Hace poco participé en una mesa redonda organizada por el Instituto de Estudios Altoaragoneses sobre Javier Osés y la Iglesia de su tiempo. La excusa era el cuarenta aniversario de su llegada a Huesca y la razón, supongo, la necesidad sentida de recordar su ejemplo para recuperar la esperanza y la moral perdida. Ojalá que el hambre para hoy, la presencia de su ausencia, sea pan para mañana. Que para eso sirven los buenos recuerdos como las buenas semillas: para sembrar, no para comer.
Javier nació en Tafalla y llegó a Huesca en 1969 como obispo auxiliar de don Lino, a quien sucedió como titular en 1977. Fue un hombre bueno y un buen vecino, antes cristiano que obispo y después también. Recordaba frecuentemente las palabras de Jesús: “Vosotros no os hagáis llamar maestro porque uno es el Maestro y todos los demás hermanos. Ni llaméis padre a nadie sobre la tierra, porque uno solo es vuestro Padre”. Pensaba que la mayor dignidad es servicio a los pobres, y quien no les sirve la pierde. Javier la mantuvo y fue respetado, y querido, como pocos lo hayan sido, porque entendió y practicó ese consejo evangélico. No se le cayeron los anillos por ir a comprar el pan o el periódico, por conducir su utilitario, ni por sustituir los domingos a un cura de pueblo… Se hizo un vecino de Huesca y Huesca lo hizo su hijo adoptivo. Su lema fue: “Vivir, dejar vivir, ayudar a vivir y convivir”. El Gobierno de Aragón, le concedió la Medalla de los Valores Humanos (2001) para “premiar una personalidad especialmente vigorosa a la hora de asentar en la comunidad las condiciones políticas y sociales del pluralismo y la democracia, de las que fue un profundo defensor”. Murió en octubre de ese mismo año en la Clínica Universitaria de Navarra después de una larga enfermedad que pasó con los suyos en Tafalla y compartió al fin de sus días con su compañero José María Conget, obispo de Jaca, con quien le unieron muchas cosas y de quien le separó solo un tabique y dos días de diferencia al emprender su último viaje. Su epitafio dice: “Pasó haciendo bien”.Conocí a Don Javier en el verano de 1970. Nos acompañó en unas jornadas de las comunidades cristianas de base en la quinta Julieta de Zaragoza. Desde entonces fue amigo de Eucaristía, siempre, y colaborador a veces. Esta hoja y sus posters, que merecieron pronto la crítica elogiosa de Aranguren y de Miret Magdalena y la aprobación sin reservas de Tarancón, sería más tarde objeto de una campaña insidiosa en la que tuvimos con nosotros a Javier Osés: “Te escribo –me decía en febrero de 1973¬ porque me llegan rumores de que hay una especie de campaña contra vosotros (…) Pero ya no se trata de una simple hoja, sino de una mentalidad, un mensaje, algo que aúna a muchos y promueve a todos”. Y cuando pasó lo que tenía que pasar en el “Caso Fabara” (1974), Javier se sintió afectado y criticó la destitución de Wirberto solo “por sus ideas, actitudes y léxico”. Comprendió de nuevo que el caso era su caso y el de todos los fieles: “En el momento presente que se caracteriza por el cambio y la renovación, la búsqueda de una Iglesia encarnada y liberadora lleva consigo el afán de encontrar actitudes comprometidas, lenguajes nuevos y estilos de auténtica catequesis”. Y fue acusado inmediatamente de ingerencia por el arzobispo Cantero.
Los vientos de la “Operación Moisés” (1966) habían soplado por toda España sitiada aún por un “muro de incienso”, y los curas de Barcelona habían corrido por la Vía Layetana. Hubo “centauros” (marxistas-cristianos y curas-obreros) y profetas: contestación en la iglesia y en la sociedad. Y un proceso de secularización creciente, en positivo: una presencia laica de los cristianos en la política y una presencia del mundo en la conciencia cristiana. Y después un trasvase de las organizaciones cristianas a los sindicatos y partidos de izquierdas. Y la Cristiandad, el régimen, entró en conflicto con la cristiandad y con la humanidad: dos virtudes que se llevan bien si bien se entienden.
De todo eso hablamos en la mesa. Y al final se alzó una voz en la sala: “Me interesa saber dónde puedo encontrar esas comunidades, lo necesito. ¿Alguien me lo puede decir?” Y uno, que es ya viejo y sólo puede dar consejos, le dijo a la jovencita: “Para hablar con Dios no te hace falta, en caso de necesidad puedes hacerlo sola o en comunión con los santos, que es lo mismo. Y para conversar con los hombres y convivir es mejor que lo hagas con todos. Don Javier decía que los ateos también profetizan y hay que aprender a escucharlos”.
0 comentarios:
Publicar un comentario