jueves, 27 de noviembre de 2008

SECULARIDAD VERSUS SACRALIDAD

Juan Luis Herrero del Pozo

Al cabo de más de dos siglos, la Iglesia permanece, en lo sustancial, impermeable a la Modernidad, entendida ésta en el buen sentido, como reconocimiento de la autonomía de lo intramundano. En este desencuentro, la institución eclesial es la principal perdedora. Más que por la persecución o el cuestionamiento desde el exterior, se está vaciando desde dentro, estáimplosionando. La sangría de vocaciones religiosas y sacerdotales continúa, salvo en aquellos países o sectores más conservadores donde la modernidad no ha podido establecer la madurez del pensamiento adulto. Por la misma lógica que explica la crisis vocacional, la Iglesia se vacía de fieles: la desaparición de los más ancianos no queda compensada por el aporte joven que, en su mayoría, hace de la confirmación el sacramento de la ‘deserción’[1]. La involución conservadora postconciliar, impulsada por un Papa oriundo de un país que se había protegido del ateísmo militante aislándose en una burbuja religiosa medieval, ha pretendido detener la desbandada reproduciendo en todo el mundo el modelo polaco de vieja cristiandad. Éste es el que rechazan los espíritus modernos, no el Evangelio. Si la espantada del mundo joven (y del de las mujeres) fuera resultado de la dificultad de vivir la radicalidad evangélica, no le cabría a la institución eclesial especial responsabilidad. Al contrario, el desencuentro sería efecto de su testimonio demasiado vigoroso. El número no cuenta y es probable que el cristianismo futuro llegue a reducirse al fermento de múltiples pequeñas comunidades dispersas, pero influyentes. Pero no es así. No es precisamente la conversión interior ni comportamientos de vida coherentes con el evangelio lo que la Iglesia exige a la hora de impartir sacramentos con las facilidades de un supermercado barato. Muy al contrario, el afán de lucro, el consumismo, la tiranía política con tal de que sea de derechas conviven sin mayor dificultad con la Iglesia oficial. Parece que sólo en la doctrina sexual es intransigente o más bien de visión antropológica trasnochada. Por fortuna, cada vez es tenida menos en cuenta.

Parece, pues, necesario buscar por otros derroteros el choque entre espíritu moderno -el sano- y aceptación de la Iglesia. Algunos cristianos progresistas buscan la solución del desencuentro mediante la reforma de los elementos antidemocráticos de la institución eclesial: estructura piramidal, última monarquía absoluta de los tiempos modernos, nombramiento de obispos al arbitrio de la autoridad, marginación real del mundo femenino, etc. Sin duda, la Iglesia sería más creíble sin tanta rémora medieval[2]. Cabe pensar, no obstante, que tales reformas serían insuficientes y no harían a la iglesia más sustancialmente aceptable. El choque entre Iglesia y Modernidad es incontestablemente más profundo. Pero el diagnóstico no es fácil de elaborar y menos de formular. Intentémoslo.

VI 1. Potenciar la lógica de la Ilustración: secularización.

El abismo de incomprensión entre cristianismo y mundo actual se explica por razones de mayor calado. La crisis de la Ilustración purificó al cristianismo de mucho lastre, mas no ha alcanzado las últimas consecuencias.

La Iglesia era, en occidente, heredera única de la cultura y de la civilización. Constituía la instancia suprema de la verdad, de la moral, de la gobernación y del derecho. Las ciencias eran ramas de su teología, coronaba y destituía reyes, repartía territorios de influencia entre estados cristianos, arbitraba conflictos, bendecía invasiones, guerras y conquistas. En una palabra, garantizaba el orden político y social imperante. Nadie lo ponía en tela de juicio, en principio. Porque todo dependía directamente de Dios y Dios había delegado en la Iglesia su dominio y gobierno. El mundo entero occidental era una teocracia. Ninguna realidad intramundana tenía consistencia fuera de la sumisión a Dios. El principio de que Dios es último fundamento de todo, que cualquier creyente admite, con razón, encierra peligrosamente la semilla del peor fundamentalismo. Ahora bien, si se quiere no caer en el fundamentalismo religioso, es preciso descubrir a tiempo su principio corrector, la llamada ‘secularidad’. Este proceso de secularización, tan denostado por la teología conservadora (que más bien desea recuperar el modelo de cristiandad mediante la ‘nueva evangelización’, ¡ojo al dato!) no es una desviación, una moda peligrosa o un accidente lamentable en el desarrollo del pensamiento religioso. Es el principio mismo de su salud.

VI. 2. ¿Cómo puede existir algo ‘además’ de lo Infinito? Lo ”pro-fanum

Sin la debida secularización cualquier actitud religiosa está viciada. Toda insistencia es poca. El proceso de secularización arranca del hecho de tomar en serio una de las preguntas metafísicas más básicas y originarias: ¿Cómo, además de Dios, existe algo distinto de Dios? Si existe sin identificarse con Dios, dispone de su propia consistencia, fundada, sin duda, en Dios, pero, al mismo tiempo, autónoma. Existe realmente algo que no es Dios. No es una obviedad. Es el dualismo fontal irreductible del pensamiento humano cuando no se anega en el panteísmo eliminando la dialéctica entre lo Uno y lo Múltiple, por reducción ontológica de lo Múltiple a lo Uno. El dualismo radical no es el de los dos principios, del Bien y del Mal, sino el de lo Uno y lo Múltiple. Quien se detenga a pensar descubrirá que la aporía se impone de forma meridianamente clara. ¿Cómo existe, además de Dios, algo distinto de Él? Porque, efectivamente, existe algo irreductible a Él, con su propia y autónoma densidad[3].

Sin embargo, la respuesta creyente no carece de dificultad. Está afirmando dos cosas: una que ve, la existencia de lo real y otra que induce, en busca de mayor inteligibilidad, al advertir que lo real perceptible no encuentra en sí mismo la explicación radical y el último sentido. El creyente lo induce, pero no lo puede probar, cosa que tampoco le es posible al ateo en su opción contraria. En la doble afirmación de Dios y de lo real visible, el creyente no tiene por menos que preguntarse: ¿cómo se entiende que frente a un Dios que, para serlo, debe encerrar la totalidad de la perfección pueda existir alguna otra perfección que no se identifique con Él? ¿Cómo hay algo además de Dios?[4]. Es la eterna aporía en la historia del pensamiento, la conciliación de lo Uno y lo Múltiple. Sólo la tensión dialéctica entre ambos permite salvaguardar el misterio que, a la postre, es el único misterio, filosófico, realmente tal que existe.

Si lo Múltiple existe y no es humo o ilusión, como hemos creído oír en oriente, todo cuanto existe sólo es inteligible por y desde el UNO. El Uno“es” pura y simplemente, es en sí y por sí. Cualquier otra realidad “es desde y por” el Uno. Como el agua “es por y desde” la fuente. Lo diré con otras palabras. A los seres que llamamos creados el filósofo creyente sólo los comprende, aunque sea con pobres conceptos humanos, como seres que existen y se entienden desde su fuente, el SER de Dios, en cuanto que éste es el fundamento óntico de su existencia y epistemológico de su inteligibilidad profunda. En este sentido, lo cósmico e intramundano no goza de una autonomía absoluta, sólo propia de Dios. Es la intuición básica propia de la experiencia creyente que no vamos a negar nunca, pero sí evitaremos de extrapolar no reconociendo la consistencia y autonomía, aunque relativas, de lo que llamamos creado. Esto es lo que pretende afirmar el creyente al aceptar a Dios: que todo ser “contingente” (es decir, que no encierra en sí mismo la necesidad de existir) solamente es inteligible como existente en la medida en que se funda en el Necesario y de él recibe el ser, ser recibido, pues. Este “ser recibido” lo constituye en una dependencia de fondo, óntica, que todo creyente percibe de un modo no erudito, pero intuitivo -aunque contaminado, como veremos- y a lo que no puede renunciar. La percepción intuida más que pensada de esta dependencia óntica tal que no existe ninguna otra (el agua y la fuente son mera metáfora), explica que el creyente tienda a afirmarla con exclusión de cualquier autonomía, a sumir en ella cualquier otra perspectiva, a reducir a ella todo el ámbito de su relación con lo numinoso y, en definitiva, a desvanecer o diluir lo Múltiple en lo Uno. Es el corazón del fundamentalismo: inconscientemente el pensamiento religioso vigoroso pero descompensado o desequilibrado es refractario a la aceptación de la ‘secularidad’ que la Ilustración posibilitó y que inevitablemente comporta independencia y autonomía. El sentido religioso que entiende todo lo creado como radicalmente dependiente del Ser Supremo corre fácilmente el peligro del fundamentalismo al negar cualquier modo de autonomía de lo que llamamos creado.

Pues bien, aquí emerge la afirmación dialécticamente complementaria de la aporía: la realidad existe y no es Dios, tiene su densidad autónoma; por mucho que sea ‘recibida’ Dios la hace ser ella misma, la respeta, no le roba el ser, no es su rival (como, no sin razón, nos reprochaban Feuerbach y Nietzche). Tal es el punto clave de la dialéctica de que hablamos: se trata de conjugar la no-autonomía con la autonomía, la afirmación de una dependencia radical de Dios que da el ser con la autonomía de lo secular. es decir, con la consistencia del funcionamiento de lo existente conforme a sus propias leyes internas sin que Dios haya de estar interfiriendo en esos procesos desde fuera de ellos o como un añadido a sus posibilidades. Lo secular es autónomo en el sentido de que no precisa ser completado desde las afueras de su realidad. Todo lo opuesto a aquella visión tradicional de una naturaleza a la que puede sobrevenir algún ‘sobre-natural’ para corregirla o ampliarla: la conciencia dispone de todos los medios para construir su historia; la sociedad es soberana y no tiene necesidad de la designación de un gobernante ‘por la gracia de Dios’; es obsceno exacerbar el cinismo al extremo de esperar de Dios precisamente lo que está confiado a nuestra responsabilidad: el cuidado de la salud, el éxito profesional o el hambre del tercer mundo. Afirmado Dios en su existencia, fuera de él todo es secular, intramundano, realidad natural a la que no se va a superponer ningún sobrenatural. Nada es sagrado, pero todo tiene la dignidad de loprofano; pro-fanum (lo de delante del santuario) es lo que se alza con consistencia y dignidad ante la realidad del Trascendente. Lo que hemos denominado sobrenatural o sagrado no es un añadido gratuito, sino laprofundización de lo humano, desde la dinámica potencialidad inscrita en todo lo creado. Lo natural, pues, es lo autónomo. El intervencionismo divino es remiendo y arbitrariedad indignos de DiosLa secularidad es la existencia consistente de lo Múltiple ante el Uno (aunque desde el Uno). Es la muerte del fundamentalismo desde la misma raíz.

•V. 3. Injustificado recelo ante lo secular.

La autonomía propia y el carácter secular de cuanto existe ‘además’ de Dios es lo que luego intentaremos perfilar echando mano del concepto de ‘creación’, no como dato revelado, sino como razonamiento asequible a la mente. Como se habrá entendido, nuestra reflexión no aborda propiamente el fundamento de la teodicea, la existencia de Dios. Realidad que, por lo demás, no es objeto de demostración. Las páginas anteriores sólo han pretendido balbucear pobremente una forma de entender la aporía de lo Uno y lo Múltiple, lo Infinito y lo contingente, en la que ambos extremos son irreductibles el uno al otro y, salvo que se apueste por la supresión de uno de ambos (ateísmo o panteísmo), sólo su gestión dialéctica permite un planteamiento inteligible de su relación.

No cabe duda que la vida ordinaria no nos prepara para este nivel de abstracción metafísica. Por fortuna, no es algo necesario en la vivencia de la fe que se juega esencialmente de cara al hermano, como veremos en la última parte. No por ello son reflexiones superfluas o bizantinas (es labor de los expertos pastoralistas trasladar a la calle las ideas del nuevo paradigma) sino pertinentes y necesarias a la hora de fundamentar la destrucción del virus mágico que se cuela de rondón y se instala pervirtiéndolo todo en el mismo instante en que el creyente piensa y vive, a su nivel, su relación con Dios. Sin la superación de tal insidioso escollo no por metafísico menos real, la articulación práctica y vivencial de lo Múltiple y lo Uno se convierte en magia y todo en la experiencia religiosa de cada día quedará distorsionado como una foto movida de imagen irreconocible. He juzgado imprescindible abordar con algún detenimiento y relativo énfasis unas reflexiones de especulación abstrusa porque he constatado en muchas ocasiones un fenómeno: cuando clérigos, catequistas, cristianos formados, incluso teólogos, llegan a este punto que, a mi entender, es lo más medular y decisivo del nuevo paradigma fundado en la superación de lo mágico, algunos se desconciertan en este preciso instante y no alcanzan a superar el último umbral[5]. Se acabó entonces, a mi juicio, el alcance trascendental en sus efectos del nuevo paradigma. Ha faltado ese “clic” (el ‘clic’ que expresamos diciendo “¡Ahora caigo!”) sin el cual todo el proceso deaggiornamento del pensamiento religioso queda en suspenso. Por fortuna, el creyente medio llega a percibir, por un acceso más intuitivo que teórico, que el ‘intervencionismo’ sobrenatural en el que ha sido amamantado es pura magia, irreconciliable con el espíritu crítico moderno que intenta abrirse paso en la conciencia de cualquier persona aún no del todo deformada por los viejos patrones.

Aunque lo esencial de estos preámbulos está dicho, no me resisto a un complemento de énfasis. La intuición de la dependencia ontológica radical de Dios por parte de todo ser impregnaba, sin duda, el pensamiento y la vivencia creyentes antes de la Ilustración; pero, mal entendida, conducía a vaciar de consistencia todas las obras de Dios: lo que no era Dios era vanidad, inanidad, ilusión, sin peso ni consistencia, despreciable, incluso peligroso y hasta perverso. El rechazo del placer, el sentimiento negativo y dolorista de la existencia, la fuga mundi como ideal de vida, el sentimiento de miedo y de culpabilidad radican ahí en última instancia. La desviación religiosa, pues, consistía en acabar negando densidad y autonomía (relativa, cierto, frente al Absoluto) a lo intramundano. Con esta convicción toda historia aparecía incierta y escapaba a la responsabilidad humana: nunca se estaba seguro de que Dios no había intervenido o no lo haría en adelante. Todo estaba en el aire pendiente del “si Dios quiere“. ¡Qué rentable le resultaba a nuestra pereza fiarse de la Providencia! Según la Biblia el devenir humano era una ‘historia sagrada’, es decir, trufada de acciones de la divinidad que nadie cuestionaba. Y a esto es a lo que asestó un golpe de muerte la Modernidad ilustrada. La razón y la ciencia descubren que se han colgado indebidamente demasiadas cosas de la divinidad. Dios no es un dios celoso que devore o haga insignificantes o inanes a sus criaturas; no entra en colisión o competencia con ellas, no es su rival, sino todo lo contrario, las hace ser lo que son, autónomas. Las confía a sus leyes internas, a su devenir, a la construcción de su conciencia libre.

El caso más patente de este enigma se percibe, en efecto, en el que representa el punto culminante de la evolución cósmica: la libertad. ¿Cómo se articula el acto libre y la acción divina que lo hace ser? Si ambos elementos entran en colisión, si la acción de uno compite con la del otro, si fijamos algún momento de prioridad del uno sobre el otro, más allá de la dependencia radical señalada, se quiebra la dialéctica entre los extremos del enigma, lo Uno es absorbido por lo Múltiple o éste por lo Uno[6]. Si ante Dios no existe autonomía real, desaparece la libertad. Por eso recurro una y otra vez, en mis textos, por especial atención a los teólogos profesionales, a la vieja controversia de auxiliisque se encasquilló sin resultado, imponiendo Roma silencio al final. He insistido en lo significativo de tal polémica: el problema no tenía solución por estar mal planteado o, mejor dicho, por no haber sido planteado desde el análisis del pensamiento mágico que lo originaba. Es lo que intentan superar las reflexiones presentes.

VI. 4. La colisión de dos racionalidades

La incompatibilidad entre el paradigma cristiano tradicional y el de la modernidad es la de dos racionalidades que se enfrentan y excluyen: la racionalidad inmadura que, en última instancia, se echa en brazos de la obediencia a la autoridad (y que muchos confunden con la fe) y la racionalidad que toma en serio las posibilidades de la mente humana precisamente por creer que está habitada por el Espíritu. Éste es el punto preciso del desencuentro entre institución eclesial y modernidad o, por decirlo en lenguaje llano, el distanciamiento entre los responsables, en general, de la Iglesia y los espíritus críticos.

Las autoridades eclesiales viven en una burbuja pre-ilustrada y, bajo pretexto de control de algún abuso, no han percibido la evolución del pensamiento y de las libertades. Siempre las han combatido de modo que cada día somos más los cristianos que vemos a nuestros pastores como dinosaurios que se pasean por el mundo pronunciando sonidos curiosos e incongruentes, como vagando por otro planeta. Al mismo tiempo, millones de creyentes sinceros y honestos no soportan el desfase - más intuido que reflejo- entre fe y razón y acaban desconectando, marchándose silenciosamente. Otros, más implicados, críticos y rebeldes, cuestionamos abierta y frontalmente, por fidelidad a nuestra conciencia, a la gran iglesia por considerarla más obstáculo que lugar de encuentro con Dios. El calado de la ruptura es tal, no ya entre cristianos y ajenos, sino entre los dos sectores cristianos antagónicos de la iglesia actual, que el diálogo resulta imposible, como entre habitantes de dos galaxias mentales alejadas una de otra. Basta prestar oídos al estridente diálogo de sordos que se evidencia cada vez que debaten en privado o en público representantes de ambos sectores. Son dos cosmovisiones irreconciliables. La del sentido común, potenciado por el espíritu crítico de la Ilustración frente a la credulidad que se debate furiosamente contra la anterior y acaba refugiándose en una fuente exógena de conocimiento, llegada e impuesta desde fuera, por vía de revelación sobre-natural. La autoridad jerárquica nos reprocha con arrogancia la disolución de la sustancia de la fe. Porque da por hecho que Dios ha hablado directamente a esta pequeña porción de toda una humanidad que se extiende a lo largo de cuatro millones de años de historia. Para los espíritus críticos semejante racionalidad no es fe, sino credulidad fideísta. Un espíritu crítico no cuestionaría los contenidos de fe, como no lo hacía el mismo Hegel, si le constara fehacientemente larealidad del factum revelador (del que no se le ocurría dudar) y no sospechara, como ocurre hoy, que tal hecho responde, más bien, a alguna aventura gratuita e inverificable del espíritu religioso. Pensamos que esto es lo sucedido en las tres religiones que se pretenden reveladas. Ahora bien, la sospecha alcanzaría el grado de certeza moral si el hecho revelador quedara suficientemente explicado no como intervención divina sobrenatural, sino como el mecanismo espontáneo y precrítico de que dispone la conciencia humana para concebir su relación con la divinidad.

Aclaro un poco más. El creyente tradicional entiende, con toda razón, que Dios es omnipotente, sin necesidad de mayor precisión. Si por otra parte, es bueno y misericordioso, como piensan las tres religiones del Libro (judía, cristiana y mahometana), ello invitaría a creer que Dios ha querido echarnos una mano en nuestros avatares humanos y comunicarnos lo que supera nuestras pesquisas. Parece todo tan lógico que se entiende como obvio que así haya sucedido. Para cualquier adepto de una de las tres religiones supuestamente reveladas, esta característica específica de ser reveladas es algo tan fuerte y nuclear, desde la más tierna infancia, en la transmisión de la fe que es lo último de lo que se le ocurriría dudar. La teología cristiana ha invertido siglos en buscar cómo las creencias se articulan con la razón, pero apenas se detenía un poco en las primeras páginas de los manuales sobre la fundamentación racional del evento revelador y, aún menos, sobre la estructura antropológica del conocimiento religioso. No parecía necesario y para el creyente de a pie era obvio[7].

Aquí reside, a mi entender, la principal explicación del desencuentro progresivo, y creo que irremediable, entre cristianismo tradicional y tiempos modernos. Bastantes creyentes que nunca se habían planteado el tema de forma tan explícita, al oírlo formular de esta suerte, reconocen aliviados: “has acertado a decir lo que yo llevaba tiempo pensando” o “ya presentía yo que las cosas de la religión no eran como nos las habían contado”. Existe, pues, como una especie de incompatibilidad irreductible entre las creencias tradicionales y el sentido común[8]. Muchas personas padecen dudas de fe y apenas se atreven a reconocerlo. En realidad viven esta incompatibilidad y, en lugar de aclararla, arrinconan el tema en la zona vergonzosa de su conciencia. Otros renuncian a toda creencia, arrojando al niño con el agua del baño. Cada psicología individual vive el problema religioso en su biografía concreta de manera peculiar.

¿Cómo salir del atolladero? Yo diría que existe un doble nivel de planteamiento: uno de sentido común, en principio asequible a cualquiera. Mas cuando se solicitan argumentos más profundos por parte de los especialistas del pensamiento filosófico, es preciso llegar a un segundo nivel de tipo propiamente metafísico. Didácticamente, me parece más útil despejar el camino con el tratamiento metafísico -que tampoco es inasequible a la mayoría- para considerar luego de modo más pragmático y jugoso qué tipo de actitud religiosa global sería la traducción correcta de la intuición metafísica y daría razón tanto de las exigencias de la modernidad como de los enigmas religiosos, los de la realidad profunda que somos. Esta actitud religiosa global, lo adelanto desde ahora, consiste en pensar y, sobre todo, vivir dialécticamente(para preservar la realidad enigmática profunda) al Dios máximo Presente (”lo más profundo de mi más secreta intimidad”) y al Dios ‘desesperadamente’ Ausente (el de una cierta ‘muerte’ de Dios, la del agnóstico, la del creyente y la del místico: “¿dónde te escondiste, amado?”). En esta dialéctica, la honda maduración de la persona de solidez asentada sobre roca, esperanza de sentido y confianza, libre de miedos, se combina y se completa con la plena asunción de la más laboriosaresponsabilidad, a la intemperie de la inevitable soledad del adulto maduro, que afronta su tarea de construcción biográfica “como si Dios no existiese”. Por decirlo paradójicamente: en un cristiano moderno están llamados a convivir lo creyente y lo agnóstico, no esquizofrénicamente (como en la fe integrista de los grupos neoconservadores), sino en dialéctica y fecunda tensión. Al llegar a ese punto, estaremos en nuestra verdadera galaxia, el nuevo paradigma religioso, a años luz de la dogmática mitológica tradicional[9]. Sospecho que mi pretensión parecerá excesivamente arrogante. Opino que no lo es porque me declaro humildemente sometido a cualquier reflexión crítica que no se halle cerrada, por principio, a un planteamiento trascendente serio. En cualquier caso, mi modesto grano de arena no hará daño a nadie. Sólo a mí mismo, si pierdo el tiempo errando el camino. Ni siquiera esto, porque esta intuición está fomentando en mi interior, lejos de distracciones academicistas, más deseos de seguir trabajando en pro de un mundo mejor. La resistencia activa contra el viejo paradigma no merma, sino que, al contrario, fecunda la escucha a los hermanos, la oración silenciosa y el disfrute de la moderada felicidad que Rahner veía posible en esta vida.

VI. 5. Hablar de Dios de modo antropomórfico.

Al hablar del desencuentro entre iglesia y mundo de hoy, más allá de problemas menores, he mencionado dos racionalidades distintas y he situado su punto de ruptura y discrepancia en el elemento radical que sustenta y de donde arranca todo el imaginario religioso. Este punto radical de partida de una concepción religiosa determinada es el modo cómo entendemos la relación entre la persona y la divinidad. ¿Cómo solemos entender esa relación concreta? En términos de elección:atribuímos a Dios una decisión sobre una persona que es independiente y anterior a la libre determinación de ésta. Éste es el punto clave de arranque en la relación Dios-criatura, al menos en las llamadas religiones del Libro. Cuando un judío, un cristiano o un musulmán asegura que Dios le ha hablado está diciendo que Dios ha tomado la iniciativa de dirigirse a él concretamente y no a otro. Es decir, Dios lo ha elegido. Intentemos desentrañar lo que implica el concepto religioso de elección.

La elección divina es ya un modo muy peculiar de entender la relación Dios-criatura. En primer lugar Dios detenta la iniciativa. Nada sospechoso aún si con ello afirmamos la primacía del Trascendente: en la relación Dios-persona, Dios es fuente de ser y don acordado mientras que la persona es receptora de ser, beneficiaria del don de Dios. Hasta este instante estamos situados a nivel del ser aunque en una dualidad básica, Ser y ser, Ser absoluto y ser contingente o relativo. Lo único que hemos afirmado es una primacía que se suele llamar ontológica porque afecta al ser en sí y no a su modo de ser. Sin embargo, al hablar de elección divina hemos introducido inconscientemente en la consideración de ese ser, el de Dios y el de la criatura, el factor tiempo:Dios ha elegido a una persona antes de que ésta abriese la boca. Y aquí es donde se nos ha ‘colado’ un factor insospechado, el tiempo: afirmar que una realidad es no implica afirmar que es antes de o después de otra. Esto lo entiende, en principio, cualquiera con un mínimo esfuerzo de abstracción. Pero este esfuerzo consiste despegar del suelo para recaer inmediatamente en él por la ley de la gravedad. Y, en filosofía, el factor tiempo es como la ley de la gravedad que nos impidiese considerar el ser sin inmediatamente introducirlo en el tiempo. Ésta es la condición de nuestro conocimiento.

Todo nuestro conocimiento arranca de la experiencia de los sentidos y las realidades que los sentidos alcanzan se hallan todas inmersas en los parámetros del tiempo y del espacio: toco un libro que está encima de la mesa, veo un corredor que llega antes después. De tal guisa que estaley de la gravedad filosófica, el factor tiempo, impregna todo nuestro conocimiento, incluida cualquier percepción que tengamos de Dios y la distorsiona apenas nos descuidamos. Por ejemplo, la afirmación de que Dios conoce desde toda la eternidad lo que una persona va a hacer es válida, pero se presta a deslizarse por un barrizal en plena niebla. Porque de ordinario ¿cómo va a entender cualquier persona tal afirmación? Dentro de la categoría tiempo: Dios conoce tal acto históricoantes de que éste se produzca.

Y exactamente éste es el equívoco que afecta al concepto de elección que estamos manejando como modo de concreción primordial de la relación Dios-persona. El factor tiempo condiciona el conocimiento humano y es lógico que los textos sagrados hablen de esa relación dentro de este parámetro. El concepto de elección como el de providencia ha sido entendidos por los cristianos y por la misma teología de modo antropomórfico. Pero sin el correctivo de la reflexión, la teología entera y la religión se resienten y se adulteran. Carece, pues, estrictamente de sentido válido decir que ‘Dios conoce antes de…’ o elige a alguien para una vocación determinada antes de…Semejante pre-determinación o pre-destinación divina además de anular la libertad implica una selección arbitraria y caprichosa de unas personas o pueblos sobre otros.

Introducir, pues, las coordenadas de espacio y tiempo a la hora de entender y formular nuestra relación con Dios es un modo antropomórfico de hablar que no tiene mayor importancia negativa si somos conscientes de ello. Esta reflexión nos ayuda a entender por qué los teólogos serios hablan de teología negativa: más que decir lo que es Dios insistamos en lo que no es y cómo no es.

Dios no está en el tiempo, ni siquiera en relación a sus criaturas. Dios conoce mi decisión mas no antes de que sea tomada sino dentro de la entraña de mi devenir temporal. Dios conoce mi acto libre porque lo está creando y habitando como tal acto libre. Dios es y actúa, pero no como nosotros somos y actuamos. En nuestro acto libre hay, pues, dos actores, Dios y nuestra voluntad ¿Cómo se preservan en él los dos factores intervinientes sin anularse el uno al otro, la fuerza de Dios que fundamenta el ser y la libertad humana responsable de su decisión? En un lenguaje humano tan precario como el nuestro debemos proceder dialécticamente, afirmando a la vez los dos extremos, acción de Dios y acción humana, sin prioridad temporal de uno sobre el otro, de tal modo a no definir el contenido del uno sin incluir el del otro. Es decir, la acción de Dios que me empuja a hacer el bien no está pre-definida en el sentido de ésta o aquella dirección o bondad, sino que sólo existe en cuanto es acogida por mi libre decisión. Tal vez esta reflexión metafísica pueda ilustrarse ejemplificada concretamente, aunque artificialmente, con el caso de una ‘vocación´ a la vida religiosa. En definitiva se trata de la convergencia de una elección de Dios y de la persona. Expongamos el caso desde los dos paradigmas mentales a los que aludimos con frecuencia, el tradicional y el nuevo.

VI. 6. Dios actúa ‘como si no existiese’[10]

El título mismo sugiere la dialéctica metafísica que nos ocupa.

A Paradigma tradicional

Marco, muchacho sensato y maduro, ha terminado medicina y un buen día dice a su confesor que siente la llamada de Dios a ir a misiones. Ambos analizan la situación, el contexto humano, los pros y los contras. Marco se resiste un momento a abandonar su carrera y profesión en el mundo en el que ha vivido siempre. Pese a ello, o tal vez por ello, cree que la llamada de Dios es auténtica y se decide a seguirla. Toda su vida ha estado convencido de que esta vocación le llegó de lo alto, según ha comentado a veces, precisamente porque hubo de abrirse paso contra corriente. La llamada de Dios pudo más que su inercia humana y ese pensamiento le reconforta.

Sin embargo, apenas ordenado presbítero, su salud se resquebraja. Una cierta tristeza y atonía le invaden. Se recupera y vuelve a recaer. La medicina diagnostica una depresión, en apariencia sin causa exógena, dado que su trabajo le gratifica. Conforme han ido pasando los años, la depresión se ha instalado en permanencia y Marco sobrevive angustiado, siempre ayudado por medicación casi desesperando de poder salir del negro agujero. No tiene más remedio que someterse a psicoanálisis. La experiencia no puede ser más dura, con altibajos, resistencias, opacidades, destellos de luz… Ir hurgando en su pasado le descubre perspectivas de su vida de las que ni confesor, ni psicólogos, ni médicos, ni, por supuesto, él mismo habían sospechado. Por abreviar, llega un momento en que descubre algo con meridiana nitidez: su vocación le había sido transferida desde la psicología materna; lo que explica la protesta y rebelión del subconsciente hasta el punto de hacerle enfermar. Y así, el día que cayó en la cuenta de su errónea decisión, sintió como una liberación desde la raíz íntima de su ser. Curiosamente, también esta vez creyó ser voluntad de Dios que se secularizara. ¿Cuándo existió verdadera llamada de Dios, la primera vez, la segunda, ambas veces, ninguna? Marco es incapaz de decirlo.

B. Nuevo paradigma.

La lectura es totalmente diferente: no se da ninguna vocación, ninguna llamada de Dios pre-existente al proceso estrictamente humano de la decisión de Marco. Cuando una lectura hizo surgir en él la idea de ir a misiones, Marco no pensó en una gracia divina previa y unidireccional hacia esa vocación. Sopesó en el silencio de la oración los pros y los contras y decidió marchar a misiones. La decisión fue honesta y moralmente irreprochable. Nada hacía presagiar que se revelaría errónea. Marco conocía aquello de Ignacio de Loyola: “confía en Dios como si todo dependiese de él y actúa como si todo dependiese de ti mismo“, es decir “como si Dios no existiese“. Marco no esperaba ninguna voz divina, ni siquiera una inclinación interior poderosa. Confiaba en Dios pero ponía los medios para actuar honestamente. Nunca, sin embargo, imaginó que Dios le preservaba del error: el “como si todo dependiese de ti mismo” de Ignacio encierra una profunda espiritualidad cargada del mejor sentido común. Hizo bien Marco, antes de cada una de sus dos importantes decisiones, en orar, vivir evangélicamente, pero sobre todo en consultar, analizar sus motivaciones, su contexto vital y posibilidades, sopesar los pros y los contras y… decidir en soledad, como siempre ocurre y es inevitable. Dios, máximo presente en su interior, estaba ausente en la valoración definitiva de los parámetros de su decisión. Entiéndase bien -estamos en el clímax de la dialéctica-: Dios estaba presente-ausente. Como presente estaba confiriendo el ser a aquel acto libre en su decisiva y generosa determinación, mas no en el sentido de existir, pre-definido en Dios, el objetivo o la diana de una decisión unidireccional, con lo cual habría suprimido su libertad. Marco obró honestamente en todo su trabajo previo de discernimiento, aunque se equivocó objetivamente (si el diagnóstico de secularización fue certero). Este planteamiento que no cuesta ver en qué paradigma de pensamiento se inscribe, facilitó a Marco vivir sin soberbia religiosa su ‘vocación’ y con serenidad el proceso de doloroso discernimiento que le llevó a abandonarla. Y a nosotros nos permite tomar con la máxima precaución el concepto religioso de “elección”.

Creo que este ejemplo ficticio -exponente de la autonomía de lo humano ante la acción de Dios-, si lo entendemos correctamente, puede ayudar a vislumbrar dónde se sitúa el planteamiento metafísico que estudiamos, no para resolver el enigma que es verdadero misterio - en la medida en que está interesado el ser misterioso de Dios-, sino para evitar un planteamiento falso, que es el que subyacía, por ejemplo, en la antes mencionada controversia de auxiliis. Resumiendo: no existe para el creyente un ápice de ser que no sea ser-desde Dios pero, al mismo tiempo, no existe ninguna acción de Dios pre-definida en sí misma, que no sea toda ella solamente definible como ser-en la realidad intramundana. Es decir, ambos factores, Dios y el ser, no son definibles aisladamente[11]. De lo cual se podrá deducir que nunca pueden entenderse como con-causas, causas concurrentes o competitivas. Y, por eso mismo, no tiene sentido pensar que la oración humana de súplica puede modificar la acción de Dios, ni que la gratuidad del don de Dios está preestablecida con anterioridad a la acogida del gratificado ni, por consiguiente, que un don de Dios privilegia a unos sobre otros (¡la elección, de nuevo!).

Soy consciente de la dificultad del tema, pero cualquier lector habrá cuando menos atisbado su alcance, su sustancial repercusión en el ámbito religioso. Al menos en un planteamiento sistemático - que, sin duda, no es imprescindible para la vida- es algo decisivo en cuanto que su ausencia avala y refuerza el pensamiento mágico de la religión mientras que su clarificación desbarata la magia y sanea lo religioso.

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NOTAS



[1] Ver mi escrito “Jóvenes poscristianos: ¿desertores o pioneros? Hacia una nueva espiritualidad (‘como si Dios no existiese en Revista de Pastoral Juvenil nº 407 y Eclesalia/28-04febrero.htm#_Toc68674901.

[2] Que no nos engañe el prestigio de que parece gozar y las consideraciones que con ella tienen los poderes públicos. Los criterios de éstos no son propiamente religiosos, sino la rentabilidad del electorado cristiano de mayoría conservadora.

[3] Es claro que el ateo no ve las cosas de la misma manera: sólo es real lo empíricamente comprobable o especulativamente evidente. Sin embargo, también el ateo es ‘creyente’ en la medida que elige libremente una opción que no es evidente, la de que efectivamente no existe más que lo empíricamente comprobable.

[4] No es que hayamos invertido el sentido de la prueba, haciendo de Dios el dato indudable y de la realidad cósmica el cuestionable. No. Sólo pretendemos, una vez hecha la apuesta a favor de Dios (con razón o sin ella), poner el dedo en la tensión dialéctica que surge entre los dos extremos de la aporía, el Uno y lo Múltiple, sin subordinar por ello a lo desconocido el conocimiento de lo conocido.

[5] No deja de ser significativo que muchos creyentes sencillos, incluso avanzados en edad, disponen de una capacidad intuitiva de percepción superior a la de algunos clérigos o laicos teológicamente eruditos. Éstos tienen la mente como endurecida por viejos patrones de pensamiento y se mantienen más impermeables ¿Será por temor a afrontar una revisión general de sus ideas y vida pasada? ¿Será por quedarse sin hierba bajo los pies, quiero decir, sin el corpus teológico del que eran precisamente especialistas? ¿Será, sobre todo en la jerarquía, por miedo a perder su identidad de “poder sagrado”?

[6] En última instancia se trata de la alternativa entre ateísmo o panteísmo. Merece la pena repasar a la luz de esta idea algunos de los grandes pensadores, desde Tomás de Aquino a Feuerbach o Nietzsche.

[7] Un amigo, desconcertado por este planteamiento, me preguntó: “con qué argumentos defiendes que Dios no se ha revelado (explícitamente)”. “Y tú, respondí, con cuáles decides que lo ha hecho. La carga de la prueba corresponde a quien afirma”.

[8] Que, bromas aparte, es el menos común de los sentidos dado que sus modulaciones son múltiples según tiempos y culturas.

[9] No me parece lejano el día en que nadie se extrañe de la pertenencia a una comunidad cristiana de personas que mantienen un cierto agnosticismo, pero privilegian la convivencia y el compartir muchas cosas de la vida.. El mismo ágape eucarístico se puede celebrar con diversas sensibilidades.

[10] El ‘etsi Deus non daretur” (aunque Dios no existiese) de Bonhoeffer lo utilizo casi siempre con el matiz de ‘ut si Deus non daretur’ (como siDios no existiese)

[11] ¡Atención! Algún lector pensará que esta afirmación no vale enteramente para Dios que, por esencia, se ha entendido siempre como definible por sí mismo sin relación a lo creado. Más adelante intentaremos escudriñar si no es más razonable entender a Dios como necesariamente creador de lo contingente, sin merma de su carácter absoluto.



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