En muchos ambientes parece como que no importara la novedad que supuso el Vaticano II, sería como un accidente que hay que olvidar. Habría que volver a recuperar el modelo de Iglesia que por siglos nos guió. Nada mejor para readquirir claridad, estabilidad y orden.
Existe sin duda esa tendencia y se deja sentir en las decisiones que, provenientes de los dicasterios romanos, se aplican sobre todo contra quienes fundamentan y promueven la nueva eclesiología del Vaticano II. Gustará o no, pero nosotros -el Foro de Curas de Madrid- intentamos proseguir el desarrollo eclesiológico del Vaticano II.
Consideramos elemental, cuando hablamos de la Iglesia, tomar conciencia del carácter evolutivo de su configuración histórica. Cuestionamos formas de entender y ejercer la autoridad en ella que no siempre se adecuaron a lo enseñado y vivido por Jesús de Nazaret. Quien tenga esta visión, rehuirá canonizar cualquier forma histórica y, por supuesto, cuidará de no identificarla sin más con el contenido del Evangelio. Si los cristianos seguimos anclados en el modelo eclesiológico preconciliar, estamos reforzando, sepámoslo o no, el autoritarismo eclesial. Eso que supone la añoranza básica de muchos dirigentes actuales.
Nuestra opción por el modelo del concilio supone que no entendemos a la Iglesia como una realidad estática, ni deseamos que siga teniendo el peso institucional clerical que tuvo a partir del siglo IV. Por haber entendido la Iglesia desde una visión jerárquica piramidal llegamos a anular del protagonismo del pueblo y a sentar las bases de un funcionamiento antidemocrático de la Iglesia. Da que pensar que en el magisterio oficial se llegara a admitir que la Iglesia era una sociedad de desiguales, inevitablemente opuesta a la democracia y libertades modernas.
2. Conversión de la Iglesia en religión oficial del imperio
Es un hecho singular la incorporación en el 313 de la Iglesia al Estado por el edicto de Milán del emperador Constantino. Hasta tal punto llega su intromisión que es él quien convoca los concilios y se sienta en el sillón del aula conciliar. Los obispos se sienten pertenecientes a las clases distinguidas del Imperio y aceptan el uso del poder político para facilitar la aceptación de la verdad y la superación del error.
En el año 380, Teodosio declara la religión cristiana como religión oficial del Estado, prohíbe todos los cultos paganos, destruye sus templos, confirma el domingo como día legal para el descanso y, por suponerla mayoritaria en el Imperio, declara a la religión cristiana obligatoria para todos. “El cristianismo, escribe Juan L. Segundo, se oficializa y el poder político impone a la fuerza la verdad”.
De esta manera el concepto del Dios imperial “Vencedor de los enemigos” y de que “la fe se impone por obra del poder” penetra en la conciencia eclesial. Desde el siglo IV, comienza a funcionar eso que llamamos “régimen de cristiandad”, donde la unidad cristiana es a la vez imperativo político e imperativo eclesial. En estas circunstancias, la jerarquía se transmuta en grandes señores del Imperio y grandes señores de la Iglesia. Se produce una especie de “faraonización” del ministerio, lo que era servicio se convierte en poder: indumentaria, insignias, títulos, etc.
En esta dirección, y entrado ya el siglo V, se da la centralización del ministerio episcopal a través de obispo de Roma. Comienza la historia del primado de Roma que, en la reforma gregoriana y en los siglos posteriores, llega a límites insospechados.
La consecuencia es que “esta conversión de la Iglesia en la religión oficial del Imperio se hace a costa de la extinción en grandes proporciones de su dimensión escatológica y profética” (Rufino Velasco)
3. La reforma del Papa Gregorio VII. El modelo eclesiológico tridentino.
Y llega, hacia comienzos del siglo XI, el papa Gregorio VII. Se realiza con él el mayor giro respecto a la comprensión y organización de la Iglesia: el poder espiritual de la Iglesia pasa a ser el poder de Occidente. El papa comienza a ser considerado soberano, -”basileus”- de Estados y exige para sí insignias imperiales, incluida la tiara y todo el ceremonial cortesano correspondiente. Gregorio VII asegura como nadie la monarquía papal: sobre la “piedra” que es Pedro y su sucesor, el papa de Roma, debía fundamentarse todo “orden” en el mundo: el eclesiástico y el temporal. Es en sus Dictatus papae donde enuncia sus poderes dentro de la Iglesia y sobre el orden temporal.
A modo de síntesis, estos serían los rasgos de la Iglesia Reformada de Gregorio VII y postridentina, dominante hasta el Vaticano II:
- 1. La Iglesia es como un Estado, en cuya cumbre está el Papa, y que justifica su hegemonía sobre los demás Estados.
2. El estatuto constituyente de la Iglesia se caracteriza por la desigualdad, a base de dos géneros de cristianos: los clérigos y los laicos.
3. En ella lo básico es la jerarquía clerical con sus diversos rangos. La desigualdad se despliega de arriba abajo, en una visión piramidal y estamental: la pirámide tiene un vértice, que es el Papa y de él deriva el poder de los obispos, la nobleza eclesiástica y, más abajo, está el bajo clero, los llamados propiamente “sacerdotes”. Por abajo de todo, está el estamento laical: vasallos, siervos de la gleba, gente menuda.
4. Esta estructura eclesiástica sería de derecho divino y, por tanto, inmutable.
5. Esta Iglesia realiza el Reino de Dios desde el “poder eclesiástico”, que descienda piramidalmente hasta los mismos fieles.
6. Para esta Iglesia, el reino de Dios es cosa “del más allá”, y no un proyecto histórico con exigencias de transformación par alas personas y la sociedad presente.
7. Esta Iglesia olvida la característica fundamental del reino de Dios que anuncia Jesús: un Reino de los pobres y para su liberación.
4. La eclesiología del Vaticano II
Esta evocación de la eclesiología preconciliar nos ayuda a desmitificar una visión idealista y ahistórica de la Iglesia, demasiado absolutizada, aun en contra de orientaciones esenciales del Evangelio.
El contraste entre este tipo de Iglesia y el legado por el Vaticano II es una clave, a mi modo de ver primordial, para entender cuanto hoy está pasando en la Iglesia.
Los rasgos de la eclesiología del Vaticano II, en la que pretende inspirarse el Foro de Curas de Madrid, al igual que todos los demás cristianos, serían los siguientes.
- 1. El punto de gravitación en la Iglesia es la comunidad (pueblo de Dios) y no la jerarquía. Lo primero y más importante en la Iglesia es el Pueblo de Dios. Esta realidad, según el concilio, nos remite a nuestra condición común de creyentes, en la que estamos todos, en pie de igualdad. Los sustantivo en la Iglesia es, pues, la comunidad y lo relativo la jerarquía. Una jerarquía sin comunidad es incomprensible.
2. La función de la jerarquía debe ser definida por referencia a la raíz de que proviene: Jesús de Nazaret. El es el siervo sufriente y no el pantocrator, señor de este mundo. La autoridad en la Iglesia se remite a un crucificado, derrotado por los poderes de este mundo. “La Iglesia entera, escribe J. Sobrino, se pone en la periferia, en la impotencia de los pobres, a los pies de un crucificado, para desde allí alimentar una esperanza cristiana y propiciar la necesaria eficacia en su acción”.
3. Desaparece la Iglesia como “sociedad de desiguales”: “No hay en Cristo y en la Iglesia ninguna desigualdad” (LG, 32). Ningún ministerio puede ser colocado por encima de esta primera y dignidad común. La secular dicotomía de clérigos/laicos debe ser reformulada desde la nueva perspectiva de comunidad y ministerios.
4. “Todos los bautizados son sacerdocio santo” (LG, 10). Esta realidad del sacer- docio común supera la idea tradicional de que sólo los clérigos son “sacerdotes”. El Nuevo Testamento habla de este sacerdocio común y evita llamar sacerdotes a los que hoy denominamos tales. Y es que “En Cristo se ha producido un cambio de sacerdocio” (Hb 7,12). Jesús aparecía plenamente como un laico, no dice el Evangelio que El se tuviera como sacerdote, ni se introdujo tal denominación en la Iglesia de entonces. Jesús fue sacerdote “por la fuerza de una vida indestructible” (Hb 7,16), su muerte le consumó como el resucitado por Dios y “por haber hecho de su vida una tal ofrenda” (Hb 7,27) que le llevó a la cruz.
Por su sacerdocio, Jesús “se hace en todo semejante a sus hermanos, es compasivo, prueba el sufrimiento y ofrece en su vida mortal oraciones a gritos y lágrimas, sin avergonzarse de llamarlos hermanos”. Esto quiere decir que Jesús , para ser sacerdote, no se retira al ámbito de lo sagrado, de los ritos, sino que accede a él a través del sufrimiento, de una existencia destrozada precisamente por haber llevado el amor hasta el extremo. Jesús no deja de ser un laico, aun constituido como “sacerdote”.
Y para escándalo de unos y otros, Dios se acerca al pueblo a través de este sacerdocio de Jesús: con el pueblo débil, pobre y excluido Jesús es misericordioso y clama como profeta contra la injusticia. La vida entera de Jesús fue una vida sacerdotal en el sentido de que se hizo hombre, fue un pobre, luchó por la justicia, fustigó los vicios del poder, se identificó con los más oprimidos, entró en conflicto con los que tenían otra imagen de Dios y de la religión y tuvo que aceptar por su fidelidad la persecución y el morir fuera de la ciudad.
Este original sacerdocio de Jesús es el que hay que proseguir en la historia y es la base para entender todo otro sacerdocio dentro de la Iglesia y, por supuesto, el sacerdocio común: “La Iglesia, como Cristo, abraza con su amor a todos los afligidos por la debilidad humana y más aún reconoce en los pobres y en los que sufren ala imagen de su Fundador pobre y paciente” (LG, .
Comulgar con el Crucificado es la clave más honda para entender el sacerdocio del pueblo. Este sacerdocio pertenece al plano sustantivo; el otro, el presbiteral, es un ministerio y no puede entenderse desentendiéndolo del común. El sacerdocio común es superior y el presbiteral, como ordenado al común, es inferior.
5. En el primer milenio, el ministerio presbiteral se entiende como referencia a la comunidad. Mantiene su dimensión comunitaria. A partir del segundo, se entiende por referencia directa a Cristo, que actúa en la Iglesia a través del sacramento del Orden. La historia muestra que ha habido una evolución en el modo de entender el ministerio presbiteral, hasta llegar a configurarse como un poder aislado de la comunidad, sustantivizado en sí, y en pura verticalidad.
Artículo aparecido /abreviado) en en el último número (Nº 95) de Exodo.
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