viernes, 12 de marzo de 2010

¿Y DÓNDE ESTÁ DIOS?

 los devastadores terremotos sacuden la fe de los cristianos 
Los sismos en Haití y Chile volvieron a poner sobre el tapete entre los creyentes el papel del Creador en las catástrofes y por qué, siendo todopoderoso y bondadoso, no las impide. 

Ariel Alvarez Valdés responde.

DUDA. Millones de creyentes se preguntan cómo es posible que un Dios amoroso y providente pueda permitir que sucedan desgracias en la vida de los seres humanos sin intervenir ni ayudar.

Hace 2300 años, un filósofo griego llamado Epicuro se paseaba por las calles de Atenas planteando a la gente un terrible dilema, que todavía no hemos podido resolver. Epicuro decía: "Frente al mal que hay en el mundo existen dos respuestas: o Dios no puede evitarlo, o no quiere evitarlo. Si no puede, entonces no es omnipotente. Y si no quiere, entonces es un malvado". Cualquiera de las dos respuestas hacía trizas la imagen de la divinidad.

Hoy, frente a los terremotos de Haití y Chile, el dilema de Epicuro sigue resonando como una bofetada en el corazón de millones de creyentes, que continúan preguntándose cómo es posible que un Dios amoroso y providente pueda permitir que sucedan semejantes desgracias en la vida de los seres humanos sin intervenir ni ayudar.

En realidad Epicuro con su dilema no negaba la existencia de Dios; sólo quería apuntar a la misteriosa e inexorable existencia del mal en el mundo. Sin embargo su dilema ha llevado a mucha gente al ateísmo; y de hecho, así planteado, debería llevarnos a perder la fe, ya que resulta inadmisible que Dios, pudiendo evitar las calamidades que suceden, no pueda o no quiera hacerlo.

¿Cómo resolver el dilema?

En primer lugar, se debe evitar la tentación de atribuir el mal a Dios, como han hecho algunos predicadores religiosos. Por ejemplo Pat Robertson, el famoso tele-evangelista estadounidense, declaró públicamente que la verdadera causa del terremoto de Haití es un castigo divino porque los isleños hicieron hace años un pacto con el diablo. Semejante afirmación, además de ser ofensiva para Dios y para los haitianos, elimina nuestra responsabilidad humana. En efecto, por nuestra culpa muchos de los cataclismos naturales que padecemos afectan sobre todo a los más pobres. Porque donde ellos viven las casas están peor hechas, existen menos hospitales, hay menos médicos, menos bomberos, menos recursos, y menos prevención. Además, muchos terremotos, inundaciones y catástrofes tienen un origen en la irresponsable actitud del hombre, que viene destruyendo incesantemente la naturaleza. Por eso culpar a Dios de estos sucesos resulta insensato.

Además, si hay algo que Jesús ha dejado en claro es que Dios no manda jamás los males al hombre. Ya en el primer sermón que pronunció en su vida, llamado el sermón de la montaña, enseñaba que Dios "hace salir el sol sobre buenos y malos, y llover sobre justos e injustos". Es decir, Él sólo manda el bien incluso a los pecadores.

Para enseñar esto adoptó una metodología muy eficaz: comenzó a curar a todos los enfermos que le traían, y les explicaba que lo hacía en nombre de Dios, porque Él no quiere la enfermedad de nadie. Del mismo modo, cuando le pedían ayuda por alguien que había fallecido, jamás decía: "No; conviene dejarlo muerto porque ésa es la voluntad de Dios". Al contrario, lo resucitaba inmediatamente para enseñar que Dios no mandaba la muerte, ni la quería. Incluso un día sus discípulos vieron a un ciego de nacimiento, y le preguntaron: "Maestro, ¿por qué este hombre nació ciego? ¿Por haber pecado él, o porque pecaron sus padres?" (Jn 9,1-3). Y Jesús les explicó que nunca las enfermedades son enviadas por Dios, ni son castigos por los pecados.

En otra oportunidad vinieron a contarle que se había derrumbado una torre en un barrio de Jerusalén y había aplastado a 18 personas. Y Jesús les aclaró que ese accidente no era querido por Dios, ni era castigo por los pecados de esas personas, sino que todos estamos expuestos a los accidentes y por eso debemos vivir preparados (Lc 13,4-5).

Todo esto vuelve inaceptable las declaraciones de los que, cuando sufren algún contratiempo o accidente, responsabilizan a Dios. El Dios cristiano jamás puede enviar ni consentir ningún mal, ni siquiera a los pecadores.

Pero aún cuando Dios no quiera el mal, el dilema de Epicuro sigue interpelándonos: ¿por qué no los evita? ¿No puede o no quiere?

En realidad el enigma del filósofo griego está mal planteado. No podemos decir que "Dios no puede impedir" el mal que hay en el mundo. Lo correcto es decir que "es imposible que no haya mal". ¿Por qué? No porque sea un misterio, como se responde a veces cuando se quiere evadir la cuestión y dejarla en penumbra para evitar una supuesta crítica a la actuación divina. No. El mal no es un misterio. Es inevitable, sencillamente.

Sería imposible la existencia de un mundo sin mal, por la simple razón de que el mundo es finito, limitado, precario. Dios no podía crear un mundo perfecto, porque lo único perfecto que existe es él. Todo lo demás que pudiera crear, resulta necesariamente limitado. Y a esa limitación le llamamos mal. Hablando hipotéticamente, Dios podría no haber creado este mundo. Pero si lo crea, tienen que ser necesariamente finito (si no, se crearía a sí mismo). De modo que la finitud, la imperfección, la carencia, la privación, estarán siempre presentes como parte de la naturaleza.

El mundo, como hoy está creado, tiene sus propias leyes que lo rigen de manera autónoma, y las inevitables condiciones de esa finitud hacen que Dios no las pueda manipular a su antojo, evitando permanentemente el mal, porque iría contra las leyes que él mismo puso. Por lo tanto, no es que Dios "no quiera" o "no pueda" evitar el mal, sino que simplemente el planteo carece de sentido. La idea de un mundo sin mal es tan contradictoria como la de un círculo cuadrado.

Pero entonces queda una pregunta: ¿valía la pena que Dios creara este mundo? Por supuesto que sí. Para el creyente, si Dios lo ha creado así, es porque valía la pena. Él por su parte, se compromete, acompaña y trabaja junto a los que luchan por erradicar el mal, por implantar la justicia, por sembrar la paz y fomentar la igualdad entre los hombres. A tal punto, que la salvación del hombre dependerá de si ha ayudado a Dios en obrar el bien: "Porque tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber".

Dios quiere el bien, ama el bien y asiste a cuantos trabajan por el bien. Y nuestra tarea es colaborar con Dios para que cada vez haya más bien a nuestro alrededor, no reprocharle la existencia del mal. Como aquel hombre que le preguntaba a su amigo: "¿Vos rezas a Dios?" "Sí, todas las noches". "¿Y qué le pides?" "No le pido nada. Simplemente le pregunto en qué puedo ayudarlo".

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