lunes, 27 de julio de 2009

GENERACIÓN NI-NI

Rafael Padilla

Entre las muchas consecuencias de la crisis, hay una, quizá no la más espectacular, que determinará el mundo que surja después del naufragio. Me refiero, por supuesto, al impacto que el desmoronamiento de los esquemas sociales, económicos y laborales está produciendo en nuestra juventud, por otra parte tan protegida y, por ende, tan frágil y vulnerable. En una reciente encuesta de Metroscopia, aparecía un dato revelador de los estragos que las nuevas circunstancias están ya provocando en ese sector de la sociedad: el 54% de los españoles situados entre los 18 y los 34 años dicen no tener proyecto alguno por el que sentirse especialmente interesado o ilusionado. Se trata, parece, de una apatía creciente que encuentra otra clarísima manifestación en un fenómeno descrito por los sociólogos: está avanzando también un modelo de actitud juvenil que se caracteriza por el simultáneo rechazo a estudiar y a trabajar. La generación de los ni-ni -que así ha sido bautizada- ha perdido todo aliciente por el estudio (una apuesta que suele no conducir a nada) y, rompiendo la disyuntiva clásica, tampoco percibe una salida posible (en verdad no lo es) en su inserción en el mercado de trabajo.


Hay sin duda otras, pero la causa que entiendo decisiva para ese desánimo tan extendido se concreta en que, por primera vez desde la Revolución francesa, existe un riesgo cierto de descenso social. La calidad de vida de nuestros hijos será seguramente bastante peor que la nuestra. A ellos les corresponderá sufrir la resaca de un bienestar que, alcanzado su cenit, no podrá sino deteriorarse paulatinamente y retroceder.

Testigos fascinados de un tiempo otrora opulento (aún hoy el 80% de los jóvenes se declaran satisfechos), intuyen ahora el pánico de un futuro sin perspectivas, sin horizontes igualables a la bonanza que se les escapa. Nace de este modo un prematuro desengaño que multiplica sus síntomas: el alargamiento de la adolescencia, al calor de familias que probablemente pronto tampoco podrán prolongar el asilo; la comprobación de que el mileurismo -tenido falsamente por transitorio- se perpetúa, ahogando toda esperanza de progreso personal; el auge de un "presentismo" que les mantiene en el permanente "aquí y ahora", temerosos de cualquier compromiso, indefinidos e indiferentes, suspendidos en el instante, confiados absurdamente en un tancredismo que no les amparará de nada.

Ni me irritan, ni les envidio. Tienen por delante el gigantesco reto de desaprender, de averiguar, contra su experiencia, que el futuro, aquí o donde se halle, ha de ganarse con sacrificio y esfuerzo, de recobrar el sentido del deber y de volver a percibir que, incluso en las penurias, siempre asoma una luz por la que merece la pena aventurarse. Ojalá que por una vez nosotros, los últimos afortunados, seamos capaces, más allá de reproches injustos e hipócritas, de encauzarles, animarles y acompañarles.




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