Tarde del Viernes Santo. La lluvia iba a impedir que saliera a la calle la procesión del Santo Entierro. Paseando por las estrechas calles del casco antiguo de mi ciudad, para evitar mojarme, me refugié en la iglesia de San Félix. Bajo la penumbra de las ojivas góticas, destacaba la imagen cérea del Cristo de la Pasión y Muerte. Su talla, de tamaño natural, centraba las miradas de los escasos fieles que habíamos entrado al templo. La llama de los hachones dejaba entrever aquel rostro de expresión dulce, ojos cerrados, y boca entreabierta. “E inclinando la cabeza, entregó el espíritu” (Jn 19,30).
Más allá, en el altar del patrón de la ciudad, estaba el sagrario. Vacío y con la puerta abierta. Se habían apagado ya las luces que, por unas horas, habían convertido aquel lugar en “monumento” (del latín “monumentum”, sepulcro).
Entonces releí el texto de la resurrección en el Evangelio de Marcos. “Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado; ha resucitado, no está aquí…. Irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis como os dijo” (Mc 16, 6 – 7). Y cuando María Magdalena intenta retenerle y le abraza los pies, Jesús es contundente: “Deja de tocarme, que todavía no he subido al Padre” (Jn 20,17).
Ante mi se abría el misterio de la muerte y resurrección de Jesús. Jesús muere a este mundo al entregar el espíritu. Su espíritu es entregado a la humanidad para que pueda comprender todo su mensaje. Y, a partir de aquel momento, Jesús ya no habita aquel cuerpo. Nos queda la imagen. La imagen de este Cristo de la Pasión y Muerte. La imagen de tantos Crucificados. Pero se trata de una imagen sin vida; ya ha entregado el espíritu.
Y allá, no lejos, está el monumentum, el sepulcro vacío y con la puerta abierta. No hay nada que guardar ni nada que esconder: “no está aquí”.
Todo sucede en aquel mismo día y en aquel momento. El Viernes Santo puede convertirse en Domingo de Gloria si entendemos este “no está aquí”.
Nos gustaría que estuviera aquí para retenerle con nosotros. Si existiera la tumba de Jesús, sería un lugar de peregrinación. Pero no existe; no existe pues allí no hay nada.
Me vino a la memoria mi visita a la catedral de Bérgamo. En una capilla hay algunos recuerdos del papa Juan. Entre ellos me llamó poderosamente la atención la caja de madera de ciprés que contuvo su cuerpo en las grutas vaticanas, en el monumentuma su memoria. El ataúd está cubierto con su tapa, pero, evidentemente está vacío. “No está aquí”, pensé. Evidentemente, creo que el papa Juan comparte ya mesa y mantel con Jesús de Nazaret en las praderas eternas. Esta imagen evocó en mí la realidad de la resurrección.
Y, en cambio, nos empeñamos en decir que está aquí, en tal o en cual sitio. Nos gustan las exhibiciones de reliquias y de cuerpos incorruptos. No dejamos que los muertos entierren a sus muertos, y que los vivos estén liberados de toda atadura…
Vuelvo a la imagen de la resurrección de Jesús, el primer resucitado de todos los tiempos. Y entendí lo que nos cuesta entender y aceptar esta resurrección y este no está aquí.
No está aquí. No está en el sagrario, ni está en la custodia. Aunque nos parezca tan gloriosa su presencia. Mi subconsciente me traiciona: ¿Cómo no va a estar en la custodia, en la tarde de la fiesta del Corpus Christi, en aquella espectacular obra de orfebrería que, entre cirios y nubes de incienso, muestra la hostia consagrada, entre resplandores de un sol de primavera tardía, entre aromas de retama? ¿Cómo no va a estar en la exposición solemne, en la parroquia, ni en la bendición con el Santísimo?
No está aquí. Buscadle en Galilea. Es decir, Jesús resucita y no se aparece en Jerusalén, como sería lógico. No. Hay que ir hasta Galilea, aquel recóndito lugar de gentiles y herejes, gente poco dada a los cultos sagrados… Galilea, el lugar del trabajo de cada día. Hay que volver YA a la rutina de cada día para descubrir así a Jesús resucitado y verle realmente. No está en el sepulcro, no está en Jerusalén,… Está en Galilea y allí nos precede.
Y para ir a Galilea tenemos que andar un camino que dura más que el de Emaús. Un largo camino en que vamos leyendo unas escrituras que no entendemos si no le tenemos al lado. O, mejor aún. No vamos a entender nada de nada si no nos percatamos que Él camina a nuestro lado lleno de vida, y le vemos.
Y cuando, al anochecer, queremos retenerle, se nos escapa y desaparece… No se deja tocar. “Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado” (Lc 24,29). Anochece en nuestras vidas; nos aturde la duda y nos atenazan los miedos. Y queremos retenerle… Pero Él no se deja tocar. Nos recuerda que en la fracción del pan se hace presente.
Deja de tocarme. Me quiero agarrar a este Jesús próximo, tangible… Ya sea en la imagen del Cristo yacente, ya sea en el sagrario o en la custodia… Recuerdo como, de niño, había deseado llevarme a casa una hostia consagrada para tenerle conmigo, atadito junto a mí… Pero no. Jesús hoy me dice que deje de tocarle, que no es esta imagen su Presencia real. Que debo ir a Galilea.
Volver a Galilea es buscar a Jesús entre las clases pobres, los que pasan hambre, los que tienen sed, los enfermos crónicos y terminales, los pobres, los pobres vergonzantes (cada vez más numerosos en esta sociedad del bienestar que ha caído en la crisis), en los marginados, en los que sufren humillación, en los inmigrantes, en los desposeídos,… Allí le veréis, allí le encontrareis.
¡Señor! ¡Qué difícil me lo pones! Con lo bonito que era lo otro… ¿Por qué me atrajiste esta tarde de Viernes Santo a esta iglesia, ante esta imagen de un Crucificado que ya ha expirado…
Y entonces, ¿qué significa la eucaristía? Entiendo que va ligada íntimamente a este misterio de muerte y resurrección. Veo como condensas, Jesús, todo lo importante en un solo momento: nos entregas cuerpo y sangre en la eucaristía, nos entregas tu espíritu, y nos dices que ya no estás aquí, que te busquemos en Galilea…
Tomad, comed, éste es mi cuerpo. (Mt 26, 26). No dice que guardemos este cuerpo. No. Dice claramente que lo tomemos y lo comamos, que lo asumamos. Como con el maná en el desierto. Había que recoger la cantidad para un solo día. Igual con la eucaristía. Ahí está, para ser comido. Ya que el cuerpo indica, en el lenguaje bíblico, toda la personalidad; ahí se trata de asumir esta personalidad, esta idoneidad para ser “alter Christus”, otro Cristo. Por ello la eucaristía comida y compartida supone responsabilizarse y asumir de pleno el mensaje de Jesús de Nazaret y ser como Él fue en este mundo, y sigue siendo y actuando, pues Él vive.
Entender el “no está aquí” me supone una actitud como las mujeres del evangelio de Marcos. Salieron huyendo del sepulcro, pues un gran temblor y espanto se había apoderado de ellas… (Mc 16,8). Salimos del sepulcro llenos de confusión. Lo teníamos todo claro. Pero ahora todo ha cambiado. Él no está allí, y nos mandan a la Galilea de cada día… Nosotros que habíamos subido hasta Jerusalén esperando ver allí su gloria. Pero no… No está en el templo, no está en su lugar, no está en el lugar donde le hemos puesto, donde hemos querido confinarle… Está en Galilea y allí nos precede. Allí nos indica el camino a seguir.
Estas líneas intentan resumir un pensamiento. Es duro retener un pensamiento. Explicarlo no es fácil. Pero quería compartirlo. Con mis pensamientos os deseo una muy feliz Pascua y un muy fructífero Pentecostés. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).
1 comentarios:
Es un texto precioso. Da paz leerlo.
Carmen.
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