viernes, 6 de febrero de 2009

LEVANTANDO LA EXCOMUNIÓN

José Arregi

Hola, amigos, amigas:
En el cielo gris de Aránzazu, dos águilas planean armoniosamente, llevadas por el aire.
Aquí abajo nos cuesta más, parece que no hubiera cielo y aire para todos. Nos excomulgamos. Y cuando hay excomuniones, se indignan los unos. Y cuando se levantan las excomuniones, se indignan los otros.


Como sabéis, el pasado 24 de enero, Benedicto XVI levantó la excomunión a cuatro obispos integristas de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X, fundada por Monseñor Lefebvre en 1971, poco después del Concilio Vaticano II. (El hecho de que uno de los obispos perdonados sea antisemita y niegue la existencia del Holocausto judío y de las cámaras de gas nazis ha provocado una reacción airada del Gran Rabinato y del Estado de Israel. ¿Y eso? Ni la excomunión en 1988 se debió al negacionismo de Mons. Williamson, ni su revocación ahora significa de ningún modo la legitimación de dicho negacionismo. Creo, pues, que las protestas judías no proceden. En todo caso, dejo de lado esa cuestión). Lefebvre intervino en el Concilio, pero nunca aceptó sus enseñanzas. Estaba convencido de que el Vaticano II era herético, entre otras cosas por haber cambiado el rito de la misa y haber suprimido la obligatoriedad del latín, por haber promovido el ecumenismo entre las iglesias cristianas, haber rebajado el poder absoluto del papa con su reconocimiento de la colegialidad episcopal según la cual la autoridad eclesial reside en el “colegio” o reunión de todos los obispos, y, por último tal vez lo más grave, haber aprobado la libertad religiosa según la cual toda persona es libre de practicar la religión que en conciencia le pareciere más conveniente.

Hoy nos parecen cosas evidentes, mínimos teológicos. Cuesta trabajo entender que alguien pueda tener objeciones contra esas posiciones conciliares. Pero hace 40 años era muy distinto, y Lefebvre podía aducir en su favor fuertes argumentos históricos y teológicos. De hecho, cualquiera podía ser condenado por esas ideas antes del Concilio (¡cuántas verdades de hoy fueron ayer herejías! Pero así avanza nuestra historia, y la historia de Dios con nosotros): ¿Acaso Juan XXIII no acababa de imponer solemnemente, en 1962, la obligatoriedad del latín como “lengua universal e inmutable”? ¿Acaso Pío IX no había declarado en 1864 que la libertad religiosa es una herejía incompatible con la doctrina cristiana y acaso no lo había corroborado León XIII en 1885? ¿Acaso Pío XI no había desautorizado y ridiculizado, en 1928, a los primeros promotores del ecumenismo intereclesial llamándolos pancristianos? ¿Y acaso no estaba aún vigente la doctrina secular de que el cristianismo es la única religión verdadera y la iglesia católica romana la única iglesia verdadera? ¿Acaso el Concilio Vaticano I no había dejado meridianamente claro, en 1870, los dogmas de la infalibilidad del papa y su poder de jurisdicción sobre todas las iglesias?

Por todo eso y más, el nuevo Concilio resultaba inaceptable para Mons. Lefebvre y no lo aceptó, no lo acató, formó su Fraternidad Sacerdotal y en 1988 acabó ordenando obispos (”ilícita pero válidamente”, cosas del Derecho Canónico) a cuatro sacerdotes de su movimiento. Éstos incurrieron ipso facto en excomunión (cosas también del Derecho Canónico). Y la excomunión significa: “No estás en comunión con la Iglesia y, por lo tanto, no puedes estar en comunión con Dios y, por consiguiente, no puedes participar en los sacramentos ni comulgar con Jesús en la eucaristía. Es casi seguro que irás al infierno”.

Yo no estoy de acuerdo con Lefebvre y los suyos, pero aun estoy menos de acuerdo con que se les excomulgue. ¿Qué es una Iglesia que excomulga? Claro que entender, se entiende. Se entiende que la iglesia, como todo grupo humano, necesite una cierta coherencia interna para mantener su “unidad”, pero sobre todo su poder, y se entiende que expulse de su seno al que molesta demasiado (un día a Lefebvre, otro día a Hans Küng). Eso pasa en todos los partidos; no hay más que mirar estos días las puñaladas que se dan unos compañeros de partido, en la sombra y a la luz, y todo por rencillas personales y luchas de poder, todo por un puesto arriba o abajo… Pasa en las mejores familias. Pasa también en la Iglesia, pero no deja de ser una pena. Es una pena que también en la Iglesia se reproduzcan las luchas de poder y todos sus derivados. Es una pena que nuestros márgenes de tolerancia sean igual de estrechos (no diría que más) que en un partido y no seamos capaces de convivir pensando, creyendo, siendo de manera diversa, incluso opuesta. Es una pena que no pudieran convivir Marcel Lefèbvre y Hans Küng, por mucho que disintieran y discutieran, como Pedro y Pablo. Es una pena que tenga que haber excomuniones o exclusiones en la Iglesia en aras de la supervivencia y de la conservación. Pero lo peor, mucho peor, es que se excomulgue y se excluya en nombre de Jesús, en nombre de Dios. Una excomunión en nombre de Dios es perversa, lo más perverso que cabe en una Iglesia llamada a ser hogar amplio y cálido, sacramento de una humanidad sin excomulgados.

De modo que a mí me parece bien que Benedicto XVI haya revocado la excomunión de los cuatro obispos lefebvrianos. ¡Que también ellos se sientan en casa, herederos de bendición! Lo que no me parece bien es que el papa no haya revocado todas las otras excomuniones. Ya no quedan cristianos integristas excomulgados, y lo celebramos, pero aún quedan muchos excomulgados de los otros: las mujeres ilícitamente ordenadas “sacerdotisas”, los “herejes”, las mujeres que abortan y todos los que de cualquier modo ayudan a un aborto… Y tantísimos que no han sido formalmente excomulgados, pero sí excluidos o relegados, justamente por haberse dejado llevar más lejos por el aire del Concilio. Hace tiempo que aquel aire dejó de correr por las estancias del Vaticano. Y es bien conocido el diagnóstico de Benedicto XVI sobre aquel Concilio. Lo ha dicho una y otra vez desde que era Prefecto de la Sagrada Congregación: el Vaticano II ha acabado siendo para la Iglesia católica un evento nefasto, origen de buena parte de sus males actuales, y todo por abrir ventanas y puertas para reconciliar a los cristianos con el mundo moderno. Es peligroso seguir respirando aquel aire, cuidémonos de la corriente, cerremos las rendijas.

Nos duele el diagnóstico y nos duele el papa, como nos duelen las excomuniones, las formales y las otras. Entiendo el enfado de muchas cristianas y cristianos que quieren seguir respirando. Pero no hay que desalentarse. El Espíritu sigue renovando la faz de la tierra. ¡Que su brisa suave serene los ánimos y nos haga más libres!

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