05. El cordón umbilical de nuestra fe. El tesoro de la Tradición.(En este vínculo el texto del capítulo de Lenaers)
El tema que toca hoy es tan complejo y delicado que invitamos al lector, especialmente en esta ocasión aunque sería bueno hacerlo siempre, aleer antes el texto del capítulo de R. LENAERS y luego la presentación-síntesis que de él hacemos para destacar lo que nos parece más importante.
La Tradición es el cordón umbilical que conecta nuestra fe de hoy con la de los primeros testigos. Pero esta función no es tan automática y diáfana como hemos creído: este peculiar cordón de la Tradición puede, en efecto, engendrar tanto muerte como vida. La verdadera realidad, no la idealizada, de tantos siglos de cristianismo en unos ha provocado vida santa, en otros escándalo, rechazo y abandono. Y ello, en virtud de su composición ambivalente.
(El lector se recreará en los elementos clásicos de la Tradición que recorre Lenaers, los credos o confesiones de fe, los desarrollos dogmáticos y sus jugosas observaciones sobre el “aspaviento ritual” de la liturgia. Nosotros vamos a centrarnos exclusivamente en la pregunta clave que flota en este capítulo: ¿cuál es la Tradición que nos conecta con “el espíritu de Jesús”?
- 1. La Tradición es una “mezcolanza”…
El legado tradicional que recorre tantos siglos no es más inocente que el que circulaba entre las primeras comunidades y que hacía advertir a Pablo: “investigad todo críticamente, guardad (sólo) lo que da pruebas de ser bueno” (1 Tes.5, 22). De modo que en nuestra vivencia actual de fe influyen no sólo aquellas originarias “experiencias sobre encuentros con Jesús” (p. 55), cuya primera expresión es la propia Escritura Santa sino también la dilatada cohorte de experiencias y realidades posteriores, “la oración litúrgica y no litúrgica, los credos, las expresiones de los concilios, papas, obispos, maestros de la iglesia…las diversas espiritualidades, los catecismos, las costumbres piadosas, y hasta las reglas jurídicas eclesiásticas (…) Lo que se decía de la Sagrada Escritura, vale también para la tradición: es decir, que ella está extremadamente marcada por los factores personales y por las circunstancias de tiempo y espacio” (ps. 55-56). Siendo esto así nada tiene de extraño que Lenaers hable también, junto a lo positivo, de lo negativo de personas e instituciones. “Esta mezcolanza fue arrastrada durante siglos como si fuera la verdad eclesiástica. La historia de la iglesia ha sido una exposición itinerante de desarrollos fallidos, de abusos y delitos vergonzosos, cometidos por creyentes y jerarcas…” (p.59). Casi se podría pensar que habría sobrado el cordón umbilical: ¡felices los que creyeron sin tan pesada herencia! En efecto, lo que nos ha sido “trasmitido”, la tradición, es vehículo y obstáculo a un tiempo, aunque a nuestro orgullo religioso le resultara más gratificante una visión idílica y optimista del pasado de la iglesia, como si el optimismo no pudiera ser un estado de ánimo mal informado.
¿Cómo conectar con “las experiencias que los discípulos tuvieron en su encuentro con Jesús (…) de tal manera que nada de lo que estuviera en contradicción con el espíritu de Jesús tal y como lo experimentaron y contaron sus discípulos podría pretender ser válido”? (p.60).
La misma tradición ha apelado para ello a una especie de ‘olfato creyente’, el sentido de los fieles o sensus fidelium (p. 58). Ahora bien ¿cómo discierne éste y cómo se le localiza a él? La misma doctrina oficial recurre inevitablemente a la “ayuda del Espíritu Santo”. Pero la dificultad rebota, ¿cómo discernir entre un “desarrollo positivo bajo el influjo del Espíritu” y una “degradación generada por una fuerza de gravedad insana”? (p.59). Persiste, pues, la ambigüedad de lo bueno y lo malo de este peculiar cordón umbilical que ha originado tanto seres muertos como seres vivos.
Lenaers recuerda cómo “para el desarrollo dogmático se apela una y otra vez a Juan 16, 13, diciendo que el Espíritu va a llevar a la Iglesia a la verdad plena. Esta “construcción impresionante… se sostiene en realidad en una base bastante escuálida. Según el pensamiento heterónomo estas palabras deberían tenerse por infalibles y deberían poder aplicarse arbitrariamente a todo tipo de fenómenos internos de la Iglesia” (pp. 59-60), lo cual lejos de sacarnos de dudas lo complica todo más: ¿cuántos crímenes se han cometido por personas que se proclamaban investidas de la asistencia del Espíritu?.
¿Qué recurso nos queda entonces? En varios momentos del capítulo -y a todo lo largo de su libro- el autor no va a presentar como última instancia para el discernimiento una autoridad heterónoma, la del magisterio jerárquico (cap.6), sino la subjetiva, inevitablemente imperfecta y ambigua, de la experiencia interior del encuentro personal con la divinidad. Ni la ‘revelación’ de Dios ni su ‘tradición’ se encarnan en la historia del cristianismo más que en la experiencia subjetiva. La crisis modernista sigue siendo una asignatura pendiente.
Por fortuna este planteamiento subjetivo, siendo válido, tampoco es el definitivo. ¡Cuántas experiencias y visiones personales se han mostrado a la larga perversas! El criterio evangélico definitivo no es sino el de los ‘buenos frutos’, la conducta honesta u ortopráxis, proclamada especialmente en especial en Mateo 25 (válida para creyentes tanto como para agnósticos). Sólo este criterio es validación de la verdad (que en Juan significa siempre “fidelidad”, vida buena) para todos los seres humanos sin distinción.
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