martes, 27 de julio de 2010

ME HE VUELTO INVISIBLE

José Carlos Gª. Fajardo

“Ya no sé en qué fecha estamos. En casa no hay calendarios y en mi memoria los hechos se enmarañan. Me acuerdo de aquellos calendarios grandes, ilustrados con imágenes de los santos, que colgábamos al lado del tocador. Ya no hay nada de eso. Todas las cosas antiguas han ido desapareciendo. Y yo también me fui borrando sin que nadie se diera cuenta.

Primero, me cambiaron de alcoba, pues la familia creció. Después, me pasaron a otra más pequeña aún, acompañada de mis nietas. Ahora ocupo el desván, el que está en el patio de atrás. Prometieron cambiarle el vidrio roto de la ventana, pero se les olvidó.

Desde hace mucho tiempo tenia intención de escribir, pero me pasaba semanas buscando un lápiz. Y cuando al fin lo encontraba, yo misma volvía a olvidar donde lo había puesto. A mis años las cosas se pierden fácilmente: claro, no es una enfermedad de ellas, de las cosas, porque estoy segura de tenerlas, pero siempre desaparecen.

La otra tarde caí en la cuenta de que mi voz también ha desaparecido. Cuando les hablo a mis nietos o a mis hijos no me contestan. Todos hablan sin mirarme, como si yo no estuviera con ellos, escuchando lo que dicen. A veces intervengo en la conversación, segura de que voy a decirles algo interesante. Pero no me oyen, no me miran, no me responden. Entonces, llena de tristeza me retiro a mi cuarto antes de terminar de tomar mi taza de café. Lo hago así para que comprendan que estoy enojada, para que se den cuenta de que me siento ofendida y para que vengan a buscarme. Pero nadie viene.

El otro día les dije que, cuando me muera, me iban a extrañar. Mi nieto más pequeño dijo “¿Estás viva abuela?” Les hizo tanta gracia, que no paraban de reír. Tres días estuve llorando en mi cuarto.

Fue entonces cuando me convencí de que soy invisible, me paro en medio de la sala para ver si aunque sea estorbo, me miran, pero mi hija sigue barriendo sin tocarme, los niños corren alrededor, de uno a otro lado, sin tropezarse conmigo.

Cuando mi yerno enfermó, le llevé un té que yo misma preparé. Se lo puse en la mesita y me senté a esperar que se lo tomara, sólo que estaba viendo televisión y ni un parpadeo me indicó que se daba cuenta de mi presencia. El té se fue enfriando, y mi corazón con él.

Un día se alborotaron los niños, y me vinieron a decir que al día siguiente iríamos a pasar el día al campo. Me puse muy contenta. ¡Hacia tanto tiempo que no salía y menos al campo!

El sábado fui la primera en levantarme. Quise arreglar las cosas con calma. Los viejos tardamos mucho en hacer cualquier cosa, así que me tomé mi tiempo para no retrasarlos. Al rato entraban y salían de la casa corriendo y echaban las bolsas al coche.

Yo ya estaba lista y muy alegre, me paré en el porche a esperarlos. Cuando arrancaron y el auto desapareció envuelto en bullicio, comprendí que yo no estaba invitada, tal vez porque no cabía en el auto. O porque mis pasos tan lentos impedirían que todos los demás corretearan a su gusto por el bosque. Sentí clarito cómo mi corazón se encogía y la barbilla me temblaba, como cuando uno se aguanta las ganas de llorar.

Yo los entiendo, ellos sí que hacen cosas importantes. Ríen, gritan, sueñan, lloran, se abrazan, se besan. Y yo, ya no recuerdo a qué saben los besos. Antes besuqueaba a los chiquitos, me encantaba tenerlos en mis brazos. Sentía su piel tiernita y su respiración dulzona muy cerca de mí. La vida nueva se me metía como un soplo y hasta me daba por cantarles canciones de cuna que creía haber olvidado.

Pero, un día, mi nieta Laura, que acababa de tener un bebé, dijo que no era bueno que los ancianos besaran a los niños, por cuestiones de salud. Desde entonces ya no me acerque más a ellos, no fuera que les pasara algo malo por mis imprudencias. ¡Tengo tanto miedo de contagiarlos!

Yo los bendigo a todos y les perdono, porque ¿Qué culpa tiene los pobres de que yo me haya vuelto invisible?”

Parecerá exagerado. A veces, la realidad es más cruda, por eso conviene mantenerse alerta.



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