“Ser cura en este lugar es trabajar todo el día a cambio de nada y encontrar la felicidad dedicándote a los más pobres”. No lo digo yo. Lo dice mi compañero, un francés que religiosamente se define como un “protestante poco practicante”. Desde hace algo más de tres
semanas los dos - que estamos trabajando en un trabajo de análisis de conflictos - vivimos en la parroquia católica de Obo, un aisladísimo y paupérrimo rincón de la República Centroafricana, y disfrutamos de la hospitalidad de dos sacerdotes y un diácono de la diócesis de Bangassou. Compartir muchos días con ellos hace que uno se dé cuenta del sacrificio que ellos y muchos curas africanos derrochan en lugares arruinados por la pobreza y los conflictos.
Una jornada normal comienza levantándose antes de las cinco. Después de rezar, a las seis comienza la misa y una vez terminada ésta los dos sacerdotes y el diácono de la parroquia (Martin, Florentin y Barnabas) no paran de recibir a personas que se acercan a la parroquia con un sinfín de problemas. Muchas veces no encuentran tiempo ni para desayunar. Abundan los casos de acusaciones de brujería (pone los pelos de punta ver con qué facilidad se expulsa o se amenaza de muerte a personas inocentes, casi siempre ancianos), de violencia doméstica o de padres que han perdido a sus hijos a manos de la guerrilla del Ejército de Resistencia del Señor (LRA, en inglés), la cual ha secuestrado a cientos de ellos para usarlos como esclavos. A veces pueden hacer algo, las más de las veces sólo pueden escuchar, animar y consolar. La parroquia de Obo, que tienen a su cargo, comprende un extenso territorio que hasta hace tres años podían recorrer con bastante dificultad por carreteras imposibles. Ahora la inseguridad les obliga a permanecer en un área en la que no pueden salir más allá de cinco kilómetros, y la sensación de claustrofobia hace mella en el ánimo.
A pesar de todo no se cansan. Los tres derrochan optimismo y humanidad, y las sobremesas con ellos son interminables porque siempre hay mucho de qué hablar. La casa parroquial tiene sus puertas abiertas todo el día y lo mismo llega una madre que acaba de recibir a su hijo al escapar éste de la guerrilla y que pide que el cura “le limpie la cabeza de cosas malas”, como aparecen dos investigadores de Amnistía Internacional o los cuatro soldados norteamericanos que se declaran católicos y que no se pierden nunca la misa dominical, o un refugiado congoleño. Y hablando de congoleños, los curas no me lo han contado porque no les gusta presumir de nada, pero los refugiados congoleños sí me han dicho que cuando llegaron hace tres años a Obo huyendo de los ataques del LRA en su país fue la parroquia la que les dio de comer a más de dos mil de ellos durante dos meses, hasta que llegaron las agencias humanitarias internacionales. Eso sí que fue el milagro de los panes y los peces repetido en el África más pobre.
Además de la parroquia con su catecumenado, sus catequistas y sus grupos de oración, tienen que mantener una casa que se cae de vieja, gestionar la escuela diocesana y hacer malabarismos para que sus maestros cobren un salario medio decente que el Estado debería pagarles pero que no lo hace. En la casa dan hospitalidad a trabajadores humanitarios que acaban de llegar y les ofrecen orientación y consejo. Cuando salen a pasear por el pueblo no pueden dar cuatro pasos sin que la gente les pare y siempre les escuchan sonriendo. Su gran ilusión durante estos días es pensar que dentro de pocas semanas se irán de ejercicios y podrán descansar y cargar las pilas.
Así viven muchos miles de curas africanos en los rincones más apartados y más pobres de este continente. Sé que no todo el monte es orégano y que en la Iglesia africana hay muchas situaciones diversas, y a veces uno en lugar de encontrarse con curas que ofrecen el Evangelio se topará con oportunistas interesados en tener poder y que vivirán de forma poco edificante. Pero como se suele decir, hace más ruido un árbol que cae que un bosque que crece en silencio. El bosque de los miles de curas africanos que un día entraron al seminario con la ilusión de una vocación de dedicación a Jesús de Nazaret y entrega a los más pobres. Por eso no me extraña que hasta mi compañero se dé cuenta de que vivimos con personas de una gran talla humana. “Columnas de bronce”, los llama con orgullo su obispo, el comboniano español Juan José Aguirrre, de la diócesis de Bangassou. Columnas que sostienen a un pueblo lacerado que vive en uno de los lugares más perdidos y castigados de África que no interesa a nadie pero que Dios no ha olvidado.
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