«Que con la práctica de nuestro compromiso diario hagamos decir a los que nos rodean: “Aquí no está todo perdido”. Aquí hay señal de Esperanza. Dar señales de Esperanza» (Diamantino García).
«Dios es más objeto de esperanza -respetuosa del misterio- que de saber»[1]. Y, por ello mismo, es menor la sabiduría del corazón creyente sobre Dios que la gran esperanza que siente: la humanidad sobre la tierra, impulsada y acompañada por el Espíritu de Dios», camina poco a poco hacia la culminación del Reino de Dios anunciado por Jesús de Nazaret. El Reino es la gran meta divino/humana proclamada con multitud de palabras por la tradición cristiana.
Este horizonte de lo humano denuncia la miopía de una ciudadanía con su «esperanza desvanecida», que se ha dejado secuestrar su mejor utopia (una humanidad libre en una sociedad justa y pacificada) por los encantos de los mercaderes y de los mercenarios; y que, al mismo tiempo, padece colectivamente algo que bien se podría denominar «el síndrome de Estocolmo». Señala también el estrabismo de muchos cristianos nostálgicos que entornan sus ojos hacia el pasado como si en él se hubiera garantizado mejor la salvación de Dios. Pero sobre todo el horizonte del Reino es una provocación que invita a caminar[2] y a "organizar la esperanza" en este mundo.
Vivimos, sin embargo, un momento histórico en el que resulta realmente problemático permanecer abiertos al futuro y constantes en la esperanza. Son tiempos en los que el cristianismo debe «salvar la esperanza» y ofertarla como su mejor contribución a la humanidad. No hacerlo significaría abandonar a su suerte a los hombres y mujeres de hoy.
1. Breve memorial de un desengaño.
La sencilla rememoración de la biografía personal y colectiva de la generación a la que pertenezco será suficiente para percibir la singladura que la conciencia utópica ha seguido en los últimos cuarenta años.
El segundo tramo de los años cincuenta del siglo pasado constituyó una especie de escenario de la espera donde permanecimos cautivos por una expectativa de la Utopía que, como Godot[3], el Personaje Ausente, no acudía nunca a la cita. Los años sesenta discurrieron entre climas culturales favorables a los sueños utópicos. La distensión de la guerra fría en el panorama mundial, protagonizada por J. F. Kennedy y N. Kruschev, los intentos de un marxismo con rostro humano, la irrupción de los pobres en la escena mundial (las luchas de los pueblos latinoamericanos, el triunfo de la revolución cubana, Vietnam y las figuras/símbolo de Ché Guevara y Camilo Torres, etc.), los movimientos contraculturales europeos y norteamericanos, las campañas en favor de los derechos civiles de las minorías negras lideradas por M. L. King y la apertura eclesial de Juan XXIII, son algunos de los procesos históricos y de las personalidades humanas que hicieron posible los sueños y los cantos de esperanza. H. Marcuse había escrito: «cualquier nueva forma de vida sobre la tierra, cualquier transformación del contexto técnico y natural, es una posibilidad real, que tiene su lugar propio en el mundo histórico»[4]. Pedir un mundo sin clases y sin hambre, un mundo justo y libre era puro realismo porque parecía que se tocaba con la punta de los dedos.
El año 1968[5] constituye la fecha emblemática del final de un tiempo en el que se aceptaban unos objetivos históricos de índole utópica. Aquella explosión del mayo francés nos dejó tras de sí la amenaza nuclear, el abismo de la pobreza, el deterioro creciente del medio ambiente; y produjo por defecto el desvanecimiento de todo horizonte utópico. Cuarenta y dos años después el realismo ya no consiste en pedir lo imposible, sino en sacar el máximo provecho a la modesta oferta del momento. Lo más razonables es no perderse el ahora. Un sentimiento difuso de pérdida nos acompaña desde entonces. Resulta bastante fácil detectarlo. Nuestros diálogos y nuestros diagnósticos culturales están plagados de palabras como des-encanto, des-esperanza o des-ilusión. Seguramente hoy podemos hablar de una experiencia común de des-engaño. Todo parece confirmar hablar del socialismo como de "un género cultural y político equívoco, muerto en París en mayo del 68" (B. Henri Levy) ya no es simplemente una “boutade” de un progre de derechas.
Entonces el clima cultural propició un movimiento social que demandaba un poco adolescentemente una plenitud quimérica: ser realistas pidiendo lo imposible. Estaba protagonizado principalmente por "niños-bien" y marxistas bienalimentados, que poblaban las universidades y dirigían su protesta contra el mismo sistema que los había hecho privilegiados, pero infelices. La felicidad soñada no llegó a los balnearios del Norte, y hoy reina el desencanto en Occidente como consecuencia del cambio cultural. Muchos de los hippies de anteayer se convirtieron en los yuppies de ayer. Algunos de los más destacados vendedores de sueños y de fantasías liebradoras de antaño se han convertido en expertos alquimistas del pragmatismo. Aquella generación, ya madurita, trata de mantener sus antiguos y más recientes privilegios, mientras aprende a renunciar indoloramente a la felicidad. Gran parte de sus hijos o sus hermanos menores viven su existencia desnortados. La brújula de sus mayores que señalaba el camino hacia el horizonte utópico, ha sido sustituida por el rádar que busca el lugar -muchas veces autodestructivo- hacia donde deben dirigir sus “movidas” y sus descargas emocionales. Este cambio deja pendiente la cuestión de la solidaridad con los pobres del mundo y los marginados sociales de las sociedades avanzadas.
2. Balance del crepúsculo de la utopía.
La memoria colectiva siempre asociará el final del siglo XX con el derrumbamiento del socialismo real y con la apoteosis del capitalismo democrático. Voces interesadas quisieron hacer coincidir 1989 -la fecha/recordatorio de los acontecimientos acaecidos en los países del Este europeo- con “el fin de la historia”. Las huestes neoliberales levantaron acta de defunción de todo sueño utópico. La izquierda no supo que hacer con los despojos de la utopía. Y muchos de ellos curaron de su perplejidad apuntándose tan apresurada como impúdicamente al bando vencedor. El mundo -proclaman- se ha quedado sin alternativas. De ahora en adelante el victorioso capitalismo democrático será el encargado de resolver todas las contradicciones de nuestra sociedad. Por algún tiempo tendrá que soportar conflictos en el Tercer Mundo, pero conseguirá finalmente que todos los pueblos se vayan organizando de acuerdo con este modelo único a base de realizar ajustes y retoques en el sistema.
Sin embargo, conviene apresurarse a decir que el anuncio del fin de la utopía es anterior al colapso del socialismo real. Aquélla se encontraba ya petrificada hacía lustros en el Este[6]; el capitalismo occidental -como recuerda P. Berger- siempre ha carecido de “capacidad mitopolítica” para generar los entusiasmos y las esperanzas de una ciudad justa; y la utopía nacida de la revolución francesa -libertad, igualdad y fraternidad- se empantanó en el individualismo de la visión burguesa. Pero lo peor de todo es que además fueron a parar a la barbarie del nacismo, del estalinismo y de la bomba atómica.
En nombre de utopías de todo tipo los seres humanos hemos sembrado la historia de barbarie y terror: «Aun con las mejores intenciones de crear el cielo en la tierra, la utopía sólo consigue crear un infierno; un infierno como sólo el hombre es capaz de construir para sus semejantes» (K. Popper). Muy singularmente en siglo XX. La modernidad “ideó” la utopía con los viejos materiales de un ser humano que se creía en posesión de la palabra total sobre el futuro y del dominio total sobre el presente. Y además se intento imponerla por la fuerza. Se tardó más de la cuenta en comprender que este sueño dogmático se había convertido en una pesadilla: la de los totalitarismos modernos (nazismo y estalinismo). Todo excesivo: ¡Demasiado tarde! ¡Demasiadas víctimas humanas! ¡Demasiados fallos en las señales de alarma! ¡El pasado se construyó sobre una multitud incontable de cadáveres! El recuerdo de las víctimas de Auschwitz y de los gulag soviéticos se alza como el gran reparo para seguir manteniendo semejante sueño idealista. La utopía se ha proscrito bajo sospecha de ideología infernal o ensoñación bobalicona.
Éste es el estado de la utopía: desvanecida y agonizante. Y esto explica que un intelectual de tanta influencia en la opinión pública española, como Fernando Savater, haya podido escribir que la afición por la utopía le parece un factor de enajenación y pauperización cultural tan poco recomendable y tan perjudicial como la de "los culebrones" televisivos[7]. Reconozcamos lo que hay de indiscutible en el texto del filósofo vasco: la existencia de totalitarismos en nombre de la utopía. Pero ¿qué oculta el alegato de Savater contra la utopía?
Su descripción caricaturesca de la utopía oculta un pragmatismo hegemónico y rampante que, disfrazado de realismo, es al menos tan cruel y violento como el de las viejas utopías y tan capaz como ellas de convertir el mundo en una barbarie. E. Bloch ya distinguió entre el que sueña despierto y quien, despierto, dice que hay que soñar; entre iluso e ilusionado, entre «utopista» y «utópico». Desde esta conciencia un amigo del pueblo, como lo fue Diamantino García, «se sentirá moralmente a gusto con el uso de la palabra “utopía” en un sentido muy preciso: ideal, ilusión, esperanza, ensoñación, iluminación, premonición o idea reguladora de una sociedad alternativa a este mundo de la globalización neoliberal que conocemos, esto es, de una sociedad de la que podemos decir que es un mundo más libre, más igualitario, más fraterna, más justo, más humano, más habitable, más armónico. No le impostará, pues, que le llamen “utópico” en ese preciso sentido. Pues si bien es cierto que toda utopía puede dar, con el tiempo, en su contrario, más cierto es que lo existente ha dado ya en lo contrario de lo que la utopía quiere […] En cambio el amigo del pueblo se sentirá a disgusto ante el uso del término “utopía” en el sentido de ilusión genérica, ideal o sueño que a todo hombre conviene tener para no convertirse en pingo almidonado, si al mismo tiempo se está concediendo ya de entrada que esa utopía es como el País de Jauja, como el país que no llegaremos a ver nunca jamás. Pues en ese uso el principio del deseo imaginativo choca con el principio de realidad: ser hace literatura y se limita a lo literario. Lo cual, siendo hermoso para los literatos, suele chocar con las urgencias de aquellos otros, los de abajo, a los que se pretende beneficiar [...] Por último, el amigo del pueblo, allí donde éste exista, se sentirá a disgusto, creo, ante el uso de la palabra “utopía” para designar ideas, teorías, anticipaciones o intenciones que no se realizaron tal cual querían o pretendían quienes las postulaban. Pues la ideología dominante tiende a llamar “utópico” a todo lo que cabe en su baldosa […] Llamar “utópicos” por sistema a todos los perdedores de la historia es negar media historia. Y es precisamente esa otra media historia la que el amigo del pueblo tiene que recuperar para que el pueblo mismo llegue a saber que los derechos que hoy tiene, un día considerados utópicos por los que mandaban entonces, se los debe principalmente a estos perdedores (momentáneos) de la historia. La historia de la utopía en el siglo XX debería enseñar, en suma, a distinguir entre hacerse ilusiones y tener ilusiones.»[8]
[Entre paréntesis y como contraste de los tonos solemnes que solemos adoptar los teólogos, cuando hablamos de estas cosas, me voy a permitir la ironía cariñosa de dedicar a todos los “Amadores Savateres” una provocación a cerca de la localización de la utopía: «La Arcadia existe ya sólo en los anuncios. Allí habitan mujeres hermosas. Hombres fantásticos, niños felices y ancianos de mirada serena, generalmente con gafas. Para el entusiasmo continuo les basta con un flan en un envoltorio nuevo, una limonada de agua pura, un spray contra el sudor de pies, papel higiénico impregnado con olor a violeta o un armario, aunque tampoco hay nada extraordinario en él, aparte del precio. La expresión de felicidad en los ojos, en toda la cara, con la que una refinada belleza contempla ese rollo de papel higiénico o abre ese armario como si fuera la puerta de Sésamo, se contagia por un instante a todo el mundo. En esa empatía quizá haya también envidia, quizá hasta un poco de irritación, porque cada uno de nosotros sabe que no sería capaz de alcanzar ese estado de éxtasis bebiendo esa limonada o usando ese papel, que no podemos entrar en la Arcadia, pero esa atmósfera luminosa tiene su efecto. De todos modos, para mí estaba claro desde el principio que, a medida que se perfeccionaba en la lucha de las mercancías por subsistir, la publicidad nos dominaría no porque la calidad de 1as cosas fuese cada vez mejor, sino porque la calidad del mundo era cada vez peor.¿Qué nos queda en las ciudades abarrotadas bajo la lluvia ácida después de muerte de Dios, de los altos ideales, del honor, de los sentimientos desinteresados, aparte del éxtasis de señoras y señores de los anuncios de galletas, flanes y lubricantes como si contemplaran el advenimiento del reino celestial?»[9] Solo se me ocurre un comentario en relación con le término utopía. Entre las muchas cosas que no hay que dejar en manos de los de arriba hay una muy importante: la definición de las palabras. Desde el Génesis se nos recuerda que la capacidad de poner nombre a las cosas es esencial para conocer y cambiar el mundo]
2.1. Pensar con sobriedad la historia.
La utopía ha perdido la inocencia de antaño, pero no su vigencia. Vamos a comenzar por lo positivo. Conviene decir que la marea que desbarató la solidez de los sueños utópicos, también ha dejado sobre la arena algún material, que conviene se aproveche para poder seguir avanzando hacia un mañana más humano.
La experiencia del siglo XX dinamitó el optimismo ingenuo sobre el que se fundamentaron las esperanzas históricas modernas. Todos los proyectos humanistas han experimentado las consecuencias de esta sacudida. El rigorismo y la inflexibilidad ante la parcialidad de las realizaciones de la utopía, fruto muchas veces de costosos compromisos históricos, han llevado al traste un sinfín de proyectos humanizadores y los han dejado literalmente sin futuro. El intento de caminar en línea recta del sueño a la realidad, dejando de lado los meandros de sus realizaciones históricas, los han terminado por convertir en antievolutivos. Tras el fracaso de las interpretaciones exuberantes de la historia ha llegado la hora de pensar el futuro con sobriedad. El aprendizaje de la sobriedad le sienta magníficamente al pensamiento utópico. Esta modestia propicia la tolerancia y la paciencia histórica que, justamente con la compasión solidaria con las víctimas del presente, constituyen el humus más idóneo para la fecundidad de la utopía.
Como recuerda C. Magris, uno de los pensadores europeos más lúcido de nuestro tiempo, el principio del milenio necesita la utopía unida al desencanto. Ambas, antes que contraponerse, tienen que sostenerse y corregirse recíprocamente. El final de las utopías totalitarias sólo es liberador si se acompaña de la conciencia de que la emancipación, prometida y echada a perder por esas utopías, tiene que buscarse con mayor paciencia y modestia, sabiendo que no poseemos ninguna receta definitiva, pero también sin escarnecerla. Esta generación tiene que volver a experimentar, y no sólo una vez, la experiencia traumática pero salvífica de los primeros cristianos: esperaban la parusía, el retorno del Salvador que les había sido prometido, la llegada del Paráclito, confiados en que vendría ya durante sus vidas. La parusía no llegó y no fue nada fácil, para aquellos creyentes desilusionados, resistir a la decepción y entender que no se trataba de un mentís, sino de un aplazamiento de la salvación; y quizás ni siquiera de una moratoria, sino de la revelación de que la salvación no llega una vez para siempre sino que está siempre en camino, hasta el final de los tiempos[10].
2.2. Desenmascarar el presente.
El futuro resulta siempre imprevisible y no se puede imponer dogmáticamente y a la fuerza. Pero el material con el que se construye (el presente), aunque no sea totalmente dócil a la mano que lo trabaja, es maleable. Actualmente la mano que lo esculpe lo va modelando con los rasgos de un individualismo apático, insolidario y satisfecho. Resulta imprescindible someter al presente a un ejercicio de desnudez que deseche sus disfraces y arranque sus máscaras. Consumidores y zombis, playboys y "passotas", "berlusconis" "trepadores" del poder y "bedeles" encargados de ocultar o "reciclar" la basura, videntes y telepredicadores de todo tipo, son algunas de las caricaturas de este hombre individualista y narcisista a ultranza que ha reemplazado a la genuina imagen humana.
Una antropología empequeñecida, “el hombre no es sino... un animal egoísta”, ha sustituido a la ilusión moderna del “seréis como dioses”, y una filosofía de la historia idealista y revolucionaria, que daba por descontada la victoria final, ha dado paso a una práctica voluntariosa y sin visiones de futuro, que se niega incluso a pensar con sobriedad la historia.
El ser humano real es un conjunto de pasiones y deseos ordenados en torno al propio interés. La resignación individualista es el talante epocal y el vértigo a la solidaridad el síntoma mayor del malestar de la cultura actual. Enfrentarse al presente y hacer un rostro humano que responda al hombre utópico del proyecto de hermano parece imprescindible para recuperar la dignidad perdida. El pecado de la modernidad consistió en trastocar la meta humana: creyó que la cualidad de lo divino era el poder. Y convirtió la historia en un infierno totalitario. El pecado de este momento postmoderno consiste en renunciar a la meta: la solidaridad y la comunión como cualidad de lo divino. Y abandona a su suerte a los condenados a los infiernos de la pobreza de nuestro mundo.
2.3. La falta de energía para construir el presente.
Todas la voces que nos alertan sobre la enormidad de los desafíos con los que nos enfrentamos, nos señalan igualmente una aún mayor debilidad para poner en práctica algunas de las recetas que tenemos para salir del marasmo en el que nos encontramos. Convertir el presente en presencia de sus posibilidades civilizadoras reclama un amor solidario y compasivo. Esta cuestión se escamotea habitualmente en las propuestas de solución y de este modo se recorta el presente y se amputa el futuro de la humanidad.
Los últimos estudios sociológicos de valores muestran unas sociedades avanzadas, que afrontan el futuro sin grandes pasiones, y que tiene serias dificultades para movilizarse en favor de causas verdaderamente humanas. Agazapados en la sombra de una historia en la se niegan a participar, sólo las vacaciones y las rebajas resultan acontecimientos suficientemente apasionantes como para movilizar a la mayoría de los ciudadanos. Las pasiones y los afectos no valen la pena. Cada día más insertos en la rutina, son prudentes, moderados y aspiran a la tranquilidad. Sólo los rechazos son violentos, los proyectos ya no lo son. Un sentimiento global de satisfacción con la vida lo invade casi todo, a pesar de la amenaza de la crisis y de la sociedad dual. En estas circunstancias parece comprensible que salvarse consista en no aburrirse y en gozar de las infinitas posibilidades de la fantasía. Pero esto no es suficiente para salvar el futuro de la humanidad. Intencionalmente queremos, pero no podemos. El pragmatismo conservador y la obediencia ciega a lo posible han lastrado nuestras mejores intenciones.
No contamos con una energía real capaz de movilizar las fuerzas, la imaginación y la generosidad de la comunidad humana en la dirección pensada y deseada, justamente cuando es el tiempo de la utopía más necesaria (R. Bahro). A la vista está que la llamada utopía racional no da para tanto. Y esta falta de vigor utópico hace enormemente vulnerable nuestro presente y fragiliza nuestras expectativas de un futuro más humano.
2.4. Persistencia y mutación de la utopía.
Una especie de catarata de melancólica nostalgia nos impide percibir que la utopía sigue estando vigente entre nosotros, aunque sea tan minoritario como siempre. Hoy como ayer el espíritu de la utopía hay que buscarlo en el pensamiento crítico y alternativo de las corrientes heréticas o heterodoxas de las tradiciones de liberación[11]; y, ¡cómo no!, entre los pobres del mundo[12]. El mundo mayoritariamente real -el de los pobres del Sur y el de los excluidos sociales de la barriada del Norte- no se puede permitir el lujo de negar su vigencia. Allí se encuentran en la necesidad de proclamar contra viento y marea la visión de «una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad» (G. García Márquez). No tienen -como ha recordado L. Boff- ningún mérito especial: si el presente no les pertenece y el pasado es el de sus colonizadores o el de sus señores, sólo les queda el futuro para soñarlo. Se trata de la utopía dura y solidaria de los pobres, que nada tiene que ver con la quimera de los privilegiados de Mayo del 68.
Sin duda alguna ha sufrido cambios y transformaciones profundas. Sobre todo se ha curado de cualquier optimismo histórico. Pero está ahí con su capacidad crítica y su provocación movilizadora de siempre. Los antiguos sueños escatológicos han sido sustituidos por la pretensión de saber cómo el homo faber y aprendiz de brujo toma en sus manos y gestiona los medios por él ideados, que parecían estar al servicio de una meta universal, pero que se han emancipado y nos conducen a donde no queremos. Ya no soñamos con los estadios de plenitud de un proceso permanente de crecimiento; la mirada utópica se fija en sus límites y busca cómo gestionar democráticamente la crisis de civilización en la que nos encontramos inmersos[13]. La utopía ya no aparece como una representación ideal de la meta última de la historia, que nos invita a caminar en esa dirección hasta alcanzarla. Se ha producido una especie de mutación. Ahora la imaginación utópica se moviliza en la dirección del control y la administración democrática de los medios e instrumentos (políticos, técnicos, económicos y culturales) ingeniados por los hombres. La pretensión de una gestión y de una administración democráticamente solidaria del mundo y de sus recursos es el único dinamismo capaz de hacernos progresar -con el tiempo propio del fermento- en la dirección de un Nuevo Orden Internacional. Nos hemos dado cuenta que muchas de las metas con las que el hombre soñó hace una centuria (p.e., un mundo sin hambrientos) están hoy técnicamente al alcance de su mano, aunque cada día perezcan más lejanas de las verdaderas intenciones políticas de los poderosos.
3. La utopía de Jesús de Nazaret: El Reinado de Dios para los pobres y los pecadores.
Los cristianos hemos recibido la tradición de Jesús de Nazaret: un modo de estar en la realidad que se nutre de la experiencia de la irrupción del Reino de Dios como acción liberadora y escatológica de Dios, dirigida preferentemente a los pobres, y desde ellos a todo Israel. Las viejas esperanzas del pueblo de Israel estaban a punto de verificarse, y el Reino de Dios irrumpía como una buena noticia. La causa de la vida de Jesús, su pasión creyente, la ha resumido sumariamente el evangelista Marcos: *Después de que Juan hubo sido entregado, vino Jesús a Galilea predicando el evangelio de Dios y diciendo: “Se ha cumplido el plazo, el Reino de Dios está cerca. Arrepentíos y creed la buena noticia”+ (1, 14-15). Y quiero hacer notar el carácter de buena noticia que tiene el anuncio de Jesús.
Como dirá J. Sobrino, Jesús vivió al servicio de una utopía ansiada en medio del sufrimiento de la historia que invierte el orden del mundo tal y como lo expresan las bienaventuranzas (cf. Mt 5, 3-6.11-12; Lc 6, 20-23). Su predicación sobre el Reino de Dios tiene que ver en mayor o menos grado con las esperanzas y expectativas judías para el futuro: regreso del destierro[14], prosperidad renovada y abundante[15], eliminación de incapacidades y taras[16], la restauración del paraíso[17], alianza renovada[18], resurrección de los muertos, etc. Algunas de esas esperanzas ya se estaban realizando. Ocurrían cosas que otras generaciones habían anhelado ver (cf. Mt 12, 41-42; 13, 16-17). Algo nuevo acontecía con Jesús de Nazaret (cf. Mt 9, 14-17). El Reinado de Dios se hacía presente: ciegos recobraban la vista, cojos andaban, incluso había muertos que resucitaban; a los pobres se les anunciaba la buena noticia (cf. Mt 11, 2-6) y el reinado de Satanás era destruido (cf. Mt 12, 24-29). Otras veces, sin embargo, el Reinado de Dios aparecía en la predicación de Jesús como «una especie de ideal utópico para el futuro de la tierra: los últimos serán primeros; los humildes serán exaltados; los despreciados están en condiciones de entrar en el Reino. Presente y futuro (del Reino) forman parte de la tradición de Jesús de tal manera que es inevitable una especie de «ya-todavía-no» en su vivencia del Reino de Dios[19].
Sus discursos sobre el Reino de Dios no son fruto de una lección aprendida en la sinagoga o de una teoría asumida, sino de la experiencia vivida a lo largo de su trayectoria histórica. Toda la historia de Jesús (su comportamiento, su mundo de valores, sus palabras, etc.) sólo se explica desde aquello que constituye su más profunda verdad: vivir seducido por la experiencia del Reino de Dios y del Dios del Reino. Así su experiencia de Dios forma parte inseparable de su experiencia del Reino. Y se hace verdad en su vida aquello que más tarde recogerá el evangelista: *buscad primero su Reino y su justicia, y todo esas cosas se os darán por añadidura+ (Mt 6,33).
Los cristianos no podemos prescindir de esta tradición de Jesús en aras de un cristianismo sin expectativa utópica menos proclive a servir de refuerzo religioso a las ensoñaciones totalitarias de los mesianismos intrahistóricos. Si lo hacemos nos habremos quedado sin la guía de búsqueda del Dios vivo que nos legó Jesús. Sin empatía con la fe de Jesús en la irrupción del Reino de Dios y en el modo histórico como acontece, su seguimiento es un desvarío e inverosímil el acceso a su Dios y Padre del Reino.
3.1. Otro mundo es posible
J. D. G. Dunn recuerda que la expresión más nítida de la esperanza de Jesús son sus propias prioridades vitales: llevar la buena noticia a los pobres y llamar a los pecadores»[20]. Y J. I. González Faus comenta: «es decir: cambiar la situación de unos y cambiar el corazón de otros»[21].
El Reino de Dios excede cualquier realización humana de la utopía porque es de Dios. Pero lemas escatológicos como «revertir la historia» (I. Ellacuría), «que la vida sea posible» (J. Sobrino), «que el mundo llegue a ser un hogar para el hombre» (E. Bloch) o «otro mundo es posible» (movimiento alterglobalizador), expresan hoy metafóricamente algo semejante a lo que Jesús quiso evocar con la metáfora del Reino de Dios. La recepción de la tradición de Jesús está reclamando hombres y mujeres alentados por la expectativa de una utopía sin contenido definido ni definitivo (entrevista la llama P. Ricoeur) y universalizable (hasta alcanzar a los muertos, como J. B. Metz ha insistido en multitud de ocasiones), capaz de alimentar permanentemente una ética de la convicción que motiva, a su vez, una ética de la responsabilidad, y se deja acompañar en todo momento por la esperanza. La tradición de Jesús de Nazaret invita revestirse con el talante activo y movilizado de quienes son inspirados por los anhelos y requerimientos de algún acontecimiento futuro histórico y mundial de interés universal. Por ejemplo: el final del hambre en el mundo, el cese de las prácticas xenófobas y racistas, un desarrollo sostenible, la paz regional y mundial, la liberación de las minorías culturales y étnicas o el despliegue real de la tradición de los derechos humanos, etc.
3.2. Otro corazón humano es posible
Jesús de Nazaret no se hizo ilusiones con los seres humanos, pero tuvo ilusiones sobre las posibilidades del corazón humano, cuando se deja trabajar por la misericordia de Dios o por su Espíritu. Jesús que desconfía del ser humano (cf. Jn 2,25; Mt, 7,11), les propondrá a los hombres como proyecto antropológico la Bondad absoluta del Padre celestial (cf. Mt 5,48). Jesús de Nazaret desenmascara constantemente la ceguera y la hipocresía de los seres humanos, que constituyen manifestaciones de la mentira radical instalada en su corazón. Y, sin embargo, les llama a «ser buenos del todo como el Padre celestial» (Mt 5, 48) o «misericordiosos como el Padre es misericordioso (Lc 6, 36). La proximidad de Dios a los seres humanos hace que otro corazón humano sea posible. Jesús supo conjugar un realismo absoluto con una gran esperanza en el hombre. «Quizás por eso, -dirá González Faus- nadie ha sacado de los seres humanos dosis de generosidad y bondad como las que ha sacado Jesús de sus seguidores: por esa sabiduría nada ilusa pero esperanzada, subversiva de valores oficiales y contracultural, inmisericorde en su lucidez sobre las oscuridades del corazón humano, pero ilusionada por las posibilidades de ese mismo corazón. Una sabiduría que es, en definitiva, la sabiduría del amor, que se confunde con la fe, y que lleva a esperar siempre y luchar siempre.»[22] Este corazón nuevo será la condición de posibilidad de otro mundo nuevo.
3.3. La alianza con los pobres y el combate contra Mammón y los poderes diabólicos.
El Dios del Reino adviene a una historia en la que las fuerzas negativas de la creación (los dinamismos diabólicos representados por el Maligno) y el pecado tienen poder. Su irrupción en la historia supone contradicción y conflicto con la realidad presente. «Al reino -como enfatiza J. Sobrino- se le opone el antirreino, y al “Dios de vida” se le oponen las “divinidades de muerte””[23]. Las acciones de Jesús, sus milagros y curaciones, constituyeron auténticas interrupciones del circuito del mal que avasalla la vida de los hombres y, muy singularmente, de los pobres y de los débiles. En Jesús de Nazaret el Dios del Reino emprende su lucha contra el Maligno y contra los ídolos de muerte, representados por Mammon. Entre el Abba del Reino y Mammon (cf. Mt 6, 24) existe una antinomia irreconciliable. Todo el que está aliado con Mammon está excluido de la familiaridad con el Padre del Reino porque “nadie puede servir a dos señores”. La antinomia Abba-Mammon se actualiza históricamente dentro de la alianza de Dios con los pobres o de la parcialidad de Dios por los oprimidos. El Padre de Reino asume la lucha de los pobres contra los ídolos de muerte como propia, de modo que se convierte en la lucha divina por la vida de los pobres, la lucha emprendida por el Dios del reino contra los orgullosos, los poderosos y los ricos (cf. Lc 1, 51-53)[24].
Como ha escrito recientemente el papa actual: «Ante el abuso del poder económico, de las crueldades del capitalismo que degrada al hombre a la categoría de mercancía, hemos comenzado a comprender mejor el peligro que supone la riqueza y entendemos de manera nueva lo que Jesús quería decir al prevenirnos ante ella, ante el dios Mammon que destruye al hombre, estrangulando despiadadamente con sus manos una gran parte del mundo.»[25]
El “materialismo reaccionario” imperante trivializa, como hizo el régimen nazi, el mal que deshumaniza a millones de seres humanos y les hace sentir que están viviendo en el infierno como endemoniados. Si el capitalismo, como decía W. Benjamín, es una religión y el dinero su dios, la religación con el dinero nos idiotiza (en el sentido griego del término) a los ciudadanos y ciudadanas de las democracias del mundo desarrollado. La fanfarria del dinero se filtra en cada grieta de nuestra existencia pública y privada. El dinero se ha convertido en “el sacramento de la sociedad burguesa” o en el signo visible de la gracia invisible. El dinero es el factor determinante de toda la realidad, tiene poder omnímodo para determinar, para bien y para mal, el destino de los individuos, de los países, las culturas y continentes enteros. Su ausencia, su falta es más definitiva que su presencia o posesión. “Fuera del dinero no hay salvación”, es el axioma soteriológico que recorre el mundo globalizado. La suerte de la vida está completamente en sus manos. La crisis económica que padecemos ha venido a ratificar, si todavía albergábamos alguna duda, que la economía global de mercado se ha convertido en un “Gran Casino Total” donde dios es Money/Mammón.
3.4. La esperanza de Jesús: contra toda experiencia.
Jesús de Nazaret fue un perdedor momentáneo, descalificado como “utópico” por quienes mandaban entonces. Su defensa del Reino de Dios le hizo aparecer como heterodoxo, alternativo, blasfemo, loco, subversivo... Su muerte en la cruz, la propia de un sin-ciudadanía o sin-papeles acusado de un delito de alterar el orden (la pax romana), fue el precio que pagó por ser fiel a la utopía del Reino en medio de una sociedad apática e indiferente ante el sufrimiento de las gentes. No soñó despierto, sino que, despierto, es decir, sabiendo la que se le venía encima, dijo que había que soñar/esperar en el Reino de Dios. Incluso cuando todo aparecía aparentemente perdido (cf. Jn 11,53), toma la decisión de subir a Jerusalén (cf. Lc 9,51). Lúcidamente, fiel a su Dios hasta el final. No como un kamikaze. Allí experimentará el fracaso, el abandono de sus amigos, el veredicto de inocencia a favor de las Tinieblas, la utilización de la justicia de Dios en contra de la trasparencia de su propia vida y el silencio del Dios del reino: ¿se habrá cansado en vano y su vida la habrá gastado inútilmente? (cf., Is 49,4; Mc 15,34). Será la noche (Jn 13,30)[26]. Jesús de Nazaret esperó contra toda experiencia que en aquella noche oscura de la injusticia y la ignominia irrumpiera definitivamente el amanecer del Reino de Dios, propiciado por su fidelidad a la “utopía” divina hasta el extremo del sufrimiento y de la muerte: «si el grano de trigo, no muere no produce fruto».
3.5 La esperanza recobrada de sus discípulos.
La esperanza de los discípulos brota de la resurrección de Jesús: con ella estalló la alborada del Reino. Su esperanza en el Reino es una esperanza recobrada y con las señas de identidad del Crucificado. Su luz llega hasta el lugar de los muertos y alcanza su pasado personal y el de sus causas humanas. «Las utopías serían al fin de cuentas la última astucia de la evolución si sólo existiesen ellas y no existiera Dios» (J. B. Metz), que resucita a los vencidos por la muerte injusta. Esta esperanza no garantiza ninguna progresión ascendente de la historia, aunque advierta que existe en ella permanentemente una posibilidad inédita de ascenso humano. El Espíritu del Crucificado se ha derramado sobre ella y ya no podrá ser desalojado jamás, aunque pueda ser momentáneamente derrotado. Pero su fecundidad histórica posee el tiempo y el estilo del fermento. «El “'plazo” de la eficacia no existe en la aventura de la gratuidad» (J. L. Segundo) y la utopía del Reino se espera y se trabaja como don de Otro. El fracaso de tantas causas justas, como ha presenciado el siglo pasado, ha servido para recordar que la esperanza cristiana lleva consigo, desde su misma matriz, las señales de sus derrotas. Es una esperanza crucificada. El impulso del Espíritu ha sufrido un sinfín de quebrantos.
La memoria crucis desbarata cualquier entusiasmo o fe ciega en las posibilidades de su éxito histórico. Pero, al mismo tiempo, desenmascara los disfraces del presente post-utópico y las pretensiones mesiánicas del capitalismo democrático. La constatación de los fracasos históricos de la utopía de una sociedad justa y reconciliada no se percibe como una llamada a la retirada del frente de la construcción de la historia. Despertarse del sueño idealista no ha de suponer necesariamente la caída en los brazos del pragmatismo ciego y de la ideología de la inevitabilidad, que degeneran siempre en indiferencia. Ello supondría pasar del sueño de un pensamiento sin pasión a la pesadilla del pensamiento sin compasión. El fracaso de la utopía no se debe considerar como histórica o metafísicamente inevitable. La promesa de Dios está vigente no sólo como aliento para las situaciones de desánimo, sino como llamada a procurar su viabilidad histórica. Los cristianos han de enfrentarse con la construcción social de la realidad con el entusiasmo de la ejemplaridad evangélica. Pero también con la intención de alcanzar sus objetivos históricos viables. Les pertenece no sólo la ingenuidad de la paloma, sino también, y en la misma dosis, la astucia evangélica de la serpiente (cf. Mt 10, 16).
4. Dar señales de Esperanza en un mundo injusto
Los cristianos somos bien conscientes de que entre la utopia del Reino de Dios y la realidad hay un gran trecho que salvar. Es una lección aprendida desde el principio: la esperanza cristiana tiene como enseña al Crucificado; y cuando el Nuevo Testamento nos pide «dar razón de la esperanza» (1 Pe 3.15), lo hace desde un contexto de persecución, de imposibilidades históricas y de debilidad y limite de las propias fuerzas. Pero desde entonces recordamos que la esperanza comenzó a vivir de un don, que, paradójicamente, se alimenta de la cruz de Jesús y del servicio a los crucificados de la tierra. En la cruz de Jesús se nos había dado algo que no se nos podía arrebatar (cf. Rom 8,31-39), y la esperanza cristiana se convirtió en esperanza contra desesperanza. La «memoria» de la cruz del Resucitado posibilitó siempre a los cristianos descubrir que si Dios es el impulso hacia adelante en la historia, no es necesariamente el impulso hacia adelante de la historia. Y esto les dispuso a construir su historia con una esperanza como la de Jesús: una esperanza contra toda esperanza o experiencia.
Esta es la esperanza que hay que salvar en el momento presente. Y esta tarea exige de los cristianos tres talantes.
4.1. La honradez con lo real: solidarizarse con la historia que por gracia nos ha tocado vivir.
La realidad no es ni como la sonamos ni como nos gustaría ni, mucho menos, como debiera ser. La realidad es como es y nadie puede huir de ella. Ocurre como en aquellos versos de León Felipe: «de aquí no se va nadie..., antes hay que resolver este entuerto..., de aquí no se va nadie..., ni el místico ni el suicida». Convertirse a la realidad es la primera condición para poder vivir esa esperanza contra toda esperanza. La cruz de Jesús nos enseña que no se trata ni de huir ni de cerrar los ojos ante la realidad. Tampoco de «hacerla volar por los aires», como ha intentado el terrorismo de los desesperados del mundo o el terrorismo de ETA . La cruz nos enseña que la esperanza se afinca con los pies en el suelo desolado y devastado de esta historia, y desde ahí proclama que esa realidad no es la última palabra de la historia, pues esa palabra le pertenece al Dios-por-venir que se hace presente en la historia.
4.2. Soñar el sueño de Dios
Hemos de convertirnos a la realidad desde el sueño del Dios Amor Incondicional. El destierro es la situación en la que vive el hombre. Y, por ello, esta historia siempre será un poco Babilonia para la humanidad. Pero en estos momentos en los que se vive a flor de piel «el todavía tampoco» de la esperanza es urgente recordar y aceptar cordialmente el Sueño de Dios. Nuestro Dios ha soñado un futuro mejor para el hombre, y nadie como El está tan empeñado en que ese futuro se haga realidad. El cristianismo debe hacer suyo nuevamente el sueño bienaventurado de Dios e invertir en el la vida como lo hizo Dios mismo. Sólo aquel cristianismo que sueñe será capaz de hacer realidad el sueño de las bienaventuranzas (cf. Mt 5.1 y ss.):
-Só1o un cristianismo que despierto, es decir, sabiendo lo que hay y la que se nos viene encima, ha soñado y sueña que los pobres se sentarán en la mesa del mundo como iguales será capaz de dejarse afectar por su dolor, sin dejarse aplastar por el, ni atrapar por los reclamos de la comodidad, la instalación, los miedos y la 1ógica de cualquier razón.
-Sólo un cristianismo que sueñe que “las lanzas se convertirán en podaderas” y los misiles en trigo para los hambrientos comprometerá y arriesgará sus seguridades, y no sólo sus palabras, en la tarea de la reconciliación y la paz.
-Sólo un cristianismo que siga soñando que el hombre es basura divina pondrá todos los medios para despertar en el corazón del hombre viejo esas capacidades «divinas» tantas veces ocultas y desperdiciadas por el olvido y el desamor.
-Sólo un cristianismo empeñado en soñar la posibilidad de unas nuevas relaciones entre los hombres será capaz de suscitar un hombre libre frente a lo inevitable del capitalismo, del socialismo fracasado, de los costos de la crisis financiera, de la violencia, de la destrucción de la naturaleza, de la pobreza del mundo, de la marginación de la mujer y de la muerte.
Será aquel cristianismo capaz de seguir soñando tras la resurrección del Crucificado, porque descubrió que el Inconformismo y la Rebeldía de un Dios que sigue soñando la fraternidad entre los hombres como su gloria. Un cristianismo que sueña de este modo recibirá energía para luchar por el otro mundo posible.
4.3. Transformar la realidad en la medida de lo posible sabiendo que Dios da lo imposible.
El mensaje cristiano de la esperanza hace que los cristianos tengan que oponerse no sólo a los escépticos y a los despreocupados, sino también a los trágicamente resignados que se preocupan mucho, pero que no hacen nada y miran el combate histórico como una empresa desesperada. Por ello, «en la esperanza no sólo tenemos algo que beber, sino tenemos algo que cocinar» (E. Bloch). La esperanza no es una especie de «vino quinado» que la fe nos suministra como reconstituyente de nuestras débiles constantes vitales, mientras llega la hora del «banquete celestial». La esperanza es, sobre todo, el condimento con el que hay que ir preparando, desde ya, la mesa de «los manjares suculentos y vinos generosos», que es el festín del Reino de Dios. En una palabra, todo aquello que «es vida en la calle». El cristianismo tiene, por tanto, algo que cocinar. Tiene algo que hacer. Tiene un quehacer en esta sociedad: la construcción de una democracia integral y de una Iglesia evangélica al servicio de una sociedad fraterna, liberada y en paz.
En esta tarea habrá de acompañarse de buenas dosis de audacia que resiste el desaliento a base de imaginación y de aguante que permite someterse a las condiciones adversas, sin claudicar en la esperanza. Y además necesitará del concurso de la oración cristiana que es la matriz de la Esperanza, pues descubre que «rendir culto a Dios» es constatar que el Misterio Absoluto no es únicamente la «vida de nuestra vida», sino también ese dolor oculto que se siente ante una humanidad doliente, hambrienta, oprimida, cansada, desorientada e impotente.
En resumidas cuentas, esperar ha sido siempre, cuando ha sido verdad, agarrarse a lo oscuro y viscoso de la vida, superar la tentación de «tirar la toalla» y seguir «p'alante»; apretando los puños y saboreando en los labios el amargor de la propia existencia, mientras se grita «Dios mío, Dios mío, ¿por qué nos has abandonado?», y se siente en lo más profundo de los tuétanos, a pesar y en contra de uno mismo y de la historia, la serenidad de quien sabe contra todas las apariencias, que su historia y su persona, la historia de la humanidad «están en buenas manos», pues descansan en las de un Dios Amor Incondicional que responde al nombre de Padre.
4.4. Contemplar la bondad que circula por nuestro mundo.
La sabiduría de la esperanza necesita pertrecharse con ese instinto del guía, que mezcla conocimientos y deseos. Ella misma ha de aprender pacientemente a encontrar en el "ya no" de las esperanzas culturales cercenadas, de las transformaciones sociales fracasadas y de los pasados socialistas sin futuro, el "todavía sí" de un mañana verdaderamente humano para nuestro mundo. Desprovista de falsas evidencias y descargada de toda intolerancia, enseñará así a descubrir fragmentos con futuro de totalidad y liberaciones parciales con vocación de plenitud en los materiales demolidos de la modernidad, que reclaman ser recuperados de ese "basurero" de la historia que es el olvido. Compañera de otros saberes y despegada de los caminos trillados se capacitará para provocar sobre el mundo la perspectiva de la redención en las búsquedas comunes. Se trata de una mirada desde la que aparece con mucha mayor claridad el abismo que separa la existencia real del mundo del estado de salvación. Es una perspectiva que «desenmascara lo-que-existe como lo-que-no-debe-existir, y presenta la salvación como el único estado que haría justicia a lo desfigurado y dañado en la historia, si es que un día llegara a realizarse»[27]
Acompañar a nuestro mundo en la búsqueda de sentido significa anunciarle los indicativos del todavía sí de la justicia y no meramente sus imperativos. La lucha por la justicia necesita de una hermenéutica de la presencia de sus signos en nuestro tiempo. Una sabiduría de la esperanza, compañera en la lucha por un mundo más solidario, ha de evitar hoy convertirse en mero imperativo. Necesita ejercer la pedagogía de los indicativos de la justicia que el ser versada en sus imperativos, dedicarse al oficio de la mistagogía que al de la enseñanza moral. En las oscuras perspectivas de este final de siglo, revestida con la sensibilidad de las mujeres (cf. Lc 24, 23-24) ha de saber encontrar señales de la Patria, allí dónde otros sólo ven callejones sin salida, y ser capaz por ello mismo de señalar su presencia en los actuales caminos que conducen hacia ella.
Existen ya propuestas político-económicas en la agenda del Sur, un número importante de iniciativas sociales en la sociedad civil de los países desarrollados, muchas de las nuevas sensibilidades y valores postmaterialistas de nuestras sociedades industriales avanzadas, y compromisos personales y comunitarios, que poseen esta capacidad de indicar la vigencia histórica de la utopía del Reino, a pesar de ser utopía[28]. Todos ellos, en su debilidad, representan la aparición en la historia de lo inédito viable de la causa de la justicia humana. No tenerlos en cuenta sería una grave negligencia. Sin valorarlos, la lucha por la utopía de Jesús de Nazaret resulta tarde o temprano inviable. La sola percepción de su imperativo no capacita suficientemente para soportar la carga del amor solidario en esta sociedad inmisericorde. Suele conducir al maniqueísmo, al purismo rigorista o al catastrofismo. Todos estos talantes debilitan la capacidad de resistencia y conducen tarde o temprano a claudicar razonablemente ante el inevitable empuje del dulce encanto de la burguesía y de la vida privada.
Me sirvo de una fórmula de J. I. González Faus, se trata de ser contemplativos en la relación y contemplar es inmensa bondad que circula discreta y anónima –pero a raudales- por los caminos del mundo[29]. Frecuentemente las semillas de los nuevos tiempos no llegan con los vendavales, como cantaba Carlos Cano en memoria de Diamantino García; ni la libertad es como «un viento que arranca los matojos para que surja la verdad; y limpia los caminos de siglos de destrozos contra la libertad», que nos enseñó a cantar J. A. Labordeta. A menudo la utopía se hace presente en la forma de una brisa suave, como nos recuerda el Primer Testamento (cf. 1Re 19, 12).
4.5. Recibir el aliento y la compañía de los testigos.
“En tiempos oscuros nos ayudan quienes han sabido andar en la noche”. Estas palabras de E. Sábato nos sugieren la necesidad que tenemos los cristianos recordar y narrar las historias contemporáneas de cuño evangélico, que actualizan biográficamente la tradición de Jesús de Nazaret. En las horas más oscuras y en los lugares más sombríos del siglo XX siempre ha habido en nuestro entorno “una gran nube de testigos” (Heb 12, 1-2) que, como Diamantino en Andalucía, nos enseñaron a caminar en la oscuridad. Fueron escribiendo con sus propias vidas -y en numerosas ocasiones con su propia sangre derramada- evangelios de fraternidad contracultural a la medida del Testigo Fiel. Esas historias existen y están siendo narradas por algunas iglesias y muchas comunidades cristianas.
La última centuria produjo una rica cosecha de historias intempestivas de solidaridad. Sus protagonistas pretendieron dar la palabra a los sin voz y ser salida real para una sed de justicia que clamaba al cielo. Cada una de esas historias constituye un pequeño relato de un hombre o una mujer que pretendió ser bueno como Dios, sin conseguirlo plenamente. Todas ellas son reales como la vida misma. No tienen nada en común ni con los viejos mitos, ni con los nuevos grandes relatos virtuales. Sus protagonistas no son héroes, ni poseen poderes fantásticos. Son hombres y mujeres de carne y hueso que han experimentado el cansancio que produce la ayuda a las víctimas, el desgarro de su dolor sin límites, el amargor de sus lágrimas, la impotencia de la palabra, de cualquier palabra, ante el sacrificio cruel de la violencia. Frecuentemente se trata de hombres y mujeres derrotados y asesinados por la fuerza de los ídolos, cuya memoria es el mejor antídoto contra todo fundamentalismo militante. Incluso cuando accedemos aceptar la muerte como precio y condición de la vida, aun si nos atrevemos con franciscana simplicidad a llamarla “hermana” y “amiga”, sus muertes, como la de Jesús, son de esas muertes que nunca debieron existir. Sus historias -¡tan vulnerablemente humanas!- nos permiten recuperar un poco la esperanza en los seres humanos. Sus rostros poseían rasgos raciales diferentes y sus voces hablaban lenguas diversas. Sus biografías, sin embargo, responden a un perfil humano común: el de quienes son a la vez justos y pecadores; militantes incansables de las grandes causas históricas y enganchados a pequeñas aficiones familiares; navegantes enriquecidos en el interminable viaje hacia Itaca y náufragos tercamente aferrados a los restos del hundimiento de las utopías en medio de la inmensidad del océano; resistentes a las inclemencias y vulnerables a la ternura; constantes en el bregar y cansados de la faena; centinelas del mañana y con los ojos cargados por el sueño de incontables noches de vigilia. En fin, ¡hombres y mujeres de los que no era digno el mundo! Sin embargo Dios ni se avergonzó de ellos, ni tuvo a menos ser llamado Dios suyo. Errantes por el desierto de la historia paradójicamente recibieron su visita como Voz inquietante y Exceso amoroso (Heb 11, 16.38).
Caminaron junto a sus contemporáneos, empeñados en inventar el mundo de nuevo, henchidos de esperanza en el futuro y de ironía hacia las pretensiones de los alquimistas de la inevitabilidad. Sus itinerarios vitales desprendían el seductor perfume del Evangelio y contagiaban el talante humano de Jesús. Sus vidas aleccionaron a cerca de que la auténtica espiritualidad consiste en vivir historia adentro, seducidos, movidos y consolados por el Espíritu de Jesús, buscando la ciudad futura y afincados “fuera del campamento”, en ese lugar donde los pobres cargan con “su oprobio” (cf. Heb 13, 12) y su “necesaria” crucifixión (cf. Jn 11, 50).
4.6. Defender la alegría.
El cristianismo está necesitado de recuperar la alegría y el humor que brotan de la fe para sostener la esperanza en la adversidad. Si uno revisa las fuentes de la revelación judeocristiana parecería que el humor es algo contrario a la fe. Más aún, la risa parecería una expresión de la falta de fe (cf. Gen 17, 15-21; 18, 1-5).
Personalmente considero el humor como un elemento crucial de la experiencia humana y cristiana, en cuanto constituye una promesa de redención de la que da cuenta la fe cristiana. En todo caso acordemos que los cristianos deberíamos practicar, como pide M. Benedetti, la defensa de la alegría como una forma de defender la esperanza:
“Defender la alegría como una trinchera
defenderla del escándalo y la rutina
de la miseria y los miserables
de las ausencias transitorias y las definitivas
defender la alegría como un principio
defenderla del pasmo y las pesadillas
de los neutrales y de los neutrones
de las dulces infamias
y los graves diagnósticos
defender la alegría como una bandera
defenderla del rayo y la melancolía
de los ingenuos y de los canallas
de la retórica y los paros cardiacos
de las endemias y las academias
1. Breve memorial de un desengaño.
La sencilla rememoración de la biografía personal y colectiva de la generación a la que pertenezco será suficiente para percibir la singladura que la conciencia utópica ha seguido en los últimos cuarenta años.
El segundo tramo de los años cincuenta del siglo pasado constituyó una especie de escenario de la espera donde permanecimos cautivos por una expectativa de la Utopía que, como Godot[3], el Personaje Ausente, no acudía nunca a la cita. Los años sesenta discurrieron entre climas culturales favorables a los sueños utópicos. La distensión de la guerra fría en el panorama mundial, protagonizada por J. F. Kennedy y N. Kruschev, los intentos de un marxismo con rostro humano, la irrupción de los pobres en la escena mundial (las luchas de los pueblos latinoamericanos, el triunfo de la revolución cubana, Vietnam y las figuras/símbolo de Ché Guevara y Camilo Torres, etc.), los movimientos contraculturales europeos y norteamericanos, las campañas en favor de los derechos civiles de las minorías negras lideradas por M. L. King y la apertura eclesial de Juan XXIII, son algunos de los procesos históricos y de las personalidades humanas que hicieron posible los sueños y los cantos de esperanza. H. Marcuse había escrito: «cualquier nueva forma de vida sobre la tierra, cualquier transformación del contexto técnico y natural, es una posibilidad real, que tiene su lugar propio en el mundo histórico»[4]. Pedir un mundo sin clases y sin hambre, un mundo justo y libre era puro realismo porque parecía que se tocaba con la punta de los dedos.
El año 1968[5] constituye la fecha emblemática del final de un tiempo en el que se aceptaban unos objetivos históricos de índole utópica. Aquella explosión del mayo francés nos dejó tras de sí la amenaza nuclear, el abismo de la pobreza, el deterioro creciente del medio ambiente; y produjo por defecto el desvanecimiento de todo horizonte utópico. Cuarenta y dos años después el realismo ya no consiste en pedir lo imposible, sino en sacar el máximo provecho a la modesta oferta del momento. Lo más razonables es no perderse el ahora. Un sentimiento difuso de pérdida nos acompaña desde entonces. Resulta bastante fácil detectarlo. Nuestros diálogos y nuestros diagnósticos culturales están plagados de palabras como des-encanto, des-esperanza o des-ilusión. Seguramente hoy podemos hablar de una experiencia común de des-engaño. Todo parece confirmar hablar del socialismo como de "un género cultural y político equívoco, muerto en París en mayo del 68" (B. Henri Levy) ya no es simplemente una “boutade” de un progre de derechas.
Entonces el clima cultural propició un movimiento social que demandaba un poco adolescentemente una plenitud quimérica: ser realistas pidiendo lo imposible. Estaba protagonizado principalmente por "niños-bien" y marxistas bienalimentados, que poblaban las universidades y dirigían su protesta contra el mismo sistema que los había hecho privilegiados, pero infelices. La felicidad soñada no llegó a los balnearios del Norte, y hoy reina el desencanto en Occidente como consecuencia del cambio cultural. Muchos de los hippies de anteayer se convirtieron en los yuppies de ayer. Algunos de los más destacados vendedores de sueños y de fantasías liebradoras de antaño se han convertido en expertos alquimistas del pragmatismo. Aquella generación, ya madurita, trata de mantener sus antiguos y más recientes privilegios, mientras aprende a renunciar indoloramente a la felicidad. Gran parte de sus hijos o sus hermanos menores viven su existencia desnortados. La brújula de sus mayores que señalaba el camino hacia el horizonte utópico, ha sido sustituida por el rádar que busca el lugar -muchas veces autodestructivo- hacia donde deben dirigir sus “movidas” y sus descargas emocionales. Este cambio deja pendiente la cuestión de la solidaridad con los pobres del mundo y los marginados sociales de las sociedades avanzadas.
2. Balance del crepúsculo de la utopía.
La memoria colectiva siempre asociará el final del siglo XX con el derrumbamiento del socialismo real y con la apoteosis del capitalismo democrático. Voces interesadas quisieron hacer coincidir 1989 -la fecha/recordatorio de los acontecimientos acaecidos en los países del Este europeo- con “el fin de la historia”. Las huestes neoliberales levantaron acta de defunción de todo sueño utópico. La izquierda no supo que hacer con los despojos de la utopía. Y muchos de ellos curaron de su perplejidad apuntándose tan apresurada como impúdicamente al bando vencedor. El mundo -proclaman- se ha quedado sin alternativas. De ahora en adelante el victorioso capitalismo democrático será el encargado de resolver todas las contradicciones de nuestra sociedad. Por algún tiempo tendrá que soportar conflictos en el Tercer Mundo, pero conseguirá finalmente que todos los pueblos se vayan organizando de acuerdo con este modelo único a base de realizar ajustes y retoques en el sistema.
Sin embargo, conviene apresurarse a decir que el anuncio del fin de la utopía es anterior al colapso del socialismo real. Aquélla se encontraba ya petrificada hacía lustros en el Este[6]; el capitalismo occidental -como recuerda P. Berger- siempre ha carecido de “capacidad mitopolítica” para generar los entusiasmos y las esperanzas de una ciudad justa; y la utopía nacida de la revolución francesa -libertad, igualdad y fraternidad- se empantanó en el individualismo de la visión burguesa. Pero lo peor de todo es que además fueron a parar a la barbarie del nacismo, del estalinismo y de la bomba atómica.
En nombre de utopías de todo tipo los seres humanos hemos sembrado la historia de barbarie y terror: «Aun con las mejores intenciones de crear el cielo en la tierra, la utopía sólo consigue crear un infierno; un infierno como sólo el hombre es capaz de construir para sus semejantes» (K. Popper). Muy singularmente en siglo XX. La modernidad “ideó” la utopía con los viejos materiales de un ser humano que se creía en posesión de la palabra total sobre el futuro y del dominio total sobre el presente. Y además se intento imponerla por la fuerza. Se tardó más de la cuenta en comprender que este sueño dogmático se había convertido en una pesadilla: la de los totalitarismos modernos (nazismo y estalinismo). Todo excesivo: ¡Demasiado tarde! ¡Demasiadas víctimas humanas! ¡Demasiados fallos en las señales de alarma! ¡El pasado se construyó sobre una multitud incontable de cadáveres! El recuerdo de las víctimas de Auschwitz y de los gulag soviéticos se alza como el gran reparo para seguir manteniendo semejante sueño idealista. La utopía se ha proscrito bajo sospecha de ideología infernal o ensoñación bobalicona.
Éste es el estado de la utopía: desvanecida y agonizante. Y esto explica que un intelectual de tanta influencia en la opinión pública española, como Fernando Savater, haya podido escribir que la afición por la utopía le parece un factor de enajenación y pauperización cultural tan poco recomendable y tan perjudicial como la de "los culebrones" televisivos[7]. Reconozcamos lo que hay de indiscutible en el texto del filósofo vasco: la existencia de totalitarismos en nombre de la utopía. Pero ¿qué oculta el alegato de Savater contra la utopía?
Su descripción caricaturesca de la utopía oculta un pragmatismo hegemónico y rampante que, disfrazado de realismo, es al menos tan cruel y violento como el de las viejas utopías y tan capaz como ellas de convertir el mundo en una barbarie. E. Bloch ya distinguió entre el que sueña despierto y quien, despierto, dice que hay que soñar; entre iluso e ilusionado, entre «utopista» y «utópico». Desde esta conciencia un amigo del pueblo, como lo fue Diamantino García, «se sentirá moralmente a gusto con el uso de la palabra “utopía” en un sentido muy preciso: ideal, ilusión, esperanza, ensoñación, iluminación, premonición o idea reguladora de una sociedad alternativa a este mundo de la globalización neoliberal que conocemos, esto es, de una sociedad de la que podemos decir que es un mundo más libre, más igualitario, más fraterna, más justo, más humano, más habitable, más armónico. No le impostará, pues, que le llamen “utópico” en ese preciso sentido. Pues si bien es cierto que toda utopía puede dar, con el tiempo, en su contrario, más cierto es que lo existente ha dado ya en lo contrario de lo que la utopía quiere […] En cambio el amigo del pueblo se sentirá a disgusto ante el uso del término “utopía” en el sentido de ilusión genérica, ideal o sueño que a todo hombre conviene tener para no convertirse en pingo almidonado, si al mismo tiempo se está concediendo ya de entrada que esa utopía es como el País de Jauja, como el país que no llegaremos a ver nunca jamás. Pues en ese uso el principio del deseo imaginativo choca con el principio de realidad: ser hace literatura y se limita a lo literario. Lo cual, siendo hermoso para los literatos, suele chocar con las urgencias de aquellos otros, los de abajo, a los que se pretende beneficiar [...] Por último, el amigo del pueblo, allí donde éste exista, se sentirá a disgusto, creo, ante el uso de la palabra “utopía” para designar ideas, teorías, anticipaciones o intenciones que no se realizaron tal cual querían o pretendían quienes las postulaban. Pues la ideología dominante tiende a llamar “utópico” a todo lo que cabe en su baldosa […] Llamar “utópicos” por sistema a todos los perdedores de la historia es negar media historia. Y es precisamente esa otra media historia la que el amigo del pueblo tiene que recuperar para que el pueblo mismo llegue a saber que los derechos que hoy tiene, un día considerados utópicos por los que mandaban entonces, se los debe principalmente a estos perdedores (momentáneos) de la historia. La historia de la utopía en el siglo XX debería enseñar, en suma, a distinguir entre hacerse ilusiones y tener ilusiones.»[8]
[Entre paréntesis y como contraste de los tonos solemnes que solemos adoptar los teólogos, cuando hablamos de estas cosas, me voy a permitir la ironía cariñosa de dedicar a todos los “Amadores Savateres” una provocación a cerca de la localización de la utopía: «La Arcadia existe ya sólo en los anuncios. Allí habitan mujeres hermosas. Hombres fantásticos, niños felices y ancianos de mirada serena, generalmente con gafas. Para el entusiasmo continuo les basta con un flan en un envoltorio nuevo, una limonada de agua pura, un spray contra el sudor de pies, papel higiénico impregnado con olor a violeta o un armario, aunque tampoco hay nada extraordinario en él, aparte del precio. La expresión de felicidad en los ojos, en toda la cara, con la que una refinada belleza contempla ese rollo de papel higiénico o abre ese armario como si fuera la puerta de Sésamo, se contagia por un instante a todo el mundo. En esa empatía quizá haya también envidia, quizá hasta un poco de irritación, porque cada uno de nosotros sabe que no sería capaz de alcanzar ese estado de éxtasis bebiendo esa limonada o usando ese papel, que no podemos entrar en la Arcadia, pero esa atmósfera luminosa tiene su efecto. De todos modos, para mí estaba claro desde el principio que, a medida que se perfeccionaba en la lucha de las mercancías por subsistir, la publicidad nos dominaría no porque la calidad de 1as cosas fuese cada vez mejor, sino porque la calidad del mundo era cada vez peor.¿Qué nos queda en las ciudades abarrotadas bajo la lluvia ácida después de muerte de Dios, de los altos ideales, del honor, de los sentimientos desinteresados, aparte del éxtasis de señoras y señores de los anuncios de galletas, flanes y lubricantes como si contemplaran el advenimiento del reino celestial?»[9] Solo se me ocurre un comentario en relación con le término utopía. Entre las muchas cosas que no hay que dejar en manos de los de arriba hay una muy importante: la definición de las palabras. Desde el Génesis se nos recuerda que la capacidad de poner nombre a las cosas es esencial para conocer y cambiar el mundo]
2.1. Pensar con sobriedad la historia.
La utopía ha perdido la inocencia de antaño, pero no su vigencia. Vamos a comenzar por lo positivo. Conviene decir que la marea que desbarató la solidez de los sueños utópicos, también ha dejado sobre la arena algún material, que conviene se aproveche para poder seguir avanzando hacia un mañana más humano.
La experiencia del siglo XX dinamitó el optimismo ingenuo sobre el que se fundamentaron las esperanzas históricas modernas. Todos los proyectos humanistas han experimentado las consecuencias de esta sacudida. El rigorismo y la inflexibilidad ante la parcialidad de las realizaciones de la utopía, fruto muchas veces de costosos compromisos históricos, han llevado al traste un sinfín de proyectos humanizadores y los han dejado literalmente sin futuro. El intento de caminar en línea recta del sueño a la realidad, dejando de lado los meandros de sus realizaciones históricas, los han terminado por convertir en antievolutivos. Tras el fracaso de las interpretaciones exuberantes de la historia ha llegado la hora de pensar el futuro con sobriedad. El aprendizaje de la sobriedad le sienta magníficamente al pensamiento utópico. Esta modestia propicia la tolerancia y la paciencia histórica que, justamente con la compasión solidaria con las víctimas del presente, constituyen el humus más idóneo para la fecundidad de la utopía.
Como recuerda C. Magris, uno de los pensadores europeos más lúcido de nuestro tiempo, el principio del milenio necesita la utopía unida al desencanto. Ambas, antes que contraponerse, tienen que sostenerse y corregirse recíprocamente. El final de las utopías totalitarias sólo es liberador si se acompaña de la conciencia de que la emancipación, prometida y echada a perder por esas utopías, tiene que buscarse con mayor paciencia y modestia, sabiendo que no poseemos ninguna receta definitiva, pero también sin escarnecerla. Esta generación tiene que volver a experimentar, y no sólo una vez, la experiencia traumática pero salvífica de los primeros cristianos: esperaban la parusía, el retorno del Salvador que les había sido prometido, la llegada del Paráclito, confiados en que vendría ya durante sus vidas. La parusía no llegó y no fue nada fácil, para aquellos creyentes desilusionados, resistir a la decepción y entender que no se trataba de un mentís, sino de un aplazamiento de la salvación; y quizás ni siquiera de una moratoria, sino de la revelación de que la salvación no llega una vez para siempre sino que está siempre en camino, hasta el final de los tiempos[10].
2.2. Desenmascarar el presente.
El futuro resulta siempre imprevisible y no se puede imponer dogmáticamente y a la fuerza. Pero el material con el que se construye (el presente), aunque no sea totalmente dócil a la mano que lo trabaja, es maleable. Actualmente la mano que lo esculpe lo va modelando con los rasgos de un individualismo apático, insolidario y satisfecho. Resulta imprescindible someter al presente a un ejercicio de desnudez que deseche sus disfraces y arranque sus máscaras. Consumidores y zombis, playboys y "passotas", "berlusconis" "trepadores" del poder y "bedeles" encargados de ocultar o "reciclar" la basura, videntes y telepredicadores de todo tipo, son algunas de las caricaturas de este hombre individualista y narcisista a ultranza que ha reemplazado a la genuina imagen humana.
Una antropología empequeñecida, “el hombre no es sino... un animal egoísta”, ha sustituido a la ilusión moderna del “seréis como dioses”, y una filosofía de la historia idealista y revolucionaria, que daba por descontada la victoria final, ha dado paso a una práctica voluntariosa y sin visiones de futuro, que se niega incluso a pensar con sobriedad la historia.
El ser humano real es un conjunto de pasiones y deseos ordenados en torno al propio interés. La resignación individualista es el talante epocal y el vértigo a la solidaridad el síntoma mayor del malestar de la cultura actual. Enfrentarse al presente y hacer un rostro humano que responda al hombre utópico del proyecto de hermano parece imprescindible para recuperar la dignidad perdida. El pecado de la modernidad consistió en trastocar la meta humana: creyó que la cualidad de lo divino era el poder. Y convirtió la historia en un infierno totalitario. El pecado de este momento postmoderno consiste en renunciar a la meta: la solidaridad y la comunión como cualidad de lo divino. Y abandona a su suerte a los condenados a los infiernos de la pobreza de nuestro mundo.
2.3. La falta de energía para construir el presente.
Todas la voces que nos alertan sobre la enormidad de los desafíos con los que nos enfrentamos, nos señalan igualmente una aún mayor debilidad para poner en práctica algunas de las recetas que tenemos para salir del marasmo en el que nos encontramos. Convertir el presente en presencia de sus posibilidades civilizadoras reclama un amor solidario y compasivo. Esta cuestión se escamotea habitualmente en las propuestas de solución y de este modo se recorta el presente y se amputa el futuro de la humanidad.
Los últimos estudios sociológicos de valores muestran unas sociedades avanzadas, que afrontan el futuro sin grandes pasiones, y que tiene serias dificultades para movilizarse en favor de causas verdaderamente humanas. Agazapados en la sombra de una historia en la se niegan a participar, sólo las vacaciones y las rebajas resultan acontecimientos suficientemente apasionantes como para movilizar a la mayoría de los ciudadanos. Las pasiones y los afectos no valen la pena. Cada día más insertos en la rutina, son prudentes, moderados y aspiran a la tranquilidad. Sólo los rechazos son violentos, los proyectos ya no lo son. Un sentimiento global de satisfacción con la vida lo invade casi todo, a pesar de la amenaza de la crisis y de la sociedad dual. En estas circunstancias parece comprensible que salvarse consista en no aburrirse y en gozar de las infinitas posibilidades de la fantasía. Pero esto no es suficiente para salvar el futuro de la humanidad. Intencionalmente queremos, pero no podemos. El pragmatismo conservador y la obediencia ciega a lo posible han lastrado nuestras mejores intenciones.
No contamos con una energía real capaz de movilizar las fuerzas, la imaginación y la generosidad de la comunidad humana en la dirección pensada y deseada, justamente cuando es el tiempo de la utopía más necesaria (R. Bahro). A la vista está que la llamada utopía racional no da para tanto. Y esta falta de vigor utópico hace enormemente vulnerable nuestro presente y fragiliza nuestras expectativas de un futuro más humano.
2.4. Persistencia y mutación de la utopía.
Una especie de catarata de melancólica nostalgia nos impide percibir que la utopía sigue estando vigente entre nosotros, aunque sea tan minoritario como siempre. Hoy como ayer el espíritu de la utopía hay que buscarlo en el pensamiento crítico y alternativo de las corrientes heréticas o heterodoxas de las tradiciones de liberación[11]; y, ¡cómo no!, entre los pobres del mundo[12]. El mundo mayoritariamente real -el de los pobres del Sur y el de los excluidos sociales de la barriada del Norte- no se puede permitir el lujo de negar su vigencia. Allí se encuentran en la necesidad de proclamar contra viento y marea la visión de «una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad» (G. García Márquez). No tienen -como ha recordado L. Boff- ningún mérito especial: si el presente no les pertenece y el pasado es el de sus colonizadores o el de sus señores, sólo les queda el futuro para soñarlo. Se trata de la utopía dura y solidaria de los pobres, que nada tiene que ver con la quimera de los privilegiados de Mayo del 68.
Sin duda alguna ha sufrido cambios y transformaciones profundas. Sobre todo se ha curado de cualquier optimismo histórico. Pero está ahí con su capacidad crítica y su provocación movilizadora de siempre. Los antiguos sueños escatológicos han sido sustituidos por la pretensión de saber cómo el homo faber y aprendiz de brujo toma en sus manos y gestiona los medios por él ideados, que parecían estar al servicio de una meta universal, pero que se han emancipado y nos conducen a donde no queremos. Ya no soñamos con los estadios de plenitud de un proceso permanente de crecimiento; la mirada utópica se fija en sus límites y busca cómo gestionar democráticamente la crisis de civilización en la que nos encontramos inmersos[13]. La utopía ya no aparece como una representación ideal de la meta última de la historia, que nos invita a caminar en esa dirección hasta alcanzarla. Se ha producido una especie de mutación. Ahora la imaginación utópica se moviliza en la dirección del control y la administración democrática de los medios e instrumentos (políticos, técnicos, económicos y culturales) ingeniados por los hombres. La pretensión de una gestión y de una administración democráticamente solidaria del mundo y de sus recursos es el único dinamismo capaz de hacernos progresar -con el tiempo propio del fermento- en la dirección de un Nuevo Orden Internacional. Nos hemos dado cuenta que muchas de las metas con las que el hombre soñó hace una centuria (p.e., un mundo sin hambrientos) están hoy técnicamente al alcance de su mano, aunque cada día perezcan más lejanas de las verdaderas intenciones políticas de los poderosos.
3. La utopía de Jesús de Nazaret: El Reinado de Dios para los pobres y los pecadores.
Los cristianos hemos recibido la tradición de Jesús de Nazaret: un modo de estar en la realidad que se nutre de la experiencia de la irrupción del Reino de Dios como acción liberadora y escatológica de Dios, dirigida preferentemente a los pobres, y desde ellos a todo Israel. Las viejas esperanzas del pueblo de Israel estaban a punto de verificarse, y el Reino de Dios irrumpía como una buena noticia. La causa de la vida de Jesús, su pasión creyente, la ha resumido sumariamente el evangelista Marcos: *Después de que Juan hubo sido entregado, vino Jesús a Galilea predicando el evangelio de Dios y diciendo: “Se ha cumplido el plazo, el Reino de Dios está cerca. Arrepentíos y creed la buena noticia”+ (1, 14-15). Y quiero hacer notar el carácter de buena noticia que tiene el anuncio de Jesús.
Como dirá J. Sobrino, Jesús vivió al servicio de una utopía ansiada en medio del sufrimiento de la historia que invierte el orden del mundo tal y como lo expresan las bienaventuranzas (cf. Mt 5, 3-6.11-12; Lc 6, 20-23). Su predicación sobre el Reino de Dios tiene que ver en mayor o menos grado con las esperanzas y expectativas judías para el futuro: regreso del destierro[14], prosperidad renovada y abundante[15], eliminación de incapacidades y taras[16], la restauración del paraíso[17], alianza renovada[18], resurrección de los muertos, etc. Algunas de esas esperanzas ya se estaban realizando. Ocurrían cosas que otras generaciones habían anhelado ver (cf. Mt 12, 41-42; 13, 16-17). Algo nuevo acontecía con Jesús de Nazaret (cf. Mt 9, 14-17). El Reinado de Dios se hacía presente: ciegos recobraban la vista, cojos andaban, incluso había muertos que resucitaban; a los pobres se les anunciaba la buena noticia (cf. Mt 11, 2-6) y el reinado de Satanás era destruido (cf. Mt 12, 24-29). Otras veces, sin embargo, el Reinado de Dios aparecía en la predicación de Jesús como «una especie de ideal utópico para el futuro de la tierra: los últimos serán primeros; los humildes serán exaltados; los despreciados están en condiciones de entrar en el Reino. Presente y futuro (del Reino) forman parte de la tradición de Jesús de tal manera que es inevitable una especie de «ya-todavía-no» en su vivencia del Reino de Dios[19].
Sus discursos sobre el Reino de Dios no son fruto de una lección aprendida en la sinagoga o de una teoría asumida, sino de la experiencia vivida a lo largo de su trayectoria histórica. Toda la historia de Jesús (su comportamiento, su mundo de valores, sus palabras, etc.) sólo se explica desde aquello que constituye su más profunda verdad: vivir seducido por la experiencia del Reino de Dios y del Dios del Reino. Así su experiencia de Dios forma parte inseparable de su experiencia del Reino. Y se hace verdad en su vida aquello que más tarde recogerá el evangelista: *buscad primero su Reino y su justicia, y todo esas cosas se os darán por añadidura+ (Mt 6,33).
Los cristianos no podemos prescindir de esta tradición de Jesús en aras de un cristianismo sin expectativa utópica menos proclive a servir de refuerzo religioso a las ensoñaciones totalitarias de los mesianismos intrahistóricos. Si lo hacemos nos habremos quedado sin la guía de búsqueda del Dios vivo que nos legó Jesús. Sin empatía con la fe de Jesús en la irrupción del Reino de Dios y en el modo histórico como acontece, su seguimiento es un desvarío e inverosímil el acceso a su Dios y Padre del Reino.
3.1. Otro mundo es posible
J. D. G. Dunn recuerda que la expresión más nítida de la esperanza de Jesús son sus propias prioridades vitales: llevar la buena noticia a los pobres y llamar a los pecadores»[20]. Y J. I. González Faus comenta: «es decir: cambiar la situación de unos y cambiar el corazón de otros»[21].
El Reino de Dios excede cualquier realización humana de la utopía porque es de Dios. Pero lemas escatológicos como «revertir la historia» (I. Ellacuría), «que la vida sea posible» (J. Sobrino), «que el mundo llegue a ser un hogar para el hombre» (E. Bloch) o «otro mundo es posible» (movimiento alterglobalizador), expresan hoy metafóricamente algo semejante a lo que Jesús quiso evocar con la metáfora del Reino de Dios. La recepción de la tradición de Jesús está reclamando hombres y mujeres alentados por la expectativa de una utopía sin contenido definido ni definitivo (entrevista la llama P. Ricoeur) y universalizable (hasta alcanzar a los muertos, como J. B. Metz ha insistido en multitud de ocasiones), capaz de alimentar permanentemente una ética de la convicción que motiva, a su vez, una ética de la responsabilidad, y se deja acompañar en todo momento por la esperanza. La tradición de Jesús de Nazaret invita revestirse con el talante activo y movilizado de quienes son inspirados por los anhelos y requerimientos de algún acontecimiento futuro histórico y mundial de interés universal. Por ejemplo: el final del hambre en el mundo, el cese de las prácticas xenófobas y racistas, un desarrollo sostenible, la paz regional y mundial, la liberación de las minorías culturales y étnicas o el despliegue real de la tradición de los derechos humanos, etc.
3.2. Otro corazón humano es posible
Jesús de Nazaret no se hizo ilusiones con los seres humanos, pero tuvo ilusiones sobre las posibilidades del corazón humano, cuando se deja trabajar por la misericordia de Dios o por su Espíritu. Jesús que desconfía del ser humano (cf. Jn 2,25; Mt, 7,11), les propondrá a los hombres como proyecto antropológico la Bondad absoluta del Padre celestial (cf. Mt 5,48). Jesús de Nazaret desenmascara constantemente la ceguera y la hipocresía de los seres humanos, que constituyen manifestaciones de la mentira radical instalada en su corazón. Y, sin embargo, les llama a «ser buenos del todo como el Padre celestial» (Mt 5, 48) o «misericordiosos como el Padre es misericordioso (Lc 6, 36). La proximidad de Dios a los seres humanos hace que otro corazón humano sea posible. Jesús supo conjugar un realismo absoluto con una gran esperanza en el hombre. «Quizás por eso, -dirá González Faus- nadie ha sacado de los seres humanos dosis de generosidad y bondad como las que ha sacado Jesús de sus seguidores: por esa sabiduría nada ilusa pero esperanzada, subversiva de valores oficiales y contracultural, inmisericorde en su lucidez sobre las oscuridades del corazón humano, pero ilusionada por las posibilidades de ese mismo corazón. Una sabiduría que es, en definitiva, la sabiduría del amor, que se confunde con la fe, y que lleva a esperar siempre y luchar siempre.»[22] Este corazón nuevo será la condición de posibilidad de otro mundo nuevo.
3.3. La alianza con los pobres y el combate contra Mammón y los poderes diabólicos.
El Dios del Reino adviene a una historia en la que las fuerzas negativas de la creación (los dinamismos diabólicos representados por el Maligno) y el pecado tienen poder. Su irrupción en la historia supone contradicción y conflicto con la realidad presente. «Al reino -como enfatiza J. Sobrino- se le opone el antirreino, y al “Dios de vida” se le oponen las “divinidades de muerte””[23]. Las acciones de Jesús, sus milagros y curaciones, constituyeron auténticas interrupciones del circuito del mal que avasalla la vida de los hombres y, muy singularmente, de los pobres y de los débiles. En Jesús de Nazaret el Dios del Reino emprende su lucha contra el Maligno y contra los ídolos de muerte, representados por Mammon. Entre el Abba del Reino y Mammon (cf. Mt 6, 24) existe una antinomia irreconciliable. Todo el que está aliado con Mammon está excluido de la familiaridad con el Padre del Reino porque “nadie puede servir a dos señores”. La antinomia Abba-Mammon se actualiza históricamente dentro de la alianza de Dios con los pobres o de la parcialidad de Dios por los oprimidos. El Padre de Reino asume la lucha de los pobres contra los ídolos de muerte como propia, de modo que se convierte en la lucha divina por la vida de los pobres, la lucha emprendida por el Dios del reino contra los orgullosos, los poderosos y los ricos (cf. Lc 1, 51-53)[24].
Como ha escrito recientemente el papa actual: «Ante el abuso del poder económico, de las crueldades del capitalismo que degrada al hombre a la categoría de mercancía, hemos comenzado a comprender mejor el peligro que supone la riqueza y entendemos de manera nueva lo que Jesús quería decir al prevenirnos ante ella, ante el dios Mammon que destruye al hombre, estrangulando despiadadamente con sus manos una gran parte del mundo.»[25]
El “materialismo reaccionario” imperante trivializa, como hizo el régimen nazi, el mal que deshumaniza a millones de seres humanos y les hace sentir que están viviendo en el infierno como endemoniados. Si el capitalismo, como decía W. Benjamín, es una religión y el dinero su dios, la religación con el dinero nos idiotiza (en el sentido griego del término) a los ciudadanos y ciudadanas de las democracias del mundo desarrollado. La fanfarria del dinero se filtra en cada grieta de nuestra existencia pública y privada. El dinero se ha convertido en “el sacramento de la sociedad burguesa” o en el signo visible de la gracia invisible. El dinero es el factor determinante de toda la realidad, tiene poder omnímodo para determinar, para bien y para mal, el destino de los individuos, de los países, las culturas y continentes enteros. Su ausencia, su falta es más definitiva que su presencia o posesión. “Fuera del dinero no hay salvación”, es el axioma soteriológico que recorre el mundo globalizado. La suerte de la vida está completamente en sus manos. La crisis económica que padecemos ha venido a ratificar, si todavía albergábamos alguna duda, que la economía global de mercado se ha convertido en un “Gran Casino Total” donde dios es Money/Mammón.
3.4. La esperanza de Jesús: contra toda experiencia.
Jesús de Nazaret fue un perdedor momentáneo, descalificado como “utópico” por quienes mandaban entonces. Su defensa del Reino de Dios le hizo aparecer como heterodoxo, alternativo, blasfemo, loco, subversivo... Su muerte en la cruz, la propia de un sin-ciudadanía o sin-papeles acusado de un delito de alterar el orden (la pax romana), fue el precio que pagó por ser fiel a la utopía del Reino en medio de una sociedad apática e indiferente ante el sufrimiento de las gentes. No soñó despierto, sino que, despierto, es decir, sabiendo la que se le venía encima, dijo que había que soñar/esperar en el Reino de Dios. Incluso cuando todo aparecía aparentemente perdido (cf. Jn 11,53), toma la decisión de subir a Jerusalén (cf. Lc 9,51). Lúcidamente, fiel a su Dios hasta el final. No como un kamikaze. Allí experimentará el fracaso, el abandono de sus amigos, el veredicto de inocencia a favor de las Tinieblas, la utilización de la justicia de Dios en contra de la trasparencia de su propia vida y el silencio del Dios del reino: ¿se habrá cansado en vano y su vida la habrá gastado inútilmente? (cf., Is 49,4; Mc 15,34). Será la noche (Jn 13,30)[26]. Jesús de Nazaret esperó contra toda experiencia que en aquella noche oscura de la injusticia y la ignominia irrumpiera definitivamente el amanecer del Reino de Dios, propiciado por su fidelidad a la “utopía” divina hasta el extremo del sufrimiento y de la muerte: «si el grano de trigo, no muere no produce fruto».
3.5 La esperanza recobrada de sus discípulos.
La esperanza de los discípulos brota de la resurrección de Jesús: con ella estalló la alborada del Reino. Su esperanza en el Reino es una esperanza recobrada y con las señas de identidad del Crucificado. Su luz llega hasta el lugar de los muertos y alcanza su pasado personal y el de sus causas humanas. «Las utopías serían al fin de cuentas la última astucia de la evolución si sólo existiesen ellas y no existiera Dios» (J. B. Metz), que resucita a los vencidos por la muerte injusta. Esta esperanza no garantiza ninguna progresión ascendente de la historia, aunque advierta que existe en ella permanentemente una posibilidad inédita de ascenso humano. El Espíritu del Crucificado se ha derramado sobre ella y ya no podrá ser desalojado jamás, aunque pueda ser momentáneamente derrotado. Pero su fecundidad histórica posee el tiempo y el estilo del fermento. «El “'plazo” de la eficacia no existe en la aventura de la gratuidad» (J. L. Segundo) y la utopía del Reino se espera y se trabaja como don de Otro. El fracaso de tantas causas justas, como ha presenciado el siglo pasado, ha servido para recordar que la esperanza cristiana lleva consigo, desde su misma matriz, las señales de sus derrotas. Es una esperanza crucificada. El impulso del Espíritu ha sufrido un sinfín de quebrantos.
La memoria crucis desbarata cualquier entusiasmo o fe ciega en las posibilidades de su éxito histórico. Pero, al mismo tiempo, desenmascara los disfraces del presente post-utópico y las pretensiones mesiánicas del capitalismo democrático. La constatación de los fracasos históricos de la utopía de una sociedad justa y reconciliada no se percibe como una llamada a la retirada del frente de la construcción de la historia. Despertarse del sueño idealista no ha de suponer necesariamente la caída en los brazos del pragmatismo ciego y de la ideología de la inevitabilidad, que degeneran siempre en indiferencia. Ello supondría pasar del sueño de un pensamiento sin pasión a la pesadilla del pensamiento sin compasión. El fracaso de la utopía no se debe considerar como histórica o metafísicamente inevitable. La promesa de Dios está vigente no sólo como aliento para las situaciones de desánimo, sino como llamada a procurar su viabilidad histórica. Los cristianos han de enfrentarse con la construcción social de la realidad con el entusiasmo de la ejemplaridad evangélica. Pero también con la intención de alcanzar sus objetivos históricos viables. Les pertenece no sólo la ingenuidad de la paloma, sino también, y en la misma dosis, la astucia evangélica de la serpiente (cf. Mt 10, 16).
4. Dar señales de Esperanza en un mundo injusto
Los cristianos somos bien conscientes de que entre la utopia del Reino de Dios y la realidad hay un gran trecho que salvar. Es una lección aprendida desde el principio: la esperanza cristiana tiene como enseña al Crucificado; y cuando el Nuevo Testamento nos pide «dar razón de la esperanza» (1 Pe 3.15), lo hace desde un contexto de persecución, de imposibilidades históricas y de debilidad y limite de las propias fuerzas. Pero desde entonces recordamos que la esperanza comenzó a vivir de un don, que, paradójicamente, se alimenta de la cruz de Jesús y del servicio a los crucificados de la tierra. En la cruz de Jesús se nos había dado algo que no se nos podía arrebatar (cf. Rom 8,31-39), y la esperanza cristiana se convirtió en esperanza contra desesperanza. La «memoria» de la cruz del Resucitado posibilitó siempre a los cristianos descubrir que si Dios es el impulso hacia adelante en la historia, no es necesariamente el impulso hacia adelante de la historia. Y esto les dispuso a construir su historia con una esperanza como la de Jesús: una esperanza contra toda esperanza o experiencia.
Esta es la esperanza que hay que salvar en el momento presente. Y esta tarea exige de los cristianos tres talantes.
4.1. La honradez con lo real: solidarizarse con la historia que por gracia nos ha tocado vivir.
La realidad no es ni como la sonamos ni como nos gustaría ni, mucho menos, como debiera ser. La realidad es como es y nadie puede huir de ella. Ocurre como en aquellos versos de León Felipe: «de aquí no se va nadie..., antes hay que resolver este entuerto..., de aquí no se va nadie..., ni el místico ni el suicida». Convertirse a la realidad es la primera condición para poder vivir esa esperanza contra toda esperanza. La cruz de Jesús nos enseña que no se trata ni de huir ni de cerrar los ojos ante la realidad. Tampoco de «hacerla volar por los aires», como ha intentado el terrorismo de los desesperados del mundo o el terrorismo de ETA . La cruz nos enseña que la esperanza se afinca con los pies en el suelo desolado y devastado de esta historia, y desde ahí proclama que esa realidad no es la última palabra de la historia, pues esa palabra le pertenece al Dios-por-venir que se hace presente en la historia.
4.2. Soñar el sueño de Dios
Hemos de convertirnos a la realidad desde el sueño del Dios Amor Incondicional. El destierro es la situación en la que vive el hombre. Y, por ello, esta historia siempre será un poco Babilonia para la humanidad. Pero en estos momentos en los que se vive a flor de piel «el todavía tampoco» de la esperanza es urgente recordar y aceptar cordialmente el Sueño de Dios. Nuestro Dios ha soñado un futuro mejor para el hombre, y nadie como El está tan empeñado en que ese futuro se haga realidad. El cristianismo debe hacer suyo nuevamente el sueño bienaventurado de Dios e invertir en el la vida como lo hizo Dios mismo. Sólo aquel cristianismo que sueñe será capaz de hacer realidad el sueño de las bienaventuranzas (cf. Mt 5.1 y ss.):
-Só1o un cristianismo que despierto, es decir, sabiendo lo que hay y la que se nos viene encima, ha soñado y sueña que los pobres se sentarán en la mesa del mundo como iguales será capaz de dejarse afectar por su dolor, sin dejarse aplastar por el, ni atrapar por los reclamos de la comodidad, la instalación, los miedos y la 1ógica de cualquier razón.
-Sólo un cristianismo que sueñe que “las lanzas se convertirán en podaderas” y los misiles en trigo para los hambrientos comprometerá y arriesgará sus seguridades, y no sólo sus palabras, en la tarea de la reconciliación y la paz.
-Sólo un cristianismo que siga soñando que el hombre es basura divina pondrá todos los medios para despertar en el corazón del hombre viejo esas capacidades «divinas» tantas veces ocultas y desperdiciadas por el olvido y el desamor.
-Sólo un cristianismo empeñado en soñar la posibilidad de unas nuevas relaciones entre los hombres será capaz de suscitar un hombre libre frente a lo inevitable del capitalismo, del socialismo fracasado, de los costos de la crisis financiera, de la violencia, de la destrucción de la naturaleza, de la pobreza del mundo, de la marginación de la mujer y de la muerte.
Será aquel cristianismo capaz de seguir soñando tras la resurrección del Crucificado, porque descubrió que el Inconformismo y la Rebeldía de un Dios que sigue soñando la fraternidad entre los hombres como su gloria. Un cristianismo que sueña de este modo recibirá energía para luchar por el otro mundo posible.
4.3. Transformar la realidad en la medida de lo posible sabiendo que Dios da lo imposible.
El mensaje cristiano de la esperanza hace que los cristianos tengan que oponerse no sólo a los escépticos y a los despreocupados, sino también a los trágicamente resignados que se preocupan mucho, pero que no hacen nada y miran el combate histórico como una empresa desesperada. Por ello, «en la esperanza no sólo tenemos algo que beber, sino tenemos algo que cocinar» (E. Bloch). La esperanza no es una especie de «vino quinado» que la fe nos suministra como reconstituyente de nuestras débiles constantes vitales, mientras llega la hora del «banquete celestial». La esperanza es, sobre todo, el condimento con el que hay que ir preparando, desde ya, la mesa de «los manjares suculentos y vinos generosos», que es el festín del Reino de Dios. En una palabra, todo aquello que «es vida en la calle». El cristianismo tiene, por tanto, algo que cocinar. Tiene algo que hacer. Tiene un quehacer en esta sociedad: la construcción de una democracia integral y de una Iglesia evangélica al servicio de una sociedad fraterna, liberada y en paz.
En esta tarea habrá de acompañarse de buenas dosis de audacia que resiste el desaliento a base de imaginación y de aguante que permite someterse a las condiciones adversas, sin claudicar en la esperanza. Y además necesitará del concurso de la oración cristiana que es la matriz de la Esperanza, pues descubre que «rendir culto a Dios» es constatar que el Misterio Absoluto no es únicamente la «vida de nuestra vida», sino también ese dolor oculto que se siente ante una humanidad doliente, hambrienta, oprimida, cansada, desorientada e impotente.
En resumidas cuentas, esperar ha sido siempre, cuando ha sido verdad, agarrarse a lo oscuro y viscoso de la vida, superar la tentación de «tirar la toalla» y seguir «p'alante»; apretando los puños y saboreando en los labios el amargor de la propia existencia, mientras se grita «Dios mío, Dios mío, ¿por qué nos has abandonado?», y se siente en lo más profundo de los tuétanos, a pesar y en contra de uno mismo y de la historia, la serenidad de quien sabe contra todas las apariencias, que su historia y su persona, la historia de la humanidad «están en buenas manos», pues descansan en las de un Dios Amor Incondicional que responde al nombre de Padre.
4.4. Contemplar la bondad que circula por nuestro mundo.
La sabiduría de la esperanza necesita pertrecharse con ese instinto del guía, que mezcla conocimientos y deseos. Ella misma ha de aprender pacientemente a encontrar en el "ya no" de las esperanzas culturales cercenadas, de las transformaciones sociales fracasadas y de los pasados socialistas sin futuro, el "todavía sí" de un mañana verdaderamente humano para nuestro mundo. Desprovista de falsas evidencias y descargada de toda intolerancia, enseñará así a descubrir fragmentos con futuro de totalidad y liberaciones parciales con vocación de plenitud en los materiales demolidos de la modernidad, que reclaman ser recuperados de ese "basurero" de la historia que es el olvido. Compañera de otros saberes y despegada de los caminos trillados se capacitará para provocar sobre el mundo la perspectiva de la redención en las búsquedas comunes. Se trata de una mirada desde la que aparece con mucha mayor claridad el abismo que separa la existencia real del mundo del estado de salvación. Es una perspectiva que «desenmascara lo-que-existe como lo-que-no-debe-existir, y presenta la salvación como el único estado que haría justicia a lo desfigurado y dañado en la historia, si es que un día llegara a realizarse»[27]
Acompañar a nuestro mundo en la búsqueda de sentido significa anunciarle los indicativos del todavía sí de la justicia y no meramente sus imperativos. La lucha por la justicia necesita de una hermenéutica de la presencia de sus signos en nuestro tiempo. Una sabiduría de la esperanza, compañera en la lucha por un mundo más solidario, ha de evitar hoy convertirse en mero imperativo. Necesita ejercer la pedagogía de los indicativos de la justicia que el ser versada en sus imperativos, dedicarse al oficio de la mistagogía que al de la enseñanza moral. En las oscuras perspectivas de este final de siglo, revestida con la sensibilidad de las mujeres (cf. Lc 24, 23-24) ha de saber encontrar señales de la Patria, allí dónde otros sólo ven callejones sin salida, y ser capaz por ello mismo de señalar su presencia en los actuales caminos que conducen hacia ella.
Existen ya propuestas político-económicas en la agenda del Sur, un número importante de iniciativas sociales en la sociedad civil de los países desarrollados, muchas de las nuevas sensibilidades y valores postmaterialistas de nuestras sociedades industriales avanzadas, y compromisos personales y comunitarios, que poseen esta capacidad de indicar la vigencia histórica de la utopía del Reino, a pesar de ser utopía[28]. Todos ellos, en su debilidad, representan la aparición en la historia de lo inédito viable de la causa de la justicia humana. No tenerlos en cuenta sería una grave negligencia. Sin valorarlos, la lucha por la utopía de Jesús de Nazaret resulta tarde o temprano inviable. La sola percepción de su imperativo no capacita suficientemente para soportar la carga del amor solidario en esta sociedad inmisericorde. Suele conducir al maniqueísmo, al purismo rigorista o al catastrofismo. Todos estos talantes debilitan la capacidad de resistencia y conducen tarde o temprano a claudicar razonablemente ante el inevitable empuje del dulce encanto de la burguesía y de la vida privada.
Me sirvo de una fórmula de J. I. González Faus, se trata de ser contemplativos en la relación y contemplar es inmensa bondad que circula discreta y anónima –pero a raudales- por los caminos del mundo[29]. Frecuentemente las semillas de los nuevos tiempos no llegan con los vendavales, como cantaba Carlos Cano en memoria de Diamantino García; ni la libertad es como «un viento que arranca los matojos para que surja la verdad; y limpia los caminos de siglos de destrozos contra la libertad», que nos enseñó a cantar J. A. Labordeta. A menudo la utopía se hace presente en la forma de una brisa suave, como nos recuerda el Primer Testamento (cf. 1Re 19, 12).
4.5. Recibir el aliento y la compañía de los testigos.
“En tiempos oscuros nos ayudan quienes han sabido andar en la noche”. Estas palabras de E. Sábato nos sugieren la necesidad que tenemos los cristianos recordar y narrar las historias contemporáneas de cuño evangélico, que actualizan biográficamente la tradición de Jesús de Nazaret. En las horas más oscuras y en los lugares más sombríos del siglo XX siempre ha habido en nuestro entorno “una gran nube de testigos” (Heb 12, 1-2) que, como Diamantino en Andalucía, nos enseñaron a caminar en la oscuridad. Fueron escribiendo con sus propias vidas -y en numerosas ocasiones con su propia sangre derramada- evangelios de fraternidad contracultural a la medida del Testigo Fiel. Esas historias existen y están siendo narradas por algunas iglesias y muchas comunidades cristianas.
La última centuria produjo una rica cosecha de historias intempestivas de solidaridad. Sus protagonistas pretendieron dar la palabra a los sin voz y ser salida real para una sed de justicia que clamaba al cielo. Cada una de esas historias constituye un pequeño relato de un hombre o una mujer que pretendió ser bueno como Dios, sin conseguirlo plenamente. Todas ellas son reales como la vida misma. No tienen nada en común ni con los viejos mitos, ni con los nuevos grandes relatos virtuales. Sus protagonistas no son héroes, ni poseen poderes fantásticos. Son hombres y mujeres de carne y hueso que han experimentado el cansancio que produce la ayuda a las víctimas, el desgarro de su dolor sin límites, el amargor de sus lágrimas, la impotencia de la palabra, de cualquier palabra, ante el sacrificio cruel de la violencia. Frecuentemente se trata de hombres y mujeres derrotados y asesinados por la fuerza de los ídolos, cuya memoria es el mejor antídoto contra todo fundamentalismo militante. Incluso cuando accedemos aceptar la muerte como precio y condición de la vida, aun si nos atrevemos con franciscana simplicidad a llamarla “hermana” y “amiga”, sus muertes, como la de Jesús, son de esas muertes que nunca debieron existir. Sus historias -¡tan vulnerablemente humanas!- nos permiten recuperar un poco la esperanza en los seres humanos. Sus rostros poseían rasgos raciales diferentes y sus voces hablaban lenguas diversas. Sus biografías, sin embargo, responden a un perfil humano común: el de quienes son a la vez justos y pecadores; militantes incansables de las grandes causas históricas y enganchados a pequeñas aficiones familiares; navegantes enriquecidos en el interminable viaje hacia Itaca y náufragos tercamente aferrados a los restos del hundimiento de las utopías en medio de la inmensidad del océano; resistentes a las inclemencias y vulnerables a la ternura; constantes en el bregar y cansados de la faena; centinelas del mañana y con los ojos cargados por el sueño de incontables noches de vigilia. En fin, ¡hombres y mujeres de los que no era digno el mundo! Sin embargo Dios ni se avergonzó de ellos, ni tuvo a menos ser llamado Dios suyo. Errantes por el desierto de la historia paradójicamente recibieron su visita como Voz inquietante y Exceso amoroso (Heb 11, 16.38).
Caminaron junto a sus contemporáneos, empeñados en inventar el mundo de nuevo, henchidos de esperanza en el futuro y de ironía hacia las pretensiones de los alquimistas de la inevitabilidad. Sus itinerarios vitales desprendían el seductor perfume del Evangelio y contagiaban el talante humano de Jesús. Sus vidas aleccionaron a cerca de que la auténtica espiritualidad consiste en vivir historia adentro, seducidos, movidos y consolados por el Espíritu de Jesús, buscando la ciudad futura y afincados “fuera del campamento”, en ese lugar donde los pobres cargan con “su oprobio” (cf. Heb 13, 12) y su “necesaria” crucifixión (cf. Jn 11, 50).
4.6. Defender la alegría.
El cristianismo está necesitado de recuperar la alegría y el humor que brotan de la fe para sostener la esperanza en la adversidad. Si uno revisa las fuentes de la revelación judeocristiana parecería que el humor es algo contrario a la fe. Más aún, la risa parecería una expresión de la falta de fe (cf. Gen 17, 15-21; 18, 1-5).
Personalmente considero el humor como un elemento crucial de la experiencia humana y cristiana, en cuanto constituye una promesa de redención de la que da cuenta la fe cristiana. En todo caso acordemos que los cristianos deberíamos practicar, como pide M. Benedetti, la defensa de la alegría como una forma de defender la esperanza:
“Defender la alegría como una trinchera
defenderla del escándalo y la rutina
de la miseria y los miserables
de las ausencias transitorias y las definitivas
defender la alegría como un principio
defenderla del pasmo y las pesadillas
de los neutrales y de los neutrones
de las dulces infamias
y los graves diagnósticos
defender la alegría como una bandera
defenderla del rayo y la melancolía
de los ingenuos y de los canallas
de la retórica y los paros cardiacos
de las endemias y las academias
defender la alegría como un destino
defenderla del fuego y de los bomberos
de los suicidas y los homicidas
de las vacaciones y del agobio
de la obligación de estar alegres
defender la alegría como una certeza
defenderla del óxido y la roña
de la famosa pátina del tiempo
del relente y del oportunismo
de los proxenetas de la risa
defender la alegría como un derecho
Deberíamos hacerlo de tal manera que un cristianismo malhumorado nunca jamás vuelva a dar pie a una estrofa como la última:
defenderla de dios y del invierno
de las mayúsculas y de la muerte
de los apellidos y las lástimas
del azar
y también de la alegría”[30].
NOTAS
[1]Gutiérrez, G., Un lenguaje sobre Dios, en Concilum, 191 ( 1984), p. 55
[2] «Para qué sirve la Utopía?//Ella está en el horizonte.//Me acerco dos pasos//y ella se aleja dos pasos.//Camino diez pasos//y el horizonte corre//diez pasos más allá//Por mucho que yo camine//nunca la alcanzaré.//¿Para qué sirve la Utopía?//Para eso sirve: para caminar.» (Eduardo Galeano).
[3] Godot es el personaje principal de una obra de Samuel Beckett, estrenada en 1952 y titulada, Esperando a Godot. Dos vagabundos Vladimir y Estragon esperan en vano junto a un camino a un tal Godot. Sin embargo éste, cuya identidad no se conoce y del que no sabe lo que se espera de él, nunca llega a su cita y no aparece en escena. Pero la expectativa de su llegada tiene la virtualidad de fijar permanentemente en el escenario a los otros dos personajes de la obra. La historia de la figura enigmática de Godot puede evocarnos un tiempo -tras la segunda guerra mundial- en el que la esperanza en un futuro mejor tomaba cuerpo en el corazón de multitud de hombres y mujeres de buena voluntad.
[4]cf. El final de la utopía, Barcelona 1968, p.10.
[5]Esta fecha se suele considerar en Europa como punto de inflexión del sueño utópico: la revuelta estudiantil del mayo francés, la entrada de los tanques rusos abortando la primavera de Praga, el asesinato de M. L. King son recordados por la memoria colectiva como el final de una "época dorada" para las esperanzas históricas. Sin embargo, ese mismo año se celebraba la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (Medellín) y G. Gutiérrez pronunciaba una conferencia (Chimbote/Perú) que daría origen a su obra Teología de la Liberación. Ambos acontecimientos hicieron brotar el pensamiento teórico/práctico de carácter utópico y de matriz religiosa más importante de la época moderna. El significado tan diferente que una misma fecha puede encerrar para pueblos de un mismo mundo nos avisa del peligro de esas generalizaciones a las que somos tan aficionados los europeos.
[6] «La “realidad” social innegable que representaba el poder de aquel supuesto “socialismo” era representada, contra la opinión de la mayoría de los marxistas críticos, como el único socialismo posible. Pero este punto de vista dominante en la URSS, en la RDA y en otros países del Este de Europa era sólo la continuación de la tendencia cientificista, anti-utópica, del llamado “marxismo ortodoxo”. De ahí que, si se quiere hablar con propiedad, también ahora resulta no sólo más modesto, sino también más acertado, identificar el final del “socialismo real” como el fracaso de una ilusión que era, precisa y conscientemente, la negación de la utopía»: Fernández Buey, F., Utopías e ilusiones naturales, El Viejo Topo, Barcelona 2007, 324-325.
[7]« ¡Qué escándalo! ¡Ya estamos en la última página y todavía no te he dicho nada de la utopía! ¡Y tú que a lo mejor esperabas que yo te recordara desde el prólogo que los jóvenes deben ser utopistas y todo ese bla-bla-bla! Pues nada, no señor […] ¿Entonces, la utopía…? […] Cuando a Leszek Kolazowski, un filósofo polaco actual, le preguntan que donde le gustaría vivir, suele responder con buen humor: “En lo más hondo de una selva virgen de alta montaña a orillas de un lago situado en la esquina de Madison Avenue de Manhatan con los Campos Elíseos de París en una pequeña y tranquila ciudad de provincias”. ¿Ves? Eso es una utopía: un lugar que no existe, pero no porque no hayamos sido lo suficientemente generosos y audaces para inventarlo sino porque es un rompecabezas formado con piezas incompatibles […] Pues bien, suele llamarse “utopía” a un orden político en el que predominaría al máximo alguno de nuestros ideales (justicia, igualdad, libertad, armonía con la naturaleza…) pero sin ninguna desventaja ni contrapartida dañina. Como proyecto es una tontería: supongo que quienes se lo recomiendan a los jóvenes como típico anhelo de su edad es porque les consideran bobos. En cuanto imposición es todavía peor, como han demostrado en este siglo los totalitarismos (siempre con pretensiones utopistas): es el sueño de unos pocos que llega a convertirse en pesadilla para todos los demás. De modo que no te deseo que te dé por las utopías, lo mismo que no te deseo que te aficiones a los “culebrones” televisivos»: Política para Amador, Barcelona 1992, p. 225.
[8] Fernández Buey, F., o. cit., 328-329.
[9] Lem, S., Provocación, Funambulista, Madrid 2005, 113-114.
[10]Cf., Utopía y desencanto, Anagrama, Barcelona 2001, pp. 11‑17.
[11] cf., Fernández Buey, o. cit., 328-329.
[12] «Por lo que he podido observar, la esperanza y el grado de educación están en proporción inversa: cuanto mayor es la inteligencia, la cultura o los conocimientos de una persona, tanto menor es su esperanza. Periodistas, economistas, profesores de universidad, maestras de colegio e intelectuales de cualquier clase, apenas tienen esperanza de algo vaya a cambiar radicalmente. Su saber es, a lo más, un saber de muerte; porque lo único que saben es que la situación no tiene remedio, ha entrado en vía muerta. Resulta pavoroso pensar que su actitud ante la vida, no sea más que un docto cinismo; como la ceniza que, a veces, aún conserva un cierto rescoldo de lo que fue llama chispeante, pero que, por lo general, no es más que un montón de polvo estéril, absolutamente frío. He encontrado esperanza en los que se dedican al trabajo de base... Las cosas más triviales... son las pequeñas esperanzas de la gente, las que les proporcionan, día tras día, el pan de la subsistencia. Por otra parte, el hecho mismo de la desesperanza es un lujo del que sólo pueden gozar los que no están implicados en la lucha... A este propósito quisiera decir una palabra sobre mi relación con el gran filósofo judío Karl Marx... Su deseo más firme era conjugar “saber” y “esperanza”, de modo que no fuera posible reconocer como auténtico un saber que no encerrase una buena dosis de esperanza, ni permitiese una esperanza que se resienta de saber... Sin embargo, veo que, en realidad, yo misma prescindo casi siempre de esos principios. Todo ese saber económico y ecológico que ha venido acumulándose en nuestro mundo huele a muerte. Y la creencia en una vida antes de la muerte se diluye en una añoranza y en un anhelo estéril. La dicotomía es indisoluble. La conciencia de muerte y la esperanza de vida se agarran con uñas y dientes en mi interior. Decía Walter Benjamin: “Sólo a causa de los desesperanzados se nos ha dado la esperanza”... Pero la palabra más compleja de esa afirmación de Benjamin es el pronombre “nos”. ¿Se nos ha dado realmente algo? ¿Somos nosotros algo más que meros observadores de la miseria que inunda el mundo? Es decir, ¿somos observadores que no ven más que una planificada, o incluso tolerada, muerte de los pobres?»: Sölle, D., Dios en la basura. Otro "descubrimiento" de América Latina, Verbo Divino, Estella (Navarra) 1993, 146-147.
[13]cf. Thielicke, H., Esencia del hombre. Ensayo de antropología cristiana, Herder, Barcelona 1985, 387-388.
[14] Is 49,5-6.22-26; 56,8; 60,4.9;66,30; Jer 3,18; 31,10; Ez 34,12-16; 36,24-28; 37,21-23; 39,27; Sof 3,20;Zac 8,7-8; Tob 13,5; 14,5-6; Eclo 36,11-15;Bar 4,37; 2 Mac 1,27.29.
[15] Dt 30, 1-10; Is 29, 18; 35, 5-6; 42.
[16] Is 29,18; 35,5-6; 42,7.18.
[17] Is 11,6-8; 25,7-8; 51,3; Ez 36,35;
[18] Is 44,3-4; 59,20-21; Jr 31, 31-34; Ez 36,25-29; 39,28-29.
[19]cf., Dunn, J. D. G., El cristianismo en sus orígenes I. El Jesús recordado, Verbo Divino, Estella (Navarra) 2009, 444-560.
[20] Cf., o.cit., 995.
[21] cf., Otro mundo es posible...desde Jesús, Sal Terrae, Santander 2010, 26.
[22] Ibid. 242; cf.., 199-242.
[23]Sobrino, J., Jesucristo Liberador, Trotta, Madrid 1991, 239
[24]cf., Pieris, A. El rostro asiático de Dios, Sígueme, Salamanca 1991, 150.160.
[25]cf., Ratzinger, J. Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Primera Parte. Desde el Bautismo a la Transfiguración, La Esfera de los Libros, Madrid, 2007, 127-128.
[26] c.f., González Faus. J.I., o. cit., 243-248.
[27] Zamora, J. A., Th. W. Adorno. Pensar contra la barbarie, Trotta, Madrid 2004, p.284.
[28]Véase F. J. Vitoria Cormenzana, Otro mundo es posible. La utopía de la familia humana vs. el poder sacrificial del nuevo orden, en Iglesia Viva 219 (2004), pp. 59-73.
defenderla del fuego y de los bomberos
de los suicidas y los homicidas
de las vacaciones y del agobio
de la obligación de estar alegres
defender la alegría como una certeza
defenderla del óxido y la roña
de la famosa pátina del tiempo
del relente y del oportunismo
de los proxenetas de la risa
defender la alegría como un derecho
Deberíamos hacerlo de tal manera que un cristianismo malhumorado nunca jamás vuelva a dar pie a una estrofa como la última:
defenderla de dios y del invierno
de las mayúsculas y de la muerte
de los apellidos y las lástimas
del azar
y también de la alegría”[30].
NOTAS
[1]Gutiérrez, G., Un lenguaje sobre Dios, en Concilum, 191 ( 1984), p. 55
[2] «Para qué sirve la Utopía?//Ella está en el horizonte.//Me acerco dos pasos//y ella se aleja dos pasos.//Camino diez pasos//y el horizonte corre//diez pasos más allá//Por mucho que yo camine//nunca la alcanzaré.//¿Para qué sirve la Utopía?//Para eso sirve: para caminar.» (Eduardo Galeano).
[3] Godot es el personaje principal de una obra de Samuel Beckett, estrenada en 1952 y titulada, Esperando a Godot. Dos vagabundos Vladimir y Estragon esperan en vano junto a un camino a un tal Godot. Sin embargo éste, cuya identidad no se conoce y del que no sabe lo que se espera de él, nunca llega a su cita y no aparece en escena. Pero la expectativa de su llegada tiene la virtualidad de fijar permanentemente en el escenario a los otros dos personajes de la obra. La historia de la figura enigmática de Godot puede evocarnos un tiempo -tras la segunda guerra mundial- en el que la esperanza en un futuro mejor tomaba cuerpo en el corazón de multitud de hombres y mujeres de buena voluntad.
[4]cf. El final de la utopía, Barcelona 1968, p.10.
[5]Esta fecha se suele considerar en Europa como punto de inflexión del sueño utópico: la revuelta estudiantil del mayo francés, la entrada de los tanques rusos abortando la primavera de Praga, el asesinato de M. L. King son recordados por la memoria colectiva como el final de una "época dorada" para las esperanzas históricas. Sin embargo, ese mismo año se celebraba la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (Medellín) y G. Gutiérrez pronunciaba una conferencia (Chimbote/Perú) que daría origen a su obra Teología de la Liberación. Ambos acontecimientos hicieron brotar el pensamiento teórico/práctico de carácter utópico y de matriz religiosa más importante de la época moderna. El significado tan diferente que una misma fecha puede encerrar para pueblos de un mismo mundo nos avisa del peligro de esas generalizaciones a las que somos tan aficionados los europeos.
[6] «La “realidad” social innegable que representaba el poder de aquel supuesto “socialismo” era representada, contra la opinión de la mayoría de los marxistas críticos, como el único socialismo posible. Pero este punto de vista dominante en la URSS, en la RDA y en otros países del Este de Europa era sólo la continuación de la tendencia cientificista, anti-utópica, del llamado “marxismo ortodoxo”. De ahí que, si se quiere hablar con propiedad, también ahora resulta no sólo más modesto, sino también más acertado, identificar el final del “socialismo real” como el fracaso de una ilusión que era, precisa y conscientemente, la negación de la utopía»: Fernández Buey, F., Utopías e ilusiones naturales, El Viejo Topo, Barcelona 2007, 324-325.
[7]« ¡Qué escándalo! ¡Ya estamos en la última página y todavía no te he dicho nada de la utopía! ¡Y tú que a lo mejor esperabas que yo te recordara desde el prólogo que los jóvenes deben ser utopistas y todo ese bla-bla-bla! Pues nada, no señor […] ¿Entonces, la utopía…? […] Cuando a Leszek Kolazowski, un filósofo polaco actual, le preguntan que donde le gustaría vivir, suele responder con buen humor: “En lo más hondo de una selva virgen de alta montaña a orillas de un lago situado en la esquina de Madison Avenue de Manhatan con los Campos Elíseos de París en una pequeña y tranquila ciudad de provincias”. ¿Ves? Eso es una utopía: un lugar que no existe, pero no porque no hayamos sido lo suficientemente generosos y audaces para inventarlo sino porque es un rompecabezas formado con piezas incompatibles […] Pues bien, suele llamarse “utopía” a un orden político en el que predominaría al máximo alguno de nuestros ideales (justicia, igualdad, libertad, armonía con la naturaleza…) pero sin ninguna desventaja ni contrapartida dañina. Como proyecto es una tontería: supongo que quienes se lo recomiendan a los jóvenes como típico anhelo de su edad es porque les consideran bobos. En cuanto imposición es todavía peor, como han demostrado en este siglo los totalitarismos (siempre con pretensiones utopistas): es el sueño de unos pocos que llega a convertirse en pesadilla para todos los demás. De modo que no te deseo que te dé por las utopías, lo mismo que no te deseo que te aficiones a los “culebrones” televisivos»: Política para Amador, Barcelona 1992, p. 225.
[8] Fernández Buey, F., o. cit., 328-329.
[9] Lem, S., Provocación, Funambulista, Madrid 2005, 113-114.
[10]Cf., Utopía y desencanto, Anagrama, Barcelona 2001, pp. 11‑17.
[11] cf., Fernández Buey, o. cit., 328-329.
[12] «Por lo que he podido observar, la esperanza y el grado de educación están en proporción inversa: cuanto mayor es la inteligencia, la cultura o los conocimientos de una persona, tanto menor es su esperanza. Periodistas, economistas, profesores de universidad, maestras de colegio e intelectuales de cualquier clase, apenas tienen esperanza de algo vaya a cambiar radicalmente. Su saber es, a lo más, un saber de muerte; porque lo único que saben es que la situación no tiene remedio, ha entrado en vía muerta. Resulta pavoroso pensar que su actitud ante la vida, no sea más que un docto cinismo; como la ceniza que, a veces, aún conserva un cierto rescoldo de lo que fue llama chispeante, pero que, por lo general, no es más que un montón de polvo estéril, absolutamente frío. He encontrado esperanza en los que se dedican al trabajo de base... Las cosas más triviales... son las pequeñas esperanzas de la gente, las que les proporcionan, día tras día, el pan de la subsistencia. Por otra parte, el hecho mismo de la desesperanza es un lujo del que sólo pueden gozar los que no están implicados en la lucha... A este propósito quisiera decir una palabra sobre mi relación con el gran filósofo judío Karl Marx... Su deseo más firme era conjugar “saber” y “esperanza”, de modo que no fuera posible reconocer como auténtico un saber que no encerrase una buena dosis de esperanza, ni permitiese una esperanza que se resienta de saber... Sin embargo, veo que, en realidad, yo misma prescindo casi siempre de esos principios. Todo ese saber económico y ecológico que ha venido acumulándose en nuestro mundo huele a muerte. Y la creencia en una vida antes de la muerte se diluye en una añoranza y en un anhelo estéril. La dicotomía es indisoluble. La conciencia de muerte y la esperanza de vida se agarran con uñas y dientes en mi interior. Decía Walter Benjamin: “Sólo a causa de los desesperanzados se nos ha dado la esperanza”... Pero la palabra más compleja de esa afirmación de Benjamin es el pronombre “nos”. ¿Se nos ha dado realmente algo? ¿Somos nosotros algo más que meros observadores de la miseria que inunda el mundo? Es decir, ¿somos observadores que no ven más que una planificada, o incluso tolerada, muerte de los pobres?»: Sölle, D., Dios en la basura. Otro "descubrimiento" de América Latina, Verbo Divino, Estella (Navarra) 1993, 146-147.
[13]cf. Thielicke, H., Esencia del hombre. Ensayo de antropología cristiana, Herder, Barcelona 1985, 387-388.
[14] Is 49,5-6.22-26; 56,8; 60,4.9;66,30; Jer 3,18; 31,10; Ez 34,12-16; 36,24-28; 37,21-23; 39,27; Sof 3,20;Zac 8,7-8; Tob 13,5; 14,5-6; Eclo 36,11-15;Bar 4,37; 2 Mac 1,27.29.
[15] Dt 30, 1-10; Is 29, 18; 35, 5-6; 42.
[16] Is 29,18; 35,5-6; 42,7.18.
[17] Is 11,6-8; 25,7-8; 51,3; Ez 36,35;
[18] Is 44,3-4; 59,20-21; Jr 31, 31-34; Ez 36,25-29; 39,28-29.
[19]cf., Dunn, J. D. G., El cristianismo en sus orígenes I. El Jesús recordado, Verbo Divino, Estella (Navarra) 2009, 444-560.
[20] Cf., o.cit., 995.
[21] cf., Otro mundo es posible...desde Jesús, Sal Terrae, Santander 2010, 26.
[22] Ibid. 242; cf.., 199-242.
[23]Sobrino, J., Jesucristo Liberador, Trotta, Madrid 1991, 239
[24]cf., Pieris, A. El rostro asiático de Dios, Sígueme, Salamanca 1991, 150.160.
[25]cf., Ratzinger, J. Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Primera Parte. Desde el Bautismo a la Transfiguración, La Esfera de los Libros, Madrid, 2007, 127-128.
[26] c.f., González Faus. J.I., o. cit., 243-248.
[27] Zamora, J. A., Th. W. Adorno. Pensar contra la barbarie, Trotta, Madrid 2004, p.284.
[28]Véase F. J. Vitoria Cormenzana, Otro mundo es posible. La utopía de la familia humana vs. el poder sacrificial del nuevo orden, en Iglesia Viva 219 (2004), pp. 59-73.
[29] cf., o.cit., 442-443.
[30]Inventario. Poesía 1950-1985, Visor, Madrid 1992, p.134.
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