Pronto será la Pascua, justo cuando la primera luna de esta primavera luzca entera, redonda, y cuando, en medio de la noche, mirando al cielo, podamos presentir que, a pesar de todo, hay en el mundo belleza y consuelo.
Entonces, de nuevo, los cristianos y todos los que quieran, más allá de toda frontera confesional, recordaremos a Jesús de Nazaret. Le cantaremos como aquellos niños con ramos en las manos a la puerta de Jerusalén, le honraremos como aquellas mujeres con ungüentos a la entrada de la tumba.
No emprenderemos ninguna campaña, sino que haremos simplemente memoria conmovida de Jesús, y al hacer memoria confesaremos que está vivo, reviviremos su vida, le resucitaremos en la vida. No buscaremos argumentos y dogmas, sino señales de vida en toda su vida y también en su muerte.
Al igual que las mujeres en la mañana de Pascua, descubriremos que Jesús “murió de vida”, como acaba de escribir una gran teóloga andaluza, Mercedes Navarro. Murió de vida: de bondad y de esperanza lúcida, de solidaridad alegre, de libertad arriesgada.
Murió de vida: eso fue la cruz, y eso es la Pascua. Y eso es por lo que merece la pena recordar a Jesús, mirando en las llagas de su cruz las huellas de su vida.
Lo que no merece la pena, ni es bueno para nadie, y puede ser malo para muchos, es convertir la cruz en estandarte de campañas y en motivo de querellas. Y observo con inquietud ese peligro en la Iglesia. Lo ilustraré con dos ejemplos.
Algunos movimientos cristianos –si es que un “movimiento” puede ser cristiano– han emprendido una campaña para impedir que la cruz sea retirada de las aulas de la Escuela Pública o para volver a ponerla –a imponerla– allí donde hubiera sido retirada.
La cosa ha llegado a los tribunales, y ya disponemos de una sentencia que puede constituir un mal precedente; hace poco, el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo se ha pronunciado sobre un caso concreto: ha dictaminado que la escuela pública de Abano Terme en el norte de Italia, donde estudian los hijos de la señora Lautsi, tiene derecho a mantener la cruz en sus aulas. Tanto el Gobierno de Silvio Berlusconi como el Vaticano han recibido con euforia la sentencia como si fuera un triunfo. Quiero pensar que los motivos del Vaticano no son los mismos que los de Silvio Berlusconi, pero en el fondo nunca se sabe.
Es una sabia máxima, común entre abogados, que más vale un mal arreglo que un buen juicio. Y en eso estoy yo: recurrir a los tribunales para imponer la cruz es la peor solución, aunque se gane el pleito. Jesús fue condenado por el tribunal del Sanedrín y por el tribunal del Imperio, y en un terrible viernes de abril le clavaron en una terrible cruz, junto con dos sediciosos o terroristas, el uno llamado Dimas y el otro Gestas. ¿Cómo es posible que, dos mil años más tarde, recurramos a los tribunales para reclamar la cruz como un derecho?
La cruz como un derecho: ¿cómo es posible? Imponer la cruz de Jesús a la vista para que la tengan que ver también aquellos que, por haberla padecido en forma de cruzada o por el motivo que fuere, prefieren no tenerla ante sus ojos: ¿cómo es posible?
Entre los argumentos aducidos, yo no encuentro ninguno de tipo religioso. La ministra italiana de Educación ha apelado a la cruz como “símbolo irrenunciable de la historia y la identidad italiana”. El portavoz del Vaticano, a su vez, ha celebrado la sentencia reafirmando “el papel determinante de los valores cristianos” en la historia y en la cultura europeas.
Razones históricas, razones culturales, razones… políticas. Nadie aduce el amor a Jesús. Nadie aduce el amor de los crucificados con él, Dimas, Gestas y todos los nombres.
¿Acaso puede alguien imaginar a Jesús reclamando figurar, incluso a la fuerza, como símbolo cultural, histórico o político en centros escolares, en salones de investiduras o en tomas de posesión, él que nos enseñó que nunca debemos buscar el primer puesto, sino el último? ¿Puede alguien imaginar a Jesús promoviendo una guerra de crucifijos, él que dijo: “Al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica, dale también el manto” (Mateo 5,40)? Yo no me lo puedo imaginar.
Tampoco me lo puedo imaginar –y es el segundo ejemplo que quisiera mencionar– organizando eventos y encuentros por todo lo alto, viajes y marchas por las calles de nuestras ciudades exhibiendo la cruz. Lo acabamos de ver estos días, en el contexto de la preparación de la Jornada Mundial de la Juventud: desde Santurce a Bilbao por toda la ría en la gabarra del Athletic. La cruz rodeada de alcaldes y personalidades políticas –casi todos de derecha– o de jóvenes escogidos de los movimientos eclesiales más conservadores, con obispos al frente.
He ahí la cruz, de nuevo convertida en estandarte de campaña. Para irritación de no pocos, para irrisión de muchos, ¿para ejemplo de quién? Jesús de Nazaret no se merece esto. Ecce homo.
Sí, Jesús es de todos, y los de derechas tienen tanto derecho a abrazarse a él como los de izquierdas. Jesús es para todos, para los más instalados tanto como para los más marginados, para los jóvenes católicos neoconservadores tanto como para los jóvenes inconformistas. Nadie tiene el monopolio de Jesús, pero eso es lo que me temo que esté sucediendo: que una parte de la Iglesia se está apoderando de Jesús y enarbolando su cruz de manera abusiva.
Me pregunto si esta ostentación tiene que ver con la cruz de Jesús o más bien con la cruz de Constantino en su guerra con Majencio sobre el puente Milvio en el año 312: “Con este signo vencerás”.
Me pregunto si es la cruz del Calvario o más bien la del Valle de los Caídos. Me pregunto si la cruz que tan públicamente se reivindica como signo cristiano es el signo de la solidaridad o el signo del poder, el signo de la liberación o el signo de la opresión, el signo de la rebeldía o el signo de la sumisión, el signo de los vencidos o el signo de los vencedores, el signo de la fraternidad universal o el signo de las cruzadas.
Me pregunto si es la cruz de los condenados de este mundo o la cruz de los que condenan, la cruz de los crucificados de la tierra o la cruz de los que siguen crucificando como en otro tiempo crucificaron a Jesús
También me pregunto si a estos jóvenes que, con su mejor voluntad, acompañan a la cruz de ciudad en ciudad y de palacio en palacio, alguien les cuenta sin tapujos que fue primero el poder religioso y luego el poder imperial los que condenaron a Jesús.
Y me pregunto si alguien les dice lo que todo el mundo sabe: que Jesús no murió por voluntad divina ni para expiar nuestros pecados, sino que fue condenado por hereje y subversivo, por elevar la voz contra los abusos del templo y del palacio, por ponerse del lado de los perdedores, por ser amigo de los últimos, de todos los caídos.
Estas y otras muchas preguntas me llenan de sentimientos contradictorios. Pero ya crece la luna de la Pascua. El laurel ya floreció, y la cruz de Jesús también florecerá, cuando se curen sus heridas, las heridas de todos los crucificados, incluido el “mal ladrón”.
0 comentarios:
Publicar un comentario