miércoles, 17 de marzo de 2010

¿QUÉ ESTÁ PASANDO EN LA IGLESIA?

José Enrique Galarreta

Ahora lo de Pagola, un obispo desautorizado por sabe Dios quién de las alturas episcopales o paraepiscopales; un poco antes lo de Arregi; la semana pasada un párroco que estalla en plena misa negándose a consagrar y dar la comunión; hace un par de días una carta de más de doscientos sacerdotes pidiendo explicaciones…

Pero todo eso no pasa de ser más que un alboroto local, al que responderán los responsables como siempre: sin responder, esperando que pase de moda el tema y nos olvidemos. La carta terrible de Henri Boulad, que tampoco ha merecido respuesta, nos asoma un poco más a la dimensión mundial de la tensión, y si abrimos un poco más el plano surgen docenas de nombres reprimidos, censurados, silenciados…

Y la gente cristiana normal, perpleja y dividida. ¿Qué está pasando?

Porque todos esos fogonazos no pueden impedirnos ver otra clase de desastres que permanecen sin solución como telón de fondo: cada vez hay menos sacerdotes, los pueblos se quedan sin misa y sin catequesis porque no hay sacerdotes, las misas dominicales son en su mayoría una reunión de ancianos, las voces de la iglesia suenan casi siempre como trompetas de un pasado añorado pero en vías de extinción, las enseñanzas papales tienen escasa incidencia no sólo en el mundo sino entre los llamados “fieles”… ¿Qué está pasando?

No soy un teólogo, no soy un profeta, no pretendo poseer más verdad que otros, pero, como tantos cristianos, disfruto de la posibilidad de leer y de pensar y creo que debo poner al servicio de los demás lo que veo, lo que me parece bastante claro en esta situación de oscuridades.

Está pasando que un modelo de Iglesia, que se ha sentido fuerte y segura durante siglos, se ve cuestionado y amenazado de extinción. Este modelo se identificaba por varias características.

En primer lugar porque era la religión de todos o la inmensa mayoría de los ciudadanos, de manera que hasta los Estados como globalidad de los ciudadanos se declaraban confesionales. Esto se lograba bautizando a todos los niños, con lo que la inmensa mayoría de los ciudadanos eran bautizados, aunque no se pudiera decir que fueran creyentes.

Su catolicidad consistía sobre todo en la adhesión a fórmulas dogmáticas indiscutidas aunque incomprendidas, la asistencia a los actos obligatorios, tales como la Misa dominical, aunque sin participar apenas nada en ellas (recuérdense los mandamientos de la Iglesia que mandaban oír misa los domingos, pero sólo exigían comulgar una vez al año) y dar limosnas porcentuales que no tendían a remediar problemas estructurales de injusticia social sino a mantener vivos a los pobres y tranquilizar la conciencia de los ricos.

Éste es el panorama que recuerdo de mediados del siglo XX. A estas manifestaciones externas se unían, como sólido cimiento, una estructura jerárquica que se había autodeclarado infalible, las omnímodas atribuciones dictatoriales del papa pretendidamente de derecho divino, la desaparición de hecho del sistema conciliar, tan propio de las antiguas iglesias, una teología rancia y esclerótica que se fundaba mucho más en la elucubración racional platónico/aristotélica que en el mensaje de los evangelios y una celebración meramente cultual de “la Santa Misa” que tenía poco que ver con la Cena del Señor.

Podríamos señalar muchas otras características, como la marginación de la mujer, la total europeización de la fe y el derecho, la pérdida de importancia del séptimo mandamiento ante el sexto, los alardes de riqueza en construcciones y celebraciones, la connivencia de los poderes jerárquicos con los más rancios de los políticos, el efectivo desprecio de los derechos humanos, los enfrentamientos sistemáticos con la ciencia… pero sería cosa de nunca acabar.

Las raíces de todo esto son antiguas, muy antiguas, y tan sutiles como perversas. Son como caballos de Troya que se instalaron entre alabanzas y acciones de gracias en el corazón de la Ciudad de Dios.

El primer caballo de Troya fue el afán por el número, por el éxito numérico. Ya desde el siglo III la Iglesia se fue sintiendo fuerte por su número. Pasó de ser un puñado de reducidos grupos de creyentes dispuestos a compartir sus bienes y movidos por la conversión personal, a una multitud que se iba multiplicando por motivos de conveniencia social, por herencia automática de la condición “cristiana” de sus padres, o por simple imposición. Hasta el oficialísimo Eusebio de Cesarea lo hace constar así en su historia.

Y el número hizo disminuir el fervor, la conversión personal a Jesús, y así, la Iglesia dejó de ser un grupo de personas empeñadas en seguir a Jesús, en vivir según sus criterios y su estilo, para convertirse en religión oficial de un estado (y de muchos estados), religión obligatoria que poco tenía que ver con la conversión ni con el seguimiento de Jesús.

El segundo caballo de Troya vino en traílla con el primero: la iglesia numerosa, no formada ya principalmente por gente pobre sino también y cada vez más por ciudadanos poderosos, adquirió prestigio, dinero y poder. Y, como consecuencia de éstos y del número creciente, exigió una organización cada vez más estricta y absolutista.

En los Hechos de Apóstoles contemplamos con admiración y envidia cómo es la comunidad entera la que toma las decisiones importantes, orando primero sobre los problemas y decidiendo por consenso. Ni siquiera Pedro toma decisiones, salvo con ocasión del bautismo de Cesarea y teniendo luego que dar explicaciones a la comunidad.

Pero el número mató al protagonismo de la comunidad. Los que antes fueron servidores carismáticos se convirtieron en jefes por designación divina. Desaparecieron los diáconos y las diaconisas, en su sentido primero, desaparecieron los profetas y los apóstoles (enviados por las comunidades), desparecieron las mujeres (salvo para los oficios de barrer y semejantes), todo carisma y poder se acumuló en los jerarcas, y con el poder llegaron la riqueza, el prestigio, el status social, sustentados por las autodeclaraciones de recibir tal poder directamente de Dios.

El pueblo se fue convirtiendo en rebaño y los pastores no lo fueron sino que se parecieron mucho más a los príncipes, e incluso lo fueron de hecho, vistieron como tales, vivieron en palacios, como correspondía a quienes detentaban el poder de Dios.

Estos dos caballos de Troya introdujeron a un tercero, mucho más sutil. El número, la importancia de los jefes, el dinero, mataron a la Cena del Señor. La reunión por las casas, la palabra en boca de los profetas y profetisas, el remedio de las necesidades de la comunidad, la comunión en el pan y el vino… murieron cuando se edificaron templos suntuosos, en los que se dilapidaba el dinero destinado en principio a los pobres con el pretexto de la gloria de Dios, dispuestos de manera que el rebaño estuviese cada vez más lejos de la mesa (a la que llamaron “altar”), cada vez más anónimo y pasivo, mientras los selectos celebraban esplendorosamente ritos arcanos plagados de recuerdos de los sacrificios del Templo de Jerusalén. A finales del siglo IV la Cena del Señor ya había muerto.

Pero hubo un cuarto caballo, el más solemne de todos, el más paralizador: también los sabios y los filósofos se unieron al carro vencedor de la Iglesia avasalladoramente triunfante. Y les pareció que los humildes evangelios de Marcos, Mateo y Lucas no eran suficientemente sabios para competir con el brillante mundo de la Filosofía clásica. Y empezaron a elucubrar.

Desde Justino a los grandes escolásticos, desde Orígenes a los textos de teología que se usaban aún en los años 60 del siglo XX, todo fue especulación racional que no se fundaba en las palabras de Jesús sino que las utilizaba, descontextuadas y forzadas, para dar apoyo sagrado a teorías de origen puramente racional, especulativo, metafísico.

Se habló de naturalezas y personas, de substancias y transubstan-ciaciones, de sacrificios expiatorios vicarios, hasta se llegó a afirmar, en concilios y solemnes declaraciones papales, que fuera de la Iglesia Católica no hay salvación, que para salvarse había que estar en comunión con el Papa, el cual, por cierto, se declaró Rey, Sacerdote y Profeta, se inventó un sombrero adornado con tres coronas de oro para visualizarlo, y se atrevió a regalar América, sus riquezas y sus habitantes, con permiso de esclavización, a los reyes “cristianos” (bajo pretexto de evangelización) “por la autoridad de Dios Todopoderoso que represento en el mundo”.

Pero estos cuatro caballos, instalados a sus anchas en las cuadras de la Iglesia, no disonaban nada al parecer, fueron considerados como presencias de Dios: el poder acallaba (no pocas veces de modo cruento) a los disidentes, la obligación y el temor llenaba los templos, el apoyo de los poderosos garantizaba la sumisión, el control absoluto del pensamiento impedía todo cambio, la escasa fuerza de los pobres, atemorizados por las penas eternas, garantizaba la estabilidad del sistema… Todo iba bien, la Iglesia militante se sentía también triunfante.

Hasta que la gente empezó a leer, hasta que se pudo ser ciudadano y no ser católico, hasta que los poderes públicos renunciaron al origen divino de su autoridad, hasta que la ciencia pudo prescindir de la opinión y censura de la Iglesia, hasta que la filosofía dejó de ser griega.

Nació una sociedad nueva, la de la industria y el proletariado, pero la Iglesia no se interesó demasiado. Los patronos siguieron siendo fieles a la Iglesia, pero las masas obreras la abandonaron porque encontraron mejores defensores. Para cuando los Papas empezaron a hablar de justicia social, los pobres del mundo industrial ya estaban lejos.

Y se produjo la gran paradoja: lo de Jesús era Buena Noticia para los pobres y mala noticia para los ricos; pero en la Iglesia sucedía al revés. Los ricos seguían llenando los templos y hasta dando limosnas, pero los pobres ya se habían ido; incluso en no pocas ocasiones manifestaron violentamente odio a la iglesia. Se estaban derrumbando las cuadras de oro de los cuatro caballos.

Y entonces sucedió lo peor: los intelectuales cristianos, teólogos, pensadores, eruditos, volvieron a leer a Marcos, a Mateo, a Lucas y a los Hechos de Apóstoles, y descubrieron que los caballos eran de cartón, que tenían poco que ver con Jesús y mucho con los criterios del mundo, que en la batalla entre Jesús y el mundo (en el sentido joanneo de la palabra) el mundo había sido tan listo que se había disfrazado de Dios.

Aquí se empezó a librar una batalla interna, añadida a todas las demás: el miedo de la cúpula eclesiástica al acercamiento de los sabios cristianos a La Palabra, a la Palabra pura, leída, y bien leída, en su pleno sentido original.

Jesús de Nazaret tenía poco que ver con el Jesucristo Rey tan venerado como ignorado. Las comunidades cristianas de los orígenes tenían poco que ver con la Iglesia Una Santa Católica Apostólica y (sobre todo) Romana. Los enunciados de los dogmas debían mucho más a filosofías ya caducas que a la clara, luminosa y exigente simplicidad de las parábolas.

Por mucho que la Iglesia hiciera tremendos esfuerzos por armonizar sus enseñanzas con la Ciencia, fue incapaz, intransigentemente incapaz, de armonizarlas con la propia ciencia eclesiástica que, perseguida y anatematizada muchas veces, se fue imponiendo de forma irreversible.

Y hubo un hombre, enviado por Dos, cuyo nombre era Juan, más bien conservador y simple, suscitado por Dios para que la Iglesia se planteara al menos sus problemas. Tuvo el valor de convocar un concilio, que resultó ser el más ecuménico y libre de todos los concilios celebrados hasta entonces, porque congregó a la práctica totalidad de las iglesias del mundo y porque no estuvo presionado por ningún poder exterior a la misma Iglesia.

Milagrosamente, el Concilio tomó conciencia de los problemas de la Iglesia y respondió valientemente a ellos. Habló de la Iglesia ante todo como pueblo de Dios, recuperó la condición de los Obispos, herederos de los Apóstoles y no meros funcionarios del Papa, habló de Colegialidad, habló de diálogo con las religiones y con el mundo, impulsó la lectura objetiva y científica de las Escrituras, revisó a fondo la liturgia. Y todo el mundo cristiano reconoció en él el Viento del Espíritu, el Viento de Dios, y puso en él muchísimas esperanzas.

De esto hace ya más de cuarenta años, y las esperanzas siguen siendo solamente esperanzas. Porque hubo quienes vieron en el Concilio “el humo de Satanás en la casa del Señor”. Y se dedicaron con todas sus fuerzas a neutralizarlo, apoyándose en los presuntos abusos que la aplicación del Concilio había desatado.

Medellín fue acallada por Puebla, la Teología de la Liberación (única que se tomó en serio la “opción preferencial por los pobres”) fue acosada como herejía, se anatematizó y asedió a los más brillantes teólogos del Concilio, se robusteció con más ahínco la distancia entre la Jerarquía y el pueblo, se insistió cada vez más en el sentido sacrificial de la Eucaristía hasta intentar devolverla al latín y a la celebración de espaldas al pueblo… es decir, en una palabra, se intentó eliminar toda la obra del Concilio bajo pretexto de aplicarlo correctamente.

Los resultados son evidentes: la Iglesia cada vez más dividida, los pueblos privados de la Eucaristía, los teólogos amordazados, los movimientos eclesiales más retrógrados e incultos protegidos y mimados por una jerarquía designada a dedo desde Roma sin la menor intervención del pueblo, obispos contra obispos y, eso sí, multitudinarias manifestaciones de entusiasmo, espectaculares y carísimas que pretenden demostrar la pervivencia de modos y situaciones irremediablemente trasnochadas.

Se intenta resucitar una Iglesia falsamente triunfante, una teología marchita, un esplendor cultual fundado en el espectáculo, una sumisión cerril a la autoridad. Pero la verdad no se funda en la autoridad, sino al revés. Y la Iglesia triunfante y abusiva del pasado no va a resucitar.

Pero eso son sólo los síntomas. Si retomamos el título de este artículo, “¿qué está pasando?”, creo que podemos ir más allá de los síntomas.

Está pasando que Dios ha visitado a su pueblo, que la historia ha hablado a la Iglesia. Los signos de los tiempos le han hecho descubrir muchos de sus más lastimosos errores del pasado. Nuestra Iglesia, nosotros la iglesia, está invitada por el Espíritu a un proceso de conversión como nunca quizá antes lo había sido.

Los templos se van vaciando, y se vaciarán más aún, para que renunciemos a un culto que poco tiene que ver con la Cena del Señor. Hay pocos sacerdotes, y habrá cada vez menos, porque se invita al pueblo de Dios a re-asumir las funciones que tuvieron y deben tener. Cada vez se bautizan menos, se casan menos parejas por la Iglesia, y seguirán siendo cada vez menos, para que la Iglesia se reduzca a un grupo de comprometidos con Jesús.

El pueblo está dejando de confiar en la Jerarquía, Papa incluido, porque se nos está invitando a que sea como fue, pastoral, pobre, cercana, carismática, lejana a todo asomo de poder mundano.

Se pueden leer los sucesos como pecados de un mundo que se aleja de Dios, pero también como llamadas de Dios para que la Iglesia vuelva a su verdadera TRADICIÓN, a ser presencia de Jesús, con su mismo estilo, pobre, servicial, comprometida.

Y tenemos que responder a esta llamada.

La Iglesia, nosotros la iglesia, necesita revisar sus errores, sus falsas pretensiones y seguridades, releer honradamente su historia advirtiendo en ella las desviaciones a las que sus pecados la han conducido. Necesita revisar honestamente sus estructuras, su dogmática, sus celebraciones, sus pretensiones de éxito, a la luz, redescubierta, del Evangelio. La Iglesia, nosotros la Iglesia, necesita reconocer sus equivocaciones, con sinceridad, con la humildad con que el pecador reconoce sus errores y hace propósito de corregirse.

Todas estas necesidades alentaron el Espíritu del Concilio, pero hace falta más.

La Iglesia, nosotros la Iglesia, necesita renunciar de hecho, a tales errores, porque el reconocimiento es hipocresía cuando se sigue practicando el error. Es una labor titánica, porque será necesario cambiar todo un estilo de Iglesia, desenmascarar docenas y docenas de aspectos actuales de la Iglesia que no responden al estilo de Jesús.

En una palabra. la Iglesia, nosotros la Iglesia, necesitamos refundar. Y Re-Fundar significa volver a sus fundamentos, edificar sobre la Roca de Jesús, renunciando a otros fundamentos de arena que desde hace siglos la han puesto en el peligro de ser arrastrada por la riada implacable de los tiempos.

Necesitamos recuperar la Tradición. Pero no las tradiciones que se han ido apegando a lo largo de la historia, tomadas de la filosofía pagana, del derecho romano, del poder feudal, del culto del Antiguo Testamento, del esplendor de los príncipes… de tantas fuentes ajenas a Jesús, sino LA TRADICIÓN, la que se desprende del mismo Jesús, la que está empapada de sus criterios, de sus valores y de su estilo, la TRADICIÓN que mana de las parábolas, de los Hechos de Apóstoles, la que está limpia de las adherencias del mundo.

Creo que estos tiempos que vivimos son tiempos de gracia, porque en ellos se da una invitación a la conversión como nunca se había dado en la historia. Creo que los grandes fundadores, Benito, Bernardo, Francisco, Clara, Domingo, Teresa, Ignacio y otros muchos, pretendieron exactamente esto… y que fueron neutralizados poco a poco por los mismos caballos de Troya que hoy, por la fuerza del Viento de Dios, están ya desenmascarados (para quien quiera verlo, naturalmente).

José Enrique Galarreta

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