Artículo aparecido en 'El Comercio' de Asturias
En la iglesia del Gesu, en Roma, pueden verse las zapatillas de San Ignacio de Loyola. El santo murió en ese convento y allí se le recuerda con orgullo y veneración, en medio de la capital del catolicismo, cerca del Papa con quien la Compañía de Jesús tuvo siempre unas relaciones complejas. Las zapatillas del fundador de los jesuitas son simples babuchas de jubilado, austeras y gastadas. Sin embargo, dan la impresión de que, si alguien volviera a calzarlas, darían servicio durante varios siglos más con pasos firmes y sigilosos. Los pasos de esas zapatillas, ascéticas como las de un santo y sólidas como las de un guerrero, han marcado la vida de muchos hombres. Uno de ellos es Constantino Viñuela, director durante más de diez años del Hogar de San José de Gijón y miembro de ese ejército que algunos han llamado los 'marines' de Cristo. Tino Viñuela deja ahora el cargo para dedicarse a otros menesteres. Obediencia obliga.
En la iglesia del Gesu, en Roma, pueden verse las zapatillas de San Ignacio de Loyola. El santo murió en ese convento y allí se le recuerda con orgullo y veneración, en medio de la capital del catolicismo, cerca del Papa con quien la Compañía de Jesús tuvo siempre unas relaciones complejas. Las zapatillas del fundador de los jesuitas son simples babuchas de jubilado, austeras y gastadas. Sin embargo, dan la impresión de que, si alguien volviera a calzarlas, darían servicio durante varios siglos más con pasos firmes y sigilosos. Los pasos de esas zapatillas, ascéticas como las de un santo y sólidas como las de un guerrero, han marcado la vida de muchos hombres. Uno de ellos es Constantino Viñuela, director durante más de diez años del Hogar de San José de Gijón y miembro de ese ejército que algunos han llamado los 'marines' de Cristo. Tino Viñuela deja ahora el cargo para dedicarse a otros menesteres. Obediencia obliga.
Viñuela no ha cumplido aún los 50 años. Es leonés y lleva toda la vida en la Compañía de Jesús, el lugar en que ha encontrado esa cosa llamada vocación, que viene a ser como una novia de toda la vida con la que uno se casa y que sabe al dedillo todos los defectos de su acompañante.
Como casi todos los jesuitas a los que uno ha conocido, hay en la forma de ser de Constantino Viñuela una mezcla de razón cartesiana, de formación tallada a base de muchas horas de aula y biblioteca, de espiritualidad cribada con largas raciones de acción y oración y, asunto fundamental: un compromiso con los débiles de la sociedad, que es la marca de la casa.
Como casi todos los jesuitas a los que uno ha conocido, hay en la forma de ser de Constantino Viñuela una mezcla de razón cartesiana, de formación tallada a base de muchas horas de aula y biblioteca, de espiritualidad cribada con largas raciones de acción y oración y, asunto fundamental: un compromiso con los débiles de la sociedad, que es la marca de la casa.
La Compañía de Jesús tiene en su alineación todo lo que se pueda pedir: intelectuales que llevan en la cabeza el Cosmos completo, teólogos que le aguantan el tipo al más curtido de los racionalistas, astrónomos, médicos, físicos, poetas, matemáticos o músicos. Todos ellos han visto las zapatillas de San Ignacio y, mirándolas, han entendido que no se puede ser jesuita sin estar en el mundo, sin patear las calles hasta gastar las suelas. Saben que la vida real está poblada en su mayoría por seres que nunca llegarán a tener ni unos malos zapatos, seres que piden ayuda y que necesitan ser defendidos.
Constantino Viñuela ha entendido el mensaje y se ha volcado durante estos años en un trabajo tan complicado como el de ser la familia de quienes no tienen familia. Viñuela ha convivido con esos pedazos de la sociedad que Serrat ha llamado «niños silvestres, lustrabotas y rateros» que «se venden por piezas, o enteros», niños, adolescentes y jóvenes que son carne de chatarrería social antes de tener la oportunidad de ensamblarse como adultos. El Hogar de San José es desde hace más de medio siglo un riguroso taller de reparaciones humanas al que llegan vidas destrozadas y del que se consigue sacar personas de una pieza que rehacen su vida y la de otros.
Viñuela ha sido padre y madre de todos ellos, con la misma bondad que dureza, con tanto cariño como rigor. Ha sido también quien les ha buscado trabajo, quien se ha alegrado con sus éxitos y ha pasado noches en blanco como cualquier cabeza de familia al que no le salen las cuentas. Los llamados 'hogarinos' son los ex alumnos de esta casa que se siguen reuniendo de año en año y recordando lo mucho que deben al Hogar de San José.
Tino Viñuela es un hombre querido en su casa y en El Natahoyo porque los vecinos respetan y aprecian la labor del Hogar y del 'Gedo'. Hace muchos años que los jesuitas llegaron al barrio y comenzaron a andar en zapatillas entre la gente, como un vecino más. Viñuela forma parte de ese grupo humano que ejerce cristianismo de proximidad como primer santo y seña, como Jesús y como Ignacio de Loyola. Tino se empeñó, y lo consiguió, en celebrar una misa en la que se mezclaba el rito católico con versos del Corán. Contra la intolerancia, cercanía. No gustó a todos, pero alguien tenía que dar el paso. Habla de manera pausada, directa y transmite la sensación de tener las ideas claras, a veces a su pesar. La lucidez revela a veces una realidad demasiado dura. Al padre Viñuela le ha tocado bregar con los hijos de la crisis, con los niños malqueridos de la reconversión familiar o con los emigrantes africanos de cayuco y patera que empezaron su periplo en Canarias y terminaron en Asturias. Los años, la estatura, la planta firme, la brega con las pendientes de la vida y la barba que luce a veces le dan un aire de montañero en plena travesía que no suele asustarse de nada.
La educación y la paciencia han dado al Hogar de San José un índice de éxitos (si es que se puede hablar en estos términos) muy aceptable. Constantino Viñuela habla de la familia no como una institución, sino como una realidad tan importante como escurridiza. Su púlpito son el medio centenar de chavales que cada año ha tenido a su cargo. Una conversación con el hasta ahora director del Hogar de San José deja claro que hay otra Iglesia posible, una Iglesia que habla un idioma comprensible y anda por la sociedad en zapatillas, sin estridencias, con cariño y al ritmo de los más débiles.
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