viernes, 22 de octubre de 2010

ACEPTAR NUESTRA SOMBRA NOS HUMANIZA

Enrique Martínez Lozano

No pocas parábolas de Jesús –en concreto, las que tienen como interlocutores o destinatarios a la autoridad religiosa y a los fariseos- vienen revestidas de un tono polémico y provocativo. En ellas Jesús defiende su actitud –como cuando, acusado de “andar y comer con pecadores” (Lucas 15,2), responde polémicamente con las llamadas “parábolas de la misericordia”-, muestra la originalidad de su mensaje sobre Dios o denuncia con dureza una religiosidad mercantilista e hipócrita, como es el caso de la parábola que hoy comentamos.

Con frecuencia, en la lectura y el comentario del evangelio, se ha olvidado este carácter provocativo y de denuncia, con lo que se desactivaba la fuerza de aquellas narraciones, que quedaban convertidas en relatos piadosos, de los que extraer moralejas moralizantes.

La explicación me parece sencilla: ningún poder religioso –ni quiera quien se halle identificado con él- está dispuesto a asumir la denuncia de la misma religión –y eso es precisamente lo que son estas parábolas-. Por ello, se leerán, aunque sea inconscientemente, de un modo distinto a como fueron pronunciadas. Eso mismo provocará un resultado no directamente buscado, pero que resulta absolutamente “funcional” al poder: el mensaje original queda descafeinado y domesticado, perdiendo de esa manera su carácter de revulsivo de la propia institución religiosa. Y, en ese mismo proceso inconsciente, Jesús pasa de ser un crítico de la religión centrada en el culto a convertirse en garante de la misma.

Por lo que se refiere, ya en concreto, a la breve parábola de hoy, hay que destacar su profunda sabiduría religiosa, psicológica y espiritual.

En el nivel histórico (o literal), “fariseo” y “publicano” son dos tipos de personas que, según los cánones religiosos, se encontraban en posiciones antagónicas: el primero es el observante estricto con conciencia de “justo”; el segundo, un pecador público, excomulgado de la religión y supuestamente rechazado por Dios.

Hacía falta mucho atrevimiento y una admirable libertad para descalificar el comportamiento del fariseo y ensalzar el del publicano. Y eso es lo que hace Jesús. Con ello, denuncia radicalmente toda religión centrada en la idea del “mérito” y de la “recompensa”, y propone una actitud religiosa centrada en el reconocimiento de la propia verdad –eso es la humildad- y en la afirmación de la gratuidad divina. Una actitud integradora, que a nadie juzga, descalifica ni condena…, y que, con demasiada frecuencia, no se halla en las religiones.

En el nivel psicológico (o simbólico), “fariseo” y “publicano” pueden entenderse como dos aspectos presentes en cada persona: la imagen y la sombra.

“Imagen” es todo aquello que, desde niños, nos hemos esforzado en construir para tratar de lograr el reconocimiento y la aprobación por parte de los otros.

“Sombra”, por el contrario, es el precio que tuvimos que pagar para poder construir aquella imagen, ya que, para cada uno de los rasgos de la imagen que queríamos potenciar, tuvimos que esconder –aun sin darnos cuenta- el rasgo opuesto, que fue relegado a la zona oscura de nuestro psiquismo.

“Sombra”, por tanto, es el material psíquico que hemos reprimido, negado, disociado o enajenado, produciendo una fractura o escisión –una neurosis- en nuestro interior.

La unificación de la persona, la salida de la mentira personal y la superación del sufrimiento neurótico sólo serán posibles en la medida en que logremos reconocer, aceptar e integrar nuestra propia sombra, como parte de nosotros mismos. Es decir, únicamente la integración de la imagen con la sombra hará posible la reconciliación psicológica de la persona: eso es lo que muestra con toda nitidez la parábola de Jesús.

Cuando uno no trabaja con la propia sombra, sus mejores propósitos (éticos, religiosos, espirituales…) pueden verse saboteados y, lo peor de todo, por motivos inconscientes y sin darnos cuenta de ello. Queremos ser mejores personas…, pero hay “algo” que no nos deja.

Porque negar la sombra no la elimina, sólo la oculta. Aquélla regresa en forma de obsesiones, miedos, ansiedades y dolorosos síntomas neuróticos.

Dentro, por tanto, de cada uno de nosotros conviven un “fariseo” orgulloso e hipócrita, que busca autoafirmarse falsamente ocultándose parte de su verdad, y un “publicano” con frecuencia despreciado y relegado a la oscuridad más completa. Sólo cuando nos abramos a esa doble realidad y podamos aceptarla, “bajaremos a nuestra casa justificados”, es decir, reconciliados.

Porque la conclusión de la parábola no puede entenderse en el sentido de que Dios no perdona al fariseo o no quiere justificarlo. Se trata de algo mucho más simple: es su propia actitud, incapaz de reconocer toda su verdad, la que lo mantiene “roto” en su interior, por más que pretenda ofrecer una imagen “perfecta”.

Pero la comprensión del fenómeno de la sombra nos aporta algo más. Todo el material relegado, oculto o negado, sigue activo, como poderosa energía psíquica. Puesto que no se le permite “vivir” en la propia persona, será, forzosa e inconscientemente, proyectado en otras.

Como consecuencia, creeremos ver en los demás aquello que no soportamos en nosotros mismos: eso nos crispará –aunque desconozcamos el motivo real- y condenaremos ferozmente en el otro lo que hemos rechazado con la misma ferocidad en nosotros. Esto explica el cumplimiento de una “ley” que, a mi parecer, no admite excepciones: “Todo lo me crispa del otro, me pertenece”.

Si aplicamos este principio a la parábola, entenderemos mucho mejor la actitud real del fariseo: después de resumir la “media verdad” que alimentaba a su imagen, se compara con aquellos a quienes parece despreciar por ser “ladrones, injustos y adúlteros”.

No era consciente –porque se hallaban escondidos en lo más profundo de su sombra- de que, en su interior, habitaba también un yo ladrón, injusto y adúltero, que pugnaba por salir. Más en concreto: cuando el fariseo afirma: “no soy ladrón…”, otra voz en su interior –la voz de la sombra, que él es incapaz de oír- añade: “…pero me encantaría serlo”. Sin embargo, en lugar de reconocer esa verdad, trabajarla e integrarla, le resulta más cómodo verla fuera de sí, en los otros, a quienes ve peores que él y condena sin piedad.

Por el contrario, sólo la comprensión de la verdad que el fenómeno de la sombra encierra empieza a situarnos en la buena dirección, para resolver conflictos relacionales, evitar el juicio –“no juzguéis”, insistía Jesús- y la descalificación, y crecer en unificación, integración y armonía.

Sobre la base de que los humanos no estamos llamados a ser “perfectos” –como suelen creer los “observantes”-, sino “completos”, capaces de reconocer, nombrar y aceptar toda nuestra verdad. De este modo paradójico, el reconocimiento de la sombra, al bajarnos del pedestal de nuestra imagen idealizada, nos hace humildes, es decir, nos humaniza (humildad y humanidad, como humor, provienen de la misma etimología: “humus”, la tierra blanda, receptiva y fértil).

¿Qué hacer para avanzar en esa integración que, unificándonos, nos pacifica y humaniza? Aparte de todo el trabajo psicológico, hecho desde la lucidez y la aceptación de la propia verdad –como se indica en los libros que cito al final de este comentario-, es imprescindible una actitud creciente y sentida de acogida de sí.

Necesitamos –mirándonos con bondad y acogiéndonos con amor- abrazar pacientemente, una y otra vez, toda nuestra debilidad, fragilidad, vulnerabilidad…, como si estuviéramos comprendiendo y amando a nuestro mejor amigo. Cada abrazo de nuestra parte débil nos hará crecer, de un modo paradójico, en fortaleza interior. Porque el núcleo de la debilidad, si la aceptamos sin contarnos “historias mentales” sobre ella, es fortaleza. Y al abrazar la vulnerabilidad estamos recorriendo el camino de “vuelta a casa”, donde nos sentiremos cada día más unificados.

En el nivel espiritual (o profundo), por fin, la parábola contiene una profunda sabiduría. No puede haber auténtico camino ni crecimiento espiritual –viene a decirnos-, si no está cimentado en la aceptación de la propia verdad y no conduce progresivamente a la desapropiación del yo.

La imagen idealizada –representada en la figura del fariseo- es sólo otra manera de nombrar al ego. Desconocer o negar la sombra nos condena a vivir para el ego. Sin embargo, en la medida en que la vamos aceptando, se va produciendo la integración psicológica del yo, que posibilitará el que sea trascendido. Habremos pasado así del “nivel racional” (egoico) de conciencia al estadio transpersonal.

Pero parece innegable que, si no se avanza en la integración psicológica –aceptando la imagen y la sombra-, el camino espiritual carecerá de consistencia y se verá expuesto a sorpresas desagradables.

La sombra es un fenómeno individual –cada persona porta la propia-, pero también colectivo. No existe grupo humano –desde la familia a la nación, desde la empresa hasta el partido político, desde el grupo de amigos a la institución religiosa- que no lleve aparejada su propia sombra.

Y, como ocurre a nivel individual, el problema nunca radica en la sombra misma –que constituye un todo inseparable de la “luz”, en la polaridad característica de todos los fenómenos-, sino en el hecho de no reconocerla y/o no aceptarla: sólo esto es lo que la vuelve peligrosa y nociva. La sombra reconocida y aceptada nos humaniza; la sombra oculta o negada crea neurosis y provoca sufrimiento ajeno.

Pues bien, al hilo del comentario de este texto, me ha parecido oportuno adjuntar unas reflexiones de Leonardo Boff, sobre la alianza Iglesia-poder, que tanto daño ha hecho históricamente y que, en último término, puede leerse también desde la perspectiva psicológica que nos ofrece el propio fenómeno de la sombra.

Mi interés no es la denuncia por la denuncia, ni mucho menos el juicio hacia nadie –cada vez somos más conscientes de que nuestra “maldad” no nace sino de la “ignorancia” o “inconsciencia”-, sino el crecimiento en lucidez de lo que vivimos; y, en el caso de los discípulos de Jesús, por fidelidad al propio mensaje novedoso y fresco del evangelio, que es el que queda finalmente velado y tergiversado por las prácticas que tanto se alejan de él. 


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