martes, 16 de marzo de 2010

¡ABOLID EL CELIBATO!

Hans Kung 

Abuso sexual masivo de niños y adolescentes por parte de clérigos católicos desde Estados Unidos hasta Alemania, pasando por Irlanda: se trata de una enorme pérdida de imagen por parte de la Iglesia católica, pero también es una revelación de la profunda crisis por la que atraviesa.

En la Conferencia Episcopal Alemana, su presidente, el arzobispo de Friburgo Robert Zollitsch, primero se pronunció públicamente. Que calificara los casos de abuso como "crímenes atroces" y, más tarde, la Conferencia Episcopal pidiera perdón a todas las víctimas en su declaración del 25 de febrero fueron primeros pasos para superar la crisis, pero tiene que haber más. La postura de Zollitsch demuestra, evidentemente, una serie de consideraciones erróneas que han de ser corregidas.

Primera afirmación: el abuso sexual por parte de clérigos no tiene nada que ver con el celibato. ¡Protesto! Es indiscutible, sin duda, que este tipo de abusos ocurre también en familias, colegios, asociaciones y también en iglesias en las que no rige la ley del celibato. ¿Pero por qué de manera masiva en la Iglesia católica, dirigida por célibes?

Evidentemente, el celibato no es la única razón que explica estos errores. Pero es la expresión estructural más importante de una postura tensa de la Iglesia católica respecto a la sexualidad, que se refleja también en el tema de los anticonceptivos.

Sin embargo un vistazo al Nuevo Testamento muestra que Jesús y san Pablo vivieron ejemplarmente sus respectivas solterías para volcarse en su servicio a la humanidad, pero dejando a cada cual plena libertad respecto a esta cuestión.

En lo que al Evangelio se refiere, la soltería sólo puede comprenderse como una vocación adoptada libremente (una cuestión de carisma) y no como una ley vinculante general. San Pablo se oponía rotundamente a los que, ya entonces, defendían la opinión de que "bueno es para el hombre no tocar mujer": "No obstante, por razón de las inmoralidades, que cada uno tenga su propia mujer, y cada una tenga su propio marido" (1 Corintios, 7, 1-14). Según el Nuevo Testamento en la primera carta a Timoteo "el obispo debe ser hombre de una (¡y no ninguna!) sola mujer" (3, 2).

San Pedro y el resto de los apóstoles estaban casados. Para obispos y presbíteros esto quedó, durante siglos, como algo que se daba por supuesto e incluso prevaleció hasta el día de hoy, al menos para los sacerdotes, tanto en oriente para las iglesias unidas a Roma, como en toda la ortodoxia. Sin embargo, la ley romana del celibato contradice el Evangelio y la antigua tradición católica. Merece ser abolida.

Segunda afirmación: es "totalmente erróneo" achacar los casos de abuso a fallos en el sistema de la Iglesia. ¡Protesto! La ley del celibato no existía aún en el primer milenio. En el siglo XI, en Occidente, esta ley se impuso por influencia de monjes (que viven en celibato por decisión propia) y, sobre todo, del papa Gregorio VII de Canosa, en contra de la clara oposición del clero italiano y más todavía del alemán, donde sólo tres obispos se atrevieron a promulgar el decreto. Miles de sacerdotes protestaron contra la nueva ley.

En un memorial, el clero alemán alegaba: "¿Acaso el Papa no conoce la palabra de Dios: 'El que pueda con esto, que lo haga' (Mateo 19, 12)?". En esta única declaración sobre la soltería, Jesús aboga por optar libremente por este modo de vida.

De esta manera, la ley del celibato -junto con el absolutismo papal y el clericalismo forzado- se convierte en uno de los pilares fundamentales del "sistema romano". Al contrario que en la Iglesia oriental, el celibato del clero occidental parece sobre todo distinguirse del pueblo cristiano por su soltería: un dominante estado social propio fundamentalmente superior al estado laico, pero totalmente subordinado al Papa de Roma.

El celibato obligatorio es el principal motivo de la catastrófica carencia de sacerdotes, de la trascendente negligencia de la celebración de la Eucaristía y, en muchos lugares, del colapso de la asistencia espiritual personal. Esto se disimula con la fusión de parroquias en "unidades de asistencia espiritual" con sacerdotes totalmente sobrecargados. ¿Pero cuál sería la mejor promoción de una nueva generación de sacerdotes? La abolición de la ley del celibato, raíz de todo mal, y la admisión de mujeres en la ordenación. Los obispos lo saben, pero no tienen valor para decirlo.

Tercera afirmación: los obispos han asumido suficiente responsabilidad. Que ahora se tomen serias medidas de ilustración y prevención es, evidentemente, bienvenido.

¿Pero no son acaso los propios obispos quienes tienen la responsabilidad de todas estas decenas de años de encubrimiento de abusos que, a menudo, sólo conllevaban el traslado de los delincuentes con la más absoluta discreción? ¿Son por lo tanto los mismos antiguos encubridores ahora fidedignos esclarecedores, o acaso no deberían incorporarse comisiones independientes?

Hasta ahora, ningún obispo ha confesado su complicidad. Sin embargo, podría aducir que se limitaba a cumplir las instrucciones de Roma.

Por motivos de secretismo absoluto, la discreta Congregación de la Fe del Vaticano se atribuyó en realidad todos los casos importantes de delitos sexuales por parte de clérigos, y fue así como esos casos de los años 1981 a 2005 llegaron a la mesa del prefecto cardenal Ratzinger. Éste envió, el mismo 18 de mayo de 2001, a todos los obispos del mundo, una ceremonial epístola sobre los graves delitos (Epistula de delictis gravioribus) en la que todos los casos quedaban clasificados como "secreto pontíficio" (secretum pontificium), cuya violación está penada con el castigo eclesiástico. Entonces, ¿no podría esperar la Iglesia, además, en un gesto de compañerismo para con los obispos, un mea culpa del Papa? Y este gesto debería ir unido a una reparación en virtud de la cual la ley del celibato, sobre la que estaba prohibido discutir en el Segundo Concilio Vaticano, pudiese ser examinada abierta y libremente en la Iglesia.

Con la misma franqueza con la que, por fin, se están superando los mismos casos de abuso, debería discutirse también uno de sus orígenes estructurales más profundos, la ley del celibato.

Los obispos deberían proponérselo al papa Benito XVI con insistencia, y sin ningún miedo.

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