domingo, 30 de noviembre de 2008

LAICIDAD Y RELIGION

Ponencia del XXVIII Congreso de Teología/ 4 de septiembre de 2008

JOSÉ ANTONIO MARINA

             El tema de la laicidad, que parecía resuelto o al menos olvidado, ha recobrado interés por una serie de acontecimientos  históricos, unos internacionales y otros nacionales. La fuerza de estados teocráticos, la belicosidad política de movimientos integristas, un desconcierto en democracias que no han sabido recorrer sin daño el camino de la laicidad y añoran seguridades antiguas, son algunos de los fenómenos internacionales. En España, en concreto a partir las polémicas acerca de la clase de religión y, sobre todo, de la asignatura de Educación para la Ciudadanía , vuelven a oírse tambores de guerra, y de nuevo se habla de laicidad, laicismo, no confesionalidad, persecuciones de la religión, necesidad de defender  la religión, apelaciones a la privatización de la vida religiosa, y rechazo a considerar la religión como un asunto privado. Esto recomienda volver a tratar este tema, en el que se mezclan asuntos de niveles y procedencias muy variados, para librarse de opiniones precipitadas, y sentencias dogmáticas.

            No voy a utilizar el término “laico” o “laicidad” en un sentido sociológico o cultural, en el que es equivalente a profano o a secular, es decir, a lo que se mantiene fuera del ámbito religioso. Tampoco voy a estudiar el fenómeno del laicismo y de la posición social de las religiones en el mundo actual, entre otras cosas porque es un fenómeno demasiado complejo. Voy a estudiar el  significado político y ético de los teólogos cristianos.

              Laicidad no es, por supuesto, irreligiosidad. Es una manera –a mi juicio la adecuada-  de concebir y organizar las libertades, en especial las libertades de opinión, conciencia y creencia. Se trata pues de un modo de interpretar las relaciones entre poder político y poder religioso, entre verdades privadas y verdades universales, y entre esfera pública y esfera privada. Se trata de  temas de tanto calado, que movilizan toda la filosofía política y gran parte de la teoría ética, y que están embarullados por una densa y conflictiva historia.

             El laicismo puede estudiarse de dos maneras: atendiendo al tema del poder y su origen, o atendiendo al tema de la verdad y su origen. En el primer caso prefiero hablar de “secularización” y en el segundo de “laicismo”.

             En este momento termino un libro sobre el poder. Al menos en la civilización occidental, la historia del poder político es la historia de la secularización del poder. Es un proceso muy reciente y limitado a ciertas partes del mundo. Una constante histórica muchas veces repetida ha sido tratar de avalar por la Divinidad títulos dudosos y contestables. Si la “Ley del progreso ético de la Humanidad ”, que he expuesto en varios de mis libros, es correcta, otras culturas, ahora indecisas o claramente teocráticas, seguirán el mismo camino. Europa se enfrentó al problema de las relaciones entre religión, Estado y libertad individual, después de sangrientas guerras de religión. No dudo de que hubiera motivaciones sinceramente religiosas en aquellas luchas, pero lo que es evidente es que existía una clara motivación política. La religión era el cemento que unificaba las naciones. Una nación sin unidad religiosa era una nación perdida. De hecho, cuando se firma la Paz de Ausburgo, se llega a una solución maquiavélica por lo desvergonzada: “Cuius regio, eius religio”. El monarca decidiría sobre la religión de sus súbditos. Que las religiones cristianas llegaran a ese acuerdo, es un verdadero contradiós.

 La primera solución que se dio para la convivencia de distintas religiones fue la tolerancia. Resulta interesante estudiar las diferentes etapas que esta idea atravesó.  El primer paso supuso que se podía practicar cualquier religión sin ser inquietado a causa de ella. Se abría así el espacio de la esfera privada y de la esfera pública. El marco, sin embargo, seguía siendo religioso. Lo que se admitía es la legitimidad de una religión privada, que podía ser tolerada por la religión estatal, y convivir con ella. La palabra tolerancia, que seguimos usando de manera a mi juicio equívoca, sólo significaba “soportar a los malos”, aguantarlos.

            Lo que resultaba, sin embargo, intolerable para los primeros defensores de la tolerancia religiosa, por ejemplo Locke, era la increencia. El ateismo o la irreligiosidad parecían incompatible con la convivencia humana. Pensaban que la palabra, el contrato, el juramento de un ateo no puede ser sagrado, y eso, precisamente, es lo que forma el lazo de toda sociedad humana. Si se suprime la creencia, se suprime la sociabilidad. Sin confianza no hay lazo social, y sin religión no hay confianza. Esta idea continúa aún teniendo mucha fuerza. Hay muchos padres en España que quieren que sus hijos reciban enseñanza religiosa, no porque ellos sean hombres de fe, sino porque piensan que la moral religiosa es la única que existe, y entre la anarquía y la religión, prefieren la religión. Tales creencias están muy vivas, por ejemplo, en Estados Unidos,  país que, sin embargo, tiene constitucionalmente prohibida la existencia de una religión de Estado. En el fondo de la polémica sobre Educación para la Ciudadanía  también había la afirmación de que no hay posibilidad de elaborar una ética universal laica.

 Es esta relación entre lazo religioso, lazo social y lazo político lo que la laicidad va a romper. Bayle retorció el argumento de Locke, afirmando que los ateos, precisamente porque no tienen otro lazo normativo, han de someterse escrupulosamente al derecho. Lo que la laicidad va a mantener es que las comunidades –las iglesias- no pueden tener parte como tales en la elaboración de leyes. Las leyes sólo pueden emanar de los individuos.

            Al hablar de laicidad,  lo que se está afirmando desde el punto de vista filosófico y político es que la esencia del lazo social no tiene por qué ser religioso. Más aún: que no puede ser religioso. Es anterior a la religión. La laicidad es la condición a priori de la libertad de pensamiento, de creencia y de opinión. Se sitúa en un espacio previo a estas opciones. Va a brindar, precisamente, la posibilidad de que, en un segundo nivel, los ciudadanos puedan ejercitar su libertad de creencias. No es, pues, una limitación, sino un espacio de posibilidad.

             Y si no es la religión el fundamento del lazo social, ¿cuál es? Este es el punto decisivo. Los teólogos medievales, que eran muy inteligentes, sabían que una cosa podía ser primera “quoad se” y no serlo ¡qouad nos”. Ser lo primero en sí y no serlo para nosotros. Dios podía ser en sí lo más cognoscible, pero no lo es para nosotros, que estamos hechos para comenzar conociendo las cosas materiales. Respecto del lazo social, no se trata de investigar cual podría ser el “lazo en sí”, sino tal como aparece a la Inteligencia humana. Y lo único que podemos decir es que lo que nos une, el lazo que nos hace sociales, es la peculiar índole de nuestra inteligencia. La racionalidad como modo de buscar ideas compartibles por todos.

  Eso es lo que nos une, lo que exige y permite la convivencia. Frente a la ley de la selva, que es el imperio de la fuerza, debemos establecer la ley de la razón. La laicidad supone retroceder a un punto ideal –muy aristotélico, por otra parte- en que la posibilidad de comunicación racional es el punto de partida de toda construcción política. Conviene recordar esto en un momento en que el respeto a las identidades tensiona toda la filosofía política. Es cierto que una democracia debe proteger las diferencias, pero eso debe y puede hacerlo a partir de una zona previa y común que es la “racionalidad compartida”. Lo universal es previo y fundamento de lo diferencia. Es en ese sentido en que podemos decir que los derechos fundamentales tienen que derivar de esa territorio de racionalidad común. No hay un derecho a la diferencia, sino un derecho a no ser discriminado por una diferencia éticamente aceptable.

 Sin embargo, esta nueva idea del lazo social es más un desideratum que una realidad. Los seres humanos no se comportan racionalmente, o al menos, no se comportan de acuerdo con esa racionalidad compartida y justa. La laicidad no es un estado en que uno se encuentre de repente, sólo con prescindir de ataduras religiosas. La secularización del poder no significa automáticamente que se haya entrado en el mundo de la laicidad. La laicidad es un proyecto, ¿pero qué tipo de proyecto? Creo que se trata de un proyecto ético, más aún, se trata DEL PROYECTO ÉTICO.Y, por esta razón les decía que  la teología cristiana debería estudiar y promover este

Enfoque.         

 Esto nos lleva a la segunda parte de mi argumento. La secularidad trata del origen del poder. El laicismo trata del origen de la verdad. Una vez  reconocido que el lazo profundo de la sociabilidad, el que va a permitir la convivencia, la búsqueda común de la justicia, es el uso racional de la inteligencia, conviene saber hasta dónde esta solución lo es realmente o no es tan sólo un espejismo de solución. ¿Es que podemos ponernos de acuerdo en temas normativos? Las religiones, hasta ahora, nos han separado. ¿Podemos elaborar una ética que nos una?

 De esta manera, el problema de las relaciones entre el poder político y el poder religioso se ha convertido en un  debate acerca de la verdad.

 Más aún, en un debate acerca de la inteligencia. He defendido que la superioridad de la razón sobre la sinrazón, o sobre la emoción, la poesía, la imaginación, y otras variantes, no se debe a su capacidad para encontrar la verdad, sino, sobre todo, a su capacidad para permitir una convivencia humana pacífica y justa. Si pudiéramos ser felices, viviendo en la fantasía, en las ensoñaciones, o en los sentimientos, podríamos prescindir de la razón, pero no es así. Por eso, por razones éticas, debemos defender la jerarquía del uso racional de la inteligencia.

Es aquí donde tengo que referirme a la teoría de las dos verdades que he expuesto en “Dictamen sobre Dios” y en “Por qué soy cristiano”. Entiendo por verdad el resultado de un proceso de verificación. Siempre comenzamos por evidencias privadas –perceptivas, por ejemplo- que se nos imponen de manera incontrovertible: “Lo que veo, lo veo”. Por ejemplo, que el sol se mueve en el cielo. Pero la experiencia del error –imprescindible para entender el fenómeno de la verdad- nos indica que una evidencia puede ser tachada, anulada, ahuyentada, por otra evidencia más fuerte. La astronomía nos dice que no es verdad que el sol se mueva, sino que es la Tierra la que se mueve, aunque no lo sintamos.

           Una verdad pública es aquella que puede ser verificada por cualquier persona, es decir, que va acompañada del método de verificación. El caso más claro es el de la ciencia. Nadie dice que la teórica cuántica sea la teoría física definitiva. Los científicos son más humildes y se limitan a señalar que en el momento actual es la mejor verificada. Pero, además de estas verdades fundadas en evidencias que se pueden corroborar universalmente, existe la posibilidad de otras verdades que se funden en evidencias privadas, que pueden ser fiables, pero que no pueden ser corroboradas por otras personas. A este género pertenecen, por ejemplo, las experiencias místicas, o cualquier tipo de experiencia religiosa. Todas las religiones se fundan en una experiencia individual –que puede ser, por supuesto, tenida por millones de personas-, pero su veracidad llega hasta donde llega su posibilidad de verificación. Esto no significa que sean falsas. Yo no puede negar que quien dice que siente la experiencia del Espíritu sea un alucinado. Ninguna religión puede ir más allá de su ámbito de verificación : la conciencia privada. Allí pueden ser verdaderas, y como reconocimiento a esa posibilidad afirmamos el derecho a la libertad de conciencia. Aunque al creyente la parezcan “verdades absolutas”, están afectadas por ese factor de privacidad que es imposible saltar.

           Lo resumiré en una fórmula:

 Verdad religiosa=creencia privada (en una verdad que se considera absoluta)

           Desde fuera yo no puedo negar que el creyente viva su creencia como verdad absoluta, lo que debo pedirle es que, por su parte, reconozca que está afectada por un carácter formalmente privado. En 1923, Troeltsch, un prestigioso historiador del cristianismo, expresó esta misma idea de forma meridiana: El cristianismo se funda en una profunda experiencia interna. “Esta experiencia es sin duda el criterio de su validez, pero, es preciso advertir, de su validez “para nosotros”. Es el contenido de Dios, tal como se revela a nosotros; es el camino en que, siendo como somos, recibimos y reaccionamos a la revelación de Dios. Es definitiva e incondicional para nosotros, porque no tenemos otra cosa, y porque en lo que tenemos podemos reconocer los acentos de la voz divina. Pero eso no cierra la posibilidad de que otros grupos raciales, viviendo bajo condiciones culturales absolutamente distintas, puedan experimentar su contacto con la Vida divina de formas diferentes”.

 Aparece así el enfrentamiento entre el círculo religioso y el círculo profano, laico, que la modernidad nos ha dejado. Cada uno de ellos se basa en una experiencia diferente: una universal y otra privada. Y sobre esa experiencia construyen edificios teóricos, morales y políticos. Suelo comparar esta situación con la visita de un grupo de turistas a una catedral. La mitad entra y la otra mitad se queda fuera. Los de fuera pregunta por el móvil a los de dentro: ¿Qué veis? y estos responden: “Unas vidrieras maravillosamente coloreadas, con flores, ángeles, personas. ¿Y vosotros?” “Nosotros solo vemos unos cristales grisáceos”. ¿Quién dice la verdad? Los dos. Lo que ocurre es que cada uno tiene su propia experiencia, que es verdadera y que no puede negar. La solución es que los que están dentro salgan a mirar fuera, y los de fuera entren a mirar desde dentro: Pero eso no es tan fácil como parece. Se han intentado tener varios puentes para entrar desde el campo profano al campo religioso. En primer lugar, el adoctrinamiento. La religion se transmite y se acepta dentro de un sistema de creencias sociales admitido por una cultura. De aquí proviene el gran interés que todas las confesiones religiosas tienen por la educación de los niños. Es la etapa en que el adoctrinamiento es más sencillo. Creo recordar que Urs von Balthasar dice en algún sitio que el bautizo de los niños fue la decisión más grave que tomó la iglesia en sus comienzos. Suponía recibir un sacramento sin conciencia ni aceptación voluntaria. Al entrar en el mismo paquete ideológico que otras creencias se produce una naturalización de la experiencia religiosa, que acaba convirtiéndose en costumbres.

        Otro puente intentado fue la iniciación. En su origen, se trata de ritos, enseñanzas o acciones que provocan una mutación  del sujeto. “El novicio emerge de sus duras pruebas como un ser totalmente diferentes. Se ha convertido en otro”, escribe Mircea Eliade. Es el método seguido por casi todas las religiones orientales. El cristianismo se vedó de alguna manera este camino, porque –especialmente el protestantismo- negó que el hombre pudiera acceder voluntariamente al circulo sagrado.

             Un tercer puente es el de las conversiones. Pero es un fenómeno que no puedo explicar, porque se trata, precisamente, de un acontecimiento privado. Los convertios narran su conversión como el encuentro con una persona. Paul Claudel relató en estos términos su conversión, mientras escuchaba un concierto: “¡Es alguien, es un ser tan personal como yo! Me ama y me llama”. No pudo explicar lo sucedido. Simon Weill, una figura patética, intelectual judía generosa   y esforzada hasta la inmolación, intentó describir esa presencia extraña. Después de explicar que un joven inglés le había hecho conocer los poetas metafísicos del siglo XVII y le había enseñado el poema “Love”, de Herbert, cuenta que recitaba ese texto como poema, hasta que al final se convirtió en una especie de oración. “En el curso de una de estas recitaciones, Cristo mismo descendió y se apoderó de mi. En mis razonamientos sobre la indisolubilidad del problema de Dios no había previsto esta posibilidad de contacto real, de persona a persona, aquí abajo, entre  un ser humano y Dios”. ¿Estos son ejemplos de verdades privadas, sobre los que no tengo nada que decir.

          El último puente entre el circulo sagrado y el profano, es la razón. Pero siglos de apologética han demostrado la imposibilidad del esfuerzo. Esto es lo que deja las religiones confesionales fuera del terreno abierto por la laicidad en la escuela

           Nos quedaba pendiente el tema de la moral. ¿A que dominio pertenece? ¿Puede entrar en la escuela o debe permanecer en el ámbito privado? Para contestar a esta pregunta, comenzaré haciendo una precisión terminológica. Entiendo por “moral” el sistema normativo de una sociedad o de una religión. Hay, pues, tantas morales como culturas. En cambio, entiendo por “ética” una moral transcultural, universal, racionalmente justificable. Ahora retomo lo que anticipé al principio. Las morales deben quedar fuera de la escuela, fuera del espacio abierto por la laicidad, pero, por el contrario, la ética, que pertenece al reino de  la racionalidad, debe estar presente en la escuela.

             Al defender esta tesis es evidente que la carga de la prueba recae sobre mí. ¿Es cierto que existe esa moral universal, esa ética racionalmente justificada? Creo que sí, y a mostrarlo he dedicado muchas páginas. La ética es el conjunto de las mejores soluciones que la inteligencia humana ha descubierto para resolver los nueve problemas fundamentales que aparecen en todas las sociedades. Los problemas son universales, pero las soluciones han sido culturales, es decir, morales, particulares. Se trata de comprobar que hay soluciones mejor fundamentadas que otras. En “Ética para náufragos”, “La lucha por la dignidad”, y los libros de texto de “Educación para la ciudadanía y los derechos humanos”, “Ética cívica” y “Filosofía y ciudadanía”, he expuesto con detenimiento los criterios para la evaluación de las teorías morales, asunto importante en un momento de suave escepticismo ético, en el que se imponen los “valores líquidos”, es decir, cambiante sy poco sólidos. Se trata de poner en funcionamiento una “racionalidad social”. La razón individual  puede justificar perfectamente el egoísmo y la violencia. En cambio, la racionalidad social, la que surge de la interacción de inteligencia, va haciendo emerger soluciones universalmente aceptables. Jacques Maritain, en su discurso inaugural de la Segunda Conferencia de la UNESCO , afirmó que la experiencia moral de la humanidad constituía una racionalidad de tipo práctico que puede fundamentar conocimientos morales de validez universal. Algo parecido he mantenido en mis libros.

          Los nueve problemas morales a loa que me refería son: (1) El valor de la vida. (2) La relaciones entre el individuo y la tribu, (3) Los bienes, su propiedad y distribución, (4) El ejercicio del poder político. (5) El sexo, la familia y la procreación. (6) La resolución de conflictos en la convivencia. (7) El cuidado de los débiles, enfermos, ancianos, huérfanos. (8) El trato con los extranjeros y (9) Los deberes hacia los dioses, la actitud ante la muerte y el problema del sentido de la vida.

             Poco a poco se han ido perfilando las mejores soluciones, gracias a la colaboración de las religiones, de la experiencia, con frecuencia terrible, de la humanidad, de la voz de las víctimas, de las reivindicaciones de grupos sociales, de la tarea crítica de filósofos y juristas. El modelo ético que se perfila como universalmente deseable y capaz de resolver los problemas anteriormente mencionados puede describirse así:

 Reconocimiento de los derechos individuales, rechazo de las desigualdades no justificadas, participación en el poder público, racionalidad como forma optima de resolver conflictos, función social e la propiedad, seguridades jurídicas, y políticas de ayuda.

 Este modelo es, por supuesto, muy amplio y a veces las dificultades surgen al querer concretarlo, pero es, al menos, un cimiento seguro, sobre el que podemos ponernos a construir.

             Desde el punto de vista teórica, el edificio de la ética se basa en un axioma constituyente: la afirmación de la dignidad del ser humano. Como todos los axiomas es indemostrable, per la necesidad de admitirle deriva de que sólo él nos permite la construcción del gran proyecto ético al que aspiramos.

 La Declaración de los Derechos humanos es una formulación de este proyecto, y en él se articulan adecuadamente la relación entre laicidad y religión. Es una Declaración laica, porque después de apasionadas discusiones no se hizo ninguna mención a Dios. Sin embargo, protege las religiones como un derecho de las personas.

 

 LA RELIGION EN LA ESCUELA

 A partir de lo dicho, me gustaría hacer algún comentario sobre la religión en la escuela. Los ilustrados vieron con claridad que la laicidad tenía exigencias educativas. Por ello, no es de extrañar que  la laicidad en Francia esté unida estrechamente con la institución de la escuela pública. En el “Diccionario de pedagogía  y de instrucción primaria” (1882), de Ferdinand Buisson, fundador de la Liga de los derechos del hombre” y premio nobel de la Paz en 1927, aparece la palabra “laicidad” como un neologismo necesario tratándose de la escuela pública.

  A finales del XVIII, Condorcet, la figura más noble de la revolución francesa, se percató ya de las contradicciones que planteaba  la laicidad en la escuela pública. Para evitar caer en aquello que criticaba, el Estado no podía enseñar una moral, porque las morales estaban protegidas por la libertad de creencias. Algunos de los temas suscitados en España por la nueva asignatura de Educación para la Ciudadanía proceden de esta contradicción. No se puede permitir al Estado que atente contra los principios de la laicidad enseñando una moral.

          Para evitar el peligro, Condorcet afirmó la necesidad de que la escuela fuera independiente de los poderes, y se sometiera a la ley, que debería prohibir que la pedagogía utilizara otra cosa que la razón y la experiencia. Lo hizo en sus “Cinq Mémoires sur l’instruction publique » y en el « Rapport et project de décret sur l’organisation générale de l’instruction publique » (1781, 1792). De esta manera, la enseñanza de la religión resultaba vetada en la escuela pública. Robespierre intentó introducir una “religión laica”, fundada en el culto a la Razón , lo que dio lugar a uno de los espectáculos más sorprendentes, histriónicos e inútiles de la Revolución. Por su parte, la legitimidad de la  enseñanza de principios morales dependía de la posibilidad de fundar una moral en la razón y en la experiencia.

             Teniendo en cuenta estas cosas, ¿qué se debe enseñar en la escuela?

La capacidad de razonamiento crítico y las verdades universalmente compartidas o compartibles, es decir, que estén fundadas en la razón y en la experiencia.

         Todo lo dicho me permite sacar consecuencias prácticas acerca de la religión en la escuela. La escuela pública debe enseñar obligatoriamente la ética universal porque es el fundamento de nuestra convivencia. Eso no significa un rechazo de las religiones, sino un deslindamiento del espacio público y del espacio privado, de las verdades públicas y de las verdades privadas. Deben enseñarse en la escuela pública aquellas cosas que constituyen un espacio público universal, en el que todas las creencias, religiones, culturas, puedan entenderse. ¿Eso quiere decir que no hay nada en la experiencia religiosa que pueda entenderse como universal? No. Desde el punto de vista antropológico, la religión es un fenómeno universal y, por lo tanto, debe conocerse. Cerrar la escuela al estudio de la experiencia religiosa sería una decisión dogmática, no fundada, como quería Condorcet, en la razón y la experiencia. Desde hace tiempo defiendo la necesidad de desarrollar en la escuela una nueva competencia, que podríamos llamar “filosófica, crítica, antropológica, reflexiva”, capaz de comprender y evaluar nuestra situación en el mundo. Una de las herramientas más importantes sería una “historia de la evolución cultural de la humanidad”, que permitiría a los alumnos conocer cómo hemos llegado a donde estamos, cuáles han sido las fuerzas, las expectativas, las necesidades que han dirigido la historia de la Humanidad. En este tipo de enseñanza, la religión tendría un puesto importante. Ya sé que puede resultar muy difícil establecer el modo de presentar y hablar de las religiones, porque es un asunto en el que los prejuicios a favor y en contra son muy poderosos. Pero creo que se podría lograr. El sistema educativo inglés ha introducido entre sus objetivos, la “educación espiritual”, que no es religiosa, pero incluye referencias a las religiones. En Francia, desde hace unos años se estudia la posibilidad de incluir algún tipo de enseñanza religiosa en la escuela. Pueden ver un resumen de los ensayos hechos en el libro de Mireille Estivalèzes, “Les religions dans l’enseignement laïque” (PUF, Paris, 2005). Como todos los temas educativos, este encierra una gran complejidad, y conviene pensarlo con rigor y paciencia. La laicidad no es una realidad, es un proyecto para construir un espacio social democrático, justo, respetuoso con los derechos de todos, que no se cierra a la religión, que no expulsa a las religiones, sino que las protege, situándolas, sin embargo, dentro del marco ético en el que todos queremos vivir. Este espacio, permite la emergencia de lo que he llamado “religiones de la segunda generación”, que son aquellas que se insertan en el dominio laico. No van contra él, sino que aprovechar su energía ética y, como siempre han hecho, colaboran a ella.Espero que las precisiones que los trabajos de este congreso  puedan  colaborar a ello



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