miércoles, 4 de noviembre de 2009

SUS MUERTOS MÁS FRESCOS

Una noche, justo a principios del mes que ahora termina, me vi asaltado por un grupo de niños vestidos de familia Adams, las caras pintarrajeadas de colorines, túnicas negras y gorros de punta, que llevaban una calabaza y linternas. ¡Halloween!, gritaban los pequeños hijoputas. ¡Halloween! Y cuando me detuve, rodeado como Custer en Little Big Horn, un enano de unos ocho años, disfrazado de una mezcla entre Drácula y Rappel, me miró con mucha fijeza y, asestándome el haz de la linterna en el careto, espetó, amenazador: "¿Trato o truco?". Dudé, consciente de la gravedad del asunto. "¿Qué tengo que decir?", pregunté con el viejo instinto profesional de quien pasó veinte años por esos mundos, eludiendo controles de psicópatas uniformados y con escopetas. "¡Trato!", aullaron los pequeños gusarapos. Lo dije, y todos extendieron la mano. Resignado, hurgué en los bolsillos y compré mi libertad y mi vida a cambio de tres euros y cuarenta céntimos. Ojalá os lo gastéis en reparar la videoconsola, pensé. Cabrones.Seguí camino, y a poco me crucé con un grupo de jóvenes y jóvenas, ya más cuajaditos, que pasaban tocando el claxon de sus Polos y sus Focus, vestidos de Freddy Kruger y gritando ¡Halloween! por las ventanillas. Y me dije: rediós. Lo que hace la tele. España. Primeros de noviembre. El país de los cementerios mediterráneos, de los huesos de santo y de don Juan Tenorio, donde nunca hubo una bruja suelta porque las quemábamos a todas. Y ya ves. Ahora todos vestidos de Harry Potter y haciendo el gilipollas.

Porque ya me contarán ustedes qué carajo tiene que ver lo de Halloween con aquí, la peña. Esa murga de la calabaza es costumbre anglosajona, creo, llevada a Norteamérica por los irlandeses rebeldes que su graciosa majestad británica deportaba a las colonias con redadas de putas inglesas, para que unos y otras se aparearan cual conejos, repoblando las tierras que el exterminio de los indios -ejecutado, claro, en nombre de la razón, la libertad y el progreso- dejaban vacías. Sí. Nada que ver con los sucios y grasientos spaniards, que además de colonizar por vulgar ansia del oro, preñaban a las indias y hasta se casaban con ellas, los degenerados, llenando América de sucios mestizos que ahora le oscurecen la piel y el idioma a los votantes de Arnold Schwarzenegger o de George Bush, mis aliados predilectos. Y que se jodan.

Pero me desvío del asunto. Y el asunto es que soy consciente de que, si leen esto, mis sobrinos van a decir que el tío Arturo es un antiguo y un fascista; pero qué le vamos a hacer. Tal vez vestirse como draculines, pedir viruta o caramelos o irse a bailar y soplar calimocho disfrazados de Chucky el Muñeco Diabólico sea más divertido. A lo mejor. Pero cada cual tiene sus gustos. Puesto a manejar calaveras, prefiero el día de Difuntos mejicano, que sí es hermoso, bellísimo como espectáculo y entrañable como conmemoración, lleno de tradiciones, de arte, de sentido y de respeto. Por favor. No me comparen a una pequeña Morticia gritando ¡Halloween! como una tonta del culo, con un crío mejicano que, junto a un altar de Difuntos barroco puesto por los familiares y vecinos en la casa, la calle, la iglesia o entre las tumbas del cementerio, te recuerda que es noche de Ánimas mientras pide un peso "para la calaverita".

Y es que yo nací hace cincuenta y dos años, cuando no había puta televisión que nos contaminara de imbecilidad gringa. Así que háganse cargo. Mi infancia, he dicho alguna vez, transcurrió junto a un mar azul, viejo, sabio como la memoria, en cuyas orillas crecían olivos y viñas, y por el que vinieron, desde Levante, las cóncavas naves negras, el latín, los héroes y los dioses: todo lo que, en cierto modo, siguió luego camino hacia México y otros lugares donde hoy se habla y se lee en español. Crecí educado en esa certeza, oyendo cada noche de Difuntos -entonces esa noche aún se llamaba así- recitar a mis abuelos los versos del Tenorio, y visité con mis hermanos y mis primos, cada primero de noviembre, cementerios blancos donde mujeres vestidas de negro arreglaban ramos de flores junto a lápidas con inscripciones resignadas y serenas. Lápidas en cuya lectura aprendí, mucho antes de leer a Jorge Manrique, que la muerte no es horror, sino descanso. Así que no les extrañe que, con semejante currículum en el saco marinero -el mismo que tienen muchos de ustedes-, cuando vea a los de Halloween y a la madre que los parió, me acuerde, como en la maldición gitana, de sus muertos más frescos.

Autor Arturo Pérez-Reverte visto en XLSemanal.




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