viernes, 30 de julio de 2010

EL PODER DEL DIÁLOGO Y LOS PELIGROS DE USARLO EN INTERÉS PROPIO

Nacho Celaya

Las palabras tienen un gran poder y por ello hemos de usarlas con precaución. Son armas poderosas que pueden servirnos para comprender el mundo y para destruirlo. La expresión ‘we can’ nos llenó de esperanza, mientras que nos asusta pensar en el ‘eje del mal’.

En los últimos tiempos, el término ‘Constitución’ ha sido tan llevado y traído que no sabemos si es espacio de encuentro o de desencuentro. ‘Corrupción’ ha pasado de definir un momento excepcional, a representar el estado actual de la política. No creo que sea justo, pero el poder de las palabras se impone incluso a la realidad. En el ámbito privado hay ejemplos del uso y abuso de las palabras, por ejemplo ‘calidad’ o ‘excelencia’. No sabemos con precisión qué significan, pero les envuelve un aura que les da prestigio y los hace argumentos definitivos. ‘Diálogo’ es una de estas palabras poderosas. Lo invocamos si una situación se acerca a un callejón sin salida. Los conflictos reclaman diálogo y este es la oportunidad de superar los antagonismos de una forma civilizada y aceptable por las partes. La falta de diálogo sería el origen de múltiples dificultades y errores. Cuando un asunto se bloquea, cuando persisten los conflictos o cuando alguien quiere expresar insatisfacción sobre una decisión, echamos las culpas a una supuesta falta de diálogo.

A menudo, amparados en el poder de las palabras, acusamos a la política de no saber dialogar. ¿Cómo van a abordar los conflictos si no saben usar el diálogo? Sin diálogo, parece evidente, su tarea está condenada al fracaso. Cualquier decisión es desprestigiada por no haber sido suficientemente dialogante. Así, la falta de diálogo es el gran déficit y la gran esperanza de la política. El poder de una palabra se usa para definir aquello que funciona y aquello que no funciona.

El poder del ‘diálogo’ es tan grande que puede ser peligroso, sobre todo si abusamos de su significado. A menudo, lo invocamos para invocar que se nos escuche, pero sin voluntad de escuchar a los demás. También esperando que sirva para darnos la razón, pero sin ninguna predisposición a reconocer las razones de los otros. A menudo, lo usamos como algo propio, cuando por definición es compartido. Cuando lo usamos pensando en nuestros intereses ‘abusamos’ del término: convertimos su enorme poder en una amenaza para quienes no piensan igual. Shakespeare escribía: “Es bello tener la fuerza de un gigante, aunque es horrorosa usarla como un gigante”. Algo parecido pasa con el diálogo. Tiene la fuerza de un gigante, pero no debe usarse para aplastar al adversario. Demasiado a menudo lo invocamos como estrategia para derrotar al otro, cuando es vía para compartir victorias. Demasiado a menudo genera un espacio bélico, cuando debería ser un espacio pacífico. Cuando usa su fuerza para destruir y no para construir, se hace un gigante sin control.

La belleza del diálogo está en sus matices, en la atención al otro, en la voluntad de aprender de los demás, en ser un espacio de encuentro, en las rendiciones mutuas, en la prudencia de las posiciones, en la empatía, en la modestia respecto a los propios saberes. El diálogo se convierte en fuerza peligrosa y destructora usado contra los demás, cuando se convierte en altavoz de consignas o cuando nos apropiamos de su significado en beneficio propio. Cuando invocamos al diálogo, ¿en qué estamos pensando?

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