jueves, 15 de julio de 2010

EL VOTO DE POBREZA, J.M.Díez Alegría en 'Yo creo en la esperanza'

El mismo año 1956 se celebró en Madrid un Congreso nacional de perfección y apostolado. Un Congreso de sacerdotes y religiosas. La comisión organizadora solicitó de mí una comunicación so-bre el tema «Aspecto social del voto de pobreza». Yo redacté unas cuartillas, de las que se hizo mención en el Congreso. Pero luego no quisieron incluirlas en las actas. Mi texto era el siguiente: 

Tradicionalmente se ha visto, con razón, el fundamento evangélico del voto de pobreza en aquellas palabras de Cristo: «Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto posees y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; y vuelto acá, sígueme» (Mt. 19, 21). 

Hoy el mayor problema quizá que tiene planteado la Iglesia Católica es el de su ausencia de las masas populares, particularmente de las trabajadoras. De esto se ha hecho eco la suprema jerarquía de la misma Iglesia. De una manera no poco extensa, estas masas populares ven a la Iglesia como algo ajeno, perteneciente al mundo burgués, que ellas consideran, no sin grandes fundamentos, como un mundo extraño y enfrente. 

Se trata de volver a ganar para Cristo este mundo popular, que es en particular modo el mundo de los que están trabajados y cargados, a los que se dirige la invitación del Corazón de Cristo. 

En el presente orden de Providencia, la Teología de la Redención está articulada con una Teología de Encarnación. Cristo para redimirnos se encarnó en la Humanidad. Sin encarnación no hay redención. Lo mismo ocu-rre en la vida de la Iglesia en el apostolado. 

Pero sucede que, particularmente entre nosotros, la Iglesia, que en estos últimos años ha multiplicado notablemente sus obras de apostolado entre las clases humildes, obras encaminadas a desarrollar la obra de la Redención, apenas ha conseguido, en cambio, realizaciones de encarnación en esas mismas clases humildes. 

Una parroquia de suburbios, una escuela profesional, una obra de asistencia en los barrios obreros, resultan con frecuencia, si no me equivoco, obras de un mundo distinto al mundo obrero, establecidas para el bien de ese mundo obrero; los hombres del suburbio ven entre ellos esas obras católicas, como algo proveniente de otra esfera social que viene a trabajar para ellos. Los sujetos que realizan esas obras (sacerdotes, médicos, profesores, etc) no son colateralmente vecinos, compañeros, consortes, participantes desde dentro de una misma suerte. Son hombres de otro mundo, de otra clase, de otra civitas, que vienen a socorrer, aunque sea acampando para ello permanentemente entre los protegidos. No quiero decir que todas nuestras realizaciones se mantengan en este tipo. Pero sí creo que, hoy por hoy, la tónica entre nosotros es así. 

El comunismo, en cambio, trabaja constitutivamente con un sistema de células que realiza plenariamente el sistema de encarnación. El comunismo se presenta radical y universalmente como un movimiento de los obreros, de las masas populares, y para ellas. El comunismo no tiene, evidentemente, un apoyo en las clases burguesas. Frente a ellas, sale del mundo obrero y vive en él. Mejor dicho, es creado originariamente por intelectuales, propagandistas, etc., encarnados en el mundo obrero y viviendo de él. 

Mientras el duelo entre catolicismo y comunismo esté planteado con estos supuestos sociológicos, el catoli-cismo no podrá reportar el triunfo de una manera sustantiva. 

Esto lo hace patente en particular la experiencia de la Iglesia española de los últimos veinte años. Realizaciones, como la J. O. C., que han conseguido avances decisivos en orden a la redención católica del mundo obrero, han sido posibles porque han conseguido resolver ple-namente el problema de la encarnación. Estando nuestra masa popular todavía mucho menos descristianizada que la de otros países, no hemos logrado nosotros realizaciones eficientes, porque estamos muy atrasados en la solución de este problema de la encarnación. 

Desde este punto de vista, sería difícil eludir la calificación de predominantemente burguesa con respecto a la Iglesia española. Una gran parte de las milicias del clero español proviene de las clases más populares. Y, sin embargo, el proceso de intususcepción arranca a estos elementos de su mundo originario y los incardina en un mundo eclesiástico, que socialmente resulta ajeno al mundo proletario y avanzada del mundo burgués hacia él. 

Desde el punto de vista apostólico, esta situación es comprometida y denuncia un grave problema. Llegados a este punto, ocurre preguntar: siendo los institutos religiosos los que institucionalmente y como es-tado profesan dentro de la Iglesia la pobreza ¿no parecería reservado a ellos realizar de una manera institucional y estable el proceso de encarnación de la Iglesia en el mundo de los pobres? He ahí la cuestión. De hecho no ocu-rre así. No ignoro que otros institutos religiosos distintos de aquel a que yo pertenezco tienen, sin duda, un carácter más popular y están existencial y sociológicamente más en el pueblo. Con todo, no tengo la impresión de que en España lleguen a ser efectivamente realizaciones suficientes de encarnación. Por lo demás, el número de institutos religiosos, masculinos y femeninos, en especial docentes, exclusivamente encarnados en el mundo burgués y que pretenden en el mundo proletario una labor de redención sin previa encarnación, es suficientemente numeroso para poderlo plantear como problema. De ahí también la dolorosa tendencia, todavía demasiado real entre nosotros, de dar al trabajo con los humildes un carácter inequívocamente apendicular dentro de la organización de la labor apostólica. 

Volvamos al momento originario evangélico del estado de perfección: «Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto posees y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; y, vuelto acá, sígueme». Todo el mecanismo de pobreza que ahí se pone en juego, está, a mi juicio, entera y eficazmente orientado hacia la encarnación del após-tol en el mundo de los pobres. Primero reparte sus bienes entre los pobres, quedándose él destituido de ellos. Después va a seguir a Cristo, que, en su vida mortal, estaba inequívocamente encarnado en los humildes, sin estar por ello cerrado al contacto con los otros estamentos. Sus discípulos son en primer término los pescadores. En Cafarnaúm, su casa es la de Pedro. Su contacto con los samaritanos, después de la conversación del brocal del pozo, sociológicamente, delata una inequívoca encarnación en lo popular. El mundo burgués de la sinagoga —escribas y fariseos, con mayor razón saduceos— lo considera sociológicamente ajeno. Un pasaje de Lucas, el evangelista psicólogo, lo delata con singular penetración. Había expuesto Cristo la parábola del mayordomo infiel, exhortando con ella a la limosna. Y terminó diciendo: «No podéis servir a Dios y al dinero». E inmediatamente añade la narración: «Oían todas estas cosas los fariseos, que eran amigos del dinero, y hacían mofa de él» (Lc. 16, 1-14). 

El contenido psicológico del pasaje no deja lugar a dudas. Porque Cristo era de los pobres, los fariseos, de actitud burguesa, se ríen de los entusiasmos parenéticos del Maestro en pro de la pobreza y del desprendimiento. Su mofa tiene el sentido del «están verdes» de la zorra en la fábula. Por lo demás, San Pablo testifica que el cristianismo, en sus orígenes, sin caer en clasismo alguno, estaba encarnado en los pobres: «Porque mirad, hermanos, quiénes habéis sido llamados. Que no hay entre vosotros muchos sabios según la carne, no muchos poderosos, no muchos nobles; antes lo necio del mundo se escogió Dios, para confundir a los sabios; y lo débil del mundo se escogió Dios, para confundir lo fuerte; y lo vil del mundo y lo tenido en nada se escogió Dios, lo que no es, para anular lo que es; a fin de que no se gloríe mortal alguno en el acatamiento de Dios» (1 Cor. 1, 26-29).

Todo esto nos plantea un problema. Analicemos un caso que es real. Un joven rico de nuestros días va, y vende lo que tiene, dándolo a los pobres bajo la forma de una cesión a la propia institución a la que pertenece. Después va a seguir a Cristo mediante su incorporación en esa misma institución. El instituto religioso de que se trata está sociológicamente encarnado en estamentos burgueses, dentro de los cuales la institución religiosa y sus miembros realizan una vida de pobreza mediante la moderación en el tenor de vida —que, sin embargo, está más dentro de moldes burgueses que proletarios— y muy especialmente mediante la absoluta dependencia en el uso de los bienes, que pertenecen a la comunidad y no a los miembros. Con las imperfecciones de realización que puede haber en la práctica, es indudable que los aspectos jurídico y ascético de la pobreza evangélica quedan aquí sustancialmente a salvo. 

En religiosos eminentes, quedan no infrecuentemente cumplidos en un grado excepcional de perfección. En cambio, en el aspecto sociológico y existencial de la pobreza evangélica si comparamos la realización moderna (que hemos tipificado, llevándola al extremo, dentro de los límites de una vida religiosa no relajada) con la reali-zación originaria, vemos que hay una evolución radicalmente sustantiva. Esto no ocurría, por poner un ejemplo, en los orígenes del franciscanismo, planteándose así un inequívoco problema apostólico y de testimonio, ya que el seguimiento de Cristo es el seguimiento de un Mesías a quien pertenece constitutivamente, y como distintivo, precisamente la evangelización de los pobres, y por otra parte, como hemos sentado al principio, no hay evange-lización redentora eficaz sin una encarnación suficiente.

Pero otro aspecto de la cuestión es la irradiación del aspecto sociológico y existencial sobre el aspecto ascé-tico. Una pobreza religiosa llevada hasta el heroísmo en el interior de una vida de comunidad encarnada en esta-mentos burgueses y sin proyección social suficiente, es difícil que llegue a constituir una mística para el religioso en la época contemporánea. Y esto no depende sólo de un mayor sentido social, naturalmente ínsito a las nuevas generaciones, sino de un sentido social sobrenatural, inequívocamente impartido por el Espíritu Santo a la Iglesia contemporánea. El eterno soplo del Espíritu empuja hoy más explícitamente en la dirección del dogma del Cristo total (Cristo en su Cuerpo Místico) y de las exigencias de la caridad. Desde este punto de vista, creemos que el único camino para lograr un nivel de práctica de la pobreza evangélica en el interior de los institutos religiosos que sea realmente satisfactorio, se encontrará haciendo efectiva, inmediata y visible la proyección social de la po-breza religiosa. 

Lo mismo podría decirse de la abnegación y mortificación corporal, siempre en peligro en nuestra época de tan desarrollada técnica, y tan fundamentalmente ligada con la práctica de la vida en pobreza. 

Para terminar este breve esbozo de una problemática que invita a ser profundizada, ofrecemos dos soluciones y dos posibles prácticas. 

En primer lugar, la posible proyección social del voto de pobreza en el plano de las relaciones laborales de las instituciones religiosas con sus empleados y trabajadores. Que los empleados y trabajadores que trabajan para una comunidad religiosa tengan un nivel de vida inferior al de los miembros de la comunidad religiosa, nos pa-rece fuera de un recto espíritu de la pobreza evangélica. En este hecho, tan frecuente entre nosotros, hay a mi juicio una relajación y una desviación del espíritu. ¿Por qué no decidirnos a ser evangélicos en este punto, objeto de nuestra responsabilidad inmediata, desde ahora mismo? Si para esto tenemos que sacrificar una parte de nuestro nivel de vida, quizá ya modesto, ello implicaría un factor de encarnación en los pobres de insospechado alcance, no sólo en razón de una dinámica causal de orden natural sociológico, sino en razón de una dialéctica sobrenatural. Creemos que planteando los problemas con sinceridad, los súbditos de nuestras comunidades religio-sas serían capaces, dentro de esta impostación del problema, de mayores sacrificios de lo que pensamos. Y el valor de testimonio de una sistemática actitud de los institutos religiosos en el sentido indicado, sería quizá nada menos que un principio de salvación del porvenir, tan gravemente comprometido, de la Iglesia en España. Cabría incluso abrir un cauce a la espontánea generosidad de los súbditos dentro de cada comunidad, ofreciéndoles la posibilidad de hacer renunciamientos dirigidos inmediatamente a la consecución de las metas sociales indicadas. Esto podría dar más suavidad a la puesta en marcha de una evolución que nos parece inexcusable, y posible-mente de más alcance de lo que en principio se pensaría. 

Otra solución viable, para ser sumada a la anterior: que los institutos religiosos apostólicos y de beneficencia multipliquen puestos de trabajo montados en un plano de encarnación, es decir, compartiendo el nivel de vida, la localización, el estilo de vivienda, etc., de los pobres entre quienes trabajan. Sobre esta base, se trataría, al lado del trabajo apostólico, de crear relaciones colaterales de amistad, mutua comprensión, mutuo conocimiento, confianza y simpatía. Los religiosos tenemos con frecuencia relaciones de amistad con personas de estamentos bur-gueses más o menos elevados. Mucho menos con personas de estamentos más populares. Los pobres evangéli-cos tienen hoy mucho más difícilmente por amigos a un mendigo, que a un banquero. Esto no tiene que ser así necesariamente, y no lo sería si tuviésemos un volumen sustantivo, dentro del apostolado religioso, de estableci-mientos de trabajo constituidos en régimen inequívoco de encarnación. Conozco de cerca un ensayo muy embrio-nario y de ninguna manera perfecto, pero suficientemente revelador y expresivo, como experiencia, de este tipo de trabajo: el hogar-capilla de Nuestra Señora del Pozo, abierto por el Padre José María de Llanos, S. J., con au-torización de sus superiores religiosos y eclesiásticos, en el barrio Pozo del Tío Raimundo (Puente de Vallecas). Lo cito exclusivamente a título de concreción expresiva de mi propio pensamiento. 

Esta multiplicación, en serio y sin carácter apendicular, sino sustantivo, de obras entre los pobres en régimen de encarnación, había de tener como complemento la vigorización de los vínculos de solidaridad, caridad y unidad entre los distintos puestos de trabajo de una misma institución religiosa (naturalmente también de las diversas instituciones religiosas y sacerdotales). De esta manera, los centros y puestos de trabajo de las instituciones reli-giosas situados sociológicamente en el interior de estamentos burgueses se beneficiarían de su unidad vital con obras encarnadas en estamentos populares. Así, de una manera efectiva, habría una revitalización de la pobreza re-ligiosa entre nosotros, como ascética, como mística, como instrumento de progreso social cristiano, y como con-dición posibilitadora de un apostolado fecundo y de un contacto redentor de la Iglesia con aquellos pobres que deben ser evangelizados. 


Este escrito, releído por mí ahora, a 16 años de distancia, se me presenta en algunos puntos inge-nuos y con ciertas carencias de análisis más profundo. No obstante, en lo sustancial, lo encuentro válido. Ha sido una de las bases de mi ulterior reflexión existencial en busca de la religión verdadera.

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