A muchos de mi generación les ha ocurrido con los viajes del Papa algo similar a lo que cuentan de los intelectuales españoles y la República. De jóvenes nos cansamos de decir que el Papa necesitaba viajar y no podía estar encerrado en la jaula de oro vaticana. Hoy que esos viajes son una realidad se nos puede oír murmurar aquello de “no es esto, no es esto”… Por esta razón, respetando el sentir de otros y suponiendo la buena voluntad de muchos más, me atrevo a proponer un sueño a lo Luther King, para algún próximo viaje.
El papa viajó en un avión de pasajeros de Alitalia en clase turista, no business. No iba como jefe de Estado, ni tampoco había periodistas en el avión. Al aterrizar, si suponemos que fue en el aeropuerto del Prat, lo recibió el arzobispo de Barcelona, naturalmente. De allí, en un coche normal, ni blindado ni papamóvil, se trasladó… a La Mina. Departió con gitanos e inmigrantes, rumanos o marroquíes; escuchó sus quejas y sus chistes. Y les dijo lo mismo que, casi cincuenta años antes, había dicho Pablo VI a los campesinos de Colombia: “vosotros sois Cristo para mí”.
De allí fue trasladado a la cárcel Modelo o a la prisión de Can Brians, donde tuvo otra charla parecida con aquellos de los presos que quisieron escucharle. Les aseguró que ninguna vida está definitivamente rota, que Pablo de Tarso, una de las primeras columnas del cristianismo, había pasado largas temporadas en la cárcel; que era consciente de que algunas gentes murmuraban de aquella visita que parecía legitimar a los malos y excluir a los buenos, pero que también decían lo mismo de Jesús según cuenta san Lucas en su capítulo 15. Y que él quería que su visita sirviera de ejemplo para que muchos más ciudadanos se animasen a visitar a los presos. Porque el evangelio no dice: “fui papa y me vinisteis a ver”, sino “estuve preso y me visitasteis”…
Comió después en el arzobispado, tuvo dos horas de descanso y oración, para meditar como María todas aquellas impresiones “guardándolas en su corazón”; y hacia las cinco de la tarde se reunió con un grupo de católicos de la diócesis, entre los cuales había un contingente de clérigos o párrocos, otro de religiosos de ambos sexos, otro de laicos y un cuarto grupo de mujeres seglares. No había entre ellos ningún político o, en todo caso, un número bien reducido. El papa les dijo: he venido a escucharos yo: porque oírme a mí es algo que podéis hacer por la radio o la televisión; mientras que yo no puedo oíros a vosotros. No hubo en aquella reunión ningún periodista, para que los cristianos pudieran hablar con más libertad y sin temor a ser tergiversados. El papa no quería que el encuentro fuese “una noticia”, que sube y baja como la espuma dejando casi vacío el vaso, sino más bien una semilla que tiene fuerza para crecer desde su pequeñez…
Ya al atardecer tuvo el papa un breve discurso multitudinario. Comenzó hablando en castellano para repetir lo que ya había dicho: no quiero viajar para ser visto y oído, sino para veros y oíros directamente. Luego pasó a hablar en catalán; se notaba que le costaba un poco, pero también reflejaba un gran empeño por darse a entender bien. Y dijo más o menos que a los catalanohablantes quería pedirles una cosa que esperaba entenderían: que no le llamaran “Sant Pare”. Y explicó: sé que es una expresión frecuentísima en vuestra lengua, y que brota del cariño y la buena voluntad. En ese sentido la agradezco mucho. Pero en sí misma es una expresión idólatra; y comprenderéis que es misión de un papa desterrar las idolatrías. Y fue poniendo los siguientes ejemplos: cuando a los primeros apóstoles los tomaron por dioses, comenzaron a gritar a las gentes: “¡no, no! Nosotros no somos más que hombres como vosotros”. Cuando a Jesús le llamaron bueno, corrigió al interlocutor: “¿por qué me llamas así? ¡Sólo Dios es bueno!”; (y eso que Jesús por ser el Hijo de Dios tenía derecho a ser llamado así). Finalmente, añadió el papa, uno de mis más grandes predecesores (san Gregorio I, llamado precisamente el Magno) prohibió en una carta al patriarca de Alejandría que le llamaran “papa”: porque papa es una abreviatura que significa padre de los padres (pater patrum); y yo quiero ser hermano de todos, concluía san Gregorio. Todavía añadió, citando a Juan Pablo II, que él creía que el único título digno de su ministerio era el ya viejo y olvidado de “siervo de los siervos de Dios” o, a lo más, el de sucesor de Pedro…
Al día siguiente de mañana, el sucesor de Pedro regresó a Roma en otro vuelo de Alitalia. En el aeropuerto, el arzobispo de Barcelona le regaló el texto de Joan Maragall La Iglesia quemada, en una edición bilingüe en catalán y alemán. Y le dijo: “Hermano Pedro, la Iglesia no debe tener joyas y alhajas materiales, ni siquiera en sus cálices ni en sus templos; pero esto que te entrego es una de las mayores joyas espirituales de la Iglesia catalana”.
Se pueden poner evidentes objeciones a este sueño. Y la primera está ya recogida en su título. ¿Es un sueño? Por supuesto que lo es; y soñar es peligroso. Pero la historia muestra que sólo quienes soñaron han conseguido algo en ella. También cabe preguntar: ¿es que el evangelio no es un sueño, un preciosísimo sueño de humanidad? Y entonces la pregunta se convierte en esta otra: el sueño que hemos contado ¿es un sueño evangélico o no lo es?
Se puede argüir sobre todo, que, viajando de esta manera, se menosprecia y se pone en grave riesgo la seguridad del papa; y que, al segundo viaje de este tipo, un atentado acabaría con él. Dura dificultad, sin duda. Y debo comenzar proclamando en voz bien alta que no deseo en absoluto la muerte violenta de un papa: tan poco como deseaba Dios la muerte cruel de Jesucristo. Los primeros cristianos se preguntaron muchas veces por qué Dios había permitido esa muerte y acabaron comprendiendo cómo Dios respeta nuestra libertad y es capaz de sacar bienes de los males que cometemos: hasta el punto de que aquella muerte selló la definitiva reconciliación de nuestra humanidad cruel con Dios.
No deseo en absoluto la muerte violenta de un papa. Pero ¿qué podría pasar si se corriera ese riesgo?... Pues por un lado que ya sólo aspirarían a cargos directivos los que estuvieran dispuestos a poner su vida en juego. Me viene a la memoria la respuesta de monseñor Romero cuando el gobierno de El Salvador quiso ponerle un par de guardaespaldas: “Mi pueblo no los tiene; por eso yo tampoco puedo tenerlos”. Bien caro le costó, por supuesto; pero ese precio sirvió para poner de relieve la pecaminosa crueldad de un país minúsculo. Y el mero hecho de que se me arguya que el papa podría correr un riesgo de ésos, pone de relieve la inhumana crueldad de nuestro mundo que es lo que más nos interesa ocultar. Si los papas van y vienen felices y sin problemas, creamos la impresión de que éste es un mundo feliz donde, a lo sumo, quedan algunos desiertos lejanos que ya desaparecerán; y creamos esa impresión porque la gente desconoce las cifras desorbitadas que cuesta esa seguridad… Si hacemos públicas esas cifras, o las eliminamos dejando patente el riesgo, se pondrá en evidencia que este mundo nuestro, presuntamente feliz y en paz, no es más que un apartheid globalizado o un inmenso campo de concentración, donde unos pocos vivimos cómodamente, y hasta lujosamente, y donde grandes mayorías viven en la miseria y son explotadas cruelmente, en el increíble drama del Congo, en los doscientos millones de niños esclavos, en el conflicto de Oriente Medio, en los niños y niñas-soldado de Sierra Leona… En México, donde más diez mil personas han muerto violentamente y con inhumana crueldad en solo un año… Diez mil personas no tienen nombre ni rostro: son sólo una noticia fugaz que al día siguiente ya ha pasado, pese a los esfuerzos admirables de mujeres que luchan por desenmascarar y acabar con esa situación, arriesgando también sus vidas. Un amigo mexicano me decía a este propósito: “si entre esas diez mil hubiera por ejemplo sólo cinco arzobispos, la reacción del mundo cambiaría: porque de hecho, un arzobispo no es un cualquiera y esos diez mil no eran más que purititos cualesquiera”. Este es el mundo que hemos construido. Y lo mantenemos negándonos a reconocerlo.
No sé yo si valdrán esas respuestas; pero al menos me parece que merecen ser meditadas. Como merece ser meditada la frase del biblista norteamericano D. Crossan que late en ellas: en un mundo como éste al cristiano casi no le queda más que esta doble salida: o la traición al evangelio o el martirio… •
El papa viajó en un avión de pasajeros de Alitalia en clase turista, no business. No iba como jefe de Estado, ni tampoco había periodistas en el avión. Al aterrizar, si suponemos que fue en el aeropuerto del Prat, lo recibió el arzobispo de Barcelona, naturalmente. De allí, en un coche normal, ni blindado ni papamóvil, se trasladó… a La Mina. Departió con gitanos e inmigrantes, rumanos o marroquíes; escuchó sus quejas y sus chistes. Y les dijo lo mismo que, casi cincuenta años antes, había dicho Pablo VI a los campesinos de Colombia: “vosotros sois Cristo para mí”.
De allí fue trasladado a la cárcel Modelo o a la prisión de Can Brians, donde tuvo otra charla parecida con aquellos de los presos que quisieron escucharle. Les aseguró que ninguna vida está definitivamente rota, que Pablo de Tarso, una de las primeras columnas del cristianismo, había pasado largas temporadas en la cárcel; que era consciente de que algunas gentes murmuraban de aquella visita que parecía legitimar a los malos y excluir a los buenos, pero que también decían lo mismo de Jesús según cuenta san Lucas en su capítulo 15. Y que él quería que su visita sirviera de ejemplo para que muchos más ciudadanos se animasen a visitar a los presos. Porque el evangelio no dice: “fui papa y me vinisteis a ver”, sino “estuve preso y me visitasteis”…
Comió después en el arzobispado, tuvo dos horas de descanso y oración, para meditar como María todas aquellas impresiones “guardándolas en su corazón”; y hacia las cinco de la tarde se reunió con un grupo de católicos de la diócesis, entre los cuales había un contingente de clérigos o párrocos, otro de religiosos de ambos sexos, otro de laicos y un cuarto grupo de mujeres seglares. No había entre ellos ningún político o, en todo caso, un número bien reducido. El papa les dijo: he venido a escucharos yo: porque oírme a mí es algo que podéis hacer por la radio o la televisión; mientras que yo no puedo oíros a vosotros. No hubo en aquella reunión ningún periodista, para que los cristianos pudieran hablar con más libertad y sin temor a ser tergiversados. El papa no quería que el encuentro fuese “una noticia”, que sube y baja como la espuma dejando casi vacío el vaso, sino más bien una semilla que tiene fuerza para crecer desde su pequeñez…
Ya al atardecer tuvo el papa un breve discurso multitudinario. Comenzó hablando en castellano para repetir lo que ya había dicho: no quiero viajar para ser visto y oído, sino para veros y oíros directamente. Luego pasó a hablar en catalán; se notaba que le costaba un poco, pero también reflejaba un gran empeño por darse a entender bien. Y dijo más o menos que a los catalanohablantes quería pedirles una cosa que esperaba entenderían: que no le llamaran “Sant Pare”. Y explicó: sé que es una expresión frecuentísima en vuestra lengua, y que brota del cariño y la buena voluntad. En ese sentido la agradezco mucho. Pero en sí misma es una expresión idólatra; y comprenderéis que es misión de un papa desterrar las idolatrías. Y fue poniendo los siguientes ejemplos: cuando a los primeros apóstoles los tomaron por dioses, comenzaron a gritar a las gentes: “¡no, no! Nosotros no somos más que hombres como vosotros”. Cuando a Jesús le llamaron bueno, corrigió al interlocutor: “¿por qué me llamas así? ¡Sólo Dios es bueno!”; (y eso que Jesús por ser el Hijo de Dios tenía derecho a ser llamado así). Finalmente, añadió el papa, uno de mis más grandes predecesores (san Gregorio I, llamado precisamente el Magno) prohibió en una carta al patriarca de Alejandría que le llamaran “papa”: porque papa es una abreviatura que significa padre de los padres (pater patrum); y yo quiero ser hermano de todos, concluía san Gregorio. Todavía añadió, citando a Juan Pablo II, que él creía que el único título digno de su ministerio era el ya viejo y olvidado de “siervo de los siervos de Dios” o, a lo más, el de sucesor de Pedro…
Al día siguiente de mañana, el sucesor de Pedro regresó a Roma en otro vuelo de Alitalia. En el aeropuerto, el arzobispo de Barcelona le regaló el texto de Joan Maragall La Iglesia quemada, en una edición bilingüe en catalán y alemán. Y le dijo: “Hermano Pedro, la Iglesia no debe tener joyas y alhajas materiales, ni siquiera en sus cálices ni en sus templos; pero esto que te entrego es una de las mayores joyas espirituales de la Iglesia catalana”.
Se pueden poner evidentes objeciones a este sueño. Y la primera está ya recogida en su título. ¿Es un sueño? Por supuesto que lo es; y soñar es peligroso. Pero la historia muestra que sólo quienes soñaron han conseguido algo en ella. También cabe preguntar: ¿es que el evangelio no es un sueño, un preciosísimo sueño de humanidad? Y entonces la pregunta se convierte en esta otra: el sueño que hemos contado ¿es un sueño evangélico o no lo es?
Se puede argüir sobre todo, que, viajando de esta manera, se menosprecia y se pone en grave riesgo la seguridad del papa; y que, al segundo viaje de este tipo, un atentado acabaría con él. Dura dificultad, sin duda. Y debo comenzar proclamando en voz bien alta que no deseo en absoluto la muerte violenta de un papa: tan poco como deseaba Dios la muerte cruel de Jesucristo. Los primeros cristianos se preguntaron muchas veces por qué Dios había permitido esa muerte y acabaron comprendiendo cómo Dios respeta nuestra libertad y es capaz de sacar bienes de los males que cometemos: hasta el punto de que aquella muerte selló la definitiva reconciliación de nuestra humanidad cruel con Dios.
No deseo en absoluto la muerte violenta de un papa. Pero ¿qué podría pasar si se corriera ese riesgo?... Pues por un lado que ya sólo aspirarían a cargos directivos los que estuvieran dispuestos a poner su vida en juego. Me viene a la memoria la respuesta de monseñor Romero cuando el gobierno de El Salvador quiso ponerle un par de guardaespaldas: “Mi pueblo no los tiene; por eso yo tampoco puedo tenerlos”. Bien caro le costó, por supuesto; pero ese precio sirvió para poner de relieve la pecaminosa crueldad de un país minúsculo. Y el mero hecho de que se me arguya que el papa podría correr un riesgo de ésos, pone de relieve la inhumana crueldad de nuestro mundo que es lo que más nos interesa ocultar. Si los papas van y vienen felices y sin problemas, creamos la impresión de que éste es un mundo feliz donde, a lo sumo, quedan algunos desiertos lejanos que ya desaparecerán; y creamos esa impresión porque la gente desconoce las cifras desorbitadas que cuesta esa seguridad… Si hacemos públicas esas cifras, o las eliminamos dejando patente el riesgo, se pondrá en evidencia que este mundo nuestro, presuntamente feliz y en paz, no es más que un apartheid globalizado o un inmenso campo de concentración, donde unos pocos vivimos cómodamente, y hasta lujosamente, y donde grandes mayorías viven en la miseria y son explotadas cruelmente, en el increíble drama del Congo, en los doscientos millones de niños esclavos, en el conflicto de Oriente Medio, en los niños y niñas-soldado de Sierra Leona… En México, donde más diez mil personas han muerto violentamente y con inhumana crueldad en solo un año… Diez mil personas no tienen nombre ni rostro: son sólo una noticia fugaz que al día siguiente ya ha pasado, pese a los esfuerzos admirables de mujeres que luchan por desenmascarar y acabar con esa situación, arriesgando también sus vidas. Un amigo mexicano me decía a este propósito: “si entre esas diez mil hubiera por ejemplo sólo cinco arzobispos, la reacción del mundo cambiaría: porque de hecho, un arzobispo no es un cualquiera y esos diez mil no eran más que purititos cualesquiera”. Este es el mundo que hemos construido. Y lo mantenemos negándonos a reconocerlo.
No sé yo si valdrán esas respuestas; pero al menos me parece que merecen ser meditadas. Como merece ser meditada la frase del biblista norteamericano D. Crossan que late en ellas: en un mundo como éste al cristiano casi no le queda más que esta doble salida: o la traición al evangelio o el martirio… •
0 comentarios:
Publicar un comentario