LAS calles de Andalucía se llenan de procesiones, imágenes y penitentes, con un ritual que tiene sus raíces en el Medievo. Lo que comenzó como hermandades de penitencia, centradas en pedir perdón por los pecados ante el Dios juez, ha ido transformándose al cambiar la concepción de Dios y lo que entendemos por pecado. En aquella época tuvo un gran peso la pastoral del terror, basada en el miedo a Dios. Se pensaba que los desastres naturales, las plagas y las guerras eran castigos por los pecados. Esta visión de la religión ha ido decayendo en las últimas décadas, aunque no ha desaparecido. Recordemos que algunos vieron el sida como un castigo divino, inicialmente para los homosexuales. Y todavía hoy, entre quienes sacan las procesiones a la calle para pedir la lluvia, hay quienes ven la sequía como una penalización divina.
No es esto lo que piensan la mayoría de los cristianos. La naturaleza tiene sus ciclos y leyes, que son autónomas y sin intervención divina. Y Dios no castiga con los padecimientos que ocurren en la vida. Por el contrario, busca el arrepentimiento del pecador y que se luche contra lo que causa sufrimiento. La gloria de Dios es que el hombre crezca y viva. El pecado es lo que impide crecer y vivir, al que lo hace y también a los demás. La Semana Santa conmemora que un inocente, para los cristianos el Hijo de Dios, fue asesinado por el poder político y religioso. La razón de Estado, las conveniencias políticas y el aferrarse al poder llevaron a ajusticiar a Jesús. Él denunció leyes que oprimían, impugnando la religiosidad que contraponía el servicio a Dios a las necesidades humanas.
La patología de la religión surge cuando hace de Dios un tirano, en lugar de un salvador. La mayor gloria de Dios no puede volverse contra las personas, porque la esencia divina es el amor, y el hombre lo más sagrado que existe en la Tierra. Por eso, la Semana Santa denuncia a la religión perversa, la que daña al hombre, y al poder secular y político, cuando oprime al pueblo. La alianza entre ambos poderes mató a Jesús. Fue una violencia estatal con la complicidad religiosa por acción y omisión. El pueblo hoy se identifica con el ajusticiado, con su madre dolorosa y con todas las víctimas de la historia, de las que Jesús forma parte. El cristianismo tiene a un crucificado como fundador. Los pobres y oprimidos fueron los primeros que la hicieron su religión, porque criticaba a los poderosos y bendecía el hambre de justicia.
En el contexto de una aguda crisis política y económica, este significado de la pasión es más real que nunca. La economía de mercado revela su rostro más brutal y muestra que el dinero no tiene patria. Ganar dinero de forma rápida marca hoy masivamente a los poderes seculares, desde el financiero al político. Y con estos se extiende la corrupción y con ella la desesperanza. Y se amontonan nuevas víctimas a las anteriores: clases medias empobrecidas y gente que ya era pobre depauperada. La conciencia de opresión y la impotencia de las víctimas sociales aumenta.
Entonces surge la pregunta ¿Dónde está la religión, con los opresores o con los oprimidos? ¿Se peca por omisión con los corruptos o se opta por sus víctimas? ¿Hay arreglos con el poder financiero y bancario, mercantil y del ladrillo, o solidaridad profética con los hipotecados desahuciados, los que no tienen trabajo y los que malviven con sueldos basura? Ésta es la gran pregunta. ¿O es que se quiere estar con todos, para realmente estar sólo con algunos? ¿El miedo de tantos a los indignados no brota de la complicidad fáctica con los poderes dominantes?
Jon Sobrino decía que la identificación con el crucificado pasa por la solidaridad con los pueblos crucificados. Y la denostada, por algunos, Teología de la liberación cuestiona que no se puede estar con Dios, si no se está con los pobres. Hoy es nuestro propio pueblo, no sólo el tercer mundo, el que vive una crucifixión económica, impulsada por una crisis moral, con consecuencias políticas y sociales. Los cristianos y sus representantes no pueden ser neutrales, hay que optar y asumir un lugar en la pasión del pueblo. Es un reto para la jerarquía, pero también para los laicos empresarios, banqueros, políticos y sindicalistas que se dicen cristianos y hacen memoria del crucificado asistiendo a las procesiones. En última instancia, son los hechos los que testimonian con quien se está.
La Semana Santa traiciona la pasión cuando es algo sólo emocional, folclórico y festivo. Es memoria de la cruz y toma de conciencia de que muchos conciudadanos están viviendo una pasión, crucificados por los poderes de este mundo. Cuando esto se concientiza y compromete a los cristianos, entonces es cuando la celebración es actual y tiene fuerza.
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