Es muy difícil precisar el sentido exacto que pudo dar Jesús a la entrada en Jerusalén de ese modo tan peculiar. Seguramente no coincidió con la interpretación que le dieron sus discípulos y la gente que le seguía.
Cuando se fijaron por escrito estos relatos, ya habían pasado cuarenta o cincuenta años, y sus seguidores habían cambiado radicalmente la comprensión de la figura de Jesús. En estos textos se han mezclado datos históricos, prejuicios sobre el Mesías y tradiciones del AT sobre otra clase de mesianismo que no era el oficial.
Con los datos que hoy tenemos no podemos pensar en una entrada “triunfal”. Si era política, no lo hubiera permitido el poder romano. Si era religiosa, no lo hubiera permitido el poder religioso. Ambos tenían medios más que suficientes para actuar contra una manifestación masiva. Mucho más en Pascua, que era momento de máxima alerta policial.
No cabe duda de que algo pasó históricamente, pero no debemos imaginarlo como un acto espectacular, sino como un acto profético. Es Jesús el que toma la iniciativa. Jesús montado en un joven borrico, con los pies casi a ras de suelo, no es la imagen de un triunfador, sino más bien la imagen un poco ridícula y carente de todo indicio de poder. Elige un borrico como símbolo de un mesianismo de paz y sencillez, alejado de los mesianismos regios davídicos. Ese borrico estaba atado, es decir, el verdadero mesianismo estaba secuestrado por el mesianismo oficial.
Creo que se tergiversa el sentido de los textos cuando se sigue insistiendo en el aspecto triunfal y se presenta a Jesús aclamado como rey por una inmensa multitud. Seguramente solo se trató de una muestra de adhesión por parte del pequeño grupo que venía a la fiesta acompañando a Jesús, a los que posiblemente se unieron otros que vinieran de Judea y Galilea.
Recordemos que la subida a la fiesta de Pascua se hacía siempre en grupos numerosos y festivos, en los que se manifestaba el júbilo por acercarse a la ciudad santa y al Templo. Los gritos son intentos de dar una explicación a lo que estaba ocurriendo, acudiendo a los textos del AT, que hablaban ya de ese mesianismo auténtico. Lo mismo los mantos y ramos expresan la actitud de los que seguían a Jesús.
La inmensa mayoría del pueblo estuvo siempre del lado de los jefes religiosos y políticos. Estos son los que piden la muerte de Jesús. No tiene mucho sentido insistir en que el mismo pueblo que lo aclama hoy como Rey, pida el viernes su crucifixión.
Tampoco podemos minimizar el número de los seguidores de Jesús. Los evangelios nos dicen que en varias ocasiones los dirigentes no se atrevieron a detenerle en público, precisamente por el gran número de los seguidores. También el hecho de que lo detuvieran de noche, en despoblado y con la ayuda de un traidor, indica que tenían miedo de que el pueblo se les echara encima.
La Pasión y muerte de Jesús
Pocos aspectos de la vida de Jesús han sido tan manipulados como su muerte. Llegar a pensar que a Dios le encanta el sufrimiento humano y que por lo tanto no solo hay que aceptarlo, sino buscarlo voluntariamente, ha sido tal vez la mayor tergiversación del Dios de Jesús.
Desde esta perspectiva, es lógico que se pensara en un Dios que exige la muerte de su propio hijo para poder perdonar los pecados de los seres humanos. Esta idea es lo más contrario a la predicación de Jesús sobre Dios que pudiéramos imaginar. Nos hemos olvidado del “Abba” para volver al Dios del AT. Un Dios justiciero y vengativo.
1º La muerte de Jesús no fue ni exigida, ni programada, ni permitida por Dios. El Dios de Jesús no necesita sangre para poder perdonarnos. Seguir hablando de la muerte de Jesús como condición para que Dios nos libre de nuestros pecados, es la negación más rotunda del Dios de Jesús. Esa manera de explicar el sentido de la muerte de Jesús no nos sirve hoy de nada, es más, nos mete en un callejón sin salida.
El éxito de la película de Mel Gibson demostró hasta qué punto está arraigada esta concepción. La muerte de Jesús, desvinculada de su predicación y de su vida no tiene el más mínimo valor o significado.
2º La muerte en la cruz no fue el paso obligado para llegar a la gloria. El domingo pasado veíamos que la muerte biológica no quita ni añade nada a la verdadera vida espiritual. Con vida plena puede uno estar muerto, y en la misma muerte biológica puede haber plenitud de Vida.
Jesús murió por ser fiel a la idea de Dios como Padre, como amor incondicional a los hombres. Jesús quiso dejar claro que seguir amando como Dios ama, es más importante que conservar la vida biológica. No murió para que Dios nos amara, sino para demostrar que ya nos ama, con un amor incondicional.
A Jesús le mataron porque estorbaba a todos aquellos que habían hecho de Dios y de la religión un instrumento de dominio y opresión de los más débiles.
La muerte de Jesús no se puede separar de su profetismo, es decir, de su denuncia de la injusticia, sobre todo la que se ejercía en nombre de la Ley y el templo. Su opción por los pobres y excluidos fue su mensaje fundamental. Esta actitud, defendida en nombre de Dios, resultó inaguantable para los que solo buscaban su interés y mantener sus privilegios.
Al demostrar que para él el amor era más importante que la vida, Jesús nos enseña el camino hacia la Vida (con mayúscula) que es definitiva y no es afectada por la muerte biológica. Ese camino nos lleva a la verdadera plenitud humana, que no está en asegurar nuestro “ego”, ni aquí ni en un más allá, sino en alcanzar la plenitud del amor que nos identifica con Dios. Amando como Dios ama potenciamos nuestro verdadero ser y lo llevamos al máximo de sus posibilidades humanas y divinas.
La muerte de Jesús nos obliga a dar un paso de gigante en la verdadera comprensión de Dios y del hombre. Tenemos que descubrir la presencia de ese Dios en nuestras limitaciones, en nuestro sufrimiento, en nuestra misma muerte. Con el evangelio en la mano, no podemos seguir buscando nuestra plenitud en el triunfo y en la gloria personal. Ese es el paso que aún hoy, después de veinte siglos, nos cuesta tanto dar.
La mejor prueba de esta incomprensión es que nos seguimos preguntando: ¿Por qué tanto sufrimiento, tanto dolor y tanta muerte inútil en el mundo? ¿Dónde está el Dios Padre? Seguimos pensando que el dolor y la muerte son incompatibles con la presencia de Dios. Un Dios que no dé seguridades a nuestro yo, no nos interesa. Un Dios que no nos garantice la permanencia del yo individual y egoísta no satisface nuestras apetencias.
La muerte de Jesús nos parte en dos. Una parte de nosotros está con los dirigentes y no quiere saber nada del sufrimiento del dolor y de la muerte, porque nuestro primer objetivo es asegurar nuestra individualidad egoísta. “No puedo cantar ni quiero, a ese Jesús del madero, sino al que anduvo en el mar.”
Otra parte de nosotros se siente atraída por ese hombre que viene a manifestar la verdadera Vida y que en ese camino hacia la plenitud, no da ninguna importancia a la vida terrena, y por tanto a la misma muerte. En el fondo de nosotros mismos, algo nos dice que Jesús tiene razón, que el único camino hacia la Vida es aceptar la muerte. Pero despegarnos de nuestro “yo” sigue siendo una meta inalcanzable para la mayoría de los mortales.
Sin embargo, entender la muerte de Jesús es el primer paso para entender nuestro propio dolor y nuestra propia muerte. Si descubrimos que Jesús llegó al grado máximo de humanidad cuando fue capaz de amar por encima de la muerte, descubriremos dónde está para nosotros también la verdadera Vida.
El secreto está en descubrir que no puede haber Vida si no se acepta la muerte. También la muerte física, pero sobre todo la muerte a nuestro “ego” individualista y excluyente. “Si el grano de trigo no muere...”
Jesús nos enseña que estamos aquí para deshacernos de todo lo que hay en nosotros de terreno, de caduco, de material, para que lo que hay de Divino se manifieste en Unidad-Amor. Estamos aquí para descubrir que la verdadera Vida, la alcanzaremos dándonos a los demás hasta la absoluta muerte de nuestro ego.
A través de discursos racionales, por muy brillantes que estos sean, nunca podremos entender el mensaje de Jesús. Solamente profundizando en lo más hondo de mí mismo, llegaré a comprender el sentido profundamente humano de mi existencia.
Lo paradójico es que cuando descubra mi verdadera humanidad, entenderé lo que tengo de divino y se producirá la unidad de todo mi ser. En la recuperación de la unidad de lo que creía un dualismo maniqueo, encontraré la verdadera armonía y felicidad.
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