Rafael Padilla
Hay sin duda otras, pero la causa que entiendo decisiva para ese desánimo tan extendido se concreta en que, por primera vez desde la Revolución francesa, existe un riesgo cierto de descenso social. La calidad de vida de nuestros hijos será seguramente bastante peor que la nuestra. A ellos les corresponderá sufrir la resaca de un bienestar que, alcanzado su cenit, no podrá sino deteriorarse paulatinamente y retroceder.
Testigos fascinados de un tiempo otrora opulento (aún hoy el 80% de los jóvenes se declaran satisfechos), intuyen ahora el pánico de un futuro sin perspectivas, sin horizontes igualables a la bonanza que se les escapa. Nace de este modo un prematuro desengaño que multiplica sus síntomas: el alargamiento de la adolescencia, al calor de familias que probablemente pronto tampoco podrán prolongar el asilo; la comprobación de que el mileurismo -tenido falsamente por transitorio- se perpetúa, ahogando toda esperanza de progreso personal; el auge de un "presentismo" que les mantiene en el permanente "aquí y ahora", temerosos de cualquier compromiso, indefinidos e indiferentes, suspendidos en el instante, confiados absurdamente en un tancredismo que no les amparará de nada.
Ni me irritan, ni les envidio. Tienen por delante el gigantesco reto de desaprender, de averiguar, contra su experiencia, que el futuro, aquí o donde se halle, ha de ganarse con sacrificio y esfuerzo, de recobrar el sentido del deber y de volver a percibir que, incluso en las penurias, siempre asoma una luz por la que merece la pena aventurarse. Ojalá que por una vez nosotros, los últimos afortunados, seamos capaces, más allá de reproches injustos e hipócritas, de encauzarles, animarles y acompañarles.
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