jueves, 12 de abril de 2012

SEMANA SANTA

José Ignacio González Faus

Jueves Santo

Podemos prepararnos reviviendo las duras experiencias que podemos haber tenido si hemos pasado días o semanas, esperando una noticia que temíamos que fuera negativa: el diagnóstico de alguna enfermedad, las noticias sobre algún ser querido desaparecido o el fallo de algún juicio etc. Jesús vive una experiencia semejante en los últimos días de su vida: tanto que se ha decidido a subir a Jerusalén para ver si las cosas se aclaran. Y, a pesar del aparente éxito inicial, han bastado cuatro días para que se viera que las cosas pueden acabar mal.

Pues bien: en ese contexto decide Jesús celebrar una cena con los suyos. Una cena es siempre una celebración festiva: la esperanza de Jesús sigue tan intacta que puede celebrar cualquier desenlace que venga. Porque el contenido de esa esperanza es la fe en el amor. Decimos que el jueves santo es el día del amor fraterno, pero no percibimos que precisamente por eso, es también el día de la esperanza inamovible.

Y ¿dónde se visibiliza ese amor? En el gesto que hace Jesús en aquella Cena. Toma el pan, símbolo ancestral de la necesidad humana, lo parte y lo reparte. Luego toma la copa, símbolo ancestral de la alegría humana, y la pasa. En la necesidad compartida y en la alegría comunicada se resume toda la vida anterior de Jesús y toda la tarea ulterior de sus seguidores y de quienes quieran anunciarlo. Ese gesto es su memorial y debe ser repetido como actualización de su recuerdo: ahí estará Él siempre con nosotros, en esa cena transida por la necesidad que se comparte y la alegría que se comunica. Y la repetición o actualización de aquella cena que nosotros llamamos eucaristía (acción de gracias) debe conducirnos a “eucaristizar” todas nuestras vidas: convertirlas en signos de la gratuidad que comparte la necesidad y comunica la alegría.

La eucaristía no es pues (¡no puede ser!) un mero acto de culto que ofrecemos a Dios para tenerlo contento y que nos deje ir “a lo nuestro”: es el compromiso contraído de convertir nuestras vidas en gestos de necesidad compartida y de alegría comunicada: lo contrario, como avisó san Pablo, “ya no es celebrar la Cena del Señor” (1 Cor 11).

Por eso el Vaticano II reclamó mucha más participación del pueblo en la celebración eucarística. Y en esto (como en otras muchas cosas) no le hemos obedecido, como si pretendiéramos salvaguardar la superioridad de una casta sacerdotal, única que tiene acceso a tan sagrados misterios.

A veces esa participación es más difícil por la masificación de muchas de nuestras misas. Pero al menos no deberíamos olvidar que cuando vamos a misa vamos a reunirnos “en torno a la mesa de Señor”. Muchos católicos dan la sensación de acudir a Misa como quien va a un Banco o a un cajero automático: primero han de hacer un rato de cola o de espera y luego, cuando les toca a ellos, sacan el capital de gracia que querían y se vuelven a casa. No comprenden que es una falta de respeto el que, cuando Dios me invita a sentarte con Él en torno a la mesa, me quede yo lejos esperando sólo el momento de de coger mi propio bocado y marcharme…

Desde aquí podemos pasar un momento a Getsemaní y ver cómo aquella esperanza que parecía tan fuerte, se quiebra ahora: Jesús pasa un rato de hundimiento y pide que le libren a de aquel trago. No obstante, no se engaña buscando razones para huir; simplemente reconoce su debilidad ante Dios, y así sale de aquel bache tan hondo: no de golpe (como Pablo en su conversión) sino poco a poco y casi sin darse cuenta.



Viernes Santo.

Lo primero que conviene destacar es que a Jesús no le matan los malos sino los (oficialmente) buenos. No le condenaron los publicanos, ni las prostitutas, ni los samaritanos, ni los leprosos impuros… sino los sumos sacerdotes y el sanedrín, con ayuda del gobernador civil.

Traducido a hoy: no le matan los ateos, ni los comunistas ni los islamistas, sino la misma institución eclesiástica con la complicidad del imperio. Urs von Balthasar hace la siguiente descripción del Calvario: el papa (Pedro) ha negado; los obispos (los Apóstoles) han huido; el pueblo que cuatro días antes gritaba “hosanna al hijo de David”, ahora grita “crucifícale”. ¿Quién está en el Calvario? Un discípulo excepción, y unas pocas mujeres. ¿Quién le ha ayudado a cargar con la cruz? Uno de fuera (Simón de Cirene). Ahora bien: la pasión de Cristo es la pasión del mundo porque recapitula todas las cruces de la historia. Y debemos preguntarnos si, en el Calvario de hoy, no sucede exactamente lo mismo.

Después de esto conviene quedarse un buen rato mirando a la cruz. Para muchos ojos es sólo la imagen de uno de tantos “terroristas” que cruzaban las calles de Jerusalén camino del Gólgota. Nosotros podemos preguntarnos cómo es que, de todos aquellos, sólo la imagen y el nombre de éste han atravesado el espesor de los tiempos, han llegado hasta nosotros y hoy nos congregan en su entorno. Y, dando un paso más, preguntarnos: ¿me creo de verdad que aquel crucificado que gritaba: “Dios mío ¿por qué me has abandonado?” era el mismo Dios?.

Darnos cuenta de lo difícil que es creer eso y enraizarnos hondamente en esa fe. La frase de Tertuliano: “creo quia absurdum” (lo creo porque es absurdo) no es una frase general sobre las relaciones entre fe y razón como a veces nos quieren colar. Esta dicha precisamente ante el Jesús anonadado. ¿Creo que aquel crucificado era Dios? Lo creo porque es absurdo. Lo cual significa: lo creo porque esa cruz revela la increíble, la “absurda” dimensión del amor de Dios a los seres humanos que, cuando torcemos y destrozamos su creación, no nos destroza a nosotros sino que viene a nosotros para compartir con nosotros las consecuencias de nuestro pecado.

Y podemos terminar con este texto de un célebre teólogo japonés (K.Kitamori): “el mensaje de que el Hijo de Dios ha muerto es de los más inaudito. Si no nos sobrecoge el hecho de que Dios ha muerto ¿qué podrá hacerlo? La Iglesia debe guardar vivo este asombro. Sin embargo, la iglesia y la teología han cesado de admirarse ante este mensaje”. Y en este mensaje no es admirable sólo el hecho sino el modo como Dios ha muerto. Jesús grita: Dios mío ¿por qué me has abandonado?, para luego. Desde esa profunda experiencia del abandono de Dios, volver a gritar: “Padre, en tus manos pongo mi vida”.

Un cristiano puede (debe) pensar sencillamente que ese salto del abandono de Dios a las manos del Padre ha sido el momento más decisivo de toda la historia humana, y lamentar la banalización que hemos hecho hoy los cristianos de la cruz, convirtiéndola en una alhaja (¡o en un arma!), con sólo sacar de ella al Crucificado.



Sábado Santo

Podemos comenzar también este día recordando otra experiencia muy humana: imaginemos el regreso del entierro de una persona querida, tras una temporada larga de luchas y temores, con un tratamiento pesado, con momentos de optimismo, momentos de temor etc. hasta ese instante último en que decimos en nuestro interior: “ya está”. Todo ha terminado y, tras tanta lucha, ha terminado mal. ¿Quién no ha regresado alguna vez del cementerio con un estado de ánimo como el descrito?

Desde aquí miremos un momento cómo bajan del Gólgota María, el discípulo amado y las pocas mujeres que estaban en torno a la cruz: ya está, todo ha concluido. Y no ha concluido como hubiésemos querido.

Nosotros nos parecemos a aquel pequeño grupo de fieles, pero con una diferencia: nosotros sabemos que la vida de Jesús sólo aparentemente terminó mal. No vamos a hablar aquí de la resurrección pero sí que es preciso evocarla porque nuestra vida creyente se sitúa en este interregno que media entre la muerte de Jesús y su posterior resurrección. Por eso dice Urs von Balthasar que la vida cristiana necesita una buena teología de sábado santo: una reflexión profunda sobre esa situación que nos constituye: se nos ha ido el Señor y aún no tenemos al Resucitado…

Hay que aceptar esa ausencia, tras examinarla en muchos rasgos de nuestra vida. Pero a la vez hay que reconstruir la esperanza porque sabemos que la pascua de mañana ilumina la cruz aunque no la elimina. Y esa esperanza es doble: es la esperanza de una victoria sobre el mal y la injusticia; es también una victoria sobre la muerte.

La resurrección de Jesús, según repite el Nuevo Testamento, incluye, precede y anticipa nuestra propia resurrección: en primer lugar implica la resurrección y la reivindicación de todas las víctimas de esta historia cruel, “recapituladas” en la muerte injusta de Cristo (como decía san Ireneo en el s. II). Pero implica también el perdón y la transformación de los verdugos: de aquellos más directos, responsables últimos de su muerte, y de esos cómplices indirectos que somos todos nosotros y que con frecuencia huimos de los crucificados de la tierra o negamos conocerlos.

Pero además de una victoria sobre la injusticia esperamos una victoria sobre la muerte. La muerte cambia su sentido para nosotros y se convierte en un nuevo nacimiento. El nacer es un trauma: en el vientre materno estábamos cómodos y alimentados aunque fuéramos ciegos y desconocedores de la luz, de los demás y de todo nuestro entorno. Cuando nos toca salir de allí lloramos porque tememos que vamos a perderlo todo.

Pero ese llanto se convierte luego en alegría o en promesa de ella. Nuestra vida se convierte así en un embarazo consciente y libre. Está en nuestras manos el hacernos a nosotros ciudadanos de la vida futura: por eso se canta con razón que “no hay resurrección si (antes) no hay in-surrección”. Pero en ese embarazo contamos con el ejemplo del Hermano mayor que nos ha precedido y creado ese camino. Por eso podemos cantar también en este sábado mientras esperamos la luz del domingo: “Bendita la mañana que trae la gran noticia – de tu presencia joven en gloria y poderío – la serena certeza con que el día proclama – que el sepulcro de Cristo está vacío”.



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