Fray Marcos
El profeta es el hombre que ve un poco más allá, o más hondo que el resto de los mortales. Esa ventaja nace de su postura escudriñadora. No se contenta o no le gusta lo que ve a su alrededor y busca algo nuevo. Esa novedad la encuentra entrando dentro de sí y viendo las exigencias que a todo ser humano le reclama su verdadero ser.
El profeta no es un portavoz enviado desde fuera; es siempre un explorador del alma humana que tiene la valentía de advertir a los demás de lo que ve. En esto consiste la revelación. Dios se revela siempre y a todos; solo algunos lo ven.
Hoy Isaías anuncia lo que debía ser cada hombre personalmente y lo que podía ser la comunidad. Pero extiende los beneficios de una comunidad auténticamente humana a toda la creación. El causante de ese maravilloso cambio será el Espíritu del Señor.
Los tiempos mesiánicos llegarán cuando las ciencias humanas no tengan la última palabra, sino que la norma última sea “la ciencia del Señor”. Sencillamente genial. Hoy sabemos que esa sabiduría de Dios está en lo hondo de nuestro ser y allí debemos descubrirla.
Lo primero que nos anuncia la lectura es que nacerá algo nuevo de lo viejo. En lo antiguo, aunque parezca decrépito y reseco, siempre permanece un germen de Vida. La Vida es más resistente de lo que normalmente imaginamos. En lo más hondo de todo ser humano siempre queda un rescoldo que puede ser avivado en cualquier instante. Ese rescoldo es el punto de partida para lo nuevo, para un verdadero cambio y conversión.
El evangelio del hoy, leído con las nuevas perspectivas que nos da la exégesis, nos puede abrir increíbles cauces de reflexión. Es un alimento tan condensado, que necesitaría horas de explicación (di-solvente para convertirlo en digerible).
El grave problema que tenemos es que lo hemos escuchado tantas veces, que es casi imposible que nos mueva a ningún examen serio sobre el rumbo de nuestra vida. Y sin embargo, ahí está el revulsivo. Pablo ya nos lo advierte: “La Escritura está ahí para enseñanza nuestra”-
“En aquellos días”. Este comienzo es un intento de situar de manera realista los acontecimientos y dejarlos insertados en un tiempo y en un lugar aunque indeterminados. Jesús ya tenía unos treinta años y estaba preparado para empezar una andadura única. Sin embargo, los cristianos descubren que los primeros pasos los quiere dar de la mano del único profeta que aparecía en Israel desde hacía más de trescientos años.
“En el desierto”. La realidad nueva que se anuncia, aparece fuera de las instituciones y del templo, que sería el lugar más lógico, sobre todo sabiendo que Juan era hijo de un sacerdote. Esto se dice con toda intención. Antes incluso de hablar del contenido de la predicación de Juan, nos está diciendo que su predicación tiene muy poco que ver con la religiosidad oficial, que se había alejado del verdadero Dios.
“Convertíos, porque está cerca el reino de Dios”. Está claro que se trata de una idea eminentemente cristiana, aunque se ponga en boca del Bautista. Es exactamente la frase con que, en el capítulo siguiente, comienza su predicación el mismo Jesús. Sin duda quiere resaltar la coincidencia de la predicación de ambos, aunque más adelante deja claro las diferencias.
Convertirse no es renunciar a nada ni hacer penitencia por nuestros pecados. Convertirse, en lenguaje bíblico, es cambiar de rumbo en la vida. Vamos por un camino equivocado y tenemos que cambiar de dirección. Convertirse es elegir lo que es mejor para mí, por lo tanto no lleva consigo ninguna renuncia, sino el claro discernimiento de lo que es bueno.
Mateo proclama el mensaje incluso antes de presentarnos al personaje. Es ya toda una insinuación de qué es para él lo importante.
“Éste es el que anunció el profeta Isaías.” Esta manera de referirse al Bautista es muy interesante, porque resume muy bien lo que pensaban los primeros cristianos de Juan. Para ellos, la figura de Juan responde a las expectativas de Isaías. Juan es Elías (correa de cuero) que vuelve a preparar los tiempos mesiánicos.
“Llevaba un vestido de piel de camello”. La descripción del personaje es escueta pero impresionante. Su figura es ya un reflejo de lo que será su mensaje, desnudo y sin adornos, puro espíritu, pura esencia.
¡Qué bien nos vendría a los predicadores de hoy un poco más de coherencia entre lo que vivimos y lo que predicamos! Esa falta de coherencia es lo que denuncia a continuación en los fariseos y saduceos.
Juan es un inconformista que no se amolda en nada a la manera religiosa de vivir de la gente normal. Ni come ni viste ni vive, ni da culto a Dios como los demás.
“Acudía a él toda la gente.” La respuesta parece que fue masiva. Se proponen dos ofertas de salvación: la oficial, en el templo de Jerusalén y la protestante en el desierto. La gente se aparta del templo y busca la salvación en el desierto, junto al profeta. La religión oficial se había vuelto inútil: en vez de salvar, esclavizaba. Más tarde el evangelista llevará a toda esa gente a Jesús, en quien encontrará la salvación definitiva.
“Dad el fruto que pide la conversión”. A los fariseos y saduceos, Juan les pide autenticidad, de nada sirve engañarse o engañar a los demás. Los fariseos y los saduceos eran los dos grupos más influyentes en tiempo de Jesús. También van a bautizarse. Las instituciones opresoras tratan por todos los medios de domesticar ese movimiento inesperado, pero reciben la diatriba de Juan.
Este punto merece un examen más detallado. Eran los dos grupos que se tenían como modelo de espiritualidad.
Los fariseos, conocedores y cumplidores de todas las normas y preceptos. Cumplían más de lo que estaba mandado, por si acaso.
Los saduceos eran el alto clero y los aristócratas, es decir los que estaban más cerca del templo y de la religión.
Resulta que éstos son los que tienen que convertirse. ¿De qué? Aquí está el problema. Un cumplimiento escrupuloso de la Ley, compatible con una indiferencia e incluso desprecio por los demás, es contrario a lo que Dios espera. Estar todos los días trapicheando en el templo no garantiza ni el servicio a Dios ni el amor a los hombres. La fidelidad a Dios exige la fidelidad al hombre.
La conclusión es demoledora. Ninguna religiosidad que prescinda del hombre puede tener sentido, ni entonces ni ahora. Los seres humanos somos muy propensos a dilucidar nuestra existencia relacionándonos directamente con Dios, pero se nos hace muy cuesta arriba el tener que abrirnos a los demás.
Nos cuesta aceptar que lo que me exige Dios (mi verdadero ser) es que cuide del otro. Si pudiéramos escamotear esta exigencia, todos seríamos buenísimos. Pero ese Dios, con el que nos relacionamos prescindiendo del otro, resulta que es un ídolo.
Convertirse no es arrepentirse de los pecados y empezar a cumplir mejor los mandamientos. No se trata de dejar de hacer esto y empezar a hacer lo otro. No podemos conformarnos con ningún gesto externo. Se trata de hacerlo todo desde la nueva perspectiva del Ser. Se trata de estar en todo momento dispuesto a darme a los demás. Pablo lo decía hoy de manera muy concisa: “acogeos mutuamente.”
“No os hagáis ilusiones, Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán de estas piedras.” Ni considerarse un pueblo elegido, ni la pertenencia a una élite religiosa privilegiada es garantía ninguna de salvación. Todas las religiones terminan cayendo en esta trampa: “fuera de la Iglesia no hay salvación”. La verdadera salvación, ni la dan las religiones ni puede estar mediatizada por ellas. Es un don directo de Dios a todos los seres humanos.
Estamos ante el primer signo de apertura a todos los pueblos. Lo que cuenta para Dios no es la pureza de sangre ni el cumplimiento de una Ley ni la práctica de un determinado culto, sino la actitud vital del hombre hacia el hombre. También aquí deberíamos hacer una profunda reflexión los “cristianos de toda la vida”.
“Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego.” Naturalmente, se trata de otra idea absolutamente cristiana. Juan está hablando de un bautismo distinto y superior al suyo.
Toda salvación es siempre realizada por el Espíritu. No está hablando propiamente del “Espíritu Santo”, sino de la fuerza de Dios que capacita a Jesús y a todo el que “se bautice en él”, para desplegar todas las posibilidades de ser humano.
El bautismo de entonces y el de ahora, no es más que un signo de una Realidad que ya está en lo hondo de nuestro ser. El signo, como todos los signos, son solo indicadores de la Realidad. La Realidad en que se funda nuestro ser no es otra que el mismo Dios.
El anuncio del Reino no se puede separar de la “conversión”. El Reino lo tenemos que hacer presente nosotros. Yo tengo que crear en mi entorno ese ámbito en el que reine al amor, con mis actitudes para con los demás en todas las relaciones humanas.
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