martes, 15 de septiembre de 2009

CHARLAS EN LAMIARRITA (IV) Rafa Yuste

4. ¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre? Y vosotros ¿quién decís que soy yo?

Para este cuarto día os propongo que centremos nuestra reflexión y nuestro compartir en Jesús y su significado para nosotros.

Soy consciente de haber escogido un camino un poco pretencioso, o tal vez, en algún sentido benigno, “fundamentalista”. No he querido seguir el esquema de los Ejercicios, por reiterativo, y ahora os propongo algo así como “las preguntas de nuestra vida”. ¡A estas alturas de la misma! Pido, otra vez, perdón por ello. De lo que sí podéis estar seguros es que no son preguntas retóricas. Puede que sean inmaduras, pero son reales para mí, vitales y existenciales. Y cuando digo esto quiero decir, que sincera y realmente, espero encontrar luz en vosotros y vosotras y que me encuentro en disposición de cambiar cosas en mi mente y en mi vida. Es decir, que va completamente en serio. Y creo que la mejor manera, o al menos una de las maneras, de suscitar en vosotros esta reflexión sobre el significado de Jesús en vuestra vida, tal vez sea, compartir yo con vosotros mi respuesta. Pero, antes, un poco de doctrina.

¿Qué sería lo que para nosotros tendría el valor de piedra angular de nuestra fe como cristianos? Precisamente aquel mensaje de salvación existencial que los discípulos de Jesús en su encuentro con él han visto, experimentado y luego anunciado. Ser cristiano es asumir una actitud vital de fe en aquel hombre Jesús. Sabemos que ser cristiano no es adherirse a una doctrina, sabiduría o filosofía. Lo que una fe como ésta puede significar, es lo que después de su muerte reunió a aquéllos que creyeron en él, en una comunidad muy especial llamada iglesia. Por eso, desde entonces, el criterio de pertenencia a esta iglesia es la relación con ese Jesús. En el nivel personal, lo decisivo no son los títulos que se le atribuyen, sino la sinceridad y profundidad con que nos adherimos a él. Los títulos son solo una expresión de eso.

Es verdad que la trama conceptual dogmática y la litúrgica, nos hacen difícil referirnos a un significado de Jesús para nosotros a la manera de un encuentro originario, pero sí tal vez podemos referirnos a un reencuentro.

En la historia de Jesús lo primero que encontramos es un proyecto: el Reino de Dios como sustituto del orden vigente. Jesús parece entender el Reino de Dios, entre otras maneras, como un restaurar la plena humanidad de quienes habían sido privados de ella, sobre todo por los mecanismos de explotación y marginación fundados en ideologías religiosas. Los pobres en general y los publicanos y las prostitutas en particular. La conducta moral coherente con el Reino será el amor, el único capaz de integrar los marginados y explotados. Y un amor gratuito. A eso se refieren las bienaventuranzas. Tratar al otro como él mismo querría ser tratado. Sustituir el cálculo interesado por la gratuidad que llega hasta amar a los enemigos.

El Jesús histórico (en el sentido de inserto en la historia) es quien nos revela que Dios es amor, a la vez que nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana, y, por tanto de la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del amor.

Al declararlo Dios (acertadamente o no) sus seguidores nos dijeron no sólo que había que elevar los valores concretos percibidos en la historia de Jesús a la categoría de absoluto y apostar por ellos como tarea para el hombre, sino que ese concepto de Dios tiene que ser llenado con la experiencia que surge de la historia concreta de Jesús. Que no sólo, su forma de entender la vida y vivirla, es para nosotros la principal variable capaz de dar sentido y salvar nuestra existencia, sino que también nos manifiesta el contenido o esencia de lo que llamamos Dios.

Creer en Jesús es, entonces, fiarse, confiarse a él y amar su proyecto. No podemos amar realmente a alguien sin tener con ese alguien un proyecto común, algo de suma importancia para él y para nosotros. Al amar confiamos algo propio, profundamente decisivo para nosotros, a la libertad de la persona amada. Algo tan decisivo como la propia vida.

Jesús y sus discípulos nos dijeron que ese amor no es una relación puramente individual, entre Dios y yo o entre Jesús y yo. En ese amor están inseparablemente afectados los otros seres humanos con las estructuras sociales que nos relacionan con ellos. Hasta el punto de que la credibilidad de la fe y del amor a Dios, Jesús y sus discípulos sabemos que la ponen en la sinceridad y efectividad del amor a los necesitados. El cristianismo y también nosotros, hemos de preservar esa concepción bíblica del amor de todas las tendencias místicas o racionalistas que lleven a interpretar ese amor de manera que se vuelva puramente amor de Dios y no se relacione con la hermandad y la comunidad en la historia. En el lenguaje bíblico existe una identificación entre obrar de acuerdo a una determinada jerarquía de valores y conocer a Dios. A Dios solo lo conoce el justo, el que ama.

Pasemos ahora de la doctrina a la experiencia personal.

Pasemos por alto, las imágenes infantiles recibidas dentro o fuera de la familia, en la Iglesia, en la catequesis y en la escuela. También las más sofisticadas, pero sin cambiar mucho el esquema, la imagen de Jesús de los Ejercicios. Aunque es verdad que esas imágenes infantiles y la imagen de Jesús de la primera formación jesuítica, en mi han tardado mucho en dejar paso, y no sin filtrarlo, a una imagen de Jesús, hombre como yo. Todavía me es difícil imaginar realistamente a ese Jesús, hombre.

Claro que aquel esquema cambió mucho en los años siguientes de mi vida. Jesús pasó a ser para mí, sobre todo un predicador del Reino de Dios. Reino de Dios que no era ya un “tesoro” espiritual, ni una vida en santidad, sino el proyecto de una vida centrada en la solidaridad, centrada en el amor y en el servicio, con consecuencias, sobre todo, sociales y políticas. Jesús era un defensor de los pobres y marginados. Todavía una víctima, pero de las fuerzas dominantes de su sociedad, que murió como consecuencia de su vida.

Si en mis primeros años, lo que aparecía sobredimensionado en mi imagen de Jesús era el sufriente redentor, en esta etapa estuvo sobredimensionada la ideología, no la de Jesús, sino la de su seguimiento. Si el seguimiento de Jesús o su imitación era algo individual en la primera etapa, en ésta era algo de grupo, colectivo

En la situación actual, mi relación con Jesús está mediatizada por dos tipos de problemas: los problemas teóricos respecto de la fe y los problemas afectivos.

Al hablar de mi propia fe en Jesús suelo hablar (de manera también casi cursi) de agonía. Decir que creo en Jesús no dice demasiado sobre mi vida, como el decir que soy creyente cuando me preguntan. La confesión verbal de la condición creyente y de la fe en Jesús es relativamente fácil. Más difícil es explicar qué es creer o responder a la pregunta de por qué creo y en qué creo. Y todavía más difícil es poder señalar en nuestra propia vida los signos de que somos creyentes y cristianos.

Algunas preguntas de las que me hago recaen precisamente sobre el origen de mi fe. Siempre, en el lenguaje religioso, cristiano y eclesiástico, en el que me he movido, se me ha dicho que la fe es para nosotros un don, una gracia de Dios, y que es lo más valioso que poseemos. Pero, por otra parte, el origen de la fe en Jesús lo percibimos relacionado con circunstancias totalmente aleatorias: haber nacido en una época y sitio determinados. La fe forma parte de mi bagaje existencial, como lo forma mi familia, mi nacionalidad, mi psicología y mi cultura, y mis posibilidades humanas de todo tipo.

En mi universo existencial, de todas las demás partes de mi bagaje me puedo separar mentalmente. Es verdad que no he elegido la familia, ni el sexo, ni el nombre, ni, al menos en la parte más sustantiva, la psicología y la cultura, pero puedo pensar sobre ellas de manera racional y deliberativa. Respecto a la fe, no. Y no ya por problemas de ortodoxia, sino porque, psicológicamente, yo no puedo, sin provocarme una hecatombe moral y existencial, separarme de la fe, pensar sobre ella de manera racional y deliberativa. La percepción que tengo es que la fe no es mía, que no accedo a ella desde mi propia libertad. ¿Quién puede, desde la fe, sentirse libre frente a Dios, frente a Jesucristo, frente a la Iglesia?

Por otra parte, el significado de Jesús para la humanidad, sabiéndolo y apreciándolo como enorme, me parece sobredimensionado. ¿Qué puede significar que Jesús es principio y fin, alfa y omega, y que en él han sido recapituladas todas las cosas? La vida de Jesús es admirable, el mensaje de Jesús es valiosísimo, pero la vida ha seguido después de Jesús y nos tenemos que enfrentar a situaciones y a esquemas mentales que él ni vivió ni pudo imaginar. Aun considerándolo revelación excepcional de Dios (en el sentido que demos a esa expresión), ¿cómo pensar que su mensaje, por otra parte, simple y no del todo original, condicionado por su tradición judía, nos marca el tope a lo que podemos aspirar en la búsqueda de sentido para la vida humana personal y colectiva y de manera universal? Por supuesto, no creo que hayamos sacado todas sus consecuencias o que las hayamos hecho realidad, ni que su virtualidad se haya agotado. ¿Pero es que eso se va a dar alguna vez?

Yo soy consciente de que estos interrogantes pueden ser una coartada, convertirse en una duda metódica, devenir en indiferencia, o en prudente y cómodo escepticismo. Sé que pueden ser un entretenimiendo y hasta un vicio burgués, racionalista, moderno, ilustrado, propio del primer mundo. Pero si he de hablar de la fe en Jesús, a vosotros/as, no me parecería honesto ocultar esos interrogantes, que seguramente, en parte al menos, compartimos. También es verdad que, hace algún tiempo, desistí de mis dudas para no vivir más tiempo a la intemperie y viendo que no tenía elementos para salir de ellas.

La otra clave para mi relación actual con Jesús está en lo afectivo. Mientras que me cuesta mucho trabajo hablar de mi amistad con Jesús y concretar la dimensión afectiva de mi relación, mis relaciones humanas sí que me urgen a una atención y a una realización, en ocasiones perentoria. Y eso resulta también determinante para la propia vida. La inmadurez o la falta de equilibrio afectivo impide con frecuencia tener arrestos suficientes y fuerza moral suficiente para afrontar un estilo de vida dedicado decisivamente al servicio a los demás. Impide también, con frecuencia, asumir riesgos, trabajar con constancia, contraer compromisos. Lo de perder o ganar la vida toma, entonces, un realismo no martirial, pero sí decisivo: porque uno puede estar en el servicio como a remolque y con desgana, perder sensibilidad para el mismo, aunque el lenguaje se conserve políticamente correcto, pero más como ideología o eslogan que como un desencadenante de la acción. Entonces, la fe en Jesús puede devenir compatible con una vida de servicio discreto, y descansado, más que con una pasión por la justicia. El cansancio, la impotencia, lo que hacen o dejan de hacer los de mi entorno, se convierten fácilmente en coartada para buscar amistades y relaciones poco exigentes, cuando no desencadenan una especie de revancha frente a imposiciones y limitaciones consideradas absurdas.

No obstante, aun en esas circunstancias, la relación con Jesús está lejos de la culpabilidad autodestructiva y estéril. En la relación con Jesús más bien hay un agradecimiento y confianza, resuenan en mí sus palabras ““yo tampoco te condeno”… “anda y no peques más”, pero también la invitación al servicio incondicional, la cercanía compasiva y solidaria con quienes me necesitan, el compromiso sin recompensas, el no guardar mi tiempo para mí, el no salvarme.



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