José Arregui
Hola, amigos, amigas:
El jueves pasado celebramos el segundo centenario del nacimiento de Charles Darwin, y pensaba escribir sobre él. Pero Eluana acababa de morir -otra forma de nacer-, y urgía honrar su memoria, condenada a la ignominia por algunos togados y muchos purpurados. Hoy vuelvo a la memoria de Darwin, para celebrarla. ¡Gracias, señor Darwin! ¡Qué bien que vino Ud. hace 200 años y, contra la voluntad de su padre, cambió su primera carrera de teólogo por la de naturalista observador y viajero!
Descubrimos mejor a Dios observando y admirando la naturaleza que devanándose los sesos con muchos textos de teología. Darwin hizo más por la teología que todos los teólogos de su tiempo juntos. Naturalmente, no todos lo vieron así ni le dieron la bienvenida. Es lo de siempre. Los datos y las hipótesis de Darwin, hoy confirmadas básicamente y reconocidas por todos los científicos, eran entonces demasiado peligrosas, no para la fe, sino para quienes identificaban la fe con los dogmas o sus centenarias interpretaciones. En 1946, Pío XII, gravemente inquieto por las ideas de Darwin, se preguntaba: "Si tal doctrina se difundiese, ¿qué sería de los dogmas católicos inmutables, de la unidad y la estabilidad de la fe?". Pues sería y es tan sencillo y hermoso como la vida misma; simplemente, hay que dejar de pensar en los dogmas como algo inmutable; hay que dejar de pensar en la fe como algo uniforme y estable; hay que entender los dogmas y considerar la fe de acuerdo a la vida siempre cambiante y diversa.
Aún estamos muy lejos de una teología en clave evolutiva. Nadie piensa ya, supongo, que Dios creó en seis días todas las especies una por una, y que el ciempiés y la ballena y los seres humanos existimos "desde el principio", cada uno por separado. Si alguien se encuentra, como Darwin se encontró, con el fósil de un animal hoy inexistente incrustado en una roca, supongo que nadie piensa que Dios hizo a propósito esa roca con incrustaciones de fósiles de especies que nunca habrían existido. A nadie se le ocurre. Pero la verdad es que la inmensa mayoría de los creyentes siguen aún pensando sobre Dios y la creación, sobre el ser humano y la encarnación, sobre la salvación y la "vida eterna" como si Darwin no hubiera existido.
Después de 200 años, ¡cuánto le queda aún a la teología por aprender de Darwin! Por ejemplo, que Dios no creó "al principio" o en el Big Bang, sino que sigue creando -casi diría "creándose- desde el corazón de la materia, del átomo y de las galaxias. Que todo está relacionado y que todo se mueve y evoluciona, desde las partículas subatómicas hasta las nebulosas de galaxias. Que Dios se está encarnando sin cesar en el cosmos y que, si el cosmos es eterno, Dios se está encarnando eternamente, y que seguirá encarnándose en el mundo mucho más allá de esta especie humana, mucho más allá de esta Tierra, hasta que sea plenamente, hasta que lo sea todo en todas las cosas. Que esta nuestra maravillosa Tierra no es el centro del cosmos y que, en este pequeño y bello planeta, los seres humanos no somos el centro ni somos el fin, y que todas las formas actuales de vida son fruto de la evolución a partir de la misma forma primitiva de vida, y a partir de los mismos átomos y partículas del principio, y que la vida seguirá evolucionando hacia nuevas formas inimaginables. Que nuestra historia no está cerrada, y nuestra libertad y conciencia acaban justo de empezar a despertar, y están despertando igualmente en todas las otras especies animales, nuestras hermanas.
El misterio de Dios se nos hace mucho más transparente en la evolución de la vida Darwin la describe que en la vieja imagen de un Dios que crea la vida, las especies y las "almas" interviniendo desde fuera. Su diseño de la evolución de la vida fue mucho más inteligente que el "Diseño Inteligente" sin evolución. Su asombro agnóstico ante un mundo en azarosa evolución nos aproxima más a la presencia de Dios en la entraña de los seres que la fe ferviente de muchos creacionistas en un mundo acabado o previamente diseñado. ¡Gracias, señor Darwin!
Los seres humanos fuimos bacterias, y nos convertimos en células eucariotas y de ahí se siguió todo lo demás. Y hubo muchas ramas en el árbol de la vida, y en cada rama brotaron nuevos brotes y tallos, y nosotros hemos nacido -casi acabamos de nacer- en una ramita todavía tierna y débil. Y el inmenso árbol sigue creciendo, y cada ser viviente podría contar su propia historia, distinta y maravillosa, y todas las historias nos llevan al mismo origen. Durante muchos millones de años, los seres humanos fuimos familia invertebrada, como la lombriz y la araña, el cangrejo y la mariposa. Y millones y millones de años más tarde, la evolución inventó la columna vertebral, y somos vertebrados, al igual que la tortuga y la rana, el delfín y la malviz. Y fuimos también peces, porque muchos vertebrados se fueron a vivir a los mares y les gustó. Pero al cabo del tiempo, algunos se cansaron y decidieron salir del agua y se acostumbraron a vivir en tierra firma, aunque nunca podremos vivir sin agua, pues del agua venimos, y por eso seguimos teniendo sed. Salimos, pues, del océano y nuestros antepasados se convirtieron en mamíferos de tierra como el ciervo y el oso, el murciélago y el ratón. Y de nuevo pasaron muchos millones de años y, entre los muchos mamíferos de todos los tamaños, nacieron los primates, nació nuestra familia. Y unos se hicieron gorilas y otros chimpancés y otros australopitecus y otros homo. Y tras diversas especies humanas, nació también la nuestra, el Homo Sapiens, un nombre bastante pretencioso, pero es que somos nosotros los que hemos puesto todos los nombres. Hoy tenemos el cerebro algo más desarrollado que otros primates y los demás animales, pero no volamos como las águilas, ni nos guiamos como las abejas, ni nos entendemos como los delfines.
Somos proteínas, moléculas y átomos. Somos electrones, protones y neutrones, y bosones y fermiones, y leptones y quarks, las partículas más pequeñas hoy por hoy observables. Y somos sobre todo lo que aún no podemos observar, como ese bosón de Higgs tan esquivo que al parecer existe pero que ni el famoso túnel suizo logró atrapar de momento, y algunos lo han llamado "partícula Dios" (como si Dios fuese una partícula del todo y no más bien el Todo en cada parte y el Fondo sin fondo de toda realidad). Somos materia, y que nadie se escandalice, porque la materia es santa, llena de Dios, capaz de dar forma a Dios mismo en todo en forma de belleza y palabra y ternura. Es materia cuanto es en el mundo y todo cuanto vive. Es materia la luna menguante que esta mañana, al amanecer, se iba ocultando entre las ramas y las peñas desnudas, iluminándolas. Es materia la paloma mensajera que soltó Noé por el tragaluz del arca y volvió a ella con un ramito de olivo en el pico. Es materia el arco iris de siete colores, testigo de la alianza de Dios que sostiene el mundo -lo hemos leído hoy en la eucaristía-. Y nosotros mismos somos materia. Hasta nuestros pensamientos y emociones, e incluso nuestra fe, todo es materia, todo son formas brotadas de la materia al igual que la flor del avellano y el canto del mirlo, y es verdad que todas las formas son "más" que los elementos materiales que las forman (como una melodía es más que la suma de unas ondas), pero sólo se forman gracias a los elementos materiales y nada sin ellos, y todos los elementos y todas las formas son forma y sacramento de Dios.
Es gozoso sentirse hermano de todos los seres. No sólo hermano en un sentido figurado y abstracto, sino en su sentido palpable y concreto, físico y biológico, material y espiritual. En cuerpo y alma, somos hermanos de todos los seres. Es gozoso sentirse hermano del chimpancé y el herrerillo, la abeja y el caracol, el romero y la zarza. Nos constituyen las mismas partículas, los mismos átomos, las mismas moléculas, la misma energía que todo lo mueve. Nos hacen ser las mismas células, y el mismo maravilloso instinto que les lleva a dividirse y unirse y subsistir. Somos el mismo misterio de la vida en sus innumerables formas y en su imparable devenir.
¡Que todos los seres sean felices! ¡Paz y bien a todos!
José Arregi
Para orar. "HIMNO A LA MATERIA" (Teilhard de Chardin)
"Te saludo, inagotable capacidad de ser y de transformación en donde germina y crece la sustancia elegida.
Te saludo, potencia universal de acercamiento y de unión mediante la cual se entrelaza la muchedumbre de las mónadas y en la que todas convergen en el camino del Espíritu.
Te saludo, fuente armoniosa de las almas, cristal límpido de donde ha surgido la nueva Jerusalén.
Te saludo, medio divino, cargado de poder creador, océano agitado por el Espíritu, arcilla amasada y animada por el Verbo encarnado.
Para llegar hasta ti, Materia, es necesario que partiendo de un contacto universal con todo lo que se mueve aquí abajo, sintamos poco a poco cómo se desvanecen entre nuestras manos las formas particulares de todo lo que cae a nuestro alcance, hasta que nos encontremos frente a la única esencia de todas las consistencias y de todas las uniones.
Tú, Materia, reinas en las serenas alturas en las que los santos se imaginan haberte dejado a un lado; carne tan transparente y tan móvil que ya no te distinguimos de un espíritu.
¡Arrebátanos, oh Materia, allá arriba, mediante el esfuerzo, la separación y la muerte; arrebátanos allí en donde al fin sea posible abrazar castamente al Universo!"
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