miércoles, 9 de septiembre de 2009

CHARLAS EN LAMIARRITA (III) Rafa Yuste

3. Sobre nuestra experiencia de Dios

La inspiración de este tercer tema está, por una parte, en el capítulo 6 del libro “Otro cristianismo es posible” (en la web de Lamiarrita) y en el folletito de Victor Codina “Diosito nos acompaña siempre” (Cristianismo y Justicia), además de en mis propias reflexiones (como dicen los alumnos al entregar un trabajo…).

“Creo en Dios” expresa lo esencial de nuestra postura existencial de fe. Yo os invito a que cada uno/a se exprese a sí mismo, y luego nos exprese, si quiere, a los demás, lo que pueda “pensar” y “sentir” sobre su condición creyente, sobre su fe en Dios. Por tanto, los puntos para este día de reflexión serían esta pregunta, ¿qué es, para mí, creer en Dios?

El dilema entre hacer teología o hacer oración, creo que es un falso dilema: Es cierto que quien ora, pretende encontrarse con Dios y no tanto comprenderlo. Por ello, la oración puede ser un puro lenguaje de relaciones y sentimientos, sin ningún otro contenido. Pero, la oración, al menos nuestra forma habitual de orar, supone un conocimiento, un pensamiento y un lenguaje, además de sentimientos y afectos.

No obstante, no estoy invitando a responder a la pregunta de quién es Dios. Parto sólo de nuestra postura existencial de creyentes e invito a responder a la pregunta de cómo siento mi convicción de que Dios existe, de que Dios se relaciona con el mundo, con la humanidad, conmigo, y qué sentimientos y actitudes despierta en mí esa relación.

En realidad, podría bastar con lo dicho para estos primeros “puntos”, pero no voy a ser tan escueto y voy a dar “algunas pistas…”.

Conocemos la respuesta de Ignacio en el Principio y Fundamento: aunque él no se plantea esa pregunta de qué es ser creyente, sin duda responde como tal al decir que “el hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor”. Y ello, con el fin último de salvarse “y mediante esto salvar su ánima”.

Muchas veces hemos comentado la insuficiencia de esta respuesta. Sobre todo por no ser cristológica o cristocéntrica. Lo que dice San Ignacio no está muy lejos, sin embargo, de la descripción que hace la fenomenología de la religión de la fe religiosa: una actitud fundamental de agradecimiento, admiración y temor reverencial, y una búsqueda de salvación.

Desde el punto de vista de las religiones, pues, creer en Dios significa, además de asentimiento, una entrega: decirle sí a Dios en su trascendencia, obedecer y aceptar, reconocer su derecho ilimitado sobre nosotros. La esencia de la actitud creyente no estaría, por tanto, en el nombre, ni en la reflexión, ni en los títulos con que queramos definir la esencia de Dios, sino en la entrega a Dios. Y la forma primitiva de esa entrega es la oración, la adoración, la sumisión. Entregarse a Dios expresa el contenido de la fe religiosa. El punto de gravedad de la fe en Dios está en la entrega. Esa es exactamente la actitud que significa la palabra árabe islam.

Todas las religiones (creo yo) buscan y prometen una salvación. Aunque en nuestra simbología religiosa salvación siga siendo sinónimo de “ir al cielo”, también puede entenderse como el cumplimiento de las necesidades y aspiraciones humanas más profundas y auténticas. ¿Cómo siento que “me salva” o “nos salva” mi convicción creyente? Sería otra forma de plantear la misma pregunta.

También solemos hablar de personas “profundamente religiosas” como sinónimo de personas que “tienen una profunda experiencia de Dios”. Yo invito, no como un desafío, sino al contrario como una súplica, a expresarnos cada uno y a expresar, si queremos, nuestra particular experiencia de Dios. Aun sabiendo de antemano que hablamos de experiencia de lo que está más allá de toda experiencia posible.

En la tradición de la Iglesia católica, creer en Dios es creer en Dios como en un Dios Padre, Todopoderoso, Creador (aunque tengo mis dudas de si, en el Credo, “creo en Dios Padre” quiere decir creo en Dios como Padre o creo en la primera persona de la Trinidad).

Lo expresemos como lo expresemos, sin duda en la expresión “creo en Dios” significa confesarlo y sentirlo como creador con su correlación de sentirse criatura.

Todopoderoso es una expresión que ha creado muchas aporías, sentidas o inducidas, a los creyentes católicos. Pero llamar a Dios todopoderoso puede simplemente expresar una confianza radical en que la creación, y la historia de la humanidad tienen un origen, un sentido y una dirección última en Dios. Es confesar, creer, tener la convicción de que el origen del universo no fue un estallido inesperado y casual. Que los seres humanos no estamos aquí “porque nuestro número salió en la ruleta”. Que hubo y hay un Plan de Dios. Un designio inteligente y providente puso en marcha la realidad del universo y del hombre. El arranque inicial de todo lo que se mueve tiene un nombre: Dios. Todo procede de ahí. Y todo se orienta hacia esa misma meta. El ser humano no es un breve paréntesis entre dos oscuridades: la nada, de donde venimos, y la muerte, hacia la que nos encaminamos. La fe cristiana en Dios es la confianza en la promesa de que habrá una situación definitiva de libertad y amor y en la promesa de que todo lo que en la historia hay de libertad y amor permanecerá.

Llamar a Dios Padre es, sin duda, una audacia que hasta puede parecer impertinente si uno mira este mundo. Pero el creyente cristiano está en condiciones de justificarse al dar el nombre de Padre a Dios refiriéndose a la experiencia profunda que tuvo Jesús de Nazaret de él y a su tradición judía. Unas 170 veces aparece Dios como Padre en los evangelios. Entonces si queremos saber lo que este título debe evocarnos, debemos dejarnos aconsejar por Jesús y su tradición. El resultado será que creer en Dios nos da la certeza de ser amados gratuitamente y, a la vez, nos señala la exigencia de obedecer los impulsos de ese Padre, el principal de los cuales será el amor. Jesús lo expresa dirigiéndose a Dios como a un Padre, que nos conoce y nos ama, y por ello como un tú para quien también nosotros somos un tú.

Cuando Jesús habla sobre Dios, da la impresión de que nuestra relación con El es semejante a la que tenemos con nuestro padre carnal. Por supuesto, esto no es más que un lenguaje figurado, que no tiene por qué desencadenar una actitud psicológica, aunque el sentimiento de representarse a Dios como nuestro padre es cómodo y liberador, al menos mientras no se haya tenido experiencias demasiado tristes con el propio padre.

Solemos decir que Jesús habla del Padre desde su experiencia. Y ella, la imagen de Dios de Jesús, nos muestra, un Dios en el que prevalece el lado amable, la condición paternal y maternal, un Dios familiar y cercano, un Dios que reinventa la justicia, flexible y generosa, alejada del rigorismo inhumano, que ofrece el mismo salario a los incorporados a primera y última hora, que otea solícito el horizonte esperando al hijo pródigo, que organiza fiestas de bienvenida al arrepentido, que privilegia a quien no puede más y lo carga sobre sus hombros dejando a los otros noventa y nueve en el desierto, que se alegra cuando alguien se lo piensa mejor y abandona callejones sin salida, que ofrece el perdón y el olvido de las culpas.

Eso sí, pese a la promesa y la garantía, pese a lo revelado por la persona de Jesús, Dios y su proyecto continúan siendo un misterio porque la realidad y la historia son ambiguas: en parte revelan y en parte hacen opaca la presencia de Dios. Probablemente, atribuir a Dios la expresión de Padre, no dice nada sobre lo que Él es, hace o debe hacer, sino sobre nuestra actitud respecto a Dios. Porque la representación de Dios como amor, no puede apagar la pregunta que más agita al entendimiento ¿de dónde viene la mala voluntad y todo el mal en el cosmos, si todo es revelación de un Dios amor? La fe no tiene una respuesta a esta pregunta. Pero quizá cada uno de nosotros/as hemos elaborado una respuesta, al menos provisional.

Mi tercera pregunta para hoy es, entonces, ¿Cuál es mi experiencia de Dios? ¿Cuál es mi experiencia de Dios como creador, como todopoderoso y como Padre? ¿Cómo vivo, en fe y esperanza, este misterioso designio de Dios de crearnos?

Yo sé que este planteamiento puede chocar a algunos y que pueden considerarlo inadecuado. Los cristianos solemos decir con el Evangelista Juan, que, como a Dios nadie lo ha visto jamás, nuestra fe en Dios, nuestra imagen de Dios, y nuestra experiencia de Dios se fundan y dependen en nuestra fe en Jesús y de nuestra confianza en Jesús. No queremos que sea fuera de la tradición de Jesús nuestra fe en Dios y nuestra experiencia de Dios. Pero, por otra parte, confesamos a Jesús como Dios y como camino hacia Dios. Finalmente, habrá fe en Dios y experiencia de Dios a la que referirnos personalmente. Al menos nuestra adhesión al Dios de Jesús no será irracional, sino razonable, ni ciega, sino lúcida.

Tal vez la diferencia entre una postura de fe y una postura racionalista, al hablar de Dios, ambas a nivel popular, la podríamos encontrar en la diferencia entre estas dos frases: “Dios nos acompaña siempre” y “algo tiene que haber”.

En ese algo tiene que haber, Algo puede ponerse con mayúsculas y puede ser concebido

como el Dios de los filósofos helénicos y escolásticos medievales, como Primer motor inmóvil, Causa de las causas, Ser necesario y Absoluto, el Ser del cual no se puede pensar nada mayor. También como el Dios tremendo y fascinante, el totalmente Otro, de los fenomenólogos de la religión. También puede entenderse como Misterio absoluto y sin orillas, el Dios siempre mayor, Dios inaccesible envuelto en la tiniebla de la incognoscibilidad infinita, de algunos teólogos. Y también como el Dios omnipotente y sempiterno de las oraciones litúrgicas. O, todavía, como Yahvé, el terrible, que se manifiesta entre rayos y truenos en el Sinaí, o el Juez castigador implacable de muchas predicaciones moralizantes. Y, finalmente, también como el Dios del credo largo de las misas: un solo Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible. Es decir, en todo caso, un Dios abstracto que permanece invulnerable e insensible en la lejanía.

Por el contrario, en la frase “Dios nos acompaña siempre” podemos encontrar un Dios cercano, familiar, bueno, perdonador, misericordioso, que desea que seamos felices, que tengamos vida en abundancia. Un Dios padre y madre que no se olvida de nosotros. Un Dios que tiene entrañas de misericordia, nos protege, está siempre cerca de nosotros. No nos deja abandonados a nuestra propia suerte. Ese Dios nos acompaña siempre a lo largo de nuestra vida, en momentos felices y de turbación, y no nos abandona en el momento de nuestra muerte. Según Víctor Codina, “Dios nos acompaña siempre” puede ser una fórmula breve que resume toda la revelación bíblica, expresada a través del sentido de fe del pueblo sencillo. Dice él que algunos biblistas afirman que el centro de la revelación no es afirmar que Dios existe, sino que Dios acompaña siempre a su pueblo y que eso, el pueblo pobre y sencillo no lo ha aprendido en libros o cursillos, sino que lo ha experimentado en su propia vida. Es una versión popular del evangelio, es como el credo de los pobres.

“Diosito nos acompaña siempre” es una expresión que captó de una mujer que asistía a un curso de formación cristiana para adultos en un barrio popular de Cochabamba. Para él, esa expresión constituye una verdadera profesión de fe, semejante a la de aquella mujer que mientras hablaba Jesús le dijo “Dichosa la madre que te parió y los pechos que te amamantaron” (aunque Codina, más pudoroso, traduce ¡Feliz la que te dio a luz y te crió”).

¿Cuál es, pues, nuestra experiencia de Dios?




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