jueves, 5 de mayo de 2011

RELEYENDO A JUAN LUIS HERRERO DEL POZO

Ana Rodrigo, en 'Atrio'

¿Resurrección? Me ha tocado a mí introducir este artículo de JL Herrero, precisamente sobre uno de los temas más difíciles de la fe cristiana. Me resistía a hacerlo pero no he podido negarme a colaborar en este proyecto, coordinado por Héctor Fariñas, de invitar a la lectura de textos de Juan Luis. Mi intento consistirá en ofrecer mis reflexiones personales a la luz del artículo que sigue, reflexiones que no tienen por qué ser compartidas.

Para llegar a conclusiones sobre el tema que nos ocupa, le daré más espacio a los preliminares que a la resurrección en sí misma, puesto que la resurrección es el colofón final de todo un trayecto vital, sin el cual se entendería aún menos, si cabe, la resurrección.

Tengo que confesar que cuando leí el libro de Juan Luis, comencé por el capítulo de la resurrección, primero porque es lo que menos he entendido nunca, y después porque pensé que esta cuestión debería haber sido para Juan Luis el más difícil de desmitificar, máxime cuando San Pablo y la Tradición cristiana lo han considerado el corazón de la fe. Y así comienza JL Herrero este artículo “Tema delicado donde los haya”. Eso no le impidió afrontar esta cuestión llegando a afirmar; “De ahí no puede depender nuestra fe”.

Muchos han afirmado que si no existiese la muerte, seguramente no existirían las religiones, ni necesitaríamos a dios alguno. No va muy desencaminada esta afirmación, dado que la resistencia a la muerte y, con ella, a reducir a la nada toda nuestra existencia vivida, ha sido desde los tiempos más remotos de la Humanidad. Hasta los animales huyen del peligro de muerte y /o de posible sufrimiento que ellos perciben desde su propio instinto. Al instinto de no morir, los seres humanos le añadimos la necesidad de supervivencia más allá de la misma muerte. Esto, trasladado a las religiones, toma otra deriva relacionada con mundos más allá de lo material, con dioses existentes fuera de nuestro alcance, con mitos, con creencias, o con fe que avalen esa intuición o necesidad humana de que nuestra muerte no sea el punto final.

Es por todo eso por lo que me pregunto, vivir para resucitar ¿no restará sentido a esta vida terrena que es la única que conocemos? ¿No dará más sentido la manera como la vivió Jesús que proyectarla tal cual más allá de la muerte? Nuestro anhelo de eternidad daría una respuesta negativa a esta pregunta. Todas las religiones han creado su propio cielo para después de la muerte aunque no hablen de resurrección aunque sí de reencarnación.

La fe cristiana tiene su origen en una persona real. Jesús era humano como cualquiera de los seres humanos, vivió, amó, sufrió y murió, pero también creyó en Dios, además en el mismo Dios de la religión en la que nació, el Dios de Israel. Por tanto estamos hablando de un ser humano religioso. En cambio no dedicó su vida a construir templos, a practicar ritos o a vivir desde o para aquella religión fosilizada con la que se encontró. Ni siquiera creó una nueva religión; más bien lo que hizo fue humanizar a ese Dios. Al proclamarse hijo de Dios y, desde “quien me ve a mí, ve a mi Padre” indicó a sus seguidores, que o bien la fe religiosa tenía sentido en función de unos valores que involucraran a un creyente en Dios, o, de lo contrario, esa fe era un absurdo en sí misma.

Sus seguidores no entendían nada, y nada entendieron las autoridades religiosas de la época que, además, ordenaron su muerte sin más contemplaciones, a través de un juicio sumarísimo, como hereje.

Pero tras la muerte de Jesús algo fuerte les ocurrió a su discipulado cuando comenzaron a entender al Maestro. Será 70 ó 90 años después de la muerte y la resurrección cuando nos consta por escrito su vida, su muerte y su resurrección. Y será el inicio de una larga trayectoria de teología cristiana presentada como indiscutible, que interpreta desde el comienzo, la resurrección de Jesús, como si se tratara de un hecho histórico, y por tanto, constatable y verificable. Está claro que fue desde los maravillosos, sugerentes y convincentes relatos de las apariciones como se llegó a la certeza de la resurrección, pero no es menos cierto que esos relatos fueron pensados desde la fe de sus entusiastas seguidores y seguidoras. Quienes lo escribieron evidencian estar fascinados por la trasformación que se había producido en sus inmediatos seguidores y de sus fieles seguidoras. Esa fe en Jesús y en su resurrección les abocó a una entrega incondicional al mensaje que habían visto y escuchado del Maestro. Ese mensaje vivificante no podía morir, y aquí entra el mito, maravilloso mito, que comprometía sus vidas enteras en la línea del Maestro, hasta el punto que se decía “mirad cómo se aman” y hasta el límite de comprometer su propia vida luchando por esta causa.

Dice Juan Luis: “La realidad de la resurrección de Jesús es real, sin que sea un hecho histórico empíricamente verificable aunque sí espiritualmente posible.” La fuerza que tuvo esa fe de que Jesús y su mensaje no habían muerto ni debían morir, produjo esa transformación espiritual-religiosa en todas aquellas personas que, como dice Juan Luis, hizo real un hecho imposible de constatar empíricamente.

Por tanto, nos adentramos en el mundo de la fe, respetable para todo tipo de interpretaciones, desde la resurrección real-física-material, hasta la resurrección espiritual-experiencial-esperanzadora de que nuestra vida, nuestro buen hacer, nuestro compromiso por humanizar la sociedad y las personas no desaparece con nuestra muerte, sino que queda aquí entre los beneficiados de nuestros actos, empujando la humanidad hacia su realización plena.

En este punto cada cual puede posicionarse donde decida libremente. Habrá muchos para quienes su fe en la resurrección de Jesús tal cual se ha aceptado por la Iglesia les resulte vivificante, y habrá quienes no lo necesiten para poder, desde la fe en le Jesús de la historia, seguir sus pasos en su compromiso vital, dando vida a otros y dejando vida tras de sí. Y esto sí que es válido y valioso para cualquier ser humano. Dice Juan Luis, “la formulación bíblica de aquella experiencia espiritual pascual de sus discípulas/os de la que arranca el cristianismo (y, por consiguiente, también mi espiritualidad personal), exige ser repensada (¿algo extraño en una cultura tan distinta a aquella?).”
PD. Tengo que reconocer que la Resurrección, como mito, es de lo más hermoso que se ha escrito en toda la literatura religiosa de todas las religiones.
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¿Jesús resucitó? ¡Claro, como todos!

Juan Luis Herrero del Pozo

Así reza uno de los epígrafes de “Religión sin magia”. Tema delicado donde los haya porque la formulación bíblica de aquella experiencia espiritual pascual de sus discípulas/os de la que arranca el cristianismo (y, por consiguiente, también mi espiritualidad personal), exige ser repensada (¿algo extraño en una cultura tan distinta a aquella?). Lo que intento explicar es, en buena parte, algo ya adquirido en muchas teologías actuales, pero también constituye, creo con toda la cautela de una hipótesis de trabajo, un paso sugestivo adelante. Es Domingo de Pascua y quiero meditar en voz alta el sustrato sistemático de lo que anoche celebré. Y, dada mi parquedad emocional la computadora no es para mí un lugar de efusiones sino de reflexión.

1. En primer lugar, más que la repetición de lo trillado me preocupa que los agnósticos y ateos no se estrellen, una vez más, contra un muro dogmático y su Dios “milagrero” que realizó en Jesús aquel portento de pura sobrenaturalidad sin anclaje en “lo natural”. Para mí -y no es el momento de extenderme en ello- desde el “mito” preñado de sentido de la “creación” todo es natural y humano y “sólo cuanto más humano es más divino”. Lo que no quiere decir que sólo lo empíricamente verificable sea real. Salvo para los materialistas, claro.

2. La realidad de la resurrección de Jesús es real, sin que sea un hecho histórico empíricamente verificable aunque sí espiritualmente posible. Los “testigos” lo formularon – no tenían más remedio en su cultura- bajo el ropaje literario de ‘apariciones’ o visiones físicas. Como experiencia espiritual subjetiva de aquellos seguidores el filósofo J.A. Marina diría que no es universalizable, es decir, no es demostrable, del mismo modo que no lo son las apariciones de Lourdes (¡ni a golpe de milagros, por descontado!). Puede ser plausible y de gran carga vital (’por sus hechos los conoceréis’) pero no fuerzan el asentimiento que siempre se puede suspender.

3. La representación clásica de Jesús resucitado ‘esperando’ a que, al final de los tiempos, todos resucitemos con él tampoco forma parte del núcleo de nuestra apuesta creyente sino de su revestimiento mítico ¿Qué sentido inteligible tendría afirmar que después de la muerte, cuando ha concluido para cada uno el tiempo y se abre la eternidad, todos salvo Jesús habrán de esperar al final de los tiempos, hasta el valle de Josafat? Quien muere ya está en el final de los tiempos. De ahí que la resurrección de cada uno se solapa con su propia muerte: nuestra cotidianeidad ¡está poblada ya de nuestros seres queridos resucitados!

4. Es acrítico y pueril identificar resurrección con revivificación de un cadáver. Nuestros despojos mortales en su materialidad celular pueden pudrirse, ser quemados o acabar en la panza de un pez y éste en el de otro. Todas nuestras células se transforman, es decir, dejan de existir como tales irreversiblemente: ni Dios las puede devolver a la vida que fueron (no hace falta exigir a la fe que el círculo devenga un cuadrado).

5. Por consiguiente, lo de menos es lo del “sepulcro vacío” y que no se podrán encontrar jamás los restos mortales de Jesús. De haber sido sometido al proceso de momificación como un faraón podría en teoría ser encontrado y nuestra creencia cristiana no tendría porqué sufriría menoscabo ¿Qué diablos me importa lo que se dice estos días sobre la tumba del Maestro? ¡Y menos aún si se casó con la Magdalena y tuvieron un vástago!

6. Que Jesús haya resucitado no sería un acontecimiento insólito. Casi todas las culturas han contado con su eventualidad. De ahí no puede depender nuestra fe. Incluso, si se reflexiona sobre la hipótesis que propugno lo de Jesús no tiene porqué ser una excepción milagrosa.

7. No es que resucitemos todos porque Jesús resucitó. Otra cosa es que la experiencia de su resurrección dé SENTIDO Y HONDURA a su muerte y a la nuestra.

8. La hipótesis que manejo en mi libro -por supuesto no empíricamente sino filosóficamente como mejor comprensión de la muerte y del “más allá”- afirma que la corporeidad, no en su sustrato celular que desaparecerá sin remedio, sino como constitutivo del ser humano- se va ‘trasvasando’ e integrando nuestra dimensión espiritual y es la sustancia de nuestra construcción como persona. Es decir, el cuerpo se va haciendo cada vez más “cuerpo espiritual”, “pneumatikós” (y no precisamente en la comprensión espiritualista tradicional de Pablo de Tarso, si es que ge la suya). La barrera de inteligibilidad de esta hipótesis no es superior al intento de explicación dualista neuronas-mente inteligente, cuerpo-alma, incluso permite reducir lo dual a lo uno (sin entrar en la dialéctica de lo Uno y lo Múltiple que es otro tema ya mencionado en este foro).

9. Sin extenderme más, esta hipótesis me consuela y me aclara la tensa contradicción de la vejez: progresivo e inexorable deterioro físico acompañado (aunque libremente) de un crecimiento como persona. ¿A que más de un vejete lo comparte? Pues eso, la hipótesis es plausible porque da sentido.

En estos momentos ¡están resucitando los pobres que se están muriendo ‘crucificados’!
La muerte no es la ‘última’ palabra. Los verdugos no la tendrán sobre las víctimas por mucho que todos seamos responsables de la ‘penúltima’.



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