12. PAN INTEGRAL EN VEZ DE CHOCOLATINAS ¿Hay una vida después de la muerte? (En este vínculo aparece el texto del capítulo de Lenaers)
“Si se ha dicho A, hay que decir también B”, subraya Lenaers. Y así como en el capítulo anterior, a propósito de Jesús, Lenaers enunciaba que el “sustento del concepto moderno de resurrección” consistía en que “el ser humano que ama se vuelve UN SOLO SER con él (Dios)”, ahora, en este capítulo, lo confirma desde el mismo supuesto de que “nuestra conciencia no puede de ninguna manera sobrevivir tras la muerte” sino que se anega en el Todo.
Más de un lector@ de este curso estará encantado. Sin embargo, tal vez otros preguntarán ¿no es esto puro pensamiento hinduista o budista?, ¿realmente la desaparición de lo Múltiple es la manera de preservar su tensión dialéctica con el Uno? ¿puede existir amor sin alteridad? Este capítulo entre sugerente y oscuro da mucho que pensar al escamotear, según parece, un interrogante fundamental.
Para ayudar la reflexión crítica recomendamos las profundas páginas sobre monismo y dualismo del filósofo-teólogo de la Liberación, Juan Luis SEGUNDO, en el comienzo de su libro “¿Qué mundo? ¿qué hombre? ¿qué Dios?”
(Sal Terrae).
Tras esta advertencia, resumimos…
El autor comienza con la doctrina heterónoma clásica: después de este mundo nos espera otro. En la muerte el alma, liberada del cuerpo, recibe el premio o castigo de Dios. Tal juicio inapelable es ratificado para siempre en el Juicio Final, momento en el que los cuerpos vuelven a reunirse con las almas (resurrección universal).
Decididamente frente a esta cosmovisión de la Escritura, prolongada por la tradición cristiana durante veinte siglos, R. Lenaers apuesta sin vuelta atrás por el pensamiento moderno que “abandona toda fe en una sobrevivencia en un mundo distinto”, convicción hoy compartida por “la mitad de los europeos”. Después de la muerte no existe otro mundo. “Sin bioquímica no hay vida, y sin cerebro no hay conciencia (…), la muerte es el término irrevocable de todos los procesos bioquímicos (…) Hablar de una vida eterna con bienaventuranzas o tormentos (…) es algo que ya no tiene sentido, desde el momento en que no hay conciencia (el subrayado es nuestro)”. No obstante lo cual el autor cree poder “permanecer todavía en la línea de la tradición”.
En el siguiente párrafo “tratando de pasar a una nueva forma de ver”, el autor, con el fin de superar una falsa justificación de la vida eterna, apunta una disyuntiva, más aparente que real -creemos- en la que él, no obstante, opta por uno de los términos. Juzgue cada cual.
Tampoco satisface a Lenaers -a nosotros tampoco- considerar la vida eterna como “una suerte de chupete” después de los pesares de esta vida, en especial la inexorabilidad de la muerte. Y arguye que tampoco Israel lo necesitó. ¿Fue realmente así? No lo necesitó mientras creyó que Dios premiaba o castigaba en esta vida. Pero bien se rebeló Job cuando descubrió que no era así en sus propias carnes.
De modo que alrededor de siglo y medio antes de Jesús, fue emergiendo otra forma de ver “el más allá”: los malvados serán barridos con la instauración del señorío mesiánico y entonces las víctimas ‘despertarán’ (resucitarán) para gozar felices en esta misma tierra. Por eso mismo Mateo acompaña la resurrección de Jesús con la de algunos antepasados.
Esta parece que fue la creencia de Jesús y de los fariseos, en contra de los saduceos, en un relativo modo de inmortalidad (Mt.22).
Lenaers hace una somera enumeración de los diferentes elementos bastante dispares, judíos, griegos, míticos, incluso medievales (purgatorio, limbo) que fueron yuxtaponiéndose en el pensamiento cristiano. La idea de inmortalidad que Jesús tenía se transformó con las ‘experiencias’ pascuales: el mesías, instaurador del reino, ha llegado pero lo han matado: la crisis es severa. Los discípulos lo recuperan como Viviente pero se les va de nuevo en breve junto al Padre sin establecer el reino. Por tanto habrá de volver para el juicio mesiánico definitivo.
Sobre la aportación pascual adviene la cosmovisión helenista: los cuerpos separados de las almas en la muerte resucitarán en el sentido más literal y se reunirán con sus almas en el juicio final.
Una vieja convicción alentaba, sin embargo, bajo todos estos estratos tan heterogéneos: Dios es siempre fiel y no ha faltado en lo más íntimo de las experiencias de Israel y, últimamente, de Jesús. Es claro que Dios será el sustrato de cuanto pudiera acaecernos.
No obstante una muerte irreversible, nada cambia en nuestra unión con el misterio original. “Creer en la vida eterna es lo mismo que creer en Dios” y esta vida eterna es lo mismo que hacerse uno con Él pasando por “la pérdida de si mismo”.
Mediante una admirable (¡) peripecia en su discurso, el autor asegura que el fin de la bioquímica humana es el fin de la conciencia. Pese a ello tiene sentido seguir hablando de “paz, luz, consuelo, bienaventuranza”. “Nuestro ser no es un alma espiritual que habita en un cuerpo, sino una chispa de la forma como Dios se expresa a si mismo”.
Pero “somos esta expresión de Dios no como yo-ego, sino sólo como humanidad”, El pensamiento de nuestro autor se espesa. “Los m<ás de seis mil millones de individuos de la actual humanidad son sólo la multiplicación autónoma inimaginable de unas pocas células que se originaron en el curso de una evolución de miles de millones de años a partir de la voluntad de vida de las primeras células vivientes. En el fondo todos juntos somos todavía aún ahora esas primeras células (la cursiva es nuestra) que se han multiplicado y desarrollado constane en forma cada vez más rica” ¿Estará renunciando aquí Lenaers a cualquier principio de individuación al interior de la especie humana? Las ‘células puente’ que todavía forman parte integrante del organismo de los padres cuando ya han comenzado a ser el nuevo organismo de los hijos¿rompen toda individuación en pro de una unidad especialísima - tanto como la de un individuo- de toda la humanidad de la historia entera? ¿Acaso ayuda esta perspectiva en algo a asegurar la total unión de los seres humanos en el amor que es Dios y que constituye la eterna bienaventuranza? “Cuando alguien muere, prosigue Lenaers, no cae fuera de la totalidad. Sencillamente no es posible. Pertenecemos para siempre y eternamente al todo, y cada uno de nosotros participa de una manera propia suya [¿nueva contradicción?] en la riqueza del todo” (p.153).
¿Ya tiene en cuenta nuestro autor el alcance de sus palabras: Sobre “lo que sucede con el individuo al morir…Aunque la imagen sea muy cuestionable -reconoce- se puede pensar en gotas de lluvia que caen en el mar de donde salieron…Nada de su esencia se ha perdido, sólo su individualidad…En todo caso el yo y su inmortalidad individual es mucho menos importante en un pensamiento teónomo que en el heterónomo, pero Dios es infinitamente más importante. ¿Es esto una pérdida?” El autor de esta introducción responde sin dudar SÍ, aparte de que la lógica de la argumentación es incierta. Y todo ello lleva a sospechar que tal vez falle algo en los cimientos de fundamentación pretendidamente axiomática de ‘autonomía-teonomía’.
A continuación Lenaers intenta dar una respuesta -a nuestro entender sin lograrlo- a los millones de fetos y diversos discapacitados mentales que nunca han logrado el nivel de conciencia. Siguen unas interesantes consideraciones sobre la pérdida de un Dios castigador y la despedida del infierno y del purgatorio…
Pero antes de concluir retomemos el comienzo de esta introducción y formulemos al autor…
6. Unas preguntas decisivas:
Si el individuo, su conciencia, su ego… desaparecen como tales al anegarse en el Uno ¿no se esfuma por el mismo hecho la alteridad tú-yo que parece imprescindible para hablar de amor, ese amor que, para Lenaers, no sólo es la esencia de Dios sino la explicación de la bienaventuranza eterna? El movimiento del pensamiento hinduista y budista ¿no parece irremediablemente una caída en el monismo y, por ello, en el panteísmo? Como mínimo este pensamiento, el de Lenaers, no sólo implica la supresión pura y simple del dualismo metafísicomás básico sino, con ello, de la misma dialéctica del Uno y lo Múltiple. No será supérfluo caer en la cuenta de lo mucho que este “pinchazo” metafísico conlleva.
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