miércoles, 23 de septiembre de 2009

CHARLAS EN LAMIARRITA (V) Rafa Yuste

5. Hablar de Dios y de Jesús como evangelización

“Dispuestos siempre a dar razón de nuestra esperanza a todo aquel que os pida una explicación, pero con buenos modos y respeto y teniendo la conciencia limpia” (1 Pe, 3,15)

Nuestra fe en Dios y en Jesús de Nazaret ha llegado a nosotros a través de numerosas mediaciones. Parece natural que si nosotros llegamos a vivir la fe en Dios y nuestro seguimiento de Jesús de una manera liberadora y sintiéndonos por ello en plenitud, es decir, si la vivimos como buena noticia, por sí mismo, ese estilo de vida, pueda ser atractivo y contagioso y sintamos el deseo y hasta la urgencia de comunicar y expandir ese camino. Por otra parte, está el dato, creo yo que incontestable, de que Jesús llamó a sus discípulos, se dedicó a su formación en los valores del Reino y los envió a ser pescadores de hombres. Aunque, la creencia en la inminencia de la llegada del Reino de Dios imprime a esas circunstancias un cierto milenarismo y Jesús previno a sus discípulos sobre un estilo de proselitismo, el de los fariseos y letrados, que suponía un esfuerzo enorme, para poner sobre las espaldas de los neófitos pesadas cargas que ni ello si sus padres habían podido soportar, como también los previene sobre que, más importante que el carácter religioso de la acción, es la compasión y la ayuda al necesitado. Ello se resume en el dicho de que “el sábado está hecho para el hombre y no el hombre para el sábado”.

Con frecuencia, por nuestra histórica vocación y la pertenencia a instituciones apostólicas dentro de la Iglesia, nuestra vivencia de la fe está indisolublemente ligada a la propagación de la misma. Los jesuitas definimos nuestra misión como servicio de la fe y de la justicia. La virtualidad de esa definición está en haber ligado la fe indisolublemente a la promoción de la justicia. Pero, con frecuencia, lo que ella resalta es que la promoción de la justicia, en nosotros, está orientada a la promoción de la fe. La propagación de la fe (como misión evangelizadora) está tan ligada en nosotros a la fe, que, con frecuencia, las llamadas a profundizar nuestra fe, a vivirla de manera auténtica, a alimentarla y cultivarla en la oración, pero también en el compromiso, parecieran sobre todo dirigidas, más que a la propia vivencia gozosa y plenificante de nuestra condición creyente y cristiana, a hacerla atractiva, a dotarla de credibilidad, en último término a una concepción de la fe apostólica, apologética y proselitista.

Es evidente que si creemos y valoramos nuestra fe, si vivimos de la fe, ella es, como el bien, difusiva. Y si la vivimos, como siempre se dice, como lo más valioso que hay en nosotros, como un don que hemos llegado a reconocer y acoger, en ocasiones con esfuerzo y dificultad y con la ayuda de los demás, es también natural que estemos siempre dispuestos a dar razón de nuestra esperanza, a quienes nos pregunten, como recomienda la carta atribuida a Pedro.

Sin embargo, hoy día, en nuestro medio, la evangelización está más preocupada por la disminución permanente del número de creyentes y, más todavía, de miembros de la Iglesia y de vocaciones sacerdotales, que por la comunicación espontánea de una vida llena de sentido, que hace de la manera evangélica de vivir una fuente de paz y alegría y de compromiso sencillo en el servicio desinteresado de los demás.

Por otra parte, hoy nos acucian preguntas y problemas que en otras épocas no hemos tenido. El pluralismo de las religiones, la proliferación de personas con fe, pero desinstitucionalizada, y el adiós a la religión sin traumas, sino, en muchas ocasiones, como un alivio, de numerosas personas, son algunos de esos fenómenos que nos plantean preguntas. Preguntas como éstas: ¿es necesario que todas las personas crean y debemos tener como meta que sean socialmente miembros de la Iglesia? ¿Hemos de mantener nuestras formas tradicionales de transmisión de la fe, que quizá tuvieron sentido en una cristiandad, pero que despiertan hoy numerosas dudas, como es el caso del bautismo de los niños? ¿Hemos de continuar con la conciencia latente de que quienes no tienen fe son malas personas, aunque reconozcamos la fe como don y como oferta o propuesta que ha de ser aceptada libremente y de manera responsable y veamos numerosos ejemplos de personas íntegras y carentes de fe? Más preocupante que el que haya personas no creyentes debería ser el que los bautizados no fueran creyentes, sino meros números en las estadísticas eclesiásticas.

En nuestra tradición de Misión Obrera constatamos ya que no siempre hablar de Dios es una buena noticia y que hay situaciones en las que hablar de Dios de manera explícita se convierte en un permanente malentendido o equívoco (creo que esto no es exclusivo de aquella situación del mundo obrero a la llegamos en los años sesenta). La inserción en silencio, el compartir la forma de vida, la cercanía, la sintonía, y la solidaridad eran el único lenguaje, a nuestro entender posible para evangelizar. Ese silencio es hoy interpretado por muchos como cobardía o como renuncia a evangelizar. Hoy se espolea a los creyentes, y sobre todo a los futuros presbíteros, a dar testimonio hablando de Dios oportuna e importunamente, y sin complejos, se dice. El problema es que nuestro lenguaje sobre Dios y el lugar desde el que hablamos, no siempre evangelizan (no siempre son una buena noticia).

Por otra parte, creo percibir que Jesús dio fundamentalmente con su vida la buena noticia. “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para que dé la buena noticia a los pobres. Me ha enviado para anunciar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracia del Señor” (Lc 18-19). Y sabemos que llama benditos del Padre a quienes tienen buenas obras, aunque carezcan de la referencia explícita a Dios (Mt. 25).

No digo esto con ninguna pretensión de que por ahí pase el único o el mejor camino. Sólo digo que, en determinadas ocasiones, generalmente de fronteras, es el único posible. Y que no sólo es legítimo, sino que parece estar avalado por el mismo Evangelio. Siempre será deseable que ambas cosas (hablar con la vida y con la palabra sobre Dios), vayan acompañadas. Pero parece que la palabra sin la vida no está avalada, mientras que la vida sin la palabra sí. Por supuesto, no deja de ser una pretensión. Ya que nadie puede estar seguro de hablar de Dios con su vida.

En otros casos, por el contrario, entre personas religiosas generalmente sencillas, en medio de la lucha diaria por sobrevivir, el diálogo con la muerte temprana e injusta y la falta de expectativas, el lenguaje sobre Dios se hace presente de una manera casi connatural y la religión constituye para muchas personas la principal fuente de energía y alegría, de resistencia, de esperanza y de consuelo. Se trata casi siempre de una religiosidad popular, pero como algo que trasciende la vida toda, que invade la vida cotidiana en una mezcla porosa de actitudes de fe profunda, de supersticiones, de miedos ancestrales y de falta de capacidad para situarse ante lo natural y lo profano. Dios está permanentemente presente y se habla de él como de quien sostiene la vida, consuela, acompaña y hace más soportable el modo de vivir sobreviviendo.

En estos casos sentimos la necesidad de reevangelizar esa religiosidad, pero con mucho respeto y delicadeza, con mucha prevención frente al escándalo. Veo positivas algunas de las cosas que Victor Codina enumera al hablar de la cristiandad. La religiosidad popular habla de Dios, como de quien protege la fe de los débiles, quien acompaña al pueblo a lo largo de su vida, da a la vida una dimensión religiosa y espiritual, que no queda reducida a la intimidad individual sino que se abre al horizonte público de la bondad particular de un individuo hacia otro, hacia la comunidad, una bondad sin testigos, pequeña, sin ideología. Podríamos denominarla bondad casi sin sentido, casi ciega y muda, pero compasiva, que se extiende a todo lo vivo. Esa bondad es lo más humano que hay en el hombre, lo que le define, el logro más alto que puede alcanzar su alma. Veo positiva la convicción de que hemos sido hechos para Dios y que nuestro corazón no descansa hasta llegar a él, la conciencia de la debilidad y del pecado humano, la necesidad del pueblo de hallar un horizonte trascendente que dé esperanza a su vida y a su muerte, etc.

Sin embargo, la religiosidad popular se sostiene sobre una teología de cristiandad, es un hablar sobre Dios que alberga muchos mitos y mucha ignorancia. No es una fe adulta, sino infantil, débil y vulnerable. Dos síntomas de ello: uno, el trasiego permanente de esas pobres gentes hacia religiones evangélicas, hacia curanderos de toda índole; otro, el desconcierto de los inmigrantes latinos cuando en Europa cae sobre ellos la modernidad como un tsunami.

Una tarea “misionera” es recoger esta herencia de valores positivos, sin contaminarlos con los contravalores, sino estructurándolos en un hablar de Dios de modo diferente, no mítico, no supersticioso, desde una persona adulta, capaz de situarse ante lo natural y lo profano. Sólo se puede mantener, a la larga, esa tradición si se transforma creativamente. Hay que conservar las ascuas, no las cenizas. La religiosidad popular, concretamente, sólo se conservará si es objeto de una nueva evangelización. De lo contrario se producirá un desnivel tan profundo entre la cultura secular y la religiosa que fácilmente aquella desalojará críticamente la cultura religiosa de la vida de la gente. O la dejará desconectada de la fe. Es lo que me parece ver muchas veces en nuestra religiosidad popular. Resulta un atavismo, la mayoría de las veces folclórico y sin conexión, o con una conexión muy débil, con la fe en Jesucristo. Esa debilidad es conocida y admitida, pero frecuentemente, el lenguaje sobre Dios no cambia. Hay una tensión permanente entre el respeto a la religiosidad por no escandalizar a la gente y la denuncia de la misma religiosidad por estar unida a creencias, devociones, promesas, oraciones, etc. de carácter mítico, mágico o supersticioso, muy alejado de la fe. Confieso que para mí, en América Latina y aquí en la mayoría de nuestras parroquias, ha sido eso fuente de un cierto sufrimiento permanente. El mismo misal, los ritos sacramentales y las oraciones y devocionarios se expresan con frecuencia en un lenguaje insufrible.

La Compañía de Jesús hizo una traducción temprana del modo de hablar de Dios y la evangelización al concebir nuestra misión bajo la expresión de promoción de la fe y lucha por la justicia. Cito ahora unas palabras de Patxi Álvarez: “nuestra misión por la fe y la justicia ha sido lo más inspirador, sustantivo y apasionante, de la identidad de la Compañía en el Siglo XX. Es, sin duda, una formulación atrevida y brillante, llena de promesas y a la que aún no hemos respondido con todas las posibilidades con que cuenta nuestro cuerpo apostólico…. En cómo sostenemos con valentía la inseparabilidad de la fe y la justicia, tal como la han entendido las sucesivas congregaciones desde la 32 a la 35, recae lo fundamental de nuestra fertilidad apostólica. Todavía quedan muchas consecuencias que extraer para todos los campos en los que trabajamos. Nos cuesta mucho hacerlo porque es una misión muy exigente y comprometida. Para realizarla se necesita mucha oración, mucho desprendimiento, mucha creatividad, sabiduría, pasión, cercanía a los pobres. Se necesita mucha conversión, necesitamos todavía confesar y pedir perdón por nuestras alianzas efectivas con quienes se oponen a la fe y se oponen a la justicia. La necesidad de este cambio la percibió con una claridad nítida el P. Arrupe, pero nosotros como cuerpo apostólico continuamos lejos de alcanzarla”. Afirmamos que “Nuestra vida e historia nos han convencido de que vivir esta unión íntima e indisoluble entre nuestro servicio a la fe y nuestra lucha por la justicia, en diálogo con las culturas y las otras tradiciones religiosas, está en el corazón de nuestra misión y es nuestro servicio concreto a la Iglesia”.

Creo que este modo de entender el hablar de Dios y la evangelización nos permite situarnos ante el fenómeno actual de las personas no creyentes, pero que tienen una vida llena de sentido y profundidad. Una profundidad, sin embargo, inmanente, en la que este mundo carece de correlato. Este fenómeno es ambiguo y puede desconcertarnos. Pero tampoco podemos ignorar que las religiones no tienen el monopolio del sentido de la vida humana y tampoco que Dios es más grande que las religiones y que Jesús, para explicar cuándo los hombres se han encontrado con él efectivamente, no remite ni a la oración, ni al culto, ni a otras mediaciones religiosas.

Este hecho, puede plantear de manera distinta la relación entre religión y cultura. Ello no supone la disolución de la propia identidad, ni tampoco supone renunciar a evangelizar. Pero sí supone sacar del diálogo de la fe con la cultura la primacía proselitista y apologética. Lo que está en juego es el porvenir del hombre, que el hombre se desarrolle y humanice en todas sus dimensiones.

Son muchos teólogos los que reclaman hoy pasar de una Iglesia tradicional y masiva a una Iglesia de cristianos libres y convencidos; de una Iglesia de masas a una Iglesia comunidad de creyentes, aunque sea más pequeña y en diáspora.

Lo que hoy se produce respecto a la fe ha sido descrito por varios autores como “agonía de la cristiandad”. Por no citar sino a autores españoles, baste mentar a José M. Mardones, Juan de Dios Martín Velasco, Juan A. Estrada, Víctor Codina, José Ignacio González Faus, Julio Lois, Andrés Torres Queiruga, Ildefonso Camacho, entre otros. Aunque no ha entrado en mis planes dar bibliografía, quiero referirme a dos lecturas recientes que recomiendo:

Leaners, J., Otro cristianismo es posible (se encuentra en Internet, yo concretamente lo he leido en el blog de Lamiarrita, que también recomiendo).

Manuel Guerra Campo, La confesión de un creyente no crédulo, editado en Verbo Divino (Prólogo de Andrés Torres Queiruga).

Mi texto debe, sobre todo, a las lecturas de Martín Velasco, Víctor Codina e Ildefonso Camacho, aparte de los dos libros citados. Aunque no cite, no es este un texto pensado para publicarlo, algunos párrafos son literales de dichos autores.

Coinciden todos en que agonía de la Cristiandad no significa necesariamente la agonía del cristianismo, aunque a veces ambas cuestiones estén relacionadas y puedan coincidir. Agonía de la Cristiandad significa propiamente que una configuración de la teología y de la Iglesia que ha estado vigente durante muchos siglos, ha entrado hoy en una crisis irreversible.

Aunque voy a referirme a la teología como nuestro lenguaje sobre Dios, quiero primero hacer una referencia a la distinción entre teología y teologal. Para el creyente, lo importante no es hablar sobre Dios, sino creer en Dios. Ese creer expresa lo esencial de nuestra postura existencial de fe. La fe no se refiere a la representación de Dios, ni al nombre, ni a los títulos con que queramos definir su esencia, sino a que le rezamos. Y la forma primitiva de la oración es esencialmente la adoración. Adoración que no es solamente una veneración admiradora, sino sobre todo entrega. Esa es la descripción que hace la fenomenología de la religión de la fe religiosa: una actitud fundamental de agradecimiento, admiración y temor reverencial y una búsqueda de salvación. Y es también la actitud que significa la palabra árabe islam.

En nuestra tradición cristiana, creer es creer en Dios como Padre. Lo importante del creer es sentirse amado y amar. Llamar a Dios Padre es, sin duda, una audacia. Pero el cristiano está en condiciones de justificarse al dar el nombre de Padre a Dios, pues al hacerlo, está refiriéndose a la experiencia profunda que tuvo Jesús de Nazaret de él. Entonces si queremos saber lo que este título debe evocarnos, debemos dejarnos aconsejar por este Jesús y su tradición. El resultado será que él no sólo nos da la certeza de ser amados gratuitamente, sino que nos señala la exigencia de obedecer los impulsos de este Padre, el principal de los cuales será el amor a los demás, y de aceptar lo que pueda sobrevenirnos sin que nosotros podamos cambiarlo, “hágase tu voluntad”.

El lenguaje tradicional.

“Hasta el siglo XVI, en todas las culturas del pasado incluyendo el occidente cristiano y aún hoy en la gran mayoría de los cristianos, se tiene la idea de que este mundo nuestro depende absolutamente de otro mundo, al que se lo piensa y representa de acuerdo al modelo nuestro. En la visión cristiana, esto significa que estaría gobernado por un Señor divino, lleno de poder (en el politeísmo esto sería una sociedad de señores), como era usual en la sociedad de antaño, con una corte de cortesanos y servidores, lo que en el modo cristiano se traduce por santos y ángeles. Este Señor Todopoderoso dicta leyes y prescripciones, vela por que éstas se cumplan con exactitud, amenaza, castiga y ocasionalmente perdona. Espontáneamente se piensa que ese mundo está colocado «sobre» el nuestro, por eso se lo llama sobrenatural y también cielo, aunque en un sentido distinto al del firmamento. En ese mundo de arriba se sabe y conoce todo, hasta lo más recóndito. Cualquier conocimiento humano es inferior en comparación con aquél. Felizmente, de vez en cuando ese mundo nos comunica lo que él considera que es indispensable saber, y no podríamos descubrirlo por nosotros mismos. La buena voluntad, al menos latente, de aquel mundo de arriba fundamenta, a la vez, la esperanza de que -mediante plegarias humildes y dones- lograremos conseguir una parte de las innumerables cosas que necesitamos y no podemos alcanzar con nuestras propias fuerzas. De ahí las súplicas y el cumplimiento de promesas, sacrificios y dones, como también otros intentos por captar el favor de los gobernantes, especialmente cuando se tiene temor de haber provocado su ira. Este miedo es uno de los múltiples signos que revelan la representación que nos hacemos de Dios, como un poderoso, fácilmente irritable y siempre temible, de acuerdo con el modelo humano. Por otro lado, ese otro mundo promete felicidad eterna en los patios celestiales, a quien haya hecho méritos mediante sus buenas obras –así es como lo imaginan cristianos y musulmanes-.

A diferencia del Judaísmo y el Islam, religiones que se remontan hasta Abraham, el Cristianismo enseña que hace unos 2000 años, Jesús de Nazaret, revestido con poder y sabiduría divinos, Dios en forma humana, bajó de aquel otro mundo hasta nuestro planeta para volver al cielo después de su muerte y resurrección. Antes de su Ascensión a los cielos, instaló un vicario al que hizo partícipe de su poder total. Este poder se ha ido traspasando de vicario en vicario. Cada uno de estos sucesores inviste a los diversos miembros de la jerarquía eclesiástica en sus grados descendentes, con lo cual estos jefes subordinados quedan habilitados en derecho para dar órdenes. Gracias a su vinculación con el Dios Hombre, cada uno de los vicarios de Jesucristo se mantiene en estrecho contacto con ese mundo de Dios que todo lo sabe. Esa es la garantía con que cuenta la jerarquía de la iglesia para conocer, mejor que el pueblo fiel, lo que es verdadero, lo que es falso y lo que exige ese mundo de arriba. Esto significa, que la jerarquía eclesiástica cuenta con una autoridad divina y, por tanto, infalible, de magisterio” (Leaners)

(Este es un resumen muy simplificado, y por ello ligeramente deformado, de las representaciones cristianas tradicionales, anota el mismo autor).

Quien como cristiano prefiere seguir en esta visión tradicional se halla bien acompañado: todo el Antiguo y Nuevo Testamento, toda la herencia de los Padres de la iglesia, toda la escolástica, los concilios, incluyendo al Vaticano II, toda la liturgia, los dogmas y su elaboración teológica parten de esa visión. Jesús mismo y los «apóstoles y profetas» sobre los que se funda el credo cristiano han pensando en esa forma heterónoma.

Independientemente de sus efectos culturales, unos positivos y otros negativos, resulta innegable que esa forma de pensamiento tradicional nos ha transmitido una larga experiencia de fe, de la que somos herederos, y que a través de ella nos ha llegado la buena noticia.

Yo confieso que muchos creyentes que he conocido, y no sólo populares sino también con una amplia cultura, han compaginado pacíficamente su profunda fe con esa representación tradicional en que les ha llegado.

Por eso, además de que resulte un tanto petulante y hasta ridículo llamarse “creyente moderno”, quiero poner una sordina de relatividad a lo que viene a continuación.

El lenguaje moderno

En el siglo XVI se comienza a percibir una fina grieta en la unanimidad con que se aceptaba la visión religiosa y cristiana tradicional del mundo. El desarrollo de las ciencias exactas iniciado en Europa en ese siglo, lleva a la convicción de que la naturaleza sigue sus propias leyes, que la regularidad de las mismas puede calcularse, que se pueden prever sus consecuencias y también tomar precauciones en previsión de ellas. El descubrimiento de las regularidades y leyes internas del cosmos excluía de hecho las intervenciones desde un mundo sobrenatural. En el pensamiento científico no quedó ningún espacio libre donde cupieran. La batuta que dirige la danza cósmica no es ultraterrena: el cosmos obedece a su propia melodía, sus propias leyes, es autónomo. Esa visión desplazaba poco a poco la visión tradicional de un mundo gobernado “desde arriba”.

El ser humano pertenece también al mundo. Incluso se lo puede llamar (provisionalmente) el más alto grado del desarrollo cósmico. Debe ser, pues, igualmente autónomo, y debe poder encontrar en sí mismo su propia norma. El humanismo del siglo XV, al expresar la grandeza y dignidad humana, allanó el camino para esta segunda conclusión. Se desvanecía así la persuasión, hasta entonces no puesta en duda, de que otro mundo sobrenatural podía intervenir e intervenía de hecho, en la vida del cosmos y de los seres humanos. Se llamó modernidad al resultado de este gran oleaje echado a andar en la cultura occidental bajo el impulso del humanismo y de las ciencias. A él pertenece también la autocrítica de la modernidad llamada posmodernidad. Todos nosotros somos más que contemporáneos y espectadores de esta modernidad (y posmodernidad): somos sus hijos, portadores y personificaciones. La evidencia de que el ser humano y el cosmos son autónomos ya está impregnada en nuestro mundo. El ser humano de la modernidad, para quien no hay otro mundo ni de arriba ni de afuera, considera impensable que un poder exterior al mundo intervenga en los procesos cósmicos y humanos. La inmanencia es una categoría sin correlato. El conocimiento de la realidad y las transformaciones de la realidad son inmanentes y autónomos.

El catolicismo tradicional es consciente de esta realidad cultural. Solo que la mira como causa de la pérdida de la fe. La secularización y el humanismo, condensados en esa visión de la autonomía del mundo y de la vida humana, es interpretada como una cultura que estaría buscando su salvación solamente en la tierra y como una soberbia del ser humano que habría suplantado a Dios. Y prefiere seguir representándose al Dios, al mundo, al ser humano y a las relaciones de Dios con el mundo y el ser humano a la manera tradicional.

El creyente moderno tiene la sensación de que no puede, sin profundas contradicciones internas, dudas y desasosiegos, vincular su condición de creyente en una visión del mundo que corresponde a una época anterior a la ciencia, la crítica racional y los derechos humanos. Las formulaciones tradicionales de algunos contenidos de la fe, le parecen ligadas a una cultura que ha quedado obsoleta. No rechaza esas formulaciones como erróneas. Articulan la misma experiencia de fe y de encuentro con Dios que las que él podría culturalmente aceptar. Sabe que en esas la representaciones, aunque considera que son una forma de hablar que corresponde al pasado y que hoy habría que superar y abandonar, se esconde una buena nueva y una experiencia de fe que sigue manteniendo su valor. Por eso quisiera participar en ella y formularla de una manera que le aproveche hoy a otros.

Está convencido de poder seguir creyendo en Dios, en Jesucristo y en la Iglesia con un esquema mental que afirma que sólo existe un mundo y con una cultura que tiene como evidente la autonomía del cosmos y del ser humano. Y de que es posible traducir las experiencias creyentes de la Sagrada Escritura y de la tradición al lenguaje de la de la autonomía, sin traicionar lo esencial de las formulaciones escritas en las categorías heterónomas de pensamiento. Siente que no tiene más remedio porque no puede seguir pensando como persona moderna en el marco de un sistema heterónomo, sin caer en una penosa contradicción consigo mismo. Sin dramatizar por ello, pues sabe que Dios es inexpresable y siempre más que todo lo que podamos decir. Pero esa contradicción es a veces como un ácido quemante que corroe, lentamente pero de manera implacable, la afirmación del mensaje formulado en forma tradicional. Y siente vértigo cuando intenta formular su fe desde esa convicción. Se enfrenta a una enorme frontera. Este es, creo, uno de los desafío de frontera de la teología hoy.

Pero, insisto, para la teología, lo más esencial es buscar la experiencia de fe, guiar al a la persona hacia el encuentro con Dios. Todo lo que formulamos sobre «Dios» puede evolucionar. Cualquier expresión puede ser revisada y mejorada a lo largo del tiempo. Lo «correcto» es relativo. Las expresiones de la fe, incluidas las dogmáticas pueden muy bien ser revisadas en su corrección, que no es lo mismo que en su verdad. La verdad tiene que ver con autenticidad, valor existencial, profundidad, enriquecimiento de vida. Corrección sólo se refiere a un asunto de formulación. Precisamente por pertenecer a la modernidad, ha aprendido que la misma verdad puede tener muchos rostros según el punto de partida que la determine, desde el punto de vista cultural. La formulación que para el creyente tradicional es firme como una roca, para el creyente que piensa desde la modernidad es sólo un ensayo por comprender lo incomprensible; un ensayo determinado por la cultura desde donde se parte, valioso, eventualmente genial, pero históricamente superado. Es un ensayo que dice mucho a quienes piensan en imágenes heterónomas, como las del pasado, pero no al creyente moderno que, al apropiarse de los valores de la Ilustración y despedirse de la ingenuidad, toma ahora como punto de partida el axioma opuesto, el de la autonomía.

Muchos cristianos convencidos y comprometidos lo que se cuestionan no es la fe cristiana como tal, sino la configuración religiosa y eclesial en la cual la fe cristiana se ha plasmado durante los últimos 17 siglos y que hoy resulta claramente arcaica. Valoran la fe, pero consideran que se les transmite en un lenguaje que no tiene energía vital ni existencial, por haberse quedado rezagado en la «ingenuidad primera». Esa es tal vez la razón, creo yo, por la que las encuestas revelan una y otra vez lo que antes era impensable, a saber, que el creyente medio sostiene ideas muy apartadas de las formulaciones de la verdad católica de la fe tal como las mantiene la Iglesia y como se encuentran en el Catecismo de la Iglesia Católica. Esta postura, bastante común hoy día, no proviene necesariamente de mala voluntad o de falta de fe. A menudo es consecuencia de la imposibilidad de asumir formulaciones de la fe que entran en contradicción con temas que han llegado a ser evidentes. El Catecismo de la Iglesia Católica y el Credo que recitamos en las misas, representan a los ojos del creyente moderno una síntesis brillante de las ideas tradicionales de la Iglesia, pero siente que ya no le sirven para expresar su búsqueda actual del Dios.

Pongamos, como ejemplo, el origen y el destino de la vida humana. Hoy día, la mayoría de los cristianos acepta sin reparos la evolución, al menos en Europa. Pero en el Catecismo, editado en 1994, no se pueda encontrar la palabra evolución, ni siquiera al hablar de la creación. Lo que sí se encuentra allí es el concepto de pecado original. Este pecado «ha tenido lugar al comienzo de la historia humana» y es el que «cometieron los primeros padres libremente» (no 390). Se sigue diciendo de estos primeros padres que, aunque «fueron creados en un estado de santidad » (no 398), perdieron esta armonía e incorrupción debido a que se negaron a obedecer un mandamiento divino expreso. Ésa debió haber sido la causa por la que el alma perdió su dominio sobre el cuerpo y por la que la armonía entre hombre y mujer fue reemplazada por relaciones de concupiscencia y de dominación... Y por ello, «entró la muerte en la historia humana» (no 400).

¿Cómo pueden conjugarse tales formulaciones de la fe con el conocimiento de la teoría de la evolución? Según ésta, no hay ninguna pareja original sino poligenismo. Es inimaginable una primera pareja humana dotada de perfección e inmortalidad. Tampoco hay lugar a que aquella supuesta pareja, que apenas empezaba a salir de la zona sombría de la conciencia animal, tuviera un conocimiento tan detallado de los mandamientos divinos, como para poder negarse a ellos con una decisión libre. Y menos todavía a que en aquella decisión inicial pueda fundarse la tragedia entera de la muerte del hombre y toda la desgracia que ha golpeado al mundo. Tampoco puede explicarse que el pecado de Adán sea un pecado hereditario.

La aceptación de la teoría de la evolución pone al creyente moderno en conflicto con esas formulaciones doctrinales de la Iglesia. Sin embargo, sobre ese pecado original hereditario pivota la enseñanza de que el bautismo lava este pecado, aunque no podamos imaginar lo que significa que a un niño se le borra el pecado original hereditario mediante el bautismo, y el dogma de la Concepción Inmaculada de María, y el dogma de su Asunción corporal a los cielos, para la cual se invoca precisamente dicha concepción sin pecado original. Lo mismo pasa con la interpretación de la muerte de Jesús en la cruz como sacrificio expiatorio, explicando que esta muerte ha redimido al mundo, ha vencido la muerte y el pecado, ha rescatado la deuda de Adán y ha abierto nuevamente las puertas del cielo. Y las pesadas consecuencias que esa concepción ha tenido para la eucaristía.

Otros ejemplos: Al creyente moderno se le hace imposible seguir hablando honestamente de «descendió de los cielos» y «subió a los cielos» o de «sentado a la diestra del Padre», o «desde allí (desde la diestra del Padre) ha de venir a juzgar». Lo mismo cabe decir, sobre cosas que le parecen impensables como una concepción de Jesús sin padre humano. y por lo tanto quedan en desuso expresiones y artículos de la fe sagrados como «concebido por obra del Espíritu Santo, nacido de la Virgen María». Pero también «al tercer día resucitó de entre los muertos».

Quien toma en serio las adquisiciones del pensamiento moderno, debe deslizarse continuamente por un camino que lo aleja de un mensaje que le es presentado con vestiduras medievales buscando un lenguaje que diga más a la experiencia humana, que la capte como aumento de valor de su existencia, de profundización, de liberación o de renovación.

En relación con lo que vendrá después de la muerte, el creyente moderno piensa que queda fuera de su alcance imaginar lo que reemplazará las certezas del pasado. Pues en la perspectiva anterior, al morir se accedía a otro mundo donde uno se enfrentaba a un juicio que le designaba fácilmente un lugar en el cielo, en el infierno o en el purgatorio. Pero si no hay más que este mundo, por muy transido de Dios que pueda estar, ¿qué le espera al ser humano? Todas las representaciones tradicionales se derrumban, porque se las tenía por acontecimientos reales, siendo que eran sólo antiguos mitos cristianos.

La mayoría de las verdades de fe de la Iglesia están expresadas en antiguos mitos cristianos: los recién nombrados como el pecado original en el jardín del Edén, el nacimiento virginal de Jesús y su Ascensión a los cielos y también aquellos que sirven de columnas de nuestra fe, como la Encarnación y la Resurrección. Los mitos son relatos llenos del sentido profundo de un pueblo o de una cultura sobre los poderes que dominan la vida humana y sobre las relaciones que establecen tales poderes con nosotros. Cada cultura guarda esos relatos como algo absolutamente fidedigno.

Hay un peligro, inherente a tal lenguaje, de identificar los mitos con la información o comunicación. Pero los mitos no son informaciones, sino representaciones figuradas de una realidad más profunda que se experimenta vagamente. Eso significa que no hay que tomar los mitos al pie de la letra, sino a lo más como el revestimiento de un logos, de una idea o verdad. Mientras a estos relatos se les atribuía una total credibilidad, nadie se preguntaba qué logos estaba encerrado en el mito. En la antigüedad fueron muy escasos quienes esas preguntas, pero ahora las hace cualquiera que está formado en el pensamiento de la Ilustración. El creyente moderno, también lo sigue haciendo respecto a los relatos que atañen a la mitología cristiana. Porque no puede tenerlos por verdaderos y creíbles tal como están.

La Ilustración nos abrió los ojos frente al hecho de que tales narraciones no son informaciones. El mundo en el que se desarrollan es completamente distinto al que nosotros conocemos. No hay para él lugar a un Dios que venga a intervenir desde su otro mundo en el nuestro, bajar a la tierra en forma humana, vivir en el mundo de los humanos, suspender sus leyes... Para él todo esto es pensamiento mítico superado, antigua mitología cristiana, a menudo poética y enternecedora, otras veces irritante, y a veces muy extraña. No está superado por ser pensamiento mítico, sino porque el lenguaje de los antiguos mitos cristianos choca demasiado duramente con la experiencia actual de la realidad. El creyente moderno quiere encontrar la riqueza que yace enterrada en ese lenguaje mítico, para hacerlo accesible al siglo XXI. Su lenguaje también va a ser mítico. Como se ha dicho, no se puede hablar sensatamente de Dios sino en figuras y por tanto sólo en mitos. Esto debe darse hoy en las figuras y mitos del XXI, para abrir la mirada de la gente de este siglo.

El creyente, siente la exigencia de emprender un penoso éxodo de sus antiguas certidumbres e ideas. Hablar de un éxodo es recordar la salida de Abraham de Ur, cuando dejó atrás a su parentela y a su cultura babilónica, para buscarse un país desconocido. O también el acontecimiento por el cual Israel llegó a ser el pueblo propio de Dios, según sus relatos míticos.


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