Los Viernes Santos en muchas ciudades de España alzamos la vista para contemplar las imágenes de nuestros Cristos Crucificados.
¿Y qué, si junto al Cristo Crucificado (“Cuanto hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños conmigo los hi cisteis”) desfilasen por nuestras calles las imágenes de los pueblos crucificado del Sur? ¿Qué, si en nuestras liturgias contemplásemos rotos por el dolor las heridas, humillaciones y muertes que viene arrastran do desde siglos?
Teólogos de la liberación afincados en el Tercer Mundo, insignes, y mártires algunos como Ignacio Ellacuría, nos han hablado de este hecho evidente y lo han hecho desde una perspectiva cristiana: estos pueblos crucificados son la actualización de Cristo Crucificado. Decía Monseñor Romero: “Ustedes son la imagen del divino traspasado”.
Estos pueblos crucificados son víctimas, no caídas del cielo, sino producidas por los sucesivos imperios, por el sistema económico dominante y por las multinacionales. Son estos verdugos los que imponen la injusticia, los que la defienden violentamente si hace falta, y hasta con terror. Cuenten en esa procesión inmensa a los miles y miles de hermanos matados en estas últimas décadas en Centroamérica, y… alarguen la vista y verán pueblos masacrados, movimientos reprimidos, líderes desaparecidos, gentes de pueblo perseguida, torturada, desaparecida. Verán las argollas que los poderes del FMI, del BM y de la OMC siguen poniendo para que esos pueblos no levanten cabeza y puedan disponer impunemente de sus materias primas.
Estos pueblos, en un mundo donde la riqueza nunca ha sido tanta, ven como los poderosos les roban, les ponen condiciones comerciales inicuas, acumulan cada vez más riqueza, sin importarles el hecho de que la distancia de ingresos entre unos y otros crece sin cesar, de modo que si en el año 1820 era de 1 a 3, hoy es de 1 a 70. La mitad de África, unos 400 millones, vive con menos de 1 dólar diario y está desnutrida. EE.UU. tiene una deuda externa de 6 billones de dólares, doble que la de todos los países pobres, pero a él nadie le exige que la devuelva, en tanto que a los pobres se les obliga con un cuchillo en la garganta.
Con razón, el Cristo y estos pueblos Crucificados son la explicación el uno de los otros. Son el Siervo de Yahvé “sin figura, sin belleza, sin rostro atrayente”. Son pobres y, además, aplastados y torturados. Y así son como el Siervo “que no parecía hombre ni tenía aspecto humano y producía espanto”. Y mientras sufren en paciencia y resignación, se los alaba, pero si se deciden invocar al Dios que los defiende y libera, entonces son subversivos, terroristas, comunistas.
Y no tienen quien los defienda, “son llevados a la muerte, sin justicia”. Con razón escribía el obispo Pedro Casaldáliga “ Es hora de martirio en nuestra América Latina”. ¡Cuántos campesinos, sindicalistas, maestros, catequistas, religiosas y religiosos, líderes populares, obispos engrosan esa procesión de crucificados! Ellos son el siervo sufriente de Yahvé. “Les han dejado -escribía Ellacuría- como a un Cristo”.
Paradójicamente, estos Crucificados son “luz de las naciones” ,es decir, ponen al descubierto la pecaminosidad fundamental del Primer Mundo , que es la injusticia. Y señalan como mala éticamente la solución que están dando al mundo, pues deshumaniza a unos y a otros.
Y, además, ofrecen salvación, por ser portadores de los “valores evangélicos”: solidaridad, servicio, sencillez y disponibilidad para acoger el don de Dios. Y ofrecen un potencial inmenso de esperanza, una y otra vez ahogada por el mundo occidental, pero sigue ahí contra toda esperanza, para poner en evidencia su fracaso. Y ofrecen amor, porque así lo han demostrado innumerables mártires de América Latina y de otras partes. Y ese amor es una gran oferta de humanización.
Al final de la Cuaresma, seguirán esas procesiones del Cristo Crucificado y de tantos otros “Cristos históricos crucificados” que no estarán visibles en nuestras calles.
Tenemos un compromiso: bajarlos de la cruz. Es una manera muy correcta de celebrar la muerte del Señor.
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