“Asignatura de religión en la escuela y otros telares” es el título de una reciente conferencia pronunciada por José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián. Magnífico título, por cierto: enunciaba con claridad el tema, ya de por sí controvertido, y la mención final de “otros telares” denunciaba tramas y urdimbres ocultas. Pues es sabido que los telares, esas maravillosas máquinas de madera o de metal, tejen toda clase de telas de todos los colores y de todas las texturas cruzando los hilos de la urdimbre vertical con los hilos de la trama horizontal. Y así visten a los seres humanos por dentro y por fuera con los tejidos más bellos hechos de los hilos más simples, para que no padezcan fríos ni pudores.
El obispo declaró que nos hallamos en una “situación límite de la asignatura de religión en las aulas”. Y denunció la causa: “el laicismo anticristiano”, “una estrategia de acoso y derribo muy agresiva” contra la asignatura de religión y presiones a los padres “para que desapunten a sus hijos”. E hizo sonar la alarma en tono casi apocalíptico: “la libertad de enseñanza y la misma libertad de conciencia están en peligro y esto tenemos que tomarlo en serio”. Está muy bien que la jerarquía eclesiástica se pronuncie en favor de la libertad de enseñanza y de la libertad de conciencia, aunque no pueda presumir de haber sido pionera en su defensa, pues las asumió con retraso y a regañadientes, después de haberlas condenado mientras pudo. La libertad de las personas y de los pueblos es muy precaria y siempre está en peligro, y haría bien la Iglesia en defenderla siempre como lo más importante, junto con la igualdad o la fraternidad, su hermana inseparable. Pues, como escribió san Pablo, “donde está el Espíritu de Dios, allí está la libertad” (2 Corintios 3,17), y donde no hay libertad no hay Dios, del mismo modo que no hay Dios donde no hay igualdad o fraternidad. Pero de ningún modo se podría decir: “Donde está el Espíritu de Dios, allí debe haber asignatura de religión, y donde no hay asignatura de religión allí no está el Espíritu o el respiro de Dios que teje la vida y la reviste de belleza”.
Yo también soy partidario de que la religión esté presente en las aulas públicas, como asignatura obligatoria, en todas las edades. Pero ¿qué tipo de religión y en qué condiciones? He ahí la cuestión. Estoy en contra del modelo que tan vehementemente defienden nuestros obispos: la enseñanza confesional de la religión católica en la escuela pública, con unos contenidos dictados por los obispos, con un profesorado nombrado y controlado por los obispos. “Solo nosotros podemos decidir quién ha de enseñar y aquello que han de enseñar, pero que pague el Estado, es decir, que paguen todos los ciudadanos, sean cristianos, musulmanes o ateos. Es nuestro derecho”. De verdad, ¿es nuestro derecho? Mons. Munilla llegó al extremo de afirmar que la clase de religión católica en la escuela pública “es un derecho, no un privilegio, reconocido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU”, y que el marco constitucional español “reconoce también este derecho”.
Las dos últimas afirmaciones me dejan atónito. Pues no hay – ni puede haber– ningún artículo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos que diga que la clase de religión católica –o de cualquier otra religión o convicción– en la enseñanza pública sea un derecho universal. Y no hay –ni debe haber– ningún artículo de la Constitución española que reconozca tal derecho. La situación española, sin embargo, es contradictoria: la Constitución de 1978 aboga por un Estado laico, que no significa antirreligioso, sino aconfesional, es decir, religiosamente neutro en una sociedad plural, como debe ser. Pero un año más tarde, en 1979, el Estado firmó con el Vaticano un Concordato por el que se obligaba a ofrecer la enseñanza de la religión católica en la enseñanza pública como una asignatura equivalente a cualquier otra, como las matemáticas, por ejemplo. Claro que este privilegio era indefendible en una sociedad laica, y en años posteriores el Gobierno español fue optando por el café para todos: todas las religiones –de momento, solamente las “más importantes” o las que más se han movido– tienen derecho a ser ofertadas por todos los centros públicos como asignatura, siempre que haya diez alumnos que lo pidan.
Pero este sistema, el café para todos, es insostenible por muchas razones. Si la enseñanza de cada religión como asignatura en la escuela pública fuera un derecho importante, no sería justo que se diera la asignatura solamente si hubiera diez alumnos por lo menos. Con lo cual, para respetar el derecho hasta el fin, cada centro tendría que disponer de tantos profesores de religión como religiones, iglesias, corrientes o convicciones religiosas, antirreligiosas o agnósticas hubiera en el centro. Al final, un profesor por alumno, pues supongo que el alumno del Opus no aceptaría que le diera clase de religión un profesor de unas comunidades cristianas de base. Insostenible por razones de economía y de sentido común. Por todo ello, es hora –hace tiempo que ya lo era– de que la jerarquía de la iglesia católica dé un paso al frente, pida que se derogue el Concordato de 1979, considere atentamente el hecho indiscutible de que los ateos más obstinados y los laicistas más acérrimos de hoy estudiaron religión en la escuela, se pregunte si ello será así a pesar de que estudiaron religión católica o quizás precisamente por haberla estudiado, renuncie a la asignatura confesional de la religión católica en la enseñanza pública, y busque la solución más justa y humana para el único problema verdadero en todo este asunto: la situación de los 15.000 profesores de religión que perderían su puesto de trabajo. Este es el único problema.
Pero insisto: soy partidario de que la religión esté presente en las aulas públicas en todas las edades, desde la primaria hasta la universidad. Y no como una “maría”, sino como asignatura troncal con todo su valor y dignidad. Pero eso sí: como una asignatura aconfesional, no dependiente de ninguna institución religiosa ni al servicio de ninguna religión particular. Creo que es muy necesario que los niños conozcan a las grandes figuras religiosas que han marcado la historia y la cultura universal: Zaratustra, Moisés, los autores de los Vedas, Buda, Mahavira, Confucio, Lao zi, Jesús, Muhammad… Y que los jóvenes estudien y mediten sus admirables textos. ¿Cómo podremos leer a Dante, escuchar a Bach, visitar El Prado, explorar el alma, caminar por el mundo e interpretar las huellas si no conocemos la larga historia de las religiones, llena de grandes luces y de inmensas sombras?
Soy, pues, partidario decidido de que el estudio de las religiones se implante en las aulas también en el Estado español, como ya se hace en los países más “desarrollados”. Pero sostengo a la vez que lo esencial de la religión no se juega en que se enseñen las religiones, sino en que se enseñe realmente a mirar, a respetar, a respirar. A vivir. Tagore escribió: “Creer que es posible enseñar la religión a los niños es como creer que se puede enseñar a crecer a las orquídeas”. Y Jesús nos dice: “Fijaos cómo crecen los lirios del campo; no se afanan ni hilan; y sin embargo, os digo que ni Salomón en todo su esplendor, con todos sus telares, se vistió como uno de ellos. Y ni Santo Tomás de Aquino con toda su teología alcanzó a expresar el misterio de una flor. Mirad cómo teje Dios la vida y la reviste. Mirad, respetad y confiad. No os preocupéis. Vivid” (Mateo 6).
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