Javier Pérez Royo, en 'El País'
La ley del más fuerte es insuprimible. La desaparición de dicha ley conduciría a cualquier sociedad a un proceso de descomposición inexorable. No podemos prescindir de ella para la articulación de una convivencia sostenible.
Ahora bien, el que no se pueda vivir sin ella no quiere decir que se pueda vivir aceptando su vigencia de manera ilimitada. La convivencia humana, a diferencia de la pura coexistencia animal, solo es posible si se establece algún tipo de control sobre la acción de la ley del más fuerte. La convivencia humana es una lucha permanente para controlar al más fuerte. Esta es la finalidad que han tenido todas las instituciones políticas y todas las normas jurídicas que ha ido creando el ser humano en su convivencia a lo largo de toda la historia. Obligar al más fuerte a expresarse con el límite de la existencia de determinadas instituciones políticas, que crean normas jurídicas a las que la acción de la ley del más fuerte tiene que sujetarse. En esto es en lo que ha consistido en buena medida el proceso civilizatorio.
En la propia configuración de las instituciones políticas y en la creación de las normas jurídicas ya se toma nota de la existencia de la ley del más fuerte, porque se sabe que no se puede hacer política ni crear derecho desconociendo su existencia. De ahí que existan miembros permanentes en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas con derecho de veto, y de que esté abierto el debate de si la configuración actual de dicho Consejo es la apropiada o no. De ahí que el G-20 haya sustituido al G-8 de forma súbita. Los ejemplos en el ámbito internacional, como en el interno de cada país, podrían multiplicarse.
Este reconocimiento político y jurídico, institucional y normativo de la ley del más fuerte es una excepción del principio de igualdad, del presupuesto en el que descansa la única afirmación de la política y el derecho aceptables en la sociedad de nuestros días y, como tal, no debería admitirse que pudiera ser interpretado de manera expansiva. No se puede admitir que el más fuerte se exima unilateralmente del sometimiento a los límites comúnmente establecidos, porque, cuando esto ocurre, nos deslizamos inexorablemente hacia la barbarie.
Está empezando a ocurrir con una frecuencia preocupante. La guerra de Irak, decidida por Estados Unidos con la ayuda de otros países, democráticos o no, sin cobertura de Naciones Unidas es, con seguridad, el caso más grave de manifestación de la ley del más fuerte al margen de todo tipo de control jurídico. De ahí que no pueda extrañar, aunque resulte profundamente repulsivo, el no respeto de las normas de derecho internacional en la denominada guerra contra el terror por la Administración de George W. Bush, del que los vuelos clandestinos, el uso de la tortura leguleyescamente justificado y Guantánamo son las expresiones más conocidas, pero no las únicas. Todavía está teniendo que enfrentarse la Administración de Obama con las consecuencias de esas manifestaciones de la ley del más fuerte al margen del derecho.
En Europa hemos asistido esta misma semana a otro ejercicio de la ley del más fuerte al margen del control jurídico previsto en el ordenamiento comunitario, cuyo respeto es exigible a todos los Estados miembros de la UE. Estoy convencido de que, en su fuero interno, todos los presidentes de Gobierno de todos los países, todos los miembros de la Comisión y la casi totalidad de los europarlamentarios, por no decir nada de los servicios jurídicos y de los órganos judiciales, saben que la decisión adoptada por el Gobierno de Francia de desmantelar los campamentos de gitanos y de decretar su expulsión en masa, carece de cobertura jurídica. En el fondo y en la forma en que se ha llevado a cabo. La propia reacción chulesca del presidente Sarkozy, indicándole a la comisaria Reding que Luxemburgo los acoja, viene a confirmarlo.
Y, sin embargo, Francia es Francia y en la reunión del Consejo Europeo celebrada el pasado jueves, no fue sobre el presidente francés y su Gobierno sobre los que se centraron las críticas y a los que se exigieron explicaciones, sino que todas las críticas cayeron sobre la comisaria de Luxemburgo, Viviane Reding, a la que se obligó a disculparse por las palabras que había utilizado para calificar la acción del Gobierno francés.
La permisividad con este tipo de manifestaciones de la ley del más fuerte, al margen del control de las formalidades jurídicas, no puede ser presagio de nada bueno. Hemos bajado un peldaño en la lucha contra la ley del más fuerte y eso siempre se acaba pagando.
sábado, 18 de septiembre de 2010
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