Iglesia Católica está viviendo un momento muy delicado de su larga historia, es una evidencia. A quienes lo padecemos desde dentro, no deja de sorprendernos la evolución de los acontecimientos. Como sabemos que la pedofilia es un comportamiento delictivo gravísimo, sólo podemos esperar y exigir que, cuanto antes, se haga justicia, resplandezca la verdad y se pongan medios claros para erradicar su repetición. Pero todo esto ya se ha dicho mil veces de uno u otro modo más adecuado, y sólo cabe verificar que se cumpla. Sinceramente, creo que esta vez va en serio, si bien, también lo pienso, gran parte de las autoridades que supieron del drama, prácticamente, son las mismas que ahora tienen que cortar por “lo sano”. Si me equivoco en esto, me alegraré, pero creo que es así. Con lo cual, hay dificultades añadidas para “la verdad” y al cabo para “la justicia”. ¡Van tan unidas!
Pero yo creo que es el momento de ir más allá y ver esta situación eclesial con más perspectiva. Hans Küng, confió hace cinco años en Benedicto XVI, y ahora dice que ya no hay motivo para seguir haciéndolo. Asociaciones de Teólogos como la Juan XXIII, o movimientos de base como “Somos Iglesia”, van más allá, y añaden medidas para un cambio drástico de la Iglesia de mañana. Otros en la Iglesia, sin embargo, piensan que todo es una conspiración laicista contra la única autoridad moral, la del Papa, que se opone al nihilismo consumista, tecnocrático y amoral de nuestros días.
No creo en las teorías de la conspiración cuando algo no va como las instituciones quieren. Y no creo en las exigencias “prácticas” maximalistas, cuando se trata de encarar una situación especialmente complicada. Por supuesto, menos espero de un simple dejar que el tiempo pase y a ver si escampa. El tiempo lo cura todo, -se dice-, pero también lo pudre sin remedio. Me seduce, sin embargo, la idea de quienes ven las crisis, y esta crisis, como un tiempo de oportunidades únicas para cambiar hábitos y estructuras, y dar un salto cualitativo en la vida de la Iglesia (Albert Nolan).
Me gustaría referirme a que necesitamos saber de la crisis eclesial en sus motivos más profundos. O quizá mejor, para evitar la abstracción académica, legítima pero no es el lugar ni el momento, aquello que la puede estar definiendo para este momento. ¿Qué es lo que hace a la crisis eclesial de estos días específica y, por tanto, qué es lo que podría rehacer una trayectoria del catolicismo más sana y digna?
– Elijo dos claves de comprensión que no pretenden ser nuevas, sino descaradamente decisivas. La secularización del mundo es real y legítima. Representa su mayoría de edad o autonomía. Y hay que respetarla en su valía. La Iglesia Católica, sabedora de los defectos de la secularización, no consigue digerir sus virtudes. Es cierto que la secularización no puede ser absoluta. Es relativa, pero relativa a la dignidad de la persona. No relativa a la fe de la Iglesia, sino a la dignidad de la persona. No se puede ser indignos al pensar y legislar la dignidad. Nadie puede. Nadie debe. Por tanto, hay una obligación moral de todos los ciudadanos, y de todas las Iglesias, para desvelar cuál es la dignidad del ser humano, y sus exigencias en derechos y deberes, a la luz de la razón humana integral, o si se quiere, de la experiencia integral del ser humano. La Iglesia Católica tiene que aprender esto, aceptarlo, y como parte legítima de la sociedad civil, dar buena cuenta, ahora sí, de su razón moral. Por la fe, anuncia una convicción religiosa y su experiencia histórica. Por la razón común, fundamenta una experiencia que cualquiera puede ver digna de respeto. La aceptará o no, pero digna de respeto. Bien fundada. Por la dignidad de todos y cada uno, la Iglesia sabe que la verdad, ética o religiosa, sólo se impone por la fuerza de la propia verdad, es decir, a través de la libertad. No hay otro camino, ni lo habrá nunca, ni para el mundo ni para las Iglesias, porque todos los demás no son dignos de la dignidad humana. Y ni Dios mismo ha enseñado otra cosa anterior a este respeto de la dignidad como libertad. Evidentemente, la Iglesia puede y debe ser muy crítica con los procesos de secularización del mundo, en sus profundos defectos contra la dignidad humana de todos, y especialmente de los más débiles e indefensos, pero tiene que reconocer que ese proceso de autonomía del mundo y hombre, es legítimo y necesario para todos. No existe el atajo de la Revelación o de la Sagrada Escritura para saber de la dignidad humana sin tener que dar cuenta, en la igualdad de la sociedad civil, con razones de experiencia humana común, por qué es absolutamente valioso esto o aquello; es decir, absolutamente digno o indigno de nuestra dignidad. No hay atajos. Esto no es consenso moral relativista, sino ejercicio de responsabilidad moral de los humanos a la medida de nuestra condición humana. No hay atajos entre los hombres, con valor universal; no puede haber, no hay zonas de sombra en cuanto la dignidad, tampoco dentro de la Iglesia.
La Iglesia puede ser muy crítica, también, con su secularización interna, por mor de lo debido a la fe, a la experiencia religiosa del Dios de Jesús en su mayor pureza, la de la “bienaventuranzas”, pero no puede confundir esto y presentarlo en sustitución de lo debido a la dignidad igual de las personas, fuera y dentro de la Iglesia; y si pensamos “para dentro”, más iguales si cabe en dignidad, por el Bautismo. Si la Iglesia no comprende esto y ya, a mi juicio, no encontrará una salida sana y digna en esta crisis.
– La otra gran clave de intelección de nuestro tiempo eclesial es comprender la desregulación de la experiencia religiosa. Para la Iglesia Católica esta perspectiva ha de ser vital. Desde luego, hay otros problemas mayores para la humanidad como fraternidad frustrada, o como alguien ha dicho, en “la bancarrota moral” de nuestro tiempo de crisis socio-económica. Son los relativos a la indigna vida de los más pobres y excluidos de todo. Pero, desde la Iglesia, en cuanto a su caminar futuro, esta clave de la desregulación de la experiencia religiosa significa que hay que contar con una gran dificultad cultural para la reglamentación, jerárquica y fija, de lo que se cree, se celebra y se legisla. Esto significa que masas enteras de la población “cristiana” pasan a la “increencia”, se dice entre nosotros, y lo que va a ser más nuevo, a la privatización extrema de la fe, hasta vivirla casi como una “posesión” personal; sin duda, esto representa tal vuelco en la forma de entender la fe cristiana, ¡siempre eclesial!, que está abriéndose una distancia sideral entre la Iglesia “oficial”, la representada como organización visible del catolicismo, y los bautizados de adhesión selectiva y flexible (los más), que reconocen en la valía de esas mediaciones. Esta ruptura en la comunicación de los sujetos eclesiales hay que abordarla ya y con un rigor mucho más inteligente que el de un código jurídico.
Y aquí sí que tengo mayor confusión sobre qué requieren los hechos. En cuanto al primer problema, la reflexión moral tiene mucho que aportar. En esta otra, escucho más si cabe otras muchas voces y experiencias. Creo en las posibilidades del Evangelio y en la vuelta a la originalidad de Jesús, en sus preferencias, actitudes y prácticas más trasparentes. Y creo, lo he dicho y repito, que hay que ser contemporáneos, acogiendo valores que el mundo ha desvelado ya mejor que la Iglesia; muy críticamente, pero de verdad y sin medias tintas. La desconexión cultural de la Iglesia es grave y creciente. Creo, en este sentido que las mujeres tienen un papel fundamental en el futuro de la Iglesia, por lo que representan cuantitativamente, y por lo que les corresponde objetivamente en dignidad. Y creo que “el orden eclesiástico” al que pertenezco y conocemos, tiene escasísimo futuro y hasta es un “tapón” para dar con la salida. Nosotros, el orden de los eclesiásticos, somos más parte sustantiva del problema que de la solución.
Pienso que si se quiere recuperar lo mejor del Evangelio, y lo mejor del mundo, sin mitificaciones estériles, es la hora de una Iglesia que se sabe sociedad civil, igual a los demás en derechos y deberes; y que se sabe de Jesús, en todo aquello que inequívocamente bien sabemos que hemos postergado de su originalidad religiosa y radicalidad moral; y que se sabe del mundo, en todo aquello que el mundo nos ha adelantado como práctica de derechos iguales en libertad y dignidad. No digo que sus valores no necesitan depurar, o no admitan reinterpretaciones más dignas, sino que varios de ellos constituyen signosde lo que nos adelanta en el camino humano del Reino de Dios. También nosotros somos mundo; ¡vaya si lo somos!; pero ahora importa asimilar eso en lo que el mundo nos adelanta, porque sólo así el anuncio del Evangelio será significativo. A partir de aquí, y sin perderse en ese mundo, hay mil posibilidades de comunicar la misericordia de Dios, la Buena Nueva de Jesús, de celebrarla y realizarla como fraternidad. El mundo tiene muchos defectos y como tales hay que reconocerlos, pero el mundo no se queja de las iglesias porque éstas sean muy evangélicas para el gusto relativista de hoy, sino antes, y por el momento, porque las iglesias dan lecciones de moral y fe, con poca fe practicada y con el tejado moral de cristal. Y eso sí que lleva mal la gente, que “el maestro” denuncie la paja o la viga en ojo ajeno, y las oculte en el propio, esto lo lleva mal la gente; y pienso en la sexualidad, pero no menos en las riquezas, en el boato de los tratamientos, en los contactos políticos, en el carrerismo por el poder, en las intrigas de palacio, en el trato con otras religiones, en los discursos “sociales”, en las ausencias y presencias públicas, en las teologías “sesgadas” en cuanto al evangelio y vacías de vida, etc. Somos humanos, claro, y yo el primero, pero ¿tanto?
Por supuesto, no sé si lo tiene que resolver un Concilio universal, o veinte en otras tantas iglesias locales; sé que la forma de hacer Iglesia hoy, en sus concreciones organizativas, ha llegado a su fin, si se aspira a algo más que a ser “un resto santo” del “viejo Pueblo de Dios”. O quizá pase esto, pero no se puede preferir para conservar, así, nuestras mentes y roles, y obviar los signos de la Palabra de Dios en la historia humana. Ya habíamos quedado que perder la historia y los signos de la Pascua en ella, sobre todo la dignidad humana a partir de los más pobres y olvidados, era lo último que nos podía pasar.
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